Capítulo XXXII

 

Se esparcirán plagas, y proliferarán las piras funerarias,
Hasta que el gran rey, sin mediar pago de rescate,
Envíe a la doncella de ojos negros a Chrysa con los suyos.

Pope.

Mientras Uncas ordenaba a sus fuerzas, el bosque permanecía tranquilo y, a excepción de aquellos que celebraban consejo, parecía tan completamente deshabitado como el día en que surgió de las manos de su Todopoderoso Creador. El ojo humano podía percibir anchas y largas extensiones de tierra más allá de la silueta de los árboles, pero ningún objeto a la vista desentonaba con aquello que era propio de ese pacífico y bucólico escenario.

Aquí y allá se oía el revoloteo de algún pajarillo entre las ramas de las hayas, y alguna ardilla dejaba caer una bellota, llamando la atención de los miembros del grupo; pero al momento siguiente, se oía soplar el viento sobre sus cabezas, a lo largo de esa verde y ondulada superficie boscosa que se extendía sin interrupción alguna, salvo por los ríos y los lagos, por aquel vasto territorio. Daba la sensación de que el pie del hombre jamás se había posado en la tierra que separaba a los delaware del poblado de sus enemigos, por lo tranquilo y sosegado del lugar. Pero Ojo de halcón, cuyo deber le ponía al frente de su grupo, sabía demasiado bien con quién estaba tratando como para fiarse del engañoso silencio. Cuando vio que todos los de su grupo estaban presentes, el explorador se colocó el «mata-ciervos» bajo el brazo y dio la orden de que retrocedieron unos cuantos metros, hasta llegar al valle de un pequeño riachuelo que ya habían pasado cuando avanzaron desde el poblado delaware. Aquí se detuvo y esperó a que toda la partida de guerreros que le acompañaba se reagrupara a su alrededor, tras lo cual les habló en lengua delaware, preguntándoles:

—¿Sabe alguno de mis guerreros hacia dónde nos lleva esta corriente?

Uno de ellos extendió la mano, separando dos de sus dedos y señalando la raíz común de los mismos, mientras decía:

—Antes de que el sol se ponga, el agua pequeña se unirá a la grande —luego añadió, señalando en la dirección a la que se refería—, las dos son bastante para los castores.

—Eso pensé yo —le contestó el explorador, mirando hacia las cimas de los árboles—, a juzgar por su curso y la situación de las montañas. Compañeros, nos mantendremos a cubierto en sus orillas hasta que detectemos a los hurones.

Sus compañeros asintieron mediante la consabida expresión india, a medio camino entre palabra y gruñido; pero al ver que su líder pretendía ir en cabeza, un par de ellos hicieron señas de que no debiera hacerlo. Ojo de halcón les comprendió inmediatamente y, volviéndose, se percató de que su grupo había sido seguido por el maestro de canto.

El explorador le preguntó con seriedad, y no exento de orgullo por su parte:

—¿Usted ya sabrá, amigo, que éste es un grupo de combatientes escogidos para una misión muy peligrosa, puestos bajo el mando de un no menos exigente patrón? En no menos de cinco minutos, ni más de treinta, nos cruzaremos con algún hurón, vivo o muerto.

—Aunque no entendiera las palabras que utilizaron ustedes —le contestó David, algo alterado de espíritu y cuyos ojos brillaban con una intensidad poco común en él—, sus hombres me recuerdan a los hijos de Jacob yendo a combatir a sus enemigos, quienes pretendían forzar al matrimonio a una mujer perteneciente a la raza predilecta del Señor. He viajado mucho, y he presenciado mucho bien y mucho mal junto a la dama que buscan ustedes; y aunque no sea hombre de guerra, estando bien equipado y con una espada bien afilada, asestaría de buena gana un golpe a favor de ella.

El explorador vaciló por un instante, como si se lo pensara, y le respondió:

—No conoce usted el manejo de ningún tipo de arma. No lleva fusil… Y créame, lo que los mingos toman no lo devuelven fácilmente.

—Aunque no sea un corpulento y sanguinario Goliat —le replicó David mientras extraía una honda de entre su desastrado atuendo—, no he olvidado el ejemplo del niño judío. Con este milenario instrumento de guerra he practicado mucho cuando era joven, y seguro que no he olvidado su uso.

