El señor fiscal de la Corona manifestó en su informe que el acusado, aunque joven en años, era tan viejo en actos alevosos y prácticas de pérfida traición, que se imponía la necesidad de acabar con su vida. «Sus tratos y correspondencia continua con el enemigo público—dijo—no datan de ayer, ni de anteayer, ni del año pasado, ni de dos años atrás. Desde fecha mucho más remota viene el reo haciendo viajes constantes entre Inglaterra y Francia, viajes misteriosos, cuyo objeto ni él mismo ha sabido explicarnos satisfactoriamente. ¡Ah! Si el Cielo, en su alta sabiduría, no hubiera condenado a eterno fracaso las maquinaciones de los traidores, los actos criminosos de ese hombre habrían dado sus naturales frutos, pero la Providencia, que vela de una manera especial por la suerte de nuestra querida Inglaterra, inspiró a una persona, en cuyo pecho no tiene entrada el miedo y en cuya conciencia no cabe la malicia, el feliz pensamiento de penetrar los siniestros planes del reo, y cuando hubo conseguido su objeto, lleno de terror, se apresuró a descubrirlos al primer secretario de Estado y al augusto Consejo Privado de Su Majestad. Pronto tendréis ocasión de conocer a ese patriota, cuya conducta ha sido sublime. Había sido amigo íntimo del traidor, pero no bien descubrió sus infamias, decidió inmolar una amistad, que ya no podía conservar en su pecho, en el altar sacrosanto del patriotismo. Si Inglaterra erige alguna vez estatuas, como las erigieron Grecia y Roma en honor de los que en aras de la patria han sacrificado sus más vivas afecciones, no cabe dudar que tendrá la suya ese ciudadano eminente. La virtud, según han afirmado infinidad de poetas, cuyos nombres no citaré porque todos mis oyentes los tienen en la punta de la lengua, es contagiosa en grado eminente, y sobre todo, la virtud sagrada del patriotismo, al amor a la patria. No es, pues, de admirar que el alto y sublime ejemplo del testigo inmaculado e impecable a que me refiero, cuyo nombre da honor a quien lo pronuncia, se contagiase a un criado del mismo reo, y engendrase en él la santa resolución de practicar registros en las gavetas de las mesas y en los bolsillos de su señor, para apoderarse o tomar nota de sus documentos más secretos. No faltarán detractores que claven sus dientes en la reputación de este criado admirable, maldicientes que expongan en la picota pública pecadillos de su vida pasada, pero aun así he de protestar que su conducta presente le hace acreedor a todo mi respeto, he de decir que me merece más consideraciones que mis mismos hermanos, más consideraciones que mis mismos padres. Yo no dudo, no puedo dudar que lo propio harán los que me escuchan. Las declaraciones de los dos testigos nombrados, juntamente con los documentos que a su tiempo serán exhibidos, demuestran claro como la luz del sol que el prisionero poseía relaciones numéricas de las fuerzas militares de Su Majestad, estados explicativos de la disposición y preparación de las mismas, y no cabe dudar que esas relaciones, esos estados, los llevaba, como ha llevado tantos otros, a una potencia enemiga. Confieso que no ha sido posible demostrar que esas relaciones y esos estados sean de puño y letra del reo, pero eso no tiene importancia, nada significa, y en todo caso, será circunstancia agravante, puesto que pondrá de relieve la artera malicia del acusado. A cinco años se remontan las pruebas, demostrando palpablemente que el prisionero se dedicaba ya por entonces a llevar a cabo misiones infames y perniciosas, que ya vendía a la patria semanas antes de haberse reñido la primera batalla entre las fuerzas inglesas y las americanas. Todas estas razones influirán necesariamente en el ánimo del Jurado, si es Jurado leal, como me consta que lo es, si es Jurado responsable, como por tal le tengo, para declarar culpable al prisionero, y librar al mundo de un traidor. ¡Ah, señores jurados! Mientras haya una cabeza sobre los hombros del prisionero, no es posible que vuestras cabezas reposen tranquilas sobre las almohadas de vuestros lechos, no es posible que las cabezas de vuestras tiernas esposas reposen tranquilas sobre las almohadas de sus lechos, no es posible que las cabecitas de vuestros queridos hijos reposen tranquilas sobre las almohadas de sus lechos. El fiscal de la Corona os pide por lo más sagrado, por lo que más caro os sea, por el juramento que habéis prestado, por el Rey augusto y excelente que nos gobierna, por la patria, que es nuestra madre, que deis al prisionero por ahorcado, decapitado y descuartizado.»
