Cuando llegó la diligencia a Dover, a su tiempo y sin tropiezo, el mayordomo en jefe del Hotel del Rey Jorge se apresuró a abrir la portezuela, como tenía por costumbre. Supo dar a su acto cierto aire solemne y ceremonioso, y a fe que lo merecía, pues digno era en verdad de todos los parabienes y enhorabuenas el venturoso viajero que, en pleno invierno, acometía y acababa felizmente una hazaña tan erizada de peligros como un viaje en diligencia desde Londres hasta Dover.
No pudo felicitar el fino y cumplido mayordomo más que a un solo viajero, sencillamente porque uno solo venía en el carruaje: los restantes habíanse quedado en sus destinos respectivos. El interior de la diligencia, sucio, lleno de paja y mal oliente, más que otra cosa parecía obscura perrera, y el señor Lorry que lo ocupaba, cuando salió, sacudiéndose las pajas y las inmundicias que cubrían su indumentaria, envuelto en un abrigo viejo y sucio, cubierto con un sombrero apabullado y calzando botas altas cubiertas de fango, más que hombre parecía perro de raza gigante.
—¿Saldrá mañana barco para Calais, mayordomo?—preguntó.
—Saldrá, señor, si continúa el buen tiempo y sopla viento favorable. ¿Desea cama el señor?
—No pienso acostarme hasta la noche; pero necesito habitación y un barbero.
—¿Y el almuerzo a continuación, señor? Muy bien... Por aquí, señor. ¡La Concordia para este caballero...! ¡El equipaje de este caballero a la Concordia...! ¡Agua caliente a la Concordia!... ¡Qué suba inmediatamente un barbero a la Concordia!... En la Concordia encontrará usted, señor, una lumbre agradable.
La habitación conocida por el nombre de la Concordia, que invariablemente se destinaba a uno de los viajeros llegados por la diligencia, ofrecía un interés especial. Nadie advirtió jamás la diferencia más insignificante entre los diferentes personajes que en ella entraron, pues nunca ojo humano distinguió otra cosa que un levitón de viaje, puesto sobre unos zapatos ordinariamente sucios, y coronado por un sombrero casi siempre viejo y apabullado; pero si en la Concordia entró siempre el mismo individuo al parecer, salieron de ella en el transcurso de los años hombres de todas las edades, tipos, figuras y cataduras. No es, por tanto, de admirar, que la casualidad llevase al trayecto comprendido entre la Concordia y el comedor, a dos mayordomos, tres camareros y varias criadas, amén de la propia dueña del establecimiento, los cuales estaban entregados a diversas faenas domésticas, cuando de la habitación mencionada salió un caballero de unos sesenta años, vistiendo traje de color obscuro, casi nuevo y muy bien conservado, y luciendo unos puños cuadrados muy grandes, aunque no más grandes ni más cuadrados que las carteras que adornaban sus bolsillos.
El caballero del traje obscuro se dirigió al comedor, y fué el único que aquella mañana se sentó a la mesa. Habían colocado ésta junto a la chimenea, y al amor de la lumbre se sentó nuestro viajero, puesta una mano sobre cada rodilla, esperando que le sirvieran el almuerzo, en actitud tan rígida y compuesta, que no parecía sino que para que le hicieran un retrato había tomado asiento.
Parecía hombre metódico y ordenado. Allá en las profundidades del bolsillo de su chaleco dejaba oir su voz potente y sonora un reloj de tamaño extraordinariamente grande, cuya gravedad y longevidad incontestables semejaban protesta ruidosa y elocuente contra la ligereza y futilidad del fuego que en la chimenea ardía. Buenas pantorrillas tenía el caballero, y es posible que de ellas estuviera envanecido, a juzgar por las medias que las encerraban, del tono mismo que su traje, de punto muy fino y perfectamente ajustadas. Sus zapatos, que adornaban hermosas hebillas, si bien eran de clase corriente, revelaban la mano de un zapatero hábil y ducho en su oficio.