—Bien —dijo Ojo de halcón, contemplando la cinta de piel de gamo y su bolsa portadora de proyectiles con mirada escéptica—, el artefacto puede ser efectivo frente a las flechas, e incluso los cuchillos; pero esos mengwe han recibido un buen cañón rayado por cada hombre, gracias a los franchutes. De todos modos, parece irle bien cuando va desarmado; debe de ser su don natural, ¡comandante!, no lleve su arma amartillada… Si se le dispara antes de tiempo, veinte cabelleras se perderán inútilmente. En cuanto a usted, cantante, puede seguirnos, seguro que nos vendrá bien para los gritos de guerra.

—Le doy las gracias, amigo —contestó David, mientras emulaba al monarca judío y se abastecía de municiones a partir de los pedruscos del riachuelo—. Aunque no soy dado a matar por costumbre, no habría querido alejarme de su lado.

—Recuerde —añadió el explorador, mientras señalaba con su mano aquel lugar de la cabeza en el que se había herido Gamut—, hemos venido hasta aquí para luchar y no para componer música. Hasta que no se dé la primera voz de batalla, lo único que podría hablar es el fusil.

David asintió con la cabeza para dar a entender que comprendía la orden; y Ojo de halcón, tras pasar revista a los demás con su mirada, dio la señal para continuar.

El camino se extendía a una milla de distancia a lo largo del curso del riachuelo. Aunque disfrutaban de la cobertura y protección visual proporcionadas por las inclinadas orillas y la vegetación colindante, no escatimaron medidas de precaución frente a un posible ataque indio. Había un guerrero agazapado en cada flanco, avanzando casi a rastras y vigilando el bosque a cada paso, en busca de algún indicio sospechoso. De vez en cuando se paraban para percibir mediante sus agudos sentidos cualquier sonido hostil, imposible de detectar por parte de un hombre que no viviera en una condición tan natural. No obstante, su marcha no fue interrumpida en modo alguno, y alcanzaron el punto en el que el río menor desembocaba en el mayor aparentemente sin haber sido detectados. Aquí se detuvo el explorador para examinar los signos que le brindaba el bosque.

—Es probable que tengamos un buen día para la pelea —le dijo en inglés a Heyward, mientras miraba hacia las nubes del cielo, las cuales se movían extensamente de un lado a otro del firmamento—: el brillo del sol reflejándose en la superficie del cañón de un arma es un mal aliado para la puntería. Todo es favorable ahora: está el viento, que distorsionará los gritos del enemigo y le soplará el humo de su arma en plena cara, lo cual no es poco; mientras que nosotros dispararemos y se dispersará, dejándonos ver claramente. Atención, nuestra cobertura termina aquí; los castores han dominado este río durante cientos de años, y entre su fuente de alimentos y sus presas para retener el agua hay, como se puede ver, muchos troncos pero pocos árboles enteros.

En honor a la verdad, Ojo de halcón no exageraba en su descripción del lugar que tenían delante. El río tenía una anchura variable e irregular; en ocasiones fluía a través de callejones rocosos muy estrechos, mientras que otras veces se esparcía por amplias extensiones de tierra baja, dando lugar a pequeñas lagunas. Por toda su orilla podían verse los restos de árboles muertos de variado tipo, desde aquellos que se habían deteriorado hace tiempo hasta los que recientemente se vieron desprovistos de esa misteriosa corteza protectora tan esencial para su supervivencia. Algunas piedras musgosas se acumulaban a su alrededor, como si fuesen los vestigios de una lejana generación ya desaparecida.

Todos estos rasgos particulares fueron analizados por el explorador con unos niveles de interés y gravedad que pocas veces había demostrado con anterioridad. Sabía que el campamento hurón se encontraba a algo más de medio kilómetro río arriba, y como si presintiera un peligro inminente, empezó a mostrar signos de preocupación ante la inusual escasez de cualquier presencia enemiga. En un par de ocasiones estuvo a punto de dar la orden de atacar y tomar el poblado por sorpresa; pero su experiencia le recomendó en seguida que tal maniobra pudiera resultar fatal, a la vez que inútil. Luego, se dispuso a escuchar con mucha atención, en busca de algún sonido que indicase hostilidad en el cuadrante por el que se dirigía Uncas. El resultado fue una sensación de mayor incertidumbre ante la ausencia total de ruidos, a excepción del producido por el viento al soplar a través del bosque anunciando una tempestad. Finalmente, decidió pasar a la acción y no depender tanto de sus pensamientos; hizo que sus fuerzas salieran al descubierto para avanzar cautelosamente —a la vez que con decisión— río arriba.

