Capítulo XXIV

 

Así habló el sabio: los reyes sin demora

Disuelven la reunión y obedecen a su jefe.

Pope, La Ilíada.

Bastó un solo momento para convencer al joven de que estaba equivocado. Una mano se posó con inmensa fuerza sobre su hombro, y la suave voz de Uncas le susurró al oído:

—Los hurones son indignos. Ver la sangre de un cobarde no debe hacer temblar a un guerrero. El «Cabellos Grises» y el sagamore están a salvo, y el fusil de Ojo de halcón no duerme. Ahora vete; Uncas y «Mano tendida» deben ser desconocidos entre sí. Basta por ahora.

Heyward hubiera querido saber más, pero un leve empujón por parte de su amigo le llevó hacia la puerta, recordándole el peligro que podría suponer el que fueran descubiertos. Con lentitud y torpeza, marchó del lugar y se introdujo en la multitud que estaba congregada allí cerca. Las debilitadas fogatas del descampado apenas iluminaban las siluetas de los que iban y venían en silencio, esporádicamente alumbrando la figura de Uncas, quien se mantenía dentro de la casa junto al cadáver del hurón.

Pronto, un conjunto de guerreros se adentró de nuevo en el lugar, y salieron llevando los restos del indio hasta los bosques cercanos. Tras presenciar esta concluyente acción, Duncan deambuló entre las edificaciones, sin ser interrogado ni despertar interés alguno, ansioso de averiguar el paradero de aquella por la que arriesgaba su vida. En las circunstancias de aquel momento, habría sido fácil huir y reunirse con sus compañeros, si ése hubiese sido su deseo. Pero además de la incesante preocupación por Alice, un interés adicional por la suerte de Uncas le mantuvo en su sitio. Continuó pues, paseando de choza en choza y mirando dentro de cada una. Sólo se encontró con la decepción de no encontrar nada, hasta que recorrió el poblado entero en su búsqueda. Poniendo fin a tan inútil empresa, volvió hasta la casa de los consejos, dispuesto a preguntarle a David y así acabar con sus dudas.

Al llegar al edificio que había servido tanto de tribunal como de patíbulo, el joven se encontró con que todo estaba en calma. Los guerreros se habían reunido de nuevo y estaban fumando tranquilamente mientras hablaban acerca de los incidentes de su reciente incursión en la cabeza del Horicano. Aunque su regreso hubiese podido volver a levantar sospechas acerca de su carácter y propósito, no produjo ninguna reacción visible. Hasta ese momento, la terrible escena que había acabado de ocurrir le pareció favorable para sus intenciones, y no dudó en procurar sacar provecho de una ventaja así.

Sin miedo aparente, entró en el lugar y tomó asiento con porte sobrio, correspondiente con la actitud de sus anfitriones. Una fugaz pero intencionada mirada le sirvió para percatarse de que, si bien Uncas permanecía en el mismo sitio, David no había vuelto a aparecer. Ningún impedimento se le había aplicado al cautivo, salvo la vigilancia de un joven hurón situado cerca, y un guerrero armado ya estaba apostado en el poste de la pequeña entrada a la choza. Por lo demás parecía estar en libertad; aunque estaba excluido de la conversación, haciendo más las veces de una bien esculpida estatua que de un hombre con vida y voluntad propias.

Los violentos castigos tribales de los que había sido testigo inhibieron a Heyward de ser más temerario de lo necesario. Prefirió cultivar el silencio y la meditación antes que el discurso, en previsión de que su verdadera condición fuese descubierta, pero sus acompañantes no parecían tener los mismos deseos. No habían transcurrido muchos minutos desde que se hubiera sentado cuando uno de los guerreros más veteranos se dirigió a él en francés.

—Mi padre del Canadá no se olvida de sus hijos —dijo el jefe—. Le doy gracias. Un espíritu maligno se ha apoderado de la mujer de uno de mis jóvenes guerreros. ¿Podrá el astuto desconocido liberarla de tal posesión?