Perfectamente ajustada a su cabeza llevaba una peluca pequeña, muy fina y ligeramente rizada, cuya peluca, de suponer es que fuera de cabello, aunque a decir verdad, más parecía hecha de filamentos de seda o de cristal. En cuanto a su camisa, si en finura no podía competir con las medias, en cambio en blancura rivalizaba con la de las crestas de las olas que mansas venían a besar la arena de la playa inmediata, o con la de las velas que mar adentro brillaban a los rayos del sol. Prestaban animación a aquella cara de expresión tranquila, mejor dicho, a aquella cara inexpresiva, pues la mano persistente de la costumbre había borrado de ella la expresión, dos ojos de mirar penetrante, aunque un poquito blandos, que en años pasados debieron dar no poco trabajo a su dueño, antes que consiguiera domarlos y darles aquella expresión de reserva impenetrable y de compostura que era la característica de todos los empleados del Banco Tellson. En la cara, de color sano, aunque surcada de numerosas arrugas, no habían dejado huellas las ansiedades e inquietudes, quizá porque los viejos solterones empleados en el Banco Tellson jamás se ocuparon más que en asuntos de otras personas, y esos asuntos se parecen a los guantes usados, que entran y salen sin esfuerzo.
El señor Lorry concluyó por dormirse. Despertó cuando le sirvieron el almuerzo y dijo al camarero que le servía:
—Deseo que preparen habitación para una señorita, que probablemente llegará hoy, no sé a qué hora. Es posible que pregunte por el señor Mauricio Lorry, aunque pudiera también ocurrir que lo haga por el señor del Banco Tellson: en uno y otro caso, páseme aviso.
—Está muy bien, señor. ¿El Banco Tellson de Londres, señor?
—Sí.
—Con frecuencia nos ha cabido el honor de servir a los caballeros de ese Banco, señor, en los repetidos viajes que hacen entre Londres y París, y viceversa. ¡Ah! ¡El Banco Tellson y Compañía viaja mucho, señor!
—Cierto. Nuestra casa es tan francesa como inglesa.
—Pero si no me equivoco, usted no suele viajar mucho, señor.
—Muy poco desde hace algunos años. Habrán pasado ya... quince desde que no he ido a Francia.
—No estaba yo aquí en aquella fecha, señor... Ni yo ni ninguno de los que hoy estamos. El Hotel del Rey Jorge tenía otros dueños, señor.
—Tal creo.
—En cambio apostaría sin temor a perder, que una casa como el Banco Tellson y Compañía viene prosperando y floreciendo, no diré ya desde quince años atrás, sino de cincuenta.
—Puede usted apostar y decir ciento cincuenta, sin temor a perder y con conciencia de que se aproxima mucho a la verdad.
—¡Ciento cincuenta años!
Abriendo desmesuradamente los ojos y haciendo de su boca una O perfecta, el camarero adoptó la postura clásica, pasó la servilleta desde el brazo derecho al izquierdo y quedó callado, mirando cómo comía y bebía el viajero, conforme vienen haciendo desde tiempo inmemorial los camareros de todos los siglos y países.
Terminado el almuerzo, el señor Lorry salió a dar un paseíto por la playa. No se divisaba desde ella la pequeña e irregular ciudad de Dover, excepción hecha de sus tejados que, metidos entre picachos de canteras calizas, semejaban gigantesca ostra marina. Era la playa un desierto erizado de peñascales y plagado de escollos, donde la mar hacía lo que se la antojaba, y lo que se la antojaba invariablemente era destruir. Casi de continuo rugía contra la ciudad, bramaba contra los farallones, embestía contra los peñascos que pretendían oponerse a su paso y los derribaba con estruendo. Respirábase en las casas un olor tan fuerte a pescado, que no parecía sino que los habitantes de las aguas salían de éstas para curar en las casas sus enfermedades, de la misma manera que las personas enfermas suelen buscar la salud en los baños de mar. Algunos, muy pocos, se dedicaban a la pesca en aquellas aguas, y si durante el día la playa estaba siempre desierta, en cambio por la noche se veían personas que clavaban sus miradas inquietas en la inmensidad del mar. Comerciantes insignificantes a los que nunca se veía hacer un negocio, realizaban de pronto fortunas inmensas que no tenían explicación racional, y era muy de notar que nadie, por aquellos lugares, podía sufrir la presencia de una luz, de la que huían como del demonio.
A medida que declinaba la tarde, y el aire, tan diáfano y transparente durante el día, que hubo momentos en que se divisaban perfectamente las costas de Francia, se saturaba de vapores y nieblas, se entenebrecían también los pensamientos del señor Lorry. Cuando, llegada la noche, se sentó al amor de la lumbre del comedor para esperar que le sirvieran la comida, como esperara aquella mañana que le sirvieran el almuerzo, su imaginación cavaba, cavaba sin descanso.
