París y el rey Eduardo

Ya ha vuelto Eduardo VII á su país. Ya han pasado los momentáneos entusiasmos; y, concluídas las fiestas, los reflexivos se preguntan: ¿Cuál es el alcance de esta real visita? ¿Por qué París ha saludado tan afectuosamente al soberano de la “eterna enemiga”, de la “pérfida Albión”? A la primera cuestión yo contestaría que el alcance es el afianzamiento de una paz útil para los negocios de ambos Estados. Provecho, ese es el ideal de nuestro tiempo. A la segunda contestaría cantando esa inevitable canción de fiesta que todo britano ha entonado alguna vez: “For he is a jolly good fellow”. Porque es un alegre camarada. O en versión más libre: porque es un excelente buen muchacho.

El pueblo de París ha saludado á su antiguo príncipe de Gales, que, aunque ha tomado á lo serio, como conviene, su oficio de monarca, no ha adoptado la agresiva gravedad del Enrique IV de Shakespeare. Cuando ha vuelto, á más de un Falstaff compañero de sus pasadas canas al aire, le ha tendido la mano en el Jockey ó en la Embajada. Y en la Ópera y en la Comedia Francesa, en donde el buen tacto protocolar había sabido poner á la vista de su majestad una buena selección de ilustres veteranos de Citeres, el rey sonrió á Granier y á Réjane. Y detalle conmovedor: el presidente Loubet, cuando supo que un funcionario de poco tacto había hecho salir del teatro á la Otero, preguntó al oir el nombre:—“Qui est-ce, cette demoiselle?” En tanto que Eduardo VII, entre sonriente y apenado, exclamó:—“Cette pauvre Caroline!” ¡Digna frase suya! De él decía ha tiempo el sagaz Max Beerbohm: “By no means has he shocked the Puritans. Though it is no secret that he prefers the society of ladies, no one breath of scandal has ever touched his name” . Y la divisa famosa clama: “Honny soit qui mal y pense. Y como todo acaba en canciones por aquí, el pueblo de París ponía en ellas á papá Loubet y al rey Eduardo en familiares modos: “Mi pobre Emilio, desde que has partido, no andamos bien. Por todas partes en Francia se decía: ¿Vas á volver, Loubet? Combes murmura plegarias á Jesús, á Budha. Tú, montado en un dromedario, suspiras: ¡Alah! El camello es muy bello, pero me gusta más el Metropolitano”. Eso en el verso tiene su sabor, como el coro:

Viens, Mimille, viens, Mimille, viens!

Viens preser dans te bras—

Edouard sept gros et gras

Ah!

Viens, Mimille, viens, Mimille, viens

Viens r’cevoir les Anglais

Sur notre sol français!

Y otro “couplet”: Desde que quemaron á Jeanne D’Arc todos los ingleses de rango adoran á nuestro maravilloso país, y más á sus muchachas. Cuando él era príncipe de Gales en nuestra capital

Edouard se payait des bèguins

A coup de livr’s sterling’s.

Il revient

Cré Coquin

Pour fair la nece un brin!

¿Por qué esa confianza afectuosa en la canción francesa? Ya lo dice la usada canción inglesa: “For he is a jolly good fellow”.

Cierto, el más optimista no puede dejar de reconocer que el inglés no ama al francés, ni el francés al inglés. Fuera de las muchas batallas de que aún guarda memoria el suelo de Francia, dos grandes figuras encarnan en la memoria popular la antipatía: la Buena Lorena, la Pucela, cuya hoguera se convirtió en fuego de rencor histórico, y Napoleón, Rouen, Waterloo, Santa Elena, impedirán siempre un definitivo acercamiento.

