XXIV. ATRAIDO POR LA MONTAÑA IMANTADA

Tres años duraron las tempestades, tres años durante los cuales bramaron sin cesar los océanos y rugieron las llamas por doquier, tres años de continuos terrores para los que desde la playa contemplaban la furia siempre creciente de los mares. Tres cumpleaños más vió la pequeña Lucía, en cuya existencia pacífica no cesó su amante madre de tejer nuevos hilos de oro.

Más de un día y más de una noche estuvieron los moradores del tranquilo rincón de Soho escuchando con amargo dolor el ruido de pasos que herían sus oídos, pues sabían que eran pasos de gentes enfurecidas, que corrían en tumulto a la sombra de rojos pendones, sabían que su patria había sido declarada en peligro, que sus moradores se habían transformado de seres humanos en bestias feroces.

No acertaba a comprender el señor, como clase, el fenómeno de no ser apreciado, de no ser necesitado en Francia, de no ser querido, de ser odiado hasta el extremo de correr peligro inminente de verse despedido del suelo francés y del mundo de los vivos al propio tiempo. Semejante al rústico de la fábula que, después de haber conseguido que se le presentase el diablo a fuerza de invocaciones, quedó tan aterrorizado al verle, que ni voz tuvo para hacer una pregunta al enemigo, así el señor, después de tener el atrevimiento de rezar al revés la oración del Padre Nuestro por espacio de varios años y de poner en juego los sortilegios y ensalmos más potentes para despertar al demonio, no bien llegó a entreverle, apresuróse a enseñarle sus nobles y linajudos talones.

Habíase eclipsado el brillante cielo de la corte, convencido de que sería el blanco obligado de la deshecha lluvia de balazos del pueblo. Nunca fué santo de la devoción de éste, pues según malas lenguas, Satanás le había inoculado su orgullo y Sardanápalo su lujo y su molicie. La corte entera, desde su punto central y exclusivo hasta todos los puntos podridos de su circunferencia de intrigas, corrupciones y disimulo, había abandonado aquella atmósfera malsana. También había desaparecido la realeza: sitiada en su palacio, quedó «en suspenso» al llegar hasta ella las furiosas olas.

En el mes de agosto del año de mil setecientos noventa y dos, la casta de los señores estaba dispersa por el mundo.

Como es natural, el cuartel general, el centro de reunión del señorío en Londres era el Banco Tellson. Dicen que los espíritus rondan los lugares donde yacen sepultados sus cuerpos, y conformándose a esta ley, el señor sin un cuarto rondaba el lugar donde en tiempos mejores estuvieron depositados sus cuartos. Además, el Banco Tellson era el centro al que con más rapidez llegaban nuevas de Francia: llevaba su generosidad hasta el punto de hacer adelantos a los que fueron sus clientes en tiempos de prosperidad; guardaba en sus arcas inmensas sumas depositadas por nobles que, más previsores que la generalidad, vieron que se condensaba la tormenta y se adelantaron a los robos y a las confiscaciones, y finalmente, cuantas personas llegaban de Francia, principiaban por dejarse ver en el Banco Tellson, donde hacían historia de los últimos sucesos. Por toda esta variedad de razones, era el Banco Tellson por aquella época una especie de Palacio de la Bolsa por lo que a asuntos o personas francesas se refiriera, circunstancia que conocía tan perfectamente el público, y que daba lugar a tantas preguntas y comisiones, que con frecuencia se hacían constar las noticias últimas en cartelones que se colgaban de las ventanas del edificio, para que pudieran leerlas cuantos pasaran frente al Tribunal del Temple.

Una tarde brumosa y de calor sofocante, Lorry y Carlos Darnay, sentados frente a la mesa de trabajo del primero, conferenciaban en voz baja. Faltaría sobre media hora para cerrar el establecimiento.

—Ya sé que es usted el hombre más joven que ha existido en el mundo;—dijo Carlos Darnay con muestras de vacilación,—pero aun así, perdone que le diga...