Heyward sabía algo de las técnicas utilizadas por los indios en casos semejantes. Vio en el asunto una oportunidad para ganarse la confianza de los nativos. Habría sido difícil proponerle algo que le hubiera entusiasmado más. Consciente, sin embargo, de la necesidad de simular la necesaria dignidad de su representación, suprimió toda expresión de alegría y adoptó un aire intrigante:

—Los espíritus varían: unos ceden ante el poder de la sabiduría, mientras que otros son excesivamente fuertes.

—Mi hermano es gran hechicero —respondió el avispado salvaje—. ¿Lo va a intentar?

Un gesto de asentimiento fue la respuesta. El hurón estaba satisfecho de la contestación, y volviendo a su pipa esperó el momento propicio para moverse. Heyward, impaciente, consideraba execrables las costumbres de los salvajes, ya que requerían grandes sacrificios en las apariencias; y le costaba asumir el mismo aire de indiferencia mostrado por el jefe —a pesar de ser éste un pariente cercano de la mujer afectada—. Los minutos pasaban lentamente, pareciéndole que había pasado una hora al falso hechicero, cuando por fin el hurón dejó su pipa a un lado y echó su manto sobre el pecho, en actitud de guiarle a los aposentos de la enferma. Justo entonces, un guerrero de poderosa constitución física apareció en el umbral de la entrada, y avanzando silenciosamente entre los congregados, se sentó en uno de los extremos del montón de ramas que ocupaba Duncan. Éste miró súbitamente hacia su nuevo vecino y sintió erizársele hasta el último folículo piloso de su piel cuando comprobó que estaba junto al mismísimo Magua.

El repentino regreso de este malévolo y temido jefe indio hizo que el hurón que había hablado con Duncan retrasase su marcha. Se encendieron varias pipas de nuevo, mientras que el recién llegado se quitó el tomahawk del cinturón y, tras llenar el recipiente que portaba en el extremo del mismo, también comenzó a inhalar los vapores de las hierbas a través de la boquilla de la empuñadura. Todo ello con tanta pasividad que nadie diría que había estado ausente durante dos largos y tediosos días de cacería. Transcurrieron unos diez minutos, que a Duncan le parecieron toda una eternidad. Los guerreros se vieron inmersos en una nube de humo blanco antes de que ninguno comenzara a hablar.

—¡Bienvenido! —dijo al fin uno de ellos—. ¿Mi amigo ha dado con el alce?

—Los jóvenes se cansan enseguida —respondió Magua—, dejad que Junco-que-se-dobla se reúna con ellos para cazar.

Un profundo y tétrico silencio se apoderó del lugar al pronunciarse el nombre prohibido. Cada fumador bajó su pipa como si todos a la vez hubiesen inhalado una impureza. El humo dibujaba pequeñas curvas envolventes por encima de sus cabezas y ascendía rápidamente a través del orificio del techo, dejando limpia la atmósfera del lugar, a la vez que permitía distinguir todas las caras allí presentes. La mayoría de las miradas permanecían bajas, aunque algunos de los más jóvenes y menos experimentados del grupo se atrevieron a dirigir sus fugaces y fieros ojos hacia un salvaje de cabellos blancos que estaba sentado entre dos de los más venerables jefes de la tribu. No había nada en la actitud de este anciano ni en su aspecto que diese a entender que mereciera tanta distinción. Su expresión era más bien de tristeza y su atuendo era de lo más común entre los hombres de la nación. Al igual que la mayoría de los que le rodeaban, sus ojos se quedaron clavados en el suelo durante más de un minuto; pero al percibir que era objeto de la mirada de otros, se levantó y alzó su voz entre el silencio.

—Era mentira —dijo— yo no tuve ningún hijo. Aquél que llevaba ese nombre ha sido olvidado; su sangre era pálida y no venía de las venas de un hurón; los malvados chippewas engañaron a mi mujer. El Gran Espíritu ha decidido que la familia de Wiss-en-tush debe llegar a su fin. Aquél que sabe que la maldad de su raza muere con él es feliz. Yo he hecho mi parte.

