SEGUNDO Y ULTIMO TOMO

Es una mañana plomiza de otoño. Todavía no son las ocho; pero hay gran movimiento en la callejuela donde está situada la casa de la viuda de Musurin. Los porteros y unos guardias municipales corren con mucha agitación por las aceras. A la entrada se agolpan sirvientas con expresión de perplejidad en sus caras heladas por el frío... A todos los balcones asómanse los vecinos. En la ventana del lavadero aparecen numerosas cabezas de mujeres.

—¿Qué será esto? Parece nieve; pero no lo es—se oye de todas partes.

En el aire, desde los tejados hasta el suelo, revolotea algo blanco, muy parecido a la nieve. El empedrado, los faroles, las techumbres, los bancos de los porteros junto a las entradas de las casas y hasta los hombres y las gorras de los transeúntes, todo está blanco.

—¿Qué ocurre?—preguntan las lavanderas a los guardias...

Estos no contestan, hacen gestos desesperados y siguen presurosos su camino... Es que ellos mismos no saben nada.

Pero al fin aparece un portero que anda despacio, gesticulando y hablando consigo mismo. Evidentemente viene del lugar del suceso y conoce la ocurrencia.

—¿Qué ha pasado, compadre? ¿Qué ocurre?—le interrogan las lavanderas desde su ventana.

—¡Un disgusto!—responde—. En casa de la viuda de Musurin, donde ayer hubo boda, han engañado al novio, pues en lugar de mil rublos le han dado solamente novecientos.

—¿Y qué ha hecho el novio?

—Se ha encolerizado mucho... ha cogido una navaja... ha desgarrado el edredón y lo ha vaciado por la ventana. ¡Mira cuánto plumón; parece nieve!...

—¡Se lo llevan, se lo llevan!—óyese por todas partes.

De la casa de la viuda de Musurin sale una verdadera procesión. Delante marchan dos guardias municipales, con aspecto preocupado; luego viene Aplombof, con su abrigo nuevo y su sombrero de copa alta; su semblante parece decir: «Soy un hombre honrado; no permitiré que me engañen.»

—¡En el tribunal veréis de lo que soy capaz!—murmura volviéndose a cada paso.

Detrás de él, llorando, vienen Dachenka y su madre. Un guardia, seguido de una multitud de chiquillos y cargado de papeles, cierra la comitiva.

—¿Por qué lloras?—preguntan las lavanderas a la desposada.

—¡Cuánto siento lo del edredón!—contesta en lugar suyo la madre—. Pesaba nueve kilos . ¡Y qué plumón, amigas mías! ¡No tenía ni una caña! ¡Qué desgracia!

La procesión desaparece detrás de la esquina... La callejuela se tranquiliza...

El plumón revolotea hasta la noche.

↑ Costumbres de los antiguos comerciantes rusos. ↑ En Rusia se hacían antiguamente grandes edredones de pluma, que servían de colchón.

العربيةpolskiрусский

Share on Twitter Share on Facebook