No perjudica la salud de un buen cavador una botella de añejo clarete, aunque acaso sea rémora a su actividad, si es cierto, como dicen, que el clarete, sobre todo si es bueno y añejo, inocula en quien lo bebe tendencia marcada a la suspensión de toda clase de trabajos corporales. El señor Lorry había suspendido hacía largo rato todas sus operaciones y acababa de verter en el vaso el último líquido que quedaba en la botella, revelando su rostro toda la satisfacción que pueda revelar un caballero entrado en años que acaba de ver el fondo de una botella, cuando hirió sus oídos el rápido rodar de un carruaje que penetraba en la angosta callejuela y se detenía dentro del patio del hotel.
—¡La señorita!—exclamó Lorry, dejando sobre la mesa el vaso que iba a llevar a sus labios.
Momentos después entraba en el comedor el camarero y anunciaba que la señorita Manette, recién llegada de Londres, deseaba ver al caballero del Banco Tellson.
—¿Tan pronto?
—La señorita Manette ha tomado un refrigerio en el camino, y lo único que ahora desea con verdadero anhelo es ver sin pérdida de momento al caballero del Banco Tellson, siempre que éste tenga agrado en visitarla.
No quedó otro recurso al caballero del Banco Tellson que vaciar el vaso haciendo un gesto de estólida desesperación, ajustar su sedosa peluca a sus orejas y seguir al camarero, que le guió a la habitación de la señorita Manette. Era una estancia de grandes proporciones, muy obscura, tapizada de negro, como una capilla ardiente, y amueblada con objetos de tonos obscuros, entre los cuales podían contarse una porción de mesas, todas pesadas y todas negras. Sobre la del centro, untada, como todas las otras, mil veces con aceite, había dos candelabros, negros también, cuya luz no bastaba a disipar las tinieblas que reinaban como dueñas y señoras en la estancia.
Tan densa era la obscuridad, que el señor Lorry, mientras avanzaba caminando sobre una alfombra, bastante deteriorada por cierto, supuso que la señorita se encontraría en alguna habitación contigua, y en esa creencia persistió hasta que, después de dejar a sus espaldas los dos candelabros, tropezó con una persona que de pie le estaba esperando, entre la mesa y la chimenea. Era una joven de unos diez y siete años de edad, vestida de amazona, cuyas manos sostenían aún por la cinta el sombrero de paja que llevó durante el viaje. Al fijar sus ojos en aquella carita diminuta, perfectamente ovalada y de líneas graciosas, encuadrada en una masa abundante de cabellos de oro, dos ojos azules salieron al encuentro de los suyos, mirándoles con mirada penetrante y expresión que no era de perplejidad, ni de asombro, ni de admiración, ni de alarma, aunque probablemente participaba de las cuatro. En la imaginación del señor Lorry, al apreciar las facciones que delante tenía, surgió la figura de una niña que muchos años antes había llevado en sus brazos en un viaje de travesía por aquel mismo canal con tiempo frío y mar extraordinariamente gruesa. Disipóse la imagen casi con tanta rapidez como se borró la mancha producida por el aliento en la no muy limpia cornucopia colocada a espaldas de la joven, y encerrada en un marco que ofrecía una procesión de cupidos negros sin cabeza muchos y todos cojos o mancos, los cuales ofrecían canastillas negras llenas de frutas del Mar Muerto a unos ídolos negros del género femenino, y se inclinó profunda y solemnemente ante la señorita Manette.
—Sírvase tomar asiento, caballero—dijo una voz clara y musical, con acento extranjero, aunque apenas perceptible.
—Beso a usted la mano, señorita—contestó el señor Lorry, haciendo otra reverencia, a la usanza antigua, antes de tomar asiento.
—Ayer recibí una carta del Banco, caballero, en la que me decían que se había sabido... o descubierto...
—La palabra es lo de menos, señorita: una y otra expresan la idea.
—... Algo acerca de los escasos bienes que dejó mi pobre padre, a quien he tenido la desventura de no conocer...
Lorry se revolvió en la silla, y dirigió miradas angustiosas a la fúnebre procesión de cupidos negros, cual si esperara encontrar en las absurdas canastillas que llevaban, la luz que le negaba su inteligencia.