El que habló no era otro que el padre del joven indio que había sido ejecutado. Tras su discurso, miró a su alrededor en busca de algún signo de aprecio hacia su estoica actitud; pero las rígidas costumbres de su pueblo no permitían una correspondencia emocional de esa índole. La expresión de su mirada contradecía sus duras y contundentes palabras, mientras sus facciones se contraían de dolor. Se quedó de pie durante un instante, asegurando así su victoria dialéctica; luego se volvió, como si la presencia de los demás le asqueara. Cubriéndose el rostro con su manta, se alejó de la choza con la pisada silenciosa propia de un indio, yendo en busca de la intimidad de sus aposentos, y la compañía de alguien que, como él, era anciana y estaba desilusionada y se había quedado sin su hijo.

Los indios, quienes creían en la transmisión hereditaria tanto de las virtudes como de los defectos de carácter, le dejaron marchar tranquilamente. Luego, con una actitud tan noble que bien podría ser emulada por más de una supuesta sociedad civilizada, uno de los jefes llamó la atención de los más jóvenes para que dejasen de regodearse en la desgracia que acababan de contemplar, dirigiendo una cortés bienvenida en voz alta y con tono optimista hacia Magua, el recién llegado:

—Los delaware han estado como los osos tras la miel, merodeando alrededor de mi poblado. Pero ¿cuándo se le ha podido sorprender dormido a un hurón?

La oscuridad de las nubes de tormenta antes de sonar el trueno no era superior en negrura a la sombra del fruncido cejo de Magua cuando exclamó:

—¡Los delaware de los lagos?

—No, ésos no, sino los que llevan las faldas de sus mujeres en las orillas de su propio río. Uno de ellos ha pasado delante de la tribu.

—¿Y mis jóvenes guerreros no le arrancaron la cabellera?

—Sus piernas son buenas, aunque su brazo es más apto para la azada que para el tomahawk —le contestó el otro, mientras señalaba hacia la inamovible persona de Uncas.

En lugar de manifestar cualquier atisbo de interés hacia la persona del cautivo, habiendo sido éste capturado por un pueblo al que profesada buena parte de su odio, y dado que tal curiosidad sería más bien propia de mujeres, Magua continuó fumando con el mismo aire tranquilo que mostraría en momentos de menor tensión. Aunque le impresionaron las palabras del anciano padre del ajusticiado, mantuvo la calma y se abstuvo de hacer ninguna pregunta, guardando sus dudas sobre el asunto para un momento mejor. Sólo tras un largo intervalo se dignó a sacudir las cenizas de su pipa, guardar su tomahawk, ajustarse el cinturón y ponerse en pie, para por fin concederle al prisionero el beneplácito de su interés. Uncas, que estaba detrás de él, se percató de su gesto y le correspondió girando también la cabeza, por lo que la luz igualmente bañó su rostro y ambos se reconocieron frente a frente. Durante casi un minuto entero estos dos bravos seres de espíritu indomable se contemplaron con miradas implacables, sin flaquear ninguno de los dos en esta acción mutua. El pecho de Uncas se hinchó, y sus orificios nasales hervían como los de un tigre a punto de atacar; no obstante, su cuerpo se mantuvo rígido, cual excelente representación estática del dios guerrero de su tribu. Los rasgos de Magua se mostraban más sutiles e inquietos, a medida que su expresión pasaba gradualmente del rabioso desafío a la alegría desenfrenada, gritando con toda la fuerza de sus pulmones el formidable nombre de:

—¡Le Cerf Agile!

Todos los guerreros se pusieron en pie inmediatamente ante el anuncio de tan conocido apodo, produciéndose un lapso momentáneo durante el cual su acostumbrado estoicismo fue sustituido por una abierta manifestación de sorpresa. El nombre, tan odiado como respetado, iba de boca en boca como un eco, traspasando incluso las paredes de la edificación. Las mujeres y los niños que rondaban la entrada también hicieron correr la voz, lo cual dio lugar a un grito estremecedor. Este alarido aún no se había disipado cuando los hombres del consejo por fin recuperaron la compostura. Cada uno se volvió a sentar en su sitio, casi avergonzándose de haber expresado sus sentimientos; pero aún tardaron en apartar sus miradas del cautivo, observando con gran curiosidad la persona de un guerrero que tantas veces había superado a los más fuertes y audaces de su nación.