Mas Eduardo pasa en París, haciendo olvidar por momentos, á pesar de la antipatía secular, las épicas ofensas. Él sonríe á la muchedumbre que lo aclama, que lo aclama como aclama al zar, al cha, al rey de cualquier parte, porque es rey, porque el pueblo de París gusta de los reyes, porque eso es decorativo, y porque es además el actual rey de la Gran Bretaña y emperador de la India, un célebre “homme á femmes”, amigo del champaña y de la alegría de Lutecia. A su llegada, los manes del Leonide Leblanc y de Cora Pearl han estado contentos. Los antiguos camaradas que aún viven se han sentido rejuvenecer. Y Granier ha sonreído en su puerta, mientras en la Ópera, las ágiles piernas de Zambelli dirigían cumplimientos, ¡Ay!, toda la elocuencia de Terpsicore es inútil. La vejez está entronizada junio con la cordura. El rey saluda á su viejo París con un placer no exento de melancolía. Lejano está ya el tiempo de la primavera. Son historias pasadas, casi ya legendarias, las historias del príncipe que dejaba, al pasar, un reguero de libras esterlinas. Ahora ha dejado para los pobres de París doscientas. Mas hay que advertir que ahora no tiene mamá rica, como diría el difunto viejo Rothschild. Lo aclaman, lo saludan las mujeres con el pañuelo—á él, que arrojó tantos—, le gritan: ¡Viva el rey! “tout de même”.

Los mismos caricaturistas que lo atacaron tanto cuando hechos políticos de ayer le hacían poco grato á la opinión francesa, han amainado. Cuando más, las flechas han ido despuntadas y con suavidad. Los patrioteros, que aprovechan toda ocasión de escándalo, no dejaron de gritar incitando á los parisienses á recibir mal al rey; pero esos pocos farsantones no tuvieron seguidores. Ante todo, ha prevalecido la economía política. “El mejor cliente de la Francia es la Inglaterra.” Los negocios son los negocios. “Así marchará bien el comercio”, decía una de las canciones que los acordeonistas y guitarreros repetían por las calles en los días de las fiestas. Y la personalidad del obeso y amable monarca se destacaba en un fondo de cielo tranquilo, sin amagos de tempestad. Calma, Buena Lorena; calma, Petit Caporal: “For he is a jolly good fellow”.

Hace algún tiempo os escribía desde Londres: “Interesante monarca, el rey Eduardo”. Se creía, antes de morir la reina Victoria, que al pueblo británico no sería simpático el reinado del célebre príncipe de Gales. Una vez éste en el trono—“When thou doest appear I am as I have been”...—se ha visto que todo ha continuado de la misma manera. El rey, aclamado y querido, ha enterrado al ruidoso calavera de antaño. Él ha entrado en su papel, y puede decirse que es un digno soberano de su nación. Cada rey tiene el reino que merece. Guillermo II es estudiante y vive casi siempre en ópera wagneriana; Alfonsito XIII acaba de presentarse por primera vez en el coso madrileño, y ha sido aclamado por la tauromaquia nacional; Inglaterra, “país tradicionalista y práctico, en que la decoración de la vida social yuxtapone armoniosamente vestigios de arte gótico á construcciones de usina”, está muy satisfecha con un rey que viste de púrpura, armiño y oro, se coloca en la cabeza la corona de los viejos monarcas, ante su Parlamento animado de fórmulas y ceremoniales, y luego, con un habano en la boca, se va en su automóvil, en menos de una hora, de Londres á Windsor; visita el yate que ha de disputar la copa á los yanquis, ó se interesa por sus caballos Diamond Jubilee, Ambusch ó Persimon. Ese rey sportsmanes grato á su país de sportsmen, es amable para los ciudadanos que gustan del tiro al blanco en Bisley, del remo en Henley, de las carreras en Ascot ó en Epsom. El “corpore sano” de los universitarios es una de las causas de la robustez, de la salud de la nación. Como alguno de nuestros repúblicos americanos, como algunos de nuestros directores de pueblos, el rey se interesa por las razas caballares, gusta de los ejercicios físicos; pero sabe su Shakespeare admirablemente, entiende de Arte á maravilla y puede consultar su Homero en griego y su Horacio en latín, como lo certificarán sus compañeros de Oxford y de Cambridge. No es Eduardo un príncipe guerrero. Llega ya tarde al trono y mal sentarían aires marciales al “arbiter elegantiarum” de los reyes y al rey de los “gentlemen”.

El gran país de presa es odiado en la tierra toda; y ese odio se ha agriado más por los recientes sucesos africanos; mas es casi cierto que si el rey de la Gran Bretaña se presenta en esta misma Francia recelosa, será, como en Italia, acogido con la misma simpatía que la poderosa anciana imperial que pasaba con sus hindús y su burrito.