—... Y que, en consecuencia, era de todo punto necesario que hiciera un viaje a París, donde habría de ponerme en contacto con un caballero del Banco, enviado a la capital de Francia para ese objeto.
—Ese caballero soy yo, señorita.
—Lo suponía, caballero.
La niña hizo una reverencia llena de gracia (en aquellos tiempos hacían reverencias las señoritas). El caballero se inclinó profundamente.
—Contesté al Banco que si las personas que llevan su benevolencia para conmigo hasta el punto de aconsejarme, consideraban que era necesario el viaje, iría desde luego a Francia, pero que, en atención a que soy huérfana y no tengo amigos que puedan acompañarme, estimaría como favor especial que me permitieran colocarme, durante el viaje, bajo la protección del digno caballero con quien había de ponerme en contacto en París. El caballero había salido ya de Londres, pero creo que le enviaron un mensajero rogándole que me esperase aquí.
—Me consideré feliz al recibir el encargo, y me lo consideraré mucho más cumpliéndolo, señorita—contestó el señor Lorry.
—Muchísimas gracias, caballero; crea usted que se las doy de corazón. Me anunció el Banco que el caballero me explicaría los detalles del asunto, y que fuera preparada a recibir noticias de índole sorprendente. He hecho todo lo posible para prepararme, y puede estar seguro de que siento verdaderos anhelos por saber de qué se trata.
—Lo encuentro muy natural—respondió Lorry.—Sí... perfectamente natural... Yo...
Hizo una pausa, ajustó nuevamente su peluquín a las orejas, y repuso al fin:
—Lo cierto es que resulta tan difícil principiar...
Y no principió. En su indecisión sus miradas se encontraron con las de su interlocutora. En la frente de ésta se dibujaron algunas arrugas, su rostro varió de expresión, y su mano se alzó hasta la altura de los ojos, cual si deseara apoderarse de alguna sombra que ante ellos acababa de cruzar.
—¿Nos habremos visto alguna vez, caballero?—preguntó.
—¿Lo cree usted así?—interrogó Lorry, extendiendo los brazos y sonriendo.
La línea delicada y fina que se había dibujado entre las cejas de la niña se hizo más profunda y enérgica al sentarse ésta en la silla junto a la cual había permanecido en pie hasta entonces. Lorry la contemplaba silencioso, y cuando al cabo del rato la joven alzó de nuevo sus ojos, apresuróse aquél a preguntar:
—Supongo que en su patria de adopción deseará usted que le trate y hable como a señorita inglesa; ¿no es verdad, señorita Manette?
—Como usted guste, caballero.
—Soy hombre de negocios, señorita Manette, y he recibido el encargo de tratar y llevar a feliz término un negocio. Cuando escuche usted de mis labios todos los detalles con aquél relacionados, no vea usted en mí más que una máquina habladora, pues en rigor, máquina habladora soy. Con su permiso, señorita Manette, referiré a usted la historia de uno de nuestros clientes.
—¡Historia!
Parece que Lorry debió tomar una palabra por otra, pues no bien repitió su interlocutora la palabra historia, repuso con apresuramiento:
—Sí, señorita: de uno de nuestros clientes. Los que nos dedicamos a los negocios bancarios solemos llamar clientes a todos nuestros conocimientos. El cliente a que me refiero era un caballero francés, hombre de mucho talento y grandes dotes intelectuales... un médico.
—No sería de Beauvais, ¿eh?
—Precisamente de Beauvais. Lo mismo que el señor Manette, su padre de usted, el caballero en cuestión era de Beauvais: lo mismo que el señor Manette, su padre de usted, era una notabilidad en París, donde tuve el honor de conocerle. Nuestras relaciones fueron lisa y exclusivamente de negocios, pero confidenciales. Me hallaba yo a la sazón en nuestra casa francesa, y hace de esto... ¡friolera! ¡veinte años!
—En aquel tiempo... Perdone usted mi curiosidad, caballero, pero desearía saber...
—Hablo de veinte años atrás, señorita. Casó con una dama inglesa... y yo era uno de sus fideicomisarios. El Banco Tellson manejaba todos sus negocios, como los de casi todos los caballeros y familias francesas. De la misma manera que fuí fideicomisario de aquel caballero, lo soy o lo he sido de docenas de clientes de la casa. Son puras relaciones comerciales, señorita, libres de amistad, libres de interés, libres de afecto, relaciones en las cuales nada hay que se parezca a sentimiento. En el curso de mi vida, he pasado de unas a otras sin que ninguna dejara rastros ni casi recuerdos en mí, exactamente lo mismo que despacho con los innumerables clientes que diariamente se acercan al Banco con objetos tan variados. En una palabra, señorita: yo no tengo sentimientos, yo no tengo afecto a nadie, yo soy una máquina, yo soy un...