Mientras había estado meditando sobre la situación, el explorador se encontraba protegido tras una formación rocosa y sus compañeros permanecían al amparo de la hondonada del riachuelo inicial. Al escuchar éstos la discreta pero audible señal sonora de su líder, todo el grupo subió hasta allí sin hacer el menor ruido, como un cúmulo de oscuras sombras. Dirigiendo su mano hacia la dirección en la que pretendía avanzar, Ojo de halcón siguió adelante mientras que los demás le seguían en fila de a uno respetando sus pisadas con tanta precisión que, salvo en los casos de Heyward y David, el rastro dejado parecía corresponder a un solo hombre.

Sin embargo, no había acabado de salir el grupo de su escondite cuando se oyó la descarga de una docena de fusiles, detrás suyo; y un delaware recibió un disparo que le hizo saltar como un gamo herido, cayendo muerto en el acto.

—¡Maldición, ya me temía un engaño así! —exclamó el explorador en inglés, añadiendo rápidamente en su lengua adoptiva—. ¡A cubierto, compañeros, y atacad!

El grupo se dispersó tras darse la orden, y antes de que Heyward tuviera tiempo de reaccionar, se encontró a solas junto a David. Por suerte, los hurones ya se habían replegado y no volvieron a dispararles; pero no iba a durar mucho esa tranquilidad, sobre todo porque el explorador ya estaba dando ejemplo. Persiguiéndoles en su retirada y escudándose tras cada árbol que se encontraba en su camino, no cesaba de disparar contra ellos mientras se echaban atrás.

El asalto inicial parecía ser obra de unos pocos hurones, los cuales, no obstante, parecían incrementarse en número a medida que se retiraban. Esto era así debido al fuego de respuesta cada vez mayor que se recibía por parte de los delaware atacantes, llegando a ser casi igual en intensidad al que éstos les propinaban en su avance. Heyward se echó al suelo como sus compañeros, y les emuló en su acción de protegerse por medio del ataque, disparando una y otra vez con su fusil. La contienda se iba igualando, llegando a una condición estacionaria. Se produjeron pocos heridos, dado que ambas partes procuraban resguardarse todo lo que podían tras los árboles, sin exponer ninguna parte de sus cuerpos salvo para la acción de apuntar. Con todo, las condiciones se iban tomando desfavorables para Ojo de halcón y sus hombres. El experimentado explorador se dio cuenta de este hecho sin saber cómo remediarlo. Vio que iba a ser más peligrosa la retirada que mantenerse en ese punto, a la vez que comprobó que el enemigo iba avanzando por uno de los flancos, haciendo que los delaware se emplearan más en mantenerse a cubierto que en disparar. En aquel humillante momento, cuando creían que el grueso de la tribu enemiga les estaba rodeando, oyeron los gritos de combate y las sonoras descargas de fusil que procedían de la zona dominada por Uncas; es decir, en aquella parte del valle que se encontraba inmersa en el bosque, por debajo del nivel en el que estaban situados Ojo de halcón y los suyos.

Los efectos del ataque fueron fulminantes, constituyendo un gran alivio para el explorador y sus amigos. Al parecer, pese a que el intento de atacar por sorpresa había sido detectado y neutralizado, el enemigo había dejado un flanco al descubierto en su avance, creyendo que la cuestión estaba zanjada, y no pudo resistir la impetuosa carga del joven mohicano. Esto se hizo más que aparente por la manera tan rápida en la que el frente de batalla se iba trasladando desde el bosque en dirección al poblado, sobre todo cuando los asaltantes enemigos volvieron a replegarse con el fin de resistir el empuje al que estaban siendo sometidos, adoptando una actitud exclusivamente defensiva.

Animando a sus seguidores por medio de su voz y su ejemplo, Ojo de halcón dio la orden de presionar sobre el enemigo. En esta modalidad de combate tan primitiva, la carga consistía sencillamente en pasar de cobertura a cobertura, acercándose cada vez más al contrario. Los demás siguieron fielmente las pautas de tal maniobra con pleno éxito. Los hurones se vieron obligados a retirarse y el escenario de la contienda se trasladó en poco tiempo desde el terreno amplio en el que comenzó hasta situarse en un lugar reducido, aunque cubierto de matorrales y abundante vegetación arbórea, el cual fue aprovechado por los ahora asaltados para hacerse fuertes. Aquí la lucha se endureció, volviéndose más ardua y creando más dudas sobre su posible desenlace; y aunque ningún delaware cayó muerto, sí hubo heridos que sangraban abundantemente a consecuencia de esta nueva desventaja que estaban sufriendo.