—Comprendo: que soy muy viejo, ¿verdad?—interrumpió Lorry.

—Tiempo inseguro, viaje largo, medios inciertos y país en estado anárquico, amén de una ciudad que ni a usted puede ofrecer garantías.

—Mi querido Carlos—replicó Lorry con confianza,—las razones que usted acaba de apuntar, lejos de desanimarme, lejos de conspirar contra mi proyecto de hacer el viaje, conspiran para que lo haga. Nadie tendrá el mal gusto de meterse con un viejo de casi ochenta años, cuando puede hacerlo con tantos otros jóvenes, robustos, y más dignos de ese honor que yo. Dice usted que se trata de una ciudad desorganizada, y yo contesto que, si en ella reinase el orden, no sé por qué nuestra casa de aquí había de enviar a nuestra casa de allá a uno que conoce de antiguo la ciudad y los negocios de la ciudad, y posee además la confianza de Tellson. En cuanto a los inconvenientes que puedan originar la incertidumbre de los medios de locomoción, lo largo del viaje y lo inseguro del tiempo, si yo no estuviera dispuesto a afrontar todos esos inconvenientes en obsequio a la casa, después de haber envejecido en ella, ¿quién lo estará?

—Desearía ir yo mismo—dijo Carlos, como quien piensa en voz alta.

—¡Hombre!—exclamó Lorry.—¡Voy viendo que es usted un asesor de primera fuerza y un consejero que no tiene rival! ¿Conque usted mismo, eh? Y nacido en Francia, ¿eh? ¡Buen consejo, amigo, buen consejo!

—Precisamente porque he nacido en Francia, mi querido señor Lorry, ha cruzado y cruza con frecuencia por mi mente aquel pensamiento. Yo encuentro muy natural que así piense el que conserva alguna simpatía por aquel pueblo desdichado, el que le ha abandonado algo que era suyo, y como consecuencia, cree que su voz sería escuchada, y que acaso consiguiera contener un poquito el desorden. Anoche mismo, después que usted se despidió de nosotros, estaba yo diciendo a Lucía...

—¡Estaba usted diciendo a Lucía!...—repitió Lorry.—¡Francamente! ¡Me admira que no se avergüence usted de pronunciar en este instante el nombre de Lucía! ¡Canastos! ¡Nombrar a Lucía cuando desea irse a Francia en estas circunstancias!

—¡No he ido todavía!—contestó Carlos sonriendo.—Más que por otra cosa, hablo así a fin de contrarrestar el propósito que usted asegura que ha formado de ir.

—Lo he formado, sí, Carlos: nada más cierto. Voy a hablarle con franqueza, mi querido amigo. No puede usted figurarse siquiera las dificultades con que tropiezan todos nuestros negocios, ni el peligro que amenaza a nuestros libros y documentos de allá. Sólo Dios puede saber las fatales consecuencias que para muchas personas entrañaría la pérdida o destrucción de algunos de los documentos allí depositados, y que corren peligro de perderse, peligro de ser destruídos, lo sabe usted como yo, como lo sabe todo el mundo. ¡Quién puede decir si hoy mismo habrá ardido París por los cuatro puntos cardinales, si será mañana saqueado en regla! Ahora bien: únicamente yo puedo prevenir los males, haciendo una selección prudente y escondiendo bajo tierra o trasladando a lugar seguro los documentos en cuestión, y para ello, precisa que no pierda ni un segundo de tiempo. ¿Puedo yo hacerme el remolón cuando la casa sabe lo que acabo de decir, y cuando la casa lo dice... la casa cuyo pan vengo comiendo desde hace sesenta años, la casa en una de cuyas articulaciones me he introducido como cuña? ¡Quite usted allá, hombre! ¿Ignora usted que soy un mozalbete, comparado con muchos que presumen de jóvenes y no son otra cosa que vejestorios caducos?

—¡Admiro la gallardía de su espíritu juvenil, señor Lorry!