Uncas disfrutaba de su victoria, pero sólo lo demostraba a través de una leve sonrisa —una señal de desprecio universal que se ha empleado desde los albores de los tiempos—. Magua lo entendió y levantó su brazo en gesto amenazante contra el prisionero; los ornamentos de plata de su brazalete sonaron ruidosamente al agitar el puño y jurar su venganza en inglés y a viva voz:

—¡Mohicano, vas a morir!

—Las aguas curativas nunca devolverán la vida a los hurones muertos —contestó Uncas en la lengua de tono musical que hablaban los delaware—; El río revuelto blanquea sus huesos. Los hombres de esa tribu son mujeres y sus mujeres son lechuzas. Ve y llama a los todos los perros hurones para que contemplen un guerrero. Mi nariz se ofende al detectar el olor de un cobarde.

Esta alusión final llegó a calar hondo en los presentes, constituyendo una grave injuria. Un gran número de los hurones entendían el idioma del cautivo, entre los cuales se encontraba Magua. Este astuto salvaje vio en ello una ventaja para sí, e inmediatamente se aprovechó de la situación. Dejando caer la capa de piel de gamo que le cubría el hombro, alzó su brazo y empezó otro de sus convincentes y fatídicos discursos. A pesar de que su influencia en la tribu había mermado a causa de su ocasional debilidad, así como por su recordada deserción, sus incomparables dotes de orador no tenían rival. Siempre le escuchaban, y casi siempre terminaban convencidos de lo que decía. En esta ocasión su capacidad de manipulación se vio potenciada por la sed de venganza de su público.

De nuevo trajo a colación los incidentes de la isla en las cataratas de Glenn, la muerte de sus compañeros y la huida de sus más formidables enemigos. Luego describió el lugar de la colina a donde él había llevado los prisioneros que habían hecho. Les habló de sus planes para las damiselas, pero no citó su derrota en tal empresa, sino que pasó rápidamente a relatarles las nuevas muertes causadas por el ataque sorpresa de «La Longue Carabine». En ese punto, hizo una pausa y miró a su alrededor, en un supuesto acto de veneración por los difuntos, pero en realidad para observar el efecto que su narración estaba produciendo. Como era de esperar, todas las miradas estaban pendientes de él. Cada individuo presente estaba tan atento e inmóvil que todos parecían estatuas vivientes.

Entonces Magua bajó la voz, que hasta ese momento había sonado fuerte y clara, para enfatizar sobre los méritos de los fallecidos. No omitió una sola cualidad que pudiera despertar las simpatías de un indio: uno de los guerreros nunca se equivocaba a la hora de seguir un rastro; otro jamás abandonaba la persecución. Hizo mención de uno que era valiente, y otro generoso. En suma, tergiversó sus alusiones de tal manera que, en una nación formada por tan pocas familias, logró llegar al corazón de todos sus integrantes con sus halagos a tantos héroes.

—¿Están los huesos de mis jóvenes guerreros —concluyó— en la tierra de sepultura de los hurones? Sabéis bien que no. Sus espíritus se dirigen hacia el sol poniente y ya están cruzando las grandes aguas que llevan a las felices tierras de caza. Pero se han ido sin alimento, sin armas ni cuchillos, sin mocasines, tan desnudos y pobres como cuando nacieron. ¿Ha de ser esto así? ¿Están sus almas destinadas a entrar en la tierra de los justos como si fueran iroqueses famélicos o delaware afeminados, o se reunirán con sus amigos con armas en sus manos y capas a sus espaldas? ¿Qué pensarán nuestros antepasados de lo que ha sido de las tribus de los wyandotes? Mirarán hacia sus hijos con desaprobación y dirán, «Marchad; un chippewa ha venido aquí bajo el nombre de un hurón». Hermanos, no debemos olvidar a los muertos; un piel roja nunca debe dejar de recordar. Echaremos carga a la espalda del mohicano hasta que sucumba bajo nuestra fuerza, y acabaremos con él en honor a mis jóvenes guerreros. Ellos nos lo exigen, aunque nuestros oídos no los oyen; dicen, «No nos olvidéis». Cuando vean al espíritu de este mohicano arrastrándose tras ellos con ese peso a sus espaldas, sabrán que les hemos recordado. Entonces se irán felices, y nuestros hijos dirán, «Así hicieron nuestros padres, así debemos hacer también nosotros». ¿Qué es un yengee? Hemos matado a muchos, pero la tierra aún es pálida. Una mancha sobre el nombre de un hurón sólo puede lavarse con la sangre de las venas de un indio. Que este delaware muera.