En ese momento tan crítico, Ojo de halcón logró parapetarse tras el mismo árbol que Heyward, estando la mayor parte de sus hombres algo más a su derecha, disparando rápida aunque infructuosamente sobre los ya cobijados enemigos.

—Es usted un hombre joven, comandante —dijo el explorador, posando la culata del «mata-ciervos» en el suelo, apoyándose en el cañón y mostrando ciertos signos de cansancio por el esfuerzo realizado—, y posiblemente su destino sea el de dirigir los ejércitos algún día contra estos indeseables mingos. Aquí puede aprender la filosofía de la lucha india. Requiere principalmente destreza manual, rapidez de vista y una buena cobertura. Ahora bien, si dispusiera usted de las Reales Fuerzas Americanas en este momento, ¿cómo les haría enfrentarse a la situación?

—La bayoneta les abriría el camino.

—Puede haber cierta lógica en sus razonamientos, pero un hombre debe plantearse cuántas vidas puede conseguir salvar en este bosque. Nada; serán los caballos —continuó diciendo el explorador, mientras agitaba la cabeza con gesto negativo—, los caballos, me temo, van a ser los que decidan estas escaramuzas. Tales animales resultan mejores que los hombres, y al final se tendrá que recurrir a ellos. Una pezuña de caballo herrada frente al mocasín de un indio hará que una vez vaciado su fusil, el indio no se detenga para volverlo a cargar.

—Será mejor discutir este asunto en otro momento —le respondió Heyward—. ¿Avanzamos?

—No veo por qué un hombre no debe emplear los momentos en que recupera su aliento para hacer también alguna reflexión de utilidad —contestó el explorador—. En cuanto a lo de avanzar ahora, no me parece el mejor momento, ya que se perderían una o dos cabelleras en el intento. Y con todo —añadió, mientras giraba su cabeza para captar los sonidos de lucha en la distancia—, si hemos de serle útiles a Uncas, ¡estos bellacos que tenemos enfrente deben ser eliminados!

Acto seguido, se volvió para hablar en voz alta a sus guerreros. Sus palabras fueron contestadas con un grito y, al darse una señal, cada uno de ellos se movió rápidamente alrededor del árbol tras el que se parapetaba. Al ver tantas formas oscuras surgir a la vez, y tan repentinamente, los hurones perdieron los nervios momentáneamente y comenzaron a errar en el tiro. Sin pararse siquiera para respirar, los delaware avanzaron a saltos hacia la zona de los matorrales, como un grupo de panteras abalanzándose sobre sus presas. Ojo de halcón estaba al frente, blandiendo su mortífera arma y animando a los suyos con su ejemplo. Ciertamente, algunos de los más veteranos y experimentados hurones no se dejaron sorprender por la maniobra e hicieron fuego con fatídica precisión, justificando los temores del explorador al acertar a tres de sus guerreros más adelantados. De todos modos, esto no fue suficiente para repeler el ímpetu de la carga. Los delaware se introdujeron en la zona de cobijo de sus enemigos con esa ferocidad que les caracteriza, eliminando todo vestigio de resistencia en su furioso avance.

El combate continuó brevemente con un enfrentamiento cuerpo a cuerpo que hizo que los asaltados cedieran terreno rápidamente y retrocedieran hasta el margen opuesto de la extensión arbórea, en donde se aferraban a la poca cobertura que tenían como animales acorralados. En ese crucial momento, cuando el éxito de la lucha volvió a quedar en entredicho, se pudo oír en la retaguardia de los hurones el estallido de un fusil, y el zumbido de una bala que procedía del lugar frecuentado por los castores, en el claro situado detrás de los asediados. Justo a continuación, se pudo percibir el feroz y escalofriante estruendo del grito de la guerra.

—¡Ése es el sagamore! —exclamó Ojo de halcón, contestando el alarido con una vociferación igualmente intensa—. ¡Los tenemos entre dos fuegos!

Esto tuvo un efecto inmediato sobre los hurones. Amedrentados por el ataque que se producía desde un cuadrante que no podían defender, los guerreros emitieron exclamaciones llenas de decepción y se dispersaron en conjunto, corriendo hacia el claro con el único objetivo de huir. En su empeño, muchos cayeron a merced de las balas de los delaware que les perseguían.