—¡A callar! No olvide usted, mi querido Carlos, que sacar hoy el objeto más insignificante de París, es punto menos que imposible. Hoy mismo hemos recibido documentos preciosos—excuso recomendarle la reserva más absoluta,—y los hemos recibido de manos de los portadores más extraños que pueda usted imaginar, portadores cuyas cabezas pendían de un cabello mientras cruzaban las Barreras. En otras ocasiones circulaban nuestros paquetes de una a otra nación sin dificultad alguna: hoy todo está paralizado.

—¿Y piensa usted emprender el viaje esta noche?

—Esta noche sin falta. Tal se han puesto los asuntos, que no se puede perder segundo.

—¿No le acompaña nadie?

—Me han sido propuestas gentes de todas las clases y condiciones, pero a nadie he dicho palabra. Pienso llevarme a Jeremías. Por espacio de muchos años ha sido mi perro de presa, mi acompañante obligado a mis salidas domingueras, y estoy acostumbrado a él. Nadie ha de ver en Jeremías otra cosa que un bull-dog inglés, incapaz de abrigar otros designios que el de lanzarse sobre cualquiera que se atreva a tocar el pelo de la ropa a su amo.

—Repito que admiro su gallardía de ánimo y sus arrestos.

—Y yo repito que dice usted una tontería, amigo Carlos. Una vez haya dado fin a esta pequeña comisión, es posible que acepte la proposición de Tellson de retirarme y vivir tranquilo. Entonces es cuando me sobrará tiempo para pensar en que me voy haciendo viejo.

Había tenido lugar el diálogo que queda transcrito en el despacho del señor Lorry, a una o dos varas de distancia de un enjambre de señores, cuya conversación, bastante animada por cierto, versaba sobre la venganza que muy en breve tomarían sobre el ruin populacho. Realmente era inconcebible que los señores, en su calidad de emigrados, y como tales, víctimas de infinidad de reveses, y la nativa ortodoxia inglesa, hablasen de aquella Revolución terrible cual si fuera cosecha de frutos no sembrados, cual si no hubiesen sido puestos todos los medios humanos para producirla, cual si no hubieran visto y anunciado con palabras clarísimas su llegada inevitable muchos observadores que necesariamente habían de hacerse cargo de la miseria intolerable que afligía a millones de hijos de Francia y del empleo desastroso que se daba a los recursos que hubiesen podido hacerles prósperos y felices. Difícilmente podía sufrir ningún hombre de alma sana y conocedor de la verdad la serie de sandeces dichas con tono doctrinal, combinadas con complots extravagantes para restaurar un estado de cosas gastado y podrido hasta la médula. Las sandeces y las extravagancias, unidas a la intranquilidad de ánimo en que Carlos Darnay se encontraba, traían a éste impaciente y nervioso desde varios días antes, y la conversación que estaba oyendo no hizo más que exacerbar su impaciencia.

Entre los habladores figuraba Stryver, hombre que había subido ya varios escalones de la escalera de la gloria, y que estaba abocado a subir muchos más aún, no siendo, por consiguiente, de extrañar que se inclinara decididamente hacia la clase señorial. Hablaba en la ocasión presente con gran ardor de la necesidad de acabar de una vez con el pueblo, de exterminar sin piedad a la vil gentuza, de hacer desaparecer de la tierra a la canalla, para conseguir lo cual preconizaba medios que, en eficacia, allá se andaban con el de aquel sabio que, queriendo suprimir para siempre las águilas, propuso que se les espolvoreasen las colas con sal molida. Darnay escuchaba al abogado con profunda aversión, con repugnancia. Hasta se le ocurrieron deseos de marcharse para no oirle, y es más que probable que los hubiese llevado a la práctica de no haber venido los mismos sucesos a indicarle el camino que debía seguir.

La Casa acababa de acercarse a Lorry y, dejando sobre la mesa un pliego cerrado y sumamente ajado, preguntóle si había encontrado rastros de la persona a quien iba dirigido. La Casa dejó la carta tan cerca de Darnay, que éste hubo de leer la dirección. Verdad es que no le costó gran trabajo, pues precisamente el nombre escrito en el sobre era el suyo. Decía así.