Cuando el fiscal de la Corona cesó de hablar, llenaron la Sala sordos murmullos. No parecía sino que el aire se había llenado de enjambres de moscas azules que zumbaban en torno de la cabeza del reo, sabedoras del estado en que no tardarían en encontrarle. Cuando se extinguieron los zumbidos, apareció en la tribuna de los testigos el ciudadano impecable, el sublime patriota citado por el fiscal de la Corona.
El señor procurador general, ateniéndose estrictamente a las instrucciones de su jefe, examinó entonces al patriota. Llamábase Juan Barsad, y era caballero. La historia de su alma pura e inmaculada resultó ser la que el señor fiscal de la Corona había expuesto sucintamente en su acusación. Luego que hubo contestado las preguntas que le fueron dirigidas, se hubiera retirado modestamente, de no haber manifestado deseos de hacerle algunas otras el caballero de la enorme peluca y abultados legajos de papeles, que estaba sentado a escasa distancia del señor Lorry. El segundo empelucado continuaba mirando al techo.
He aquí, en resumen, el interrogatorio a que fué sometido el gran patriota por el caballero de la peluca:
—¿Ha sido usted espía alguna vez?
—Jamás—contestó indignado el ciudadano.
—¿De qué vive usted?
—De mis rentas.
—¿En qué consisten esas rentas?
—No tengo por qué dar explicaciones sobre este particular.
—¿Dónde radican sus bienes?
—No lo recuerdo con precisión.
—¿Ha heredado usted?
—Sí.
—¿De quién?
—De un pariente lejano.
—¿Muy lejano?
—Bastante.
—¿Ha sido procesado alguna vez?
—Nunca.
—¿Ni ha estado en la cárcel por deudas?
—No sé que tenga nada que ver eso con el asunto que se debate.
—¿Ha estado en la cárcel por deudas?
—¿Otra vez?
—Conteste usted.
—Sí.
—¿Cuántas veces?
—Dos o tres.
—¿No serán cinco o seis?
—Tal vez.
—¿Su profesión?
—Caballero.
—¿Le han dado de patadas alguna vez?
—Puede que sí.
—¿Con frecuencia?
—No.
—¿Le han echado a puntapiés de alguna casa?
—No.
—¿No le han hecho rodar a patadas escaleras abajo?
—Repito que no. En una ocasión recibí algunas patadas en lo alto de una escalera, y la bajé rodando, pero fué porque quise, por mi voluntad, deliberadamente.
—En la ocasión a que se refiere, ¿no le echaron a puntapiés por fullero, por hacer trampas en una partida de dados?
—Algo por el estilo dijo el borracho embustero que me dió las patadas, pero era falso.
—¿Jura usted que era falso?
—Sin el menor reparo.
—¿No ha buscado usted nunca en las trampas del juego los medios de vivir?
—Nunca.
—¿Ni ha vivido del juego?
—He jugado como juegan todos los demás caballeros.
—¿Le ha prestado dinero el prisionero?
—Sí.
—¿Y lo ha pagado?
—No.
—La amistad que con el prisionero le ha ligado, en realidad una amistad ligera, ¿no era de las que solemos llamar obligadas, es decir, una amistad cultivada en sillas de posta, posadas y barcos?
—No.
—¿Ha visto las relaciones y listas en poder del prisionero?