El efecto de semejante retahíla, pronunciada con el nervio y el énfasis de un buen orador hurón, no podía fallar. Magua había sabido combinar tan perfectamente los sentimientos naturales y las creencias religiosas de los que le escuchaban que sus mentes, ya acostumbradas al recurso del sacrificio humano por la causa de su pueblo, perdieron todo vestigio de humanidad en aras de un deseo generalizado de venganza. Un guerrero en concreto, cuya tez rezumaba furia y agresividad, se había entregado por completo a las palabras del orador. Su rostro había acusado una metamorfosis progresiva, acorde con las ideas expuestas, hasta que finalmente adoptó una expresión de odio mortífero. Al finalizar Magua su discurso, este guerrero se levantó gritando como un endemoniado, mientras su pulida hacha de guerra brillaba por encima de su cabeza, frenéticamente agitada por su brazo. Tanto su acción como su alarido fueron demasiado repentinos como para detenerle mediante palabras. Un destello pareció surgir de su mano, contra el cual se interpuso una forma oscura y poderosa. El primero de estos dos fenómenos lo constituía el tomahawk lanzado por el exaltado, mientras que el segundo era el brazo de Magua, que se alzó para desviar la trayectoria del arma. Tal acción por parte del jefe indio fue llevada a cabo justo a tiempo, dado que el artefacto llegó a seccionar la pluma de la cresta de Untas antes de perforar la pared de la edificación, como si de un cañonazo se tratara.

Duncan había sido testigo de la agresión, levantándose de inmediato y con el corazón a punto de estallarle en el pecho ante el peligro que torna su amigo. Le bastó un segundo para cerciorarse de que el golpe había errado, mientras que su miedo se tomó en apabullamiento. Untas permaneció quieto, la mirada fija en la de su enemigo, y sus facciones parecían estar por encima de cualquier emoción. Ni siquiera el mármol podría ser más frío, indiferente e impasible que la expresión que mostró ante el súbito y vengativo ataque. A continuación, como si se compadeciera de la malograda acción que por poco le cuesta la vida, sonrió despectivamente y pronunció algunas palabras de desprecio en su propio idioma.

—¡No! —dijo Magua, tras asegurarse de que el cautivo no sufriría ningún daño—. El sol debe ser testigo de su vergüenza, las mujeres indias deben ver cómo tiembla; de lo contrario, nuestra venganza no será más que un juego de niños. Llevadle a donde haya silencio; veamos si un delaware puede dormir la noche antes de la mañana en la que ha de morir.

Los jóvenes cuyo deber era el de custodiar al prisionero se dispusieron inmediatamente a atarle los brazos con ligaduras hechas de corteza de árbol, tras lo cual le sacaron del lugar en medio de un profundo silencio. Al llegar a la puerta de la choza, Untas se resistió por un momento. Volvió sobre sí y miró desafiante a sus enemigos; fue entonces cuando Duncan pudo distinguir en el rostro de su amigo una entereza que le tranquilizó y le dio nuevas esperanzas.