«Muy urgente. Al Señor Marqués de Saint-Evrémond de Francia. Confiada a los señores Tellson y Compañía, Banqueros, Londres, Inglaterra.»

El doctor Manette, la mañana misma del matrimonio de su hija con Carlos Darnay, exigió a éste que guardase inviolable el secreto de su apellido, hasta tanto que el doctor le desligara de la obligación. Nadie conocía su título, que hasta para su mujer era un secreto. En cuanto a Lorry, ni remotamente podía sospecharlo.

—No—contestó Lorry a la Casa.—He preguntado a cuantas personas han venido a esta casa, pero nadie ha sabido decirme dónde se encuentra ese caballero.

Como había sonado la hora de cerrar el Banco, casi todos los amigos de dar trabajo a la lengua se habían refugiado en el despacho de Lorry. Este conservaba en sus manos la carta mirándola con perplejidad manifiesta. También la miraba la casta señorial, pero con ira, con ceño, cual si en vez de un pedazo de papel estuviera viendo un refugiado indigno de la raza a que pertenecía. Este, aquél, el de más allá, todos tenían algo que decir con contra del Marqués que no parecía por parte alguna.

—Sobrino, si no estoy mal enterado... pero desde luego sucesor degenerado de aquel ilustre y refinado Marqués que fué villanamente asesinado—dijo uno.—Me cabe la fortuna de no haberle visto en mi vida.

—Un cobarde que abandonó su puesto hace algunos años—terció otro señor, que había salido de París metido de cabeza en el centro de una carretada de paja, con los pies en alto y medio asfixiado.

—Corrompido por las nuevas doctrinas—repuso un tercero,—se declaró en oposición abierta contra el último Marqués, abandonó sus tierras no bien las heredó, y las confió a un hato de rufianes. Espero que ellos mismos le darán ahora el pago a que se ha hecho acreedor.

—¿Eso hizo?—gritó Stryver.—¿Tan canalla es ese hombre? Veamos... veamos su infame apellido.

Darnay, cuya resistencia tocaba a su fin, tocó en un hombro a Stryver y dijo:

—Yo conozco a ese señor.

—¡Por todos los diablos juntos!... ¿Usted le conoce? Lo siento en el alma.

—¿Por qué?

—¿Pregunta usted por qué, Darnay? ¿Pero no ha oído usted lo que ha hecho?

—Lo he oído, sí; pero pregunto a usted que por qué siente que yo le conozca.

—En ese caso, repetiré a usted, señor Darnay, que siento que usted conozca a ese hombre indigno, y que lamento que no se le alcance a usted por qué lo siento. Me aflige sobremanera oir las preguntas inconcebibles que usted hace. Nos hablan aquí de un sujeto corrompido por la más pestilente e impía de las podredumbres, de un individuo el más vil que jamás ha existido en el mundo, que abandona sus bienes a la hez de a tierra, a los canallas cuyo credo es el asesinato y el robo, ¿y me pregunta usted por qué lamento que un hombre que se dedica a enseñar a la juventud le conozca? ¿Se empeña en saberlo? ¡Vaya, se lo diré! Lo siento porque creo que miserables como el que nos ocupa contagian a quien los conoce. Y lo sabe usted.

Darnay, conteniéndose a duras penas, contestó:

—Quizá no comprende usted al caballero a quien se refiere.

—Pero sé muy bien cómo poner a usted entre la espada y la pared, y voy a hacerlo—gritó Stryver.—Si ese individuo es un caballero, desde luego no le comprendo; puede usted decírselo así de mi parte, y darle de paso mis recuerdos. También puede añadirle de parte mía, que después de abandonar a la gentuza los bienes patrimoniales, me admira sobremanera que no se haya puesto a la cabeza de los ladrones y asesinos... Pero no, caballeros, no; yo, que conozco un poquito el natural humano, me atrevo a asegurarles que no encontrarán nunca a un sujeto como ése que se confíe a los tiernos cuidados de sus humildes protegidos. No, caballeros, no; si algo de su persona deja ver a aquéllos, será, en todo caso, un par de talones, y aun éstos, sólo durante el tiempo que tarde en poner tierra de por medio.