No entraremos a detallar el encuentro entre el explorador y Chingachgook, o la más entrañable reunión que tuvo lugar entre Duncan y Munro. Unas pocas palabras sirvieron para explicar cómo estaban las cosas, y Ojo de halcón, tras señalar hacia su grupo, renunció a toda la autoridad que tenía sobre él en favor del jefe mohicano. Chingachgook asumió este cargo con la dignidad propia de aquel cuyos orígenes y experiencia le acreditaban por pleno derecho, como cualquier mandatario guerrero nativo. Siguiendo al explorador, tomó el mando y llevó al grupo de nuevo a través de los arbustos, cobrándose los hombres en su recorrido las cabelleras de los hurones caídos y ocultando los cuerpos de sus propios guerreros muertos, hasta que llegaron a un lugar en el que su líder les mandó hacer un alto.

Los guerreros, quienes se habían esforzado abiertamente en la batalla que acababa de concluir, ahora descansaban momentáneamente sobre un trozo de terreno llano, rodeados de suficientes árboles como para ocultarles. La tierra descendía bruscamente delante suyo, por lo que sus ojos pudieron contemplar un estrecho y oscuro valle boscoso que se extendía varios kilómetros. Era en ese lugar tan tenebroso y sombrío en el que Uncas aún mantenía su lucha con la fuerza principal de los hurones.

El mohicano y sus compañeros avanzaron hasta la cima de la colina y escucharon atentamente los ruidos del combate. Algunas aves sobrevolaron el frondoso valle, huyendo de sus nidos asustadas por las perturbaciones que estaban teniendo lugar, mientras que aquí y allá surgían nubes vaporosas que, al elevarse por encima de los árboles, señalaban los lugares en los que la lucha había sido más sangrienta y prolongada.

—La batalla se está desarrollando pendiente arriba —dijo Duncan, señalando hacia una nueva columna de fuego y humo—, estamos demasiado en el centro como para serles de ayuda.

—Acabarán bajando hacia la hondonada, donde hay más posibilidades de ponerse a cubierto —dijo el explorador—, y eso nos acercará a su flanco… Vete, sagamore, apenas tienes tiempo para dar el grito de batalla y guiar a los jóvenes guerreros. Yo tomaré parte en esta lucha con combatientes de mi propio color. Ya me conoces, mohicano; ni un solo hurón se colará detrás de ti sin pasar antes por las miras del «mata-ciervos».

El jefe indio hizo una pausa para volver a considerar los signos de la batalla, que seguía pendiente arriba… Esto significaba que los delaware llevaban la iniciativa; por lo que no abandonó el lugar hasta que pudo cerciorarse del progresivo acercamiento, tanto de sus aliados como de sus enemigos, lo cual se produjo cuando las balas comenzaron a llegar hasta allí como una lluvia de granizo justo antes de una gran tormenta. Ojo de halcón y sus tres acompañantes se retiraron hasta un lugar de refugio, aguardando acontecimientos con la gran paciencia que exigen los momentos como aquél.

No tardaron en oírse las detonaciones de las armas con el consiguiente eco que produce la distancia. Luego aparecieron guerreros por uno y otro lado, procedentes de los límites del bosque, para reunirse al entrar en el descampado, donde iba a tener lugar el enfrentamiento final. Pronto fueron acumulándose más, hasta que una gran multitud pudo verse, aferrándose desesperadamente a la poca cobertura que les quedaba. Heyward comenzó a sentirse impaciente, y dirigió su mirada haca Chingachgook. El jefe estaba sentado sobre una roca, con el semblante tranquilo, mientras contemplaba la escena como si su único propósito fuera el de ser un mero espectador.

—¡Es el momento en que deben actuar los delaware! —dijo Duncan.

—Aún no, aún no —le contestó el explorador—. Cuando pueda ver a sus aliados, les hará saber que está aquí. ¡Mire, mire! Los bellacos se están introduciendo bajo ese cúmulo de pinos, como un montón de abejas que se aglomeran. Por Dios que hasta una mujer india sería capaz de acertar con una bala a uno de estos indeseables de piel oscura estando tan apretujados.

En ese momento se oyó un alarido de combate, y una docena de hurones cayeron ante la descarga propinada por Chingachgook y sus hombres. El grito fue contestado por otro que provenía del bosque, dando lugar a una estruendosa retahíla de exclamaciones que parecían ser obra de mil voces unidas en una sola. Los hurones se desperdigaron rápidamente, disolviendo sus líneas por la mitad, y Uncas surgió del bosque, a través del hueco que habían dejado al huir, encabezando un grupo de cien guerreros.

