—Prepara otro ponche, Sydney—dijo el abogado Stryver aquella misma noche, ya de madrugada, a su compañero el chacal.—Tengo que hacerte una confidencia.
Desde algunas noches antes, Sydney trabajaba con ardor a fin de disminuir y acabar con el monte de papeles que esperaban turno en la mesa de trabajo antes de salir de vacaciones. Todos quedaron al día; ya no había que hacer otra cosa que esperar la llegada del mes de noviembre, pródigo en nieblas atmosféricas y en nieblas legales.
No era Sydney un dechado de sobriedad y de templanza: aquella noche hubo de aumentar en dos el número de las toallas empapadas en agua fría que solía aplicar a su cabeza, de la misma manera que duplicó también la cantidad de vino ingerido con anterioridad a la aplicación de las toallas.
—¿Estás preparando el otro ponche?—preguntó Stryver, desde el sofá sobre el cual estaba tumbado de espaldas.
—Sí.
—Escucha, pues. Voy a revelarte algo que seguramente te maravillará, y quién sabe si hasta te hará creer que soy mucho menos listo de lo que aparento. He pensado casarme.
—¿Tú?
—Sí. Aun te sorprenderá más el saber que no me caso por móviles de dinero. ¿Qué me dices?
—No siento comezón de decir mucho. ¿Quién es ella?
—Adivínalo.
—¿La conozco?
—Adivínalo.
—No me parece ocasión propicia para echarme a adivinar, a las cinco de la madrugada y con la cabeza convertida en volcán en erupción. Si quieres que adivine, convídame a comer.
—Puesto que no quieres adivinar, te lo diré yo—dijo Stryver, sentándose perezosamente.—Por supuesto, que no abrigo la más insignificante esperanza de hacerme comprender de ti, sencillamente porque eres y has sido siempre un perro insensible.
—En cambio tú has sido siempre y eres un espíritu todo sensibilidad y poesía—replicó Sydney con acento irónico.
—¡Hombre!...—exclamó Stryver riendo.—No aspiro a pasar plaza de héroe de novela sentimental, pero no me negarás que soy más blando que tú.
—Querrás decir más afortunado.
—No; he querido decir más... más...
—Galante: ¿acerté ahora?
—¡Bueno! ¡Diremos galante! Mi intención era decir que yo soy hombre que cuido de hacerme más agradable, que me tomo más interés para hacerme más agradable, que sé la manera de hacerme más agradable a las mujeres que tú.
—Adelante—dijo Sydney Carton.
—Ten calma, amigo mío—replicó Stryver, moviendo la cabeza.—Antes de seguir adelante, quiero hacer constar lo siguiente: Has visitado con tanta, con más frecuencia que yo la casa del doctor Manette, y francamente, me ha avergonzado la aspereza de carácter, el ceño que siempre has mantenido allí. Tus modales han sido los de un perro malhumorado y tu manera de ser tan tétrica, que he salido avergonzado de ti, Sydney.
—Deberías estarme altamente agradecido, Stryver, porque los hombres de tu profesión no suelen avergonzarse de nada—replicó Carton.
—No te salgas por la tangente, Sydney. Considero deber mío decirte, y te lo digo en tus barbas, porque creo hacerte un favor, que careces de condiciones para estar en sociedad. Eres un compañero decididamente desagradable.
Sydney bebió un trago de ponche y soltó la carcajada.
—¡Mírame a mí!—repuso Stryver, poniéndose en pie y en actitud arrogante.—Menos necesidad tengo que tú de hacerme agradable, toda vez que mi posición es mil veces más independiente que la tuya. ¿Por qué, pues, consigo siempre hacerme agradable?
—En mi vida vi que te lo hicieras.
—Me hago agradable porque así lo exige la finura de modales y porque lo tengo en la masa de la sangre. Prosigo.
—Lo que no prosigues, según veo, es la exposición de tus proyectos matrimoniales. En cuanto a lo demás, hazme el favor de no proseguir. ¿No te convencerás nunca de que soy incorregible?