Dichas estas palabras, que merecieron la aprobación unánime de sus oyentes, salió a la calle Fleet. Segundos después quedaban solos en el despacho Lorry y Carlos Darnay.

—Puesto que usted conoce a la persona a quien la carta va dirigida—dijo Lorry—¿quiere encargarse de hacerla llegar a sus manos?

—Con mucho gusto.

—¿Tendrá la bondad de explicarle que sin duda se la han dirigido aquí porque creían que nosotros le conocíamos, y que, ignorando quién era y dónde estaba, la carta está detenida desde hace algún tiempo?

—Así lo haré. ¿Cuándo sale usted para París?

—A las ocho salgo de aquí mismo.

—Yo volveré para despedirle.

Descontento consigo mismo, y más todavía con Stryver y con sus compatriotas, Darnay salió del edificio del Banco y, no bien llegó a una esquina donde creyó estar a cubierto de miradas indiscretas, abrió la carta, que estaba concebida en los siguientes términos:

«Prisión de la Abadía, París.

»Junio, 21, 1792.»

»Señor Marqués:

»Después de correr durante largo tiempo peligro inminente de dejar la vida en manos de los vecinos de la aldea, he sido preso, sometido a mil violencias y atropellos, y al fin conducido a París, cuyo largo viaje me han obligado a hacer a pie. Las amarguras que en el camino he apurado no son para contarlas aquí; y no es esto todo; mi casa ha sido destruída... arrasada hasta los cimientos.

»El crimen de que me acusan, el que me tiene enterrado en la cárcel, señor Marqués, el crimen por el que compareceré ante el Tribunal y que me costará la cabeza (si usted no me presta su generoso auxilio) es, según dicen ellos, el de traición contra la majestad del pueblo, al que aseguran que he vendido para proteger a un emigrado. En vano les he hecho presente que, lejos de obrar contra ellos, he obrado en su favor, ateniéndome a instrucciones suyas, señor Marqués; en vano he alegado que con anterioridad a la confiscación de los bienes de los emigrados había yo condonado los impuestos que el pueblo cesó de pagar, que no cobré las rentas, que no recurrí a los tribunales. A todas mis representaciones contestan que obré en favor de un emigrado, y yo me pregunto: ¿dónde está ese emigrado?

»¡Ah, mi buen señor Marqués! ¿Dónde está ese emigrado? Yo pregunto mientras duermo; ¿dónde está? Vuelvo mis ojos a los cielos, y les pregunto; ¿vendrá a salvarme? No me contestan. ¡Ah, señor Marqués! Envío mi grito de angustia a través de los mares, por si Dios quiere que llegue a sus oídos por mediación del gran Banco Tellson, tan conocido en París.

»Por el amor de Dios, por equidad, por justicia, por generosidad, por el honor inmaculado de su noble apellido, señor Marqués, le suplico que corra en mi auxilio y me libre de la muerte que me amenaza. Mi único crimen es haber sido fiel a usted... ¡Oh señor Marqués! Yo confío que usted corresponderá a mi fidelidad.

»Desde esta mazmorra donde todos los horrores tienen su asiento, desde esta antesala de la muerte, envío a usted, señor Marqués, la expresión de mi dolorosa lealtad, juntamente con el ofrecimiento de mis desgraciados servicios.

»Su afligido servidor,

»Gabelle.»

La lectura de la carta que queda copiada infiltró en la intranquilidad latente de Darnay un torrente vigoroso de vida. El peligro que se cernía sobre la cabeza de un servidor antiguo, por cierto de los mejores, que no había cometido más crimen que el de serle leal a él y a su familia, fué para Darnay a manera de latigazo recibido en pleno rostro. La vergüenza se le subió a la cara con fuerza tal, que mientras caminaba al azar sin saber qué resolución adoptar, ni a mirar a los transeuntes se atrevía.