—Sí.
—¿Puede decir algo más acerca de esas listas?
—No.
—¿Espera que su declaración le valga algún provecho o beneficio?
—No.
—¿Ni siquiera un destino de espía a sueldo del gobierno?
—No.
—¿Ni ningún otro empleo?
—No.
—¿Lo jura?
—Una y mil veces.
—¿Obedece a otros motivos que a los de patriotismo?
—No.
Fué llamado a declarar el virtuoso criado del prisionero, Rogerio Cly, quien prestó con gran decisión su juramento. Cuatro años antes había entrado al servicio del prisionero, sencillamente y de buena fe. A bordo del barco que hacía el servicio de Calais, preguntó al prisionero si necesitaba un criado, y aquel le recibió. Muy poco después le pareció sospechosa la conducta del prisionero, y resolvió espiarle. En los diferentes viajes que hizo en su compañía, en las ropas de su amo vió varias veces listas y relaciones semejantes a las que obraban en poder de la justicia. El fué el que sacó algunas de aquellas listas de una gaveta de la mesa de su amo. Vió que éste enseñaba otras listas idénticas a un caballero francés en Calais y otras a otros caballeros también franceses, tanto en Calais como en Boulogne. Amante de su patria, su conciencia se sublevó contra tan negras traiciones y denunció los hechos. Acerca de su honradez, aseguró que era tan intachable, que nadie se atrevió jamás a acusarle del robo de una tetera de plata, pues si bien no faltaron maldicientes que le achacaron en una ocasión el hurto de una mantequera, hechas las comprobaciones, resultó que no era de plata, sino de metal plateado. Conocía al testigo que le precedió en la declaración desde siete u ocho años antes, pero nunca se trataron más que por coincidencia. No afirmó que se tratara de coincidencias extraordinariamente curiosas, sin duda porque es público y notorio que las coincidencias lo son por regla general.
Oyóse por segunda vez el sordo zumbido de las moscas azules, y el señor fiscal de la Corona llamó al señor Mauricio Lorry.
—¿Es usted empleado del Banco Tellson, señor Mauricio Lorry?
—Sí, señor.
—En la noche de un viernes del mes de noviembre del año mil setecientos setenta y cinco, ¿hizo usted un viaje desde Londres a Dover, por la diligencia-correo?
—Sí, señor.
—¿Iban en la diligencia otros viajeros?
—Sí, señor: dos.
—¿Dejaron la diligencia aquella noche, antes de llegar a Dover?
—Sí, señor.
—Vea usted al prisionero, señor Lorry, y díganos si era uno de aquellos viajeros.
—No puedo decir que lo fuera.
—¿Se parece a alguno de sus compañeros de viaje?
—Iban los dos tan embozados, la noche era tan obscura, y los tres guardamos tanta reserva, que me es imposible contestar la pregunta.
—Examine con más detenimiento al prisionero, señor Lorry. Represénteselo embozado, en la forma misma que iban sus compañeros de viaje, y díganos si, dada su estatura y corpulencia, es imposible que fuera uno de los dos viajeros.
—No es imposible.
—¿Usted no juraría que el reo no era ninguno de ellos?
—No.
—Luego confiesa usted que podía ser uno de ellos, ¿no es verdad?
—Admito la posibilidad, pero... pero recuerdo perfectamente que mis dos compañeros de viaje tenían... y yo también... un miedo horrible a los ladrones, y me parece que el reo no es de los que se asustan fácilmente.
—¿Y no ha visto usted nunca miedo... de pega, quiero decir, personas que fingen sentir un miedo que en realidad no sienten?
—No, señor.
—Vuelva usted a reconocer al reo, señor Lorry. ¿Recuerda haberle visto en alguna ocasión?
—Sí.
—¿Cuándo y dónde?
—A mi regreso de Francia, pocos días después del incidente de la diligencia, le encontré en Calais a bordo del barco en que yo volvía, e hicimos juntos el viaje.