Moviendo sus brazos a izquierda y derecha, el joven jefe señaló dónde estaba el enemigo para que lo viesen sus acompañantes, los cuales salieron en su persecución por las direcciones indicadas. La batalla se desarrollaba ahora en dos frentes, al haberse replegado lateralmente los grupos de hurones resultantes de la división en su huida, a la vez que los victoriosos lenape les pisaban los talones. Pasó un minuto antes de que los ruidos de la batalla fueran remitiendo, y su eco disipándose bajo los arcos de los árboles. Sin embargo, un grupúsculo de hurones que había abandonado toda posibilidad de cobertura, al igual que leones desconfiados, se retiraba lentamente pendiente arriba, hacia el lugar en el que habían estado poco antes Chingachgook y sus fuerzas, quienes ya se habían sumado a la lucha. Magua estaba entre los de este pequeño grupo, aún mostrando su salvaje fiereza, además de la gran autoridad de la que todavía disfrutaba.

Ansioso de llevar a buen término la persecución, Uncas se adelantó casi a solas; y en cuanto detectó la presencia de Le Subtil, todo lo demás careció de importancia para él. Dando el correspondiente grito de guerra, reunió a unos seis o siete guerreros, y a pesar de que aún eran pocos para enfrentarse al enemigo, corrieron hacia adelante. Le Renard, atento en todo momento a esta maniobra, le aguardaba con disimulada alegría. La imprudente temeridad del joven mohicano podría haber supuesto una fácil victoria para el hurón, de no ser por la aparición repentina en la escena, tras otro grito, de La Longue Carabine seguido de sus compañeros de raza blanca. Ante esto, el hurón se volvió rápidamente para continuar su retirada, ascendiendo la pendiente.

No había tiempo para saludarse ni congratularse; ya que Uncas, sin reparar en la presencia de sus amigos, continuó la persecución a la velocidad del rayo. Las llamadas de Ojo de halcón para que se pusiera a cubierto fueron en vano; el joven desafió al peligroso fuego enemigo, obligando a que sus contrincantes pusieran más énfasis en su huida. Afortunadamente, no fue una carrera de mucha distancia, y los hombres blancos se encontraban bastante adelantados, ya que de otro modo, el delaware les habría pasado de largo, cayendo víctima de su propia impulsividad. No obstante, la fortuna quiso que los perseguidores y los perseguidos entrasen en el poblado de los wyandotes, con muy poca distancia entre sí.

Estimulados por la presencia de sus viviendas, y cansados de la persecución, los hurones se mantuvieron firmes en su lugar, luchando alrededor de la choza del consejo con gran furia y desesperación. La batalla fue tan violenta como un torbellino. Tanto el tomahawk de Uncas como los puños de Ojo de halcón, e incluso el brazo de Munro, que aún tenía fuerza suficiente, estuvieron activos durante aquellos momentos, y el suelo se sembró de enemigos caídos. Con todo, Magua logró salvar la vida, incluso arriesgándose y exponiéndose al fuego, como si le protegiera esa fortuna que es propia de los héroes legendarios y de tradición antigua. Elevando su voz por medio de un alarido que expresaba tanto su ira como su decepción, el sutil jefe se alejó del lugar al ver que sus camaradas caían irremisiblemente. En su huida sólo fine acompañado por dos de sus ayudantes, dejando a los delaware para que cobrasen los sangrientos trofeos de su victoria.

Uncas, no obstante, tras haberle buscado infructuosamente en la mélée, corrió tras él, seguido a su vez por Ojo de halcón, Heyward y David. El explorador podía, como mucho, apuntar con el cañón de su arma para proteger a su amigo, lo cual funcionó como un escudo mágico; sólo una vez se volvió Magua para intentar cobrar su venganza, desistiendo inmediatamente de su propósito. Acto seguido, penetró en una barrera de arbustos, por donde le persiguieron sus enemigos, y entró súbitamente en aquella cueva que los lectores recordarán. Ojo de halcón, quien no había disparado por evitarle algún posible daño a Uncas, gritó en señal de alegría, mientras proclamaba en voz alta la certeza de su triunfo. Los perseguidores se apresuraron a pasar por la estrecha y profunda galería, pudiendo ver las fugaces siluetas de los hurones a cierta distancia. Su paso por aquella oquedad natural fue precedido por el griterío de cientos de mujeres y niños. Por su luz tenue y ambiente sombrío, el lugar se asemejaba a un descenso hacia las regiones infernales, plagado de almas en pena y diablos enfurecidos.