Y así pasó. Derouléde dió una cortés nota desde su destierro. Los diarios anglófobos no tuvieron atmósfera propicia, y Eduardo fué llevado y traído por la gentil Mariana, dándole una ilusión de amor al que es un “jolly good fellow”.

Un libro reciente de M. Jean Finot, de muy noble altura y de muy generosas tendencias, tiende á demostrar la necesidad de un acercamiento, de una unión en favor de mutuos intereses entre Francia é Inglaterra. Es verdad que en la Historia mantienen la tradicional enemiga nombres como Crecy, Poitiers, Calais, Azincourt, Isla Mauricio, Aboukir, Canadá, Waterloo; pero también es cierto que intelectualmente ha habido simpatías, cambios y relaciones desde siglos. Los embajadores espirituales han compensado en parte los males de las sangrientas campañas. Desde Montaigne hasta Verlaine y Mallarmé, la literatura francesa ha tenido entre los ingleses buenos apreciadores y seguidores. Jean Carrére tiene razón cuando dice que la “élite” de ambas naciones se busca. “He aquí lo que es indudable: en Inglaterra los hombres de letras gustan del espíritu francés; en Francia, los hombres de letras aprecian la cultura inglesa. Nuestras literaturas, nuestras artes, nuestras costumbres mundanas, se hacen cada día más y más perpetuos cambios. No hay país en donde los libros franceses sean mejor comprendidos que en Inglaterra. Por otra parte, basta haber viajado algo en país británico para haber observado con qué interés sincero los verdaderos gentlemen buscan y gustan de las relaciones con franceses. Ellos también saben con qué cordialidad son recibidos en la alta sociedad francesa.” Verdad. Y en las manifestaciones del pensamiento ha habido sorprendentes regalos de una á otra parte. ¡Qué donadores, por ejemplo: Carlyle, Taine! ¡Y entre los Orfeos: Hugo, Swinburne! La aristocracia intelectual londinense llamaba al pobre Lelian, para oir sus conferencias, pagándole con largueza. El autor de la “Siesta del Fauno” era “profesor inglés”... Dorian Gray gustaba del ambiente parisiense como Des Esseints de las brumas de Londres. Y el rey ha sido amigo de ambos, el príncipe “bon enfant”, el ordenador de las masculinas elegancias, el autócrata de la “fashion”. El “populo”> parisiense manifiesta, cantando con la música de los Plouplous d’Auvergne:

Si nous v’aimons guère

Tes mufles d’sujets,

Edouard, mon vieux frère,

Toi, tu nous allais...

Combien il nous tarde

De t’voir revenir,

Car París te garde

Un bon souvenir.

Es poco respetuoso el tono; pero en la confianza va algo de efecto. El rey lo comprendía al saludar sonriente al singular pueblo de París. Su imagen andaba por todas partes, haciendo “marchar el comercio” en alfileres de corbata, en banderitas, en hojas, en muñecos, en abanicos, en cocardas, en insignias, en medallas, en dijes, en toda suerte de fotografías y grabados, en carteles y en las caricaturas de los periódicos, fuera de las cartas postales, en donde se le puede ver desde la pompa del trono hasta bailando el cake-walk con el presidente Loubet. La gloria instantánea en todas sus manifestaciones, el “beguin” de París.

Ese “beguin”, ¿no fué ayer no más que lo tuvo con el tío Pablo?... ¿Que quién es el tío Pablo? Un viejo presidente de una república africana llamada el Transvaal...

Eduardo VII busca la paz, y la comunicación y la amistad en el mundo. No es un rey de aislamiento ni de odio, y tanto mejor para él. Siga en ese buen camino. Afiance hasta donde le sea posible esa paz con que sueña, y que con él desean tantos hombres de buena voluntad. Siga amando el arte, el sport, y, aunque hoy plácida y románticamente, las bellas damas. Eso le hará bien en la Historia, en donde aparecerá, no manchado de sangre, ni revestido de crueldad y de egoísmo, sino amable, gentil, caballeroso, un coronado gentleman, un Plantagenent “jolly good fellow”.

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