—¿A qué hora embarcó el reo?
—Ya avanzada la noche. Era el único pasajero del barco, excepción hecha de nosotros, y llegó a última hora.
—¿Qué hora sería?
—Poco más de media noche.
—¿Y dice usted que llegó el último?
—Dió la casualidad que llegase el último, sí, señor.
—Dejemos a un lado las «casualidades». Fué el único pasajero que llegó a altas horas de la noche, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—¿Viajaba usted solo, o acompañado, señor Lorry?
—Con dos compañeros: un caballero y una señorita. Ambos están aquí.
—En efecto: aquí están. ¿Habló usted con el prisionero?
—Muy poco. El tiempo estaba tormentoso, la travesía era larga y pesada, y me la pasé de playa a playa tendido en el sofá.
—¡Señorita Manette!
Púsose en pie la señorita hacia la cual se habían antes vuelto todas las miradas, y hacia la cual se volvieron de nuevo al ser llamada. Al propio tiempo que ella, se levantó su padre.
—Examine usted al prisionero, señorita Manette.
Mil veces más penoso fué para el acusado verse frente a aquella niña, joven y hermosa, que le contemplaba con compasión anhelante, que afrontar las miradas curiosas de las turbas que llenaban la sala. Sin pestañear, sin que se alterase un solo músculo de su rostro, aguantó la terrible acusación del fiscal de la Corona; las declaraciones de los testigos de cargo no consiguieron demudar su semblante, pero al ver desde el borde de la tumba la mirada, no de curiosidad, sino de piedad, de la niña, todo su nervio, que era mucho, no bastaba a refrenar la agitación de su pecho, y en los esfuerzos desesperados hechos para permanecer sereno, sus labios quedaron descoloridos, toda la sangre refluyó a su corazón.
—¿Conocía usted al prisionero, señorita Manette?
—Sí, señor.
—¿Dónde le conoció usted?
—A bordo del barco que antes han mencionado y en la misma ocasión.
—¿Es usted la señorita aludida por el señor Lorry?
—¡Por desgracia, señor, soy yo!
Los acentos de compasión que la niña supo poner en su voz no dulcificaron la del juez, quien repuso con cierta severidad:
—Conteste la testigo las preguntas que se le hagan sin hacer observaciones ni comentarios... Señorita Manette, ¿sostuvo usted alguna conversación con el prisionero durante la travesía del Canal?
—Sí, señor.
—Refiérala.
En medio de un silencio imponente, comenzó la niña con voz débil:
—Cuando llegó a bordo ese caballero...
—¿Se refiere usted al prisionero?—interrogó el juez, frunciendo el entrecejo.
—Sí, señor.
—Pues cuando haya de nombrarle, llámele el prisionero.
—Cuando llegó a bordo el prisionero, advirtió que mi padre estaba muy fatigado y en estado de salud sumamente delicado. Tal era la postración de mi padre, que temiendo que le perjudicase la falta de aire, le preparé una cama sobre el puente, junto a la escalera de la cámara, y yo me senté a su lado con objeto de atenderle. Los pasajeros no éramos más que cuatro. Fué tan bueno el prisionero, que después de rogarme que le dispensase el atrevimiento, me enseñó la manera de colocar a mi padre al abrigo del aire y del relente, cosa que yo no había sabido hacer. Prodigó a mi padre atenciones y bondades que no puedo olvidar, y estoy segura que se las prodigó de corazón. He aquí cómo comenzamos a hablar.
—Permítame que la interrumpa. ¿Llegó solo a bordo?
—No, señor.
—¿Cuántos le acompañaban?
—Dos caballeros franceses.
—¿Qué conferenciaban con el prisionero?
—Hablaron con el prisionero hasta el último momento. Cuando el barco levaba, se despidieron de él y saltaron a su bote.
—¿Se cambiaron entre ellos algunos papeles semejantes a éstos?
—Cambiaron algunos papeles, pero ignoro cómo o qué eran.