Carton hizo esta pregunta con entonación sarcástica.
—Para ser incorregible sería preciso que tuvieras negocios, y yo no sé que los tengas—replicó Stryver un poquito picado.
—Que yo sepa, no los tengo... ¿Quién es la favorecida?
—No quisiera que la mención del nombre te produjera pena o desagrado—dijo Stryver, preparando con circunloquios amistosos la revelación que iba a hacer.—Me consta que no sientes ni la mitad de lo que dices, aunque, a decir verdad, si lo sintieras todo, sería igual, pues no tendría importancia. Hago este preámbulo porque en una ocasión hablaste con bastante ligereza de la señorita cuyo nombre voy a pronunciar.
—¿Yo?
—Tú, sí; y en esta misma habitación.
Carton se obsequió con otro vaso de ponche y miró a su amigo.
—Refiriéndote a la señorita a que aludo, dijiste que era una muñeca de cabellos de oro. La señorita a que me refiero es la señorita Lucía Manette. Si conocieras la sensibilidad, si fueras hombre de delicadeza de sentimientos, me habría molestado que hablaras de ella como lo hiciste; pero como ni eres sensible ni delicado, no hice caso de tu ligereza. Careces de entrambas cualidades, y por tanto, cuando a mi memoria acude tu expresión, la doy la misma importancia que daría a la opinión de un ciego que afirmara que era malo un cuadro pintado por mí, o a la de un sordo-mudo que pretendiera poner defectos a una composición musical obra mía.
Carton continuaba menudeando las visitas a la ponchera.
—Ya lo sabes todo, Sydney—prosiguió Stryver.—Me caso con esa niña, sin importarme que tenga o no fortuna. Es una criatura encantadora, y me he propuesto hacerla feliz, y sin jactancias ni inmodestias creo que puedo decir que lo he conseguido. Ocupo una posición envidiable, prospero y subo con rapidez y no me falta distinción. En una palabra: soy para ella un tesoro, y me alegro, pues tesoros merece ella. ¿Te maravilla lo que oyes?
—¿Por qué me ha de maravillar?—respondió Sydney, entre trago y trago de ponche.
—¿Lo apruebas?
—¿Por qué no he de aprobarlo?
—¡Vaya! Veo que lo tomas con mayor calma de la que yo esperaba, y que, en obsequio mío, eres menos mercenario de lo que creía. No me sorprende, en medio de todo, pues sabes perfectamente que tu antiguo condiscípulo se ha distinguido siempre por su entereza de carácter. Sí, Sydney, sí; me hastía la vida que hago y ha llegado el momento de variarla. Me he convencido de que es una delicia para un hombre tener un hogar, crearse una familia, si a ello siente inclinaciones, y estoy seguro de que la señorita Manette lo embellecerá y honrará siempre. Estoy, pues, resuelto, firmemente decidido. Y ahora, Sydney, mi querido amigo, me permitirás que te diga cuatro palabras sobre tu situación. Caminas por derroteros falsos, por mal camino; eso lo sabes tan bien como yo mismo. Desconoces el valor del dinero, vives vida desordenada, no piensas en el mañana, y en suma, tu conducta no puede conducirte más que a las enfermedades y a la miseria. Creo que necesitas buscarte una enfermera.
El tono de protección con que hablaba Stryver acentuaba la impertinencia de sus palabras y las hacía doblemente ofensivas.
—No te ofenda que ahora te recomiende que estudies la cuestión de frente y sin prevenciones estúpidas tal como la he estudiado yo, aunque nuestra condición respectiva difiere mucho. Cásate. Busca a quien cuide de tu persona. No importa que la compañía de las mujeres no sea de tu gusto; no importa que carezcas de inteligencia, de tacto para tratarlas. Busca una mujer respetable que tenga algunos bienes, y cásate con ella cuanto antes, única manera de prevenirte con tiempo contra las calamidades e incertidumbres de la vida. He terminado. Piensa en ello, Sydney.
—Lo pensaré—contestó Sydney Carton.