—Pero es que me está usted refiriendo la historia de mi padre, caballero, y principio a sospechar que, cuando murió mi madre, que solamente dos años sobrevivió a mi padre, dejándome huérfana y sola en el mundo, fué usted el que me llevó a Inglaterra. Casi me atrevería a asegurar que fué usted.
El señor Lorry tomó la diminuta mano que llena de confianza buscaba las suyas, y la llevó con cierto aire de ceremonia a sus labios.
—Yo fuí, en efecto, señorita Manette—contestó Lorry.—El hecho de que desde entonces nunca más haya vuelto a ver a usted, la convencerá de la exactitud de mis palabras, la convencerá de la verdad con que aseguré ha poco que no tengo sentimientos, y que cuantas relaciones mantengo o he mantenido con mis semejantes han sido exclusivamente de negocios. ¡No! ¡Nada de sentimentalismo! Usted ha sido desde entonces la pupila del Banco Tellson, y yo he tenido sobrado quehacer también desde entonces trabajando en los asuntos del Banco Tellson. ¡Sentimientos! ¡Me falta tiempo y voluntad para permitirme el lujo de tenerlos! He pasado mi vida entera moviendo y dando vueltas a masas inmensas de dinero.
Hecha esta descripción singular de sus rutinas diarias, el señor Lorry alisó con entrambas manos su sedosa peluca, operación innecesaria, pues era imposible alisarla más de lo que estaba, y volvió a tomar su actitud anterior.
—Hasta ahora, señorita, lo que acabo de narrar es, conforme ha adivinado usted, la historia de su padre. Las diferencias vienen ahora. Si su padre no hubiese muerto cuando murió... ¡No se asuste usted! ¡Si está temblando como la hoja en el árbol!
Era cierto. La joven temblaba convulsivamente y, sin articular palabra, alargó entrambas manos en actitud suplicante.
—¡Por favor, señorita...!—exclamó Lorry con extremada dulzura.—Domínese usted... Calme esa agitación... ¿Qué tienen que ver aquí los sentimientos?... Estamos hablando de negocios... Ya ve usted: decía...
La mirada que la niña dirigió al narrador le descompuso tan por completo, que vaciló, tartamudeó, hubo de hacer una pausa bastante prolongada, y al fin repuso:
—Decía que si el señor Manette no hubiese muerto, que si en vez de morir hubiera desaparecido inesperada y silenciosamente, evaporándose, por decirlo así, que si no hubiera sido empresa imposible adivinar el pavoroso lugar donde habría sido sepultado, aunque sí llegar hasta él, si hubiera tenido la desgracia de acarrearse la animadversión de algún compatriota suyo, investido de un poder que los hombres más valientes de mi tiempo no se atrevían a mencionar sin temblar, el poder de llenar órdenes o decretos firmados en blanco, en virtud de las cuales fácil era condenar a prisión y olvido temporal o perpetuo a cualquier mortal, si la esposa de ese caballero hubiera implorado compasión del rey, de la reina, de la corte, del clero y de la nobleza, solicitando noticias de su marido ausente, sin conseguir ablandar ningún corazón, entonces la historia del doctor de Beauvais que estoy refiriendo sería en efecto la de su padre de usted.
—¡Por Dios santo, caballero, dígame más!
—A eso voy: ¿pero cuenta usted con valor bastante para escuchar lo que yo diga?
—Todo lo puedo soportar menos la incertidumbre en que me dejan sus palabras.
—Habla usted con calma... y seguramente está ya sosegada: ¡magnífico!—continuó Lorry, con expresión que desmentía sus últimas palabras.—Estamos hablando de negocios... nada más que de negocios. No vea usted en lo que digo más que un negocio... que puede hacerse... que, según todas las probabilidades, saldrá bien. Sigamos: si la buena señora del doctor, dama de valor excepcional y de gran presencia de espíritu apuró dolores, sufrimientos tan acerbos, a consecuencia de lo que acabo de manifestar, antes que viniera al mundo su hijo...