—¿Parecidos a éstos en tamaño y forma?
—Es posible, pero no puedo asegurarlo, aunque me encontraba yo muy cerca del sitio donde ellos hablaban. La noche estaba muy obscura y el prisionero y los caballeros franceses se colocaron en lo alto de la escalera de la cámara, debajo del farol allí pendiente. Sostenían, sin embargo, la conversación con voz tan baja, que no oí una palabra. Vi, sí, que leían papeles, y nada más.
—Repítanos usted la conversación que sostuvo con el prisionero, señorita Manette.
—El prisionero fué conmigo muy franco... puso en mí gran confianza... fué muy amable, muy bueno... trató con tierna solicitud a mi padre... y no quisiera—terminó la joven, hecha un mar de lágrimas—no quisiera corresponder a sus favores con declaraciones que acaso le perjudiquen.
Los moscardones azules volvieron a zumbar.
—Señorita Manette—replicó el fiscal,—si el prisionero no se convence de que usted presta la declaración que es su deber prestar... que está obligada a prestar... que no puede dispensarse de prestar, contra su voluntad y con sobrada repugnancia, habrá que confesar que está ciego. Tenga la bondad de continuar.
—Me dijo que motivaban su viaje asuntos de índole altamente delicada y comprometida, asuntos que acaso originasen serios conflictos entre pueblos distintos, y que por esta razón, viajaba bajo nombre supuesto. Me dijo que esos asuntos le habían llevado a Francia pocos días antes, y que probablemente, durante un período más o menos largo, le obligarían a hacer frecuentes viajes entre Inglaterra y Francia.
—¿Habló de América, señorita Manette? Tenga la bondad de especificar con detalles.
—Procuró explicarme las causas que dieron margen al conflicto, y me dijo que, en opinión suya, la sinrazón y la injusticia estaban de parte de Inglaterra. Añadió, en tono humorístico, que quizá Jorge Wáshington estaba llamado a alcanzar en la historia tan alto renombre como Jorge III. Pero en todo ello no había ni sombra de malicia: lo dijo riendo y para pasar el tiempo.
El señor fiscal de la Corona manifestó que consideraba necesario interrogar al padre de la señorita, al doctor Manette.
—Mire usted al prisionero, doctor Manette: ¿recuerda haberle visto antes?
—Una sola vez. Hará tres años o tres y medio que me visitó en mi casa de Londres.
—¿Puede usted decirnos si fué su compañero de viaje durante la travesía del Canal, o repetirnos la conversación que tuvo con su hija?
—Ni lo uno ni lo otro, señor.
—¿Existen razones particulares y especiales que le imposibilitan hacer lo que se le pide?
—Existen—contestó el doctor con voz muy baja.
—¿Son éstas la desventura de haber sufrido un cautiverio larguísimo en su país natal, sin ser condenado, y hasta sin ser acusado?
Con tono que penetró hasta el fondo de los corazones de todos los presentes, contestó:
—¡Un cautiverio eterno!
—¿Había recobrado usted recientemente la libertad, cuando se hizo el viaje a que me refiero?
—Eso me dicen.
—¿No lo recuerda usted?
—No recuerdo nada. Mi cerebro fué una noche profunda durante algún tiempo... no puedo decir cuánto... desde que en mi calabozo me dedicaba a hacer zapatos hasta que me encontré en Londres en compañía de mi querida hija. Me habitué a su trato... ignoro cómo... no conservo recuerdo del proceso... y al fin, el Dios misericordioso tuvo a bien devolverme las facultades.
El señor fiscal de la Corona dió por terminado el interrogatorio, y el padre y la hija volvieron a sentarse.