Sabía muy bien que, arrastrado por el horror de la hazaña que puso digno remate a las malas acciones y a la pésima reputación de su rancia familia, impulsado por las sospechas que su tío le inspirara y por la aversión con que su conciencia miraba la fábrica ruinosa que, según los de su casta, estaba en el deber de sostener y robustecer, había obrado de una manera imperfecta. Sabía muy bien que al ceder al amor que profesaba a Lucía, al renunciar el puesto que en sociedad le correspondía ocupar, se había precipitado, había procedido con reprensible ligereza. Sabía muy bien que su resolución debió llevarla a la práctica personalmente, como sabía que tuvo intención de hacerlo así, y que, sin embargo, no lo hizo.

La dicha del hogar que en Londres se había creado, la necesidad de hacer una vida activa, las continuas alteraciones de la época, tan bruscas y tan rápidas que los planes no bien madurados la semana anterior caían por tierra a la semana siguiente ante el impulso arrollador de nuevos acontecimientos, fueron circunstancias de peso a cuya fuerza cedió; lo sabía muy bien; pero tampoco se le ocultaba que, si a la fuerza de las circunstancias cedió con repugnancia, no intentó oponerles una resistencia continua y formal. Su conciencia le decía que deseó obrar y que varias veces anduvo acechando la ocasión; pero le añadía que otras tantas dejó pasar la oportunidad, mientras la nobleza salía en tropel de Francia por todos los caminos y veredas, mientras los bienes de aquella eran confiscados y destruídos, y hasta borrados del libro de la vida los nombres de los hasta entonces mimados por la fortuna.

Pero en cambio a nadie había oprimido, a nadie había llevado a la cárcel. Lejos de haber atropellado a nadie para que le pagase sus rentas, había abandonado libre y espontáneamente sus bienes, buscado refugio en una nación extraña, y ganado en ella el pan que llevaba a su boca con su propio esfuerzo. El señor Gabelle había administrado un patrimonio empobrecido a tenor de instrucciones escritas que le mandaban tratar bien al pueblo, darle lo poco que allí podía dársele... leña para calentarse en invierno y algunos frutos que le ayudaran a pasar el verano, que otra cosa no consentían los acreedores... y seguramente habría aducido estos hechos en descargo suyo. Se trataba de hechos públicos, de hechos que sin dificultad podían probarse; y si los hechos en cuestión justificaban ante el pueblo al administrador, huelga decir que eran patente de amigo del pueblo en favor de quien dictó las órdenes a que aquél ajustó su conducta.

Estas consideraciones robustecieron la resolución de hacer el viaje a París que Darnay había casi adoptado con anterioridad al recibo de la carta de Gabelle.

Sí. Semejante al marino de la antigua leyenda, los vientos y las corrientes habíanle arrastrado hasta colocar su nave dentro del radio de influencia de la Montaña Imantada, y ésta le atraía cada vez con fuerza más irresistible. Cuantos pensamientos germinaban en su mente, le impelían, le empujaban hacia el centro de aquella atracción terrible. Obedecieron sus impaciencias primeras al pensamiento de que su desdichada patria, guiada por instrumentos malos, perseguía objetivos malos y corría desbocada al abismo, mientras él, que acaso hubiese podido imprimir mejor dirección a las ansias nacionales, permanecía en Londres sin intervenir, sin intentar algo que pusiera fin a la brutal efusión de sangre, algo que afianzase los derechos a la piedad, a la humanidad, desconocidos a la sazón. Cuando ya en su alma se agitaban esos remordimientos, vino a centuplicar su fuerza la conducta del anciano Lorry, quien, dócil a la voz del deber, se apresuraba a afrontar los riesgos tremendos que entrañaba un viaje a Francia en aquellas circunstancias, y por si esto no bastaba, vinieron los comentarios de los señores, comentarios que le hirieron profundamente, y los de Stryver, mil veces más duros que los de aquéllos. A todo ello había seguido la carta de Gabelle, la carta de un prisionero inocente que, viniéndose al borde de la tumba, hacía un llamamiento desesperado a su justicia, a su honor y a su apellido.