Magua estaba satisfecho con su éxito, o al menos estaba demasiado pendiente de sus oscuros propósitos como para incidir más en la cuestión. Cogiendo su manta y doblándola sobre su pecho, también abandonó el lugar, sin darse cuenta siquiera del individuo que tenía al lado. A pesar de su valor natural y su desprecio por el enemigo, además de su preocupación por Untas, Heyward no pudo evitar sentir un cierto alivio ante la ausencia de tan peligroso y escurridizo elemento. La exaltación producida por el discurso se iba amainando; los guerreros volvieron a sentarse y de nuevo las nubes de humo llenaron el habitáculo. Durante casi media hora no se oyó una sola sílaba, ni se intercambió una sola mirada. Este ambiente de silencio tétrico y meditabundo era lo que normalmente sucedía tras una escena de violencia y conmoción entre estos seres, quienes combinaban la capacidad de ser impetuosos con la de ser comedidos.

Cuando el jefe que había solicitado la ayuda de Duncan por fin acabó de fumar, mostró un definitivo deseo de marcharse. Una señal con el dedo fue lo que hizo para indicarle al supuesto hechicero que le siguiera. Atravesando las nubes de humo, Duncan accedió gustosamente a la invitación, ya que deseaba con todas sus fuerzas poder respirar algo del aire puro de la refrescante noche estival, tras todo lo acontecido.

En lugar de desplazarse entre las viviendas por donde Heyward había estado buscando anteriormente, el indio se dirigió directamente al pie de una montaña cercana, al lado de la cual se había erigido el poblado. Allí abundaban los matorrales y arbustos, por lo que fue necesario abrirse paso a través de un camino estrecho y sinuoso. Los niños habían vuelto a sus juegos en el descampado, imitando a los mayores al celebrar su propia persecución hasta la estaca. Para dar más realismo a esta actividad lúdica, uno de los muchachos más atrevidos había hecho sus propias hogueras a pequeña escala, a partir de algunas ramas que habían sobrado de las piras de verdad. La luz que provenía de estas pequeñas lumbres les sirvió al jefe y a Duncan para ver por donde iban, además de añadir cierto aire salvaje al rústico escenario. A poca distancia de una roca sin vegetación, justo por delante de la misma, penetraron por una abertura donde la hierba era más alta, pasando al otro lado. En ese instante el fuego fue avivado, y la luz del mismo llegó incluso a ese apartado lugar. Alumbró la falda de la montaña, cuya superficie blanquecina la reflejó a su vez sobre la figura de un misterioso ser que inesperadamente se interpuso en el camino de ambos.

El indio se detuvo, como si dudara acerca de seguir, permitiendo que el otro llegara a su lado. Una enorme masa negra, que en un principio parecía inmóvil, comenzó a moverse de un modo que parecía inexplicable. De nuevo se avivó el fuego y su luminosidad cayó más directamente sobre el objeto. Entonces incluso Duncan pudo verlo bien, observando sus movimientos torpes e inquietos, siendo éstas las acciones llevadas a cabo por su parte superior, mientras que la inferior permanecía quieta, como si estuviera sentado: era obviamente un oso. Aunque gruñía fuertemente y con fiereza, habiendo momentos en los que se podía distinguir el brillo de sus ojos, no hubo ningún otro indicio de hostilidad hacia ellos. El hurón, al menos, parecía seguro de que las intenciones de este singular intruso no eran malévolas, y tras estudiarlo atentamente, siguió su camino en silencio.

Duncan, que sabía que con frecuencia este tipo de animal era domesticado por los indios, hizo igual que su acompañante, creyendo que la mascota de algún miembro de la tribu se había adentrado en la maleza en busca de alimento. Ambos pasaron sin ser molestados. Aunque el hurón se vio obligado a entrar prácticamente en contacto con el monstruo, y se había mostrado reticente en un principio con respecto al carácter del mismo, ahora se movía confiado y deseoso de no perder un instante más de tiempo en el asunto; Heyward, por contra, no podía evitar el impulso de mirar hacia atrás, asegurándose plenamente de que no serían atacados por sorpresa. Sus inquietudes no hicieron más que aumentar cuando se percató de que la bestia les seguía los pasos. Habría dicho algo en ese momento, si no es porque el indio abrió una puerta hecha de corteza de árbol, entrando en una caverna formada en la ladera de la montaña.