Ocurrió en este punto un incidente singular. El objeto de las actuaciones, el fin que en el proceso se perseguía, era demostrar que el acusado, en compañía de otro traidor cómplice suyo, cuya identidad era un misterio hasta entonces, viajeros, en la noche de un viernes del mes de noviembre de cinco años atrás, en la diligencia-correo de Londres a Dover, habían desmontado durante la marcha, con objeto de despistar, en un sitio en el que no pensaban quedarse, desde donde retrocedieron doce o más millas hasta llegar a una plaza fuerte que tenía arsenal, donde recogieron los datos que perseguían. Un testigo declaró que en el día y hora indicados había visto al prisionero en el comedor de un hotel de la plaza fuerte y arsenal mencionados, esperando a otra persona. El abogado defensor del procesado estaba sometiendo al testigo a un interrogatorio tan rígido como habilidoso, sin más resultado que el de asegurar aquél que jamás, ni antes ni después de la ocasión indicada, había visto al prisionero, cuando el caballero empelucado, que desde los comienzos de la vista tenía los ojos clavados en el techo de la Sala, escribió dos o tres palabras en un papelito, lo retorció, y seguidamente lo tiró al defensor. Este, después de leer el papelito, miró con atención y curiosidad extraordinarias al prisionero.
—¿Dice usted que tiene seguridad absoluta de que era el prisionero?—preguntó al testigo.
—Absolutísima.
—¿No ha visto nunca a nadie que se parezca al prisionero?
—A nadie que se le parezca tanto, que pueda dar lugar a una equivocación.
—Fíjese bien en aquel caballero,—repuso, indicando al que acababa de tirarle el papelito—y luego, fíjese bien en el prisionero. ¿Qué me dice usted? ¿No es verdad que se parecen bastante?
No obstante la dejadez y desaliño del caballero del papelito, existía entre él y el prisionero un parecido bastante notable para llenar de sorpresa no sólo al testigo, sino también a cuantas personas se hallaban en la Sala. El presidente del tribunal suplicó al repetido caballero del papelito que se quitase la peluca, y la semejanza se hizo muchísimo más notable. Preguntó el presidente al señor Stryver, que era el abogado defensor, si habrían de encausar por el delito de traición al señor Carton, nombre del caballero del papelito, a lo que el defensor respondió que no, pero que deseaba preguntar al testigo si creía que lo que una vez ha sucedido no puede suceder otra, si hubiera osado hablar con tanta seguridad y aplomo si antes hubiese visto aquel ejemplo palpable de su temeridad, si la vista de una persona que tanto se parecía al prisionero no habría sido golpe rudo asestado a su confianza, etc., etc. El resultado de este incidente fué aniquilar al testigo, destruir el efecto de su declaración, y quitar todo el valor a sus manifestaciones.
El buen Jeremías Lapa, que seguía el curso de la vista sin perder palabra ni gesto, hubo de escuchar cómo el defensor volvía la tortilla que el fiscal y los testigos habían servido al Jurado, diciendo que el excelso, el sublime patriota Barsad, era un espía mercenario, un vil traidor, un traficante en sangre que no conocía el decoro ni la vergüenza, el reptil de alma más negra que había existido en el mundo desde que el maldecido Judas, a quien se parecía física y moralmente, lo deshonró con su presencia. Afirmó que el espejo de criado, el inocente Cly, era amigo y cómplice de Barsad, y digno de serlo por cierto, que los ojos siempre abiertos de aquellos miserables falsificadores y perjuros resolvieron convertir en víctima de sus codicias al prisionero, aprovechando para sus nefandos fines la circunstancia de que aquél, francés de origen, hacía frecuentes viajes entre Inglaterra y Francia por asuntos de familia que no podía explicar, y que no explicaría el prisionero, aun cuando su silencio le costase la vida, porque se lo vedaban altas consideraciones. Demostró que las manifestaciones hechas por la señorita Manette, cuya angustia al hacerlas todos habían tenido ocasión de apreciar, no tenían la menor importancia, ni eran otra cosa que inocentes galanterías, muy naturales en un joven que tropieza en un viaje con una niña agraciada, excepción hecha de lo referente a Jorge Wáshington, que a su juicio resultaba tan extravagante, que sólo como chiste desatinado cabía considerarlo. Añadió que daría la Justicia pruebas palpables de debilidad si persistía en la idea de perseguir una populachería estéril aprovechando bajas antipatías y temores nacionales que el señor fiscal de la Corona había explotado en su informe, el cual, en realidad de verdad, no tenía más fundamento que las ruindades y vilezas de una declaración cuya mala fe saltaba a la vista, declaración prestada con ánimo deliberado de desfigurar los hechos, declaración que tiende a que la Justicia, para vergüenza nuestra, añada un error lamentabilísimo a la interminable serie de los que ha cometido.