—¡El hijo era hija, caballero!...
—¡Bueno...! ¿Qué más da? El sexo no altera el negocio... Digo, señorita, que si la pobre dama sufrió dolores tan acerbos antes que naciera su hija, que a fin de impedir que llegase hasta ésta la triste herencia de sus agonías, la amamantó y educó en la creencia de que su padre había muerto... ¡No se arrodille usted, por Dios vivo...! ¡En nombre del Cielo!... ¿Por qué cae de rodillas a mis pies?
—¡Para suplicarle que me diga la verdad...! ¡Por piedad, señor, nada me oculte!...
—Todo se lo diré... ¡Pero cálmese usted, por lo que más quiera! Estamos tratando un... un... negocio, señorita, y sus extremos me confunden... y no es posible... no puedo tratar negocios con acierto si confunden y obscurecen mis ideas. Veamos de despejar la cabeza. Si usted puede decirme ahora mismo... por ejemplo, cuántos peniques suman nueve monedas de a nueve peniques una, o cuántos chelines son veinte guineas, tranquilizará mucho mi espíritu, pues será prueba palpable de la calma y serenidad del suyo.
Sin contestar directamente a este llamamiento, la niña se dejó alzar del suelo y volvió a sentarse con tal compostura, que comunicó a su interlocutor el valor que principiaba a faltarle.
—¡Muy bien! ¡Así...! ¡Mucho valor! ¡Negocio y nada más que negocio! Se le presenta un negocio, negocio positivo, de rendimientos. Su madre, señorita Manette, adoptó con usted la norma de conducta que antes he insinuado. Cuando murió... creo que de pesadumbre... sin haber cesado ni por un instante de buscar a su marido, y sin llegar a averiguar nada, dejó a usted, niña de dos años, en camino de crecer hermosa, feliz, sin penas, libre de la nube negra que hubiera amargado su existencia, si al morir la hubiese revelado la historia de su padre, sin poder añadir si éste había muerto en la cárcel o si continuaba enterrado en el calabozo, sufriendo las torturas del sepultado en vida.
Pronunció las últimas palabras posando una mirada de compasión infinita sobre los cabellos de oro que tenía delante, cual si a sí mismo se dijera que, gracias a la compasiva reserva de la madre, no abundaban en aquellos las hebras de plata.
—Sabe usted perfectamente que sus padres no disfrutaron de una gran fortuna, y que, la que poseían, pasó a su madre y a usted. Por lo que a dinero y bienes materiales se refiere, no se han hecho descubrimientos nuevos; pero...
Sintió el narrador que manos delicadas oprimían con fuerza sus muñecas, y dejó de hablar. La expresión del rostro de la niña era de pena y de horror.
—Pero ha sido encontrado... él. Vive, sí... muy cambiado... lo considero probable; destrozado, hecho una ruina, reducido a sombra de lo que fué... es posible; pero vive, y debemos abrigar esperanzas de que mejorará. Su padre ha sido llevado a la casa de un antiguo criado suyo, que reside en París, y a su encuentro vamos nosotros: yo, para identificarle, si puedo; usted, para abrazarle, para devolverle la vida, el cariño, la calma y el descanso.
La niña se estremeció de pies a cabeza. Trémula, conmovida, con voz extraña, cual de la quien habla en sueños, dijo:
—¡Voy a ver su fantasma!... ¡Su fantasma!... ¡No a él!
Lorry desprendió con suavidad las manos que atenaceaban su brazo.
—¡Calma, calma, señorita!—dijo.—Ya pasó todo. Conoce usted todo lo bueno y todo lo malo. Vamos al encuentro del desventurado caballero, injustamente castigado, y después de un viaje feliz por mar, seguido de otro no menos venturoso por tierra, tendrá muy en breve el dulce placer de abrazarle.
—¡He vivido tranquila, he vivido feliz, y nunca me ha perseguido su fantasma!—exclamó la niña con el mismo tono de voz que antes.