Agradeciendo este modo tan cómodo de escapar del oso, Duncan se apresuró en seguirle y cerró la puerta tras él con ímpetu. No obstante, la bestia impidió que lo hiciera y también se adentró en el pasadizo. Se encontraban en una galería estrecha y muy larga que hacía imposible la retirada sin enfrentarse al animal. El joven aceptó la situación y continuó hacia adelante, manteniéndose lo más cerca posible de su guía. El oso gruñó muchas veces mientras le pisaba los talones, y en un par de ocasiones le rozó con sus garras, casi como si quisiera impedir que siguiera adelante.

Sería difícil decir cuánto tiempo más habrían podido soportar los nervios de Heyward en estas circunstancias; pero, de todos modos, la situación concluyó felizmente. Un atisbo de luz se percibía a lo lejos, y en seguida llegaron al lugar del que procedía esa iluminación.

Una gran oquedad en la roca había sido acondicionada para albergar diversos departamentos. Las subdivisiones eran sencillas a la vez que ingeniosas, siendo elaboradas a partir de piedras, palos y corteza de árbol, todo ello combinado entre sí. Unas aberturas en el techo dejaban pasar la luz del día, mientras que por la noche las hogueras y las antorchas proporcionaban la luminosidad necesaria. Hasta aquí habían traído los hurones gran parte de sus riquezas, en especial aquéllas que pertenecían a la nación de forma colectiva; y haca este lugar también había sido transportada la mujer enferma, a quien se creía víctima de fuerzas sobrenaturales, bajo el pretexto de que los muros de piedra podrían aislarla mejor que las paredes de las chozas, frente a los malos espíritus. El primer habitáculo en el que se introdujeron Duncan y su acompañante estaba enteramente dedicado a la comodidad de la mujer. El indio se acercó a su lecho, que estaba completamente rodeado de féminas; y entre esta multitud se sorprendió Heyward de ver a su amigo David.

Bastó una mirada para dar a entender que la enferma estaba más allá de sus poderes de curación; estaba en un estado de parálisis física, mostrando además una indiferencia total respecto a todo lo que la circundaba, por lo que también era completamente inconsciente del sufrimiento. Heyward no se lamentó de que sus capacidades fueran a emplearse sobre alguien que estaba tan enferma que no le importaría el éxito o fracaso de las mismas. La conciencia de Duncan se vio perturbada, no obstante, y empezó a concentrarse firmemente, con el fin de simular un intento de curación. En esto, se le adelantó en dicha labor una puesta a prueba del poder de la música.

Gamut, quien había esperado la llegada de los visitantes para dar rienda suelta a la espiritualidad de su canto, hizo sonar una nota en su pipa musical y dio comienzo a un himno que habría sido capaz de llevar a cabo un milagro si la fe hubiese sido igualmente intensa. Se le permitió terminar la canción, ya que los indios respetaban su supuesta enajenación, y Duncan tampoco quiso detenerle, ya que gracias a que ello le permitía prepararse más concienzudamente. A medida que las últimas notas de la voz del cantante se disipaban en los oídos del joven, se produjo una repetición de las mismas que parecía provenir de ultratumba, lo cual le hizo volverse sobre sí. Tras él, vio la peluda figura del monstruo sentada entre las sombras de la caverna. Allí, mientras agitaba su cuerpo de esa forma tan inquieta que era propia de tal animal, repetía la melodía del cantante, aunque con unos gruñidos que en ocasiones se asemejaban a palabras.

Lo que David sintió al percibir el eco de su canto puede imaginarse mejor que describirse. Sus ojos se abrieron llenos de incredulidad, quedándose mudo de lo maravillado que estaba. Un bien planeado intento de comunicar un mensaje a Heyward fue alterado por una emoción que bien pudiera calificarse como de temor, aunque pareciese admiración. Bajo su influjo se precipitó en decir a viva voz.

—Ella te espera, y está cerca —tras lo cual marchó precipitadamente de la caverna.

 

 

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