Uncas continuaba pendiente de Magua, como si fuera el único objetivo que le importaba en la vida. Heyward y el explorador seguían tras él, llevados por un sentimiento parecido, aunque menos intenso. Sin embargo, el camino resultaba cada vez más tortuoso a través de aquellos oscuros y amenazantes pasillos, y las formas de los guerreros fugitivos se hacían cada vez menos evidentes para la vista. Por un momento, todo indicaba que el rastro se había perdido, cuando se vio un vestido blanco revolotear en el extremo opuesto de un pasadizo que parecía llevar hasta la cima de la montaña.

—¡Es Cora! —exclamó Heyward, cuya voz entremezclaba el horror y la alegría de un modo espeluznante.

—¡Cora! ¡Cora! —vociferó Uncas, mientras brincaba como un gamo.

—¡Es la dama! —gritó el explorador—. Tenga valor, señorita, ¡ya llegamos! ¡ya llegamos!

La persecución se intensificó con un entusiasmo diez veces superior en cuanto se divisó a la cautiva; pero el camino era difícil, lleno de desniveles y en ocasiones casi intransitable. Uncas dejó atrás su fusil y saltó hacia adelante con despreocupada precipitación, Heyward actuó también de modo impulsivo, pero ambos fueron amonestados por su actitud imprudente al oír el estallido de una de las armas de los hurones, la cual mandó una bala desde el otro extremo del pasadizo que llegó incluso a producirle una leve herida al joven mohicano.

—¡Debemos resguardarnos! —dijo el explorador, mientras saltó hasta el lugar en el que estaban sus compañeros—. ¡Estos bribones nos pueden eliminar a todos a tan poca distancia, y además, miren cómo utilizan a la dama como escudo!

Aunque sus palabras no fueron escuchadas, más por el alboroto que por la obcecación, sus compañeros siguieron su ejemplo y, tras grandes esfuerzos, lograron llegar lo bastante cerca de los fugitivos como para ver que Cora era llevada entre los dos guerreros que quedaban, mientras Magua les guiaba en su huida. En ese momento las cuatro formas humanas se destacaron ante un fondo muy claro, el cual consistía en una salida superior de la cueva, por el cual desaparecieron. Furiosamente decepcionados, Uncas y Heyward llevaron sus fuerzas a los límites de lo sobrehumano, saliendo de la caverna por la ladera de la montaña para ver justo a tiempo qué ruta tomaban los perseguidos. La carrera hubo de continuarse por la pendiente, y seguía siendo laboriosa y arriesgada.

Protegido por su fusil, además de no ser tan presa del entusiasmo como sus dos compañeros, el explorador dejó que estos le tomaran la delantera durante un momento, siendo Uncas el que arrastraba a Heyward detrás suyo. De esta guisa, y en muy poco tiempo, superaron rocas, precipicios y otros obstáculos que, en condiciones normales, habrían sido poco menos que inexpugnables. Pero los impetuosos jóvenes obtuvieron su recompensa al ver que acortaban distancias con respecto a los hurones, los cuales tenían la desventaja de tener que estar pendiente de Cora.

—¡Quieto ahí, perro de los wyandotes! —exclamó Uncas, mientras agitaba su reluciente tomahawk en dirección a Magua—. ¡Te lo manda uno al que consideras una mujer delaware!

—Me niego a seguir —protestó Cora, deteniéndose repentinamente sobre una plataforma rocosa que se asomaba a un inmenso precipicio que llegaba hasta el pie de la montaña—. Mátame si lo deseas, hurón indeseable; no pienso seguir.

Los que llevaban consigo a la muchacha ya sostenían sus tomahawks en alto, prestos para utilizarlos, haciendo alarde de esa malévola alegría propia de salvajes impíos; pero Magua les hizo desistir de sus intenciones. Tras desarmarles y arrojar las hachas por el precipicio, él mismo sacó su cuchillo y se volvió hacia su prisionera, mirándola con una expresión que delataba el conflicto de pasiones que tenía lugar en su interior.

—Mujer —le dijo—, escoge… La casa, ¡o el cuchillo de Le Subtil!

Cora ni le miró, sino que cayó de rodillas y levantó la vista al cielo, diciendo con voz humilde, aunque confiada:

—¡Soy tuya! ¡Haz lo que creas mejor!

—Mujer —repitió Magua con aspereza, intentando obligar a la muchacha a que dirigiese su sereno semblante hacia él—. ¡Escoge!