El presidente, cual si lo que acababa de manifestar el defensor no fuera expresión exacta de la verdad, interrumpió con cara fosca al orador, para decir, con grave ademán, que le era imposible continuar ocupando su elevado sitial si se le obligaba a tolerar alusiones tan desagradables.
Interrogó el defensor a los escasos testigos de descargo, y a continuación, los oyentes hubieron de admirar los esfuerzos hechos por el señor fiscal de la Corona para volver del revés el traje que el primero había confeccionado para el Jurado. Lo más saliente de su discurso fué asegurar una y mil veces que los heroicos Barsad y Cly eran mil veces más virtuosos de lo que al principio había dicho, y el prisionero mil veces más criminal. El presidente, en su informe final, dió vueltas y más vueltas al traje confeccionado por el fiscal y procuró deshacer las costuras del presentado por el defensor, demostrando tendencias decididas a preparar con uno y otro la mortaja del prisionero.
Retiróse el Jurado a deliberar y los grandes moscardones azules dejaron oir de nuevo sus desagradables zumbidos.
El movimiento, los murmullos generales, la expectación que de todos los testigos de la vista se había adueñado, no fueron parte a que el señor Carton, que continuaba sentado y mirando al techo, variase de actitud ni de sitio. Mientras, su amigo el señor Stryver, recogiendo los papeles que tenía delante, conversaba con las personas que tenía más cerca y de tanto en tanto dirigía miradas de ansiedad al Jurado, mientras todos los espectadores se movían más o menos, ora separándose, ora reuniéndose de nuevo, mientras el mismo presidente abandonaba su asiento para pasear por la plataforma, dando motivos para que los presentes sospecharan que el estado de su ánimo distaba mucho de ser sosegado, el señor Carton permanecía arrellanado en su asiento, con la peluca medio ladeada, las manos en los bolsillos, como indiferente a todo y a todos, clavados en el techo los ojos como los había tenido todo el día.
Esto no obstante, el señor Carton avizoraba más detalles de la escena que ante sus ojos se desarrollaba de lo que a primera vista parecía. Prueba de ello es que, cuando la señorita Manette, rendida bajo el peso de tantas emociones, cayó desfallecida en los brazos de su padre, fué Carton el primero que lo advirtió, y el primero que acudió al remedio, diciendo:
—¡Guardia! Atienda usted a aquella señorita... Ayude al caballero a que la saque de la Sala... ¿No ve usted que está a punto de caer desmayada?
Todos se movieron a compasión al ver que retiraban a la señorita de la Sala, y no hubo quien no concediera todas sus simpatías al padre. La escena, que no podía menos de recordar a éste los años interminables de su inmerecida prisión, hubo de afectarle profundamente. Buena prueba de ello fué la intensa agitación interior que le produjo el interrogatorio, agitación que a nadie pasó inadvertida.
Momentos después se presentaba el Jurado, y por boca de su presidente manifestaba que, no habiéndose puesto de acuerdo, deseaba retirarse de nuevo.