—Réstame otra observación—repuso Lorry, recalcando la palabra, con objeto, sin duda, de asegurarse la atención de su oyente. Cuando le encontraron, llevaba otro nombre. El suyo, o lo olvidaron hace mucho tiempo, o alguien ha tenido interés en ocultarlo. Sería peor que inútil intentar averiguar si ha ocurrido lo uno o lo otro: sería peor que inútil tratar de inquirir si se olvidaron de su persona, o si deliberadamente y con intención le han retenido durante tantos años prisionero: sería peor que inútil practicar pesquisas de ninguna clase, y lo sería, porque además de inútil, nos expondríamos a correr grandes peligros. Preferible mil veces es no hablar siquiera del asunto, y sacar a su padre de Francia. Yo mismo, no obstante encontrarme a cubierto de peligros de esa clase por ser ciudadano inglés, y hasta el Banco Tellson, con toda la importancia que en Francia tiene, no nos atrevemos a mencionar siquiera el asunto. No llevo sobre mi persona una línea, una palabra escrita que a él se refiera con claridad. En una palabra: se trata de un secreto. Todas las credenciales que para resolverlo me acreditan, todas las instrucciones que como agente he recibido, se reducen a una palabra sola: «Resucitado»... ¡Pero qué es eso!... ¡Si no ha oído una palabra de las que vengo diciendo! ¡Señorita Manette!
La niña continuaba en la silla, perfectamente quieta, perfectamente tranquila, perfectamente silenciosa, perfectamente erguida, perfectamente insensible, abiertos los ojos y clavados en la cara de Lorry, pero con esa expresión singular que tienen los ojos esculpidos bajo la frente de una estatua. Sus dedos continuaban asiendo su brazo con tal fuerza, que no se atrevió a desasirlos temiendo lastimarla, por cuyo motivo gritó pidiendo socorro, pero sin moverse.
A los gritos acudió una mujer de aspecto bravío, roja de cabeza a pies, pues rojo era el color de su cara, rojo su cabello, rojo su vestido, rojo el monumental gorro, semejante al que solían llevar los granaderos o a un descomunal queso de Stilton. Pisando los talones a la mujer, que penetró corriendo en la estancia, llegaron todas las criadas de la posada. Pocos miramientos empleó la primera para solucionar el conflicto de desasir el brazo de Lorry de los dedos que, agarrotados, lo sujetaban, pues de la primera manotada asestada contra el pecho del caballero del Banco Tellson, envió a éste precipitado contra la pared más inmediata.
—¡Esa mujer es hombre!—murmuró para sus adentros Lorry, al chocar contra la pared.
—¡Qué buscáis aquí, bobaliconas!—rugió la mujer roja, dirigiéndose a las criadas.—¿Por qué no vais a fregar, en vez de estar ahí, mirándome como idiotas? ¿Soy alguna mona por ventura? ¡A trabajar! ¡Pronto sabréis quién soy yo, si no me traéis volando sales, agua fría, vinagre y todo lo que haga falta!
La dispersión fué general e inmediata. Volaron las criadas en busca de los restaurativos pedidos, mientras la matrona roja colocaba a la paciente sobre un sofá con gran pericia y suavidad llamándola «preciosa», «hijita mía», «paloma», etc., etc.
—¿Y usted, pedazo de bruto—gritó a continuación, revolviéndose furiosa contra el señor Lorry,—no pudo contarla su famosa historia sin darla un susto de muerte? ¡Vea cómo la ha puesto! ¡Pálida como un difunto, fría como el hielo! ¿No le da vergüenza decir que es banquero?
Hasta tal extremo desconcertó al señor Lorry una pregunta de contestación tan difícil, que no supo hacer otra cosa que mirar desde lejos con expresión de simpatía y humildad extraordinarias, mientras la tremebunda mujer, después de ahuyentar de nuevo a los criados que habían vuelto a entrar con agua, vinagre y sales, bajo la penalidad misteriosa de «hacerles saber algo que no tenía por qué mencionar» si continuaban allí mirándola embobados, puso manos a la obra y consiguió, al cabo de mucho rato, que la niña comenzara a dar señales de vida.
—Parece que se encuentra mejor—observó el señor Lorry.
—Pero no será por lo que usted ha hecho—replicó con aspereza la matrona.—¡Hija mía!
—¿Tendría usted inconveniente—preguntó Lorry con gran humildad, pasados algunos momentos—en acompañarla hasta Francia?
—¡No sabe usted decir más que sandeces! Si la Providencia hubiese dispuesto que alguna vez cruzase yo el charco, ¿cree usted que me habría hecho nacer en una isla?
Como también resultaba difícil en extremo la contestación a semejante pregunta, el señor Mauricio Lorry creyó conveniente retirarse para meditar.