Sin embargo, Cora no quiso oír ni obedecer su mandato. Cada fibra del cuerpo del hurón tembló nerviosamente mientras elevaba su brazo en alto, pero lo bajó de nuevo con cierto aire confuso, como si dudara. De nuevo tuvo lugar una lucha en su interior, y volvió a levantar la punzante arma. Justo entonces se oyó un penetrante alarido desde arriba, y apareció Uncas saltando desde una impresionante altura, aterrizando sobre la plataforma rocosa. Magua dio un paso atrás, y uno de sus ayudantes, aprovechando la ocasión, hundió su propio cuchillo en el pecho de Cora.

El hurón saltó como un tigre sobre su camarada ante la ofensa cometida, pero el cuerpo de Uncas ya se había interpuesto entre los dos contendientes. Olvidando a su contrincante por esta súbita acción, y enloquecido por el crimen que acababa de presenciar, Magua clavó su cuchillo en la espalda del desprotegido delaware, elevando un diabólico grito mientras cometía tan infame acto. No obstante, Uncas aún pudo levantarse, como una pantera herida que se revuelve contra su enemigo, y dio muerte al asesino de Cora utilizando los últimos vestigios de fuerza que le quedaban. A continuación, con una mirada severa y firme, le hizo comprender a Le Subtil lo que le habría hecho si las fuerzas no le hubiesen abandonado. Éste último cogió al delaware por el brazo, cuando ya no oponía resistencia, y hundió su cuchillo tres veces en el pecho de su víctima, mientras el joven le dedicaba una última expresión llena de eterno desprecio, antes de caer muerto a sus pies.

—¡Piedad! ¡Ten piedad, hurón! —le gritó Heyward desde arriba, su voz ahogándose por el horror presenciado—. ¡Muestra piedad, y también la recibirás a cambio!

Agitando el ensangrentado cuchillo hacia el joven suplicante, Magua emitió un grito de victoria tan feroz, salvaje, e incluso lleno de satisfacción, que pudo transmitir el mensaje de su victoria a los que aún luchaban en el valle, a cientos de metros de allí. Le contestó el explorador por medio de un exabrupto, mientras se acercaba al lugar con pasos largos y rápidos, moviéndose sobre las peligrosas rocas como si volara. No obstante, cuando el cazador llegó allí, tan sólo se encontró con los cadáveres.

Sólo miró una vez hacia las víctimas, y su aguda vista se volvió al frente, analizando las dificultades de la subida que tendría que realizar. Una figura humana se alzaba desde el saliente de la montaña, con los brazos levantados en claro gesto amenazante. Sin pararse a ver quién era, Ojo de halcón levantó el cañón de su fusil; pero una roca que cayó sobre la cabeza de uno de los fugitivos, que corrían debajo, dejó entrever el semblante iracundo e indignado del honrado Gamut. Entonces salió Magua de entre las grietas rocosas, saltando por encima del cuerpo del último de sus guerreros, para subir hasta un punto de las rocas en el cual estaría fuera del alcance de David. De un solo salto podría alcanzar el borde del precipicio y asegurar la integridad de su persona. Sin embargo, antes de dar ese salto, el hurón se detuvo para agitar su puño hacia el explorador y gritar:

—¡Los rostros pálidos son perros! ¡Los delaware mujeres! ¡Magua les deja sobre las rocas para alimento de los cuervos!

Riéndose a grandes carcajadas, realizó un desesperado salto, aunque quedó algo corto, por lo que tuvo que agarrarse a unas ramas sueltas que crecían entre las rocas. El cuerpo de Ojo de halcón se agachó como el de un animal a punto de atacar, y las ansias de lograr su objetivo eran tales que hacían temblar el cañón de su arma como una hoja al memo. Sin dejarse agotar inútilmente, Magua dejó que sus pies se posaran sobre un pequeño saliente, permitiendo que sus brazos se extendieran por completo. A continuación, empleó todas sus fuerzas para intentar subir, logrando elevar su cuerpo hasta colocar las rodillas al nivel del borde. En ese momento, cuando el cuerpo de su enemigo estaba casi totalmente a la vista, el inquieto fusil del explorador quedó firmemente apoyado en su hombro; tanto que ni las rocas de su alrededor estaban más quietas cuando descargó su contenido. Los brazos del hurón flaquearon y su cuerpo se tambaleó un poco, pero aún se mantenía en su lugar. Volviéndose para dirigir una violenta mirada a su enemigo, le agitó el puño en actitud desafiante y llena de odio; a continuación, soltó la mano, y su oscura figura pudo verse surcando el aire cabeza abajo durante un fugaz instante, hasta que se perdió entre la franja arbórea que rodeaba la montaña, en su trayectoria descendente hacia la destrucción.

 

 

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