El presidente de la Sala, cuya imaginación llenóla, si no se engañan algunos maliciosos, el retrato de Jorge Wáshington, manifestó alguna sorpresa al saber que el Jurado no se había puesto de acuerdo, pero accedió a que se retirara nuevamente a deliberar, y, sin duda para imitar su conducta, se retiró también él. La vista había durado todo el día y era preciso encender las luces de la Sala de Justicia. Circularon rumores de que las deliberaciones del Jurado serían largas, en vista de lo cual, los espectadores comenzaron a desfilar para tomar algún refrigerio, y el reo fué llevado a la parte más retirada de la barra, donde tomó asiento.
El señor Lorry, que había salido acompañando a la señorita Manette y a su padre, reapareció de nuevo y llamó por señas a Jeremías Lapa.
—Si quiere usted tomar algo, Jeremías, puede hacerlo, pero sin alejarse mucho de aquí. Es preciso que cuando entre el Jurado se encuentre usted a mi lado, pues en el Banco esperan impacientes la noticia del veredicto. Es usted el mensajero más rápido que conozco y podrá llegar al Tribunal del Temple mucho antes que yo.
Lapa hizo una reverencia muy graciosa, ignoro si por la confianza que en su persona depositaba el señor Lorry, o si por el chelín que acababa de poner en sus manos.
En aquel punto abandonó su asiento el señor Carton y tocó en un hombro a Lorry.
—¿Cómo se encuentra la señorita?—preguntó.
—Terriblemente angustiada, pero procura consolarla su padre, y parece que se halla mejor que antes de salir de la Sala.
—Voy a decírselo al prisionero. Un caballero tan respetable como usted no está bien que le hable en público.
Enrojeció intensamente Lorry, sin duda porque vió que habían leído los pensamientos que en aquel instante le embargaban, y Carton echó a andar en dirección a la barra. Huelga decir que Jeremías Lapa le siguió con todos sus ojos, con todos sus oídos, y con todas las púas que adornaban su cuero cabelludo.
—Señor Darnay—llamó Carton.
El prisionero se levantó en seguida.
—Es natural que desee usted tener noticias de la testigo señorita Manette. Se encuentra mejor: ha pasado lo más intenso de su agitación.
—Con toda mi alma lamento haber sido la causa de ella. ¿Tendrá usted la bondad de hacérselo presente en mi nombre?
—Lo haré, si usted lo desea.
La actitud de Carton era tan indiferente, que rayaba en insolente.
—Lo deseo mucho, y doy a usted las gracias más cordiales—contestó el prisionero.
—¿Qué espera usted, señor Darnay?—preguntó Carton, medio vuelto de espaldas a su interlocutor.
—Lo peor.
—Hace usted bien, puesto que espera lo que probablemente será. Sin embargo, la nueva retirada del Jurado permite abrigar alguna esperanza.
Jeremías Lapa se alejó sin oir más. Allí, debajo del gran espejo que reflejaba las dos caras, quedaron los dos hombres, tan semejantes por las facciones y tan desemejantes en lo que a modales y actitud se refería.
Transcurrió lenta, pesada, eterna, hora y media más. El mensajero del Banco, después de tomar su refrigerio, se había sentado y dormido en un banco, cuando le envolvió el oleaje humano que clamoroso invadía nuevamente la Sala.
—¡Jeremías... Jeremías!—gritó el señor Lorry, procurando acercarse a la puerta.
—¡Aquí estoy, señor... pero he de abrirme paso a codazos si quiero volver a entrar!
Lorry extendió un brazo y le entregó un papel.
—¡Volando...! ¿Lo tiene ya?
—Sí, señor.
En el papel había escrita una sola palabra: «absuelto».
—Si esta vez hubiera escrito usted «Resucitado»,—murmuró Lapa al dar la vuelta—ya sabría yo lo que significa todo eso.
Fué lo único que pudo decir, o pensar, o hacer, hasta tanto no se vió fuera del Old Bailey, pues las turbas salían cual torrente desbordado arrollando y arrastrando cuanto tropezaban por delante. Los murmullos eran semejantes al recio zumbar de moscardones azules que se dispersan chasqueados al encontrarse privados de las piltrafas podridas que creían encontrar.