No tardó en resolverse; iría a París.

Sí. La Montaña Imantada le arrastraba y no había más remedio que enfilar hacia ella la proa de su esquife. Ignoraba que en los mares que iba a surcar hubiera escollos, no creía que la travesía ofreciera peligros para él. La intención que le guió al obrar como había obrado, siquiera su obra hubiese quedado incompleta, parecíale más que suficiente para conquistarle el agradecimiento de Francia, tan pronto como él se presentase en su suelo e hiciera valer los derechos que le asistían. Ante sus ojos se alzaba la visión gloriosa de haber obrado bien, y hasta llegó a forjarse ilusiones de que tendría alguna influencia para encauzar aquella revolución horrenda, que con furia tan incontrastable se había alzado, amenazando acabar con todo lo existente.

Adoptada su resolución, creyó que ni Lucía ni el doctor Manette debían conocerla hasta que la hubiese puesto en práctica. En cuanto a Lucía, nada más natural que evitarla el dolor de la separación, y en cuanto a su padre, cuya resistencia a pensar en los lugares donde tantos sufrimientos apurara en años pasados era tan viva, tampoco convenía hablarle del proyecto, sino de la ejecución del mismo, única manera de evitarle dudas dolorosas.

Tales fueron los pensamientos que le agitaron hasta que llegó la hora de despedirse de Lorry. Tampoco a éste confiaría sus intenciones. Las sabría en París cuando estuvieran ya realizadas, cuando le hiciera una visita, y esta visita, se la haría tan pronto como llegase a la capital de Francia.

Frente a la puerta del Banco Tellson esperaba una silla de posta. Junto a la portezuela, hacía centinela Jeremías Lapa.

—He entregado la carta al caballero a quien iba dirigida—dijo Darnay a Lorry.—No he querido traer contestación escrita que acaso pudiera ser para usted causa de disgustos; pero he aceptado una respuesta verbal, confiando que usted no tendrá inconveniente en encargarse de transmitirla.

—Con mucho gusto, siempre que no sea muy peligrosa—contestó Lorry.

—No lo es, aunque debe recibirla un hombre que está preso en la Abadía.

—¿Cómo se llama?—preguntó Lorry, sacando del bolsillo un librito de memorias.

—Gabelle.

—Gabelle. ¿Y qué es lo que debo decir al desgraciado prisionero Gabelle?

—Sencillamente estas palabras: «Ha recibido la carta y vendrá.»

—¿Sin decir cuándo?

—Emprenderá el viaje mañana por la noche.

—¿No he de mencionar nombre alguno?

—No.

Después de ayudar a Lorry a arrebujarse en dos o tres capas, debajo de las cuales llevaba ya dos o tres abrigos, salió acompañándole hasta la calle Fleet.

—Haga presente mi cariño a las dos Lucías—dijo Lorry en el momento de partir la silla de posta.—Cuídemelas bien hasta que yo esté de regreso.

Carlos Darnay hizo un movimiento de cabeza, sonrió con expresión equívoca, y quedó contemplando el carruaje que se alejaba al trote largo de los caballos.

Aquella noche, era la del día catorce de agosto, Carlos Darnay se acostó muy tarde, pues antes tuvo que escribir dos cartas; una dirigida a Lucía, en la cual explicaba el deber ineludible en que se encontraba de ir a París y detallaba con gran extensión los motivos que a su juicio alejaban de su persona toda clase de riesgos, y otra al doctor, a quien encomendaba el cuidado de Lucía y de su hijita. A entrambos prometía escribir nuevamente tan pronto como llegara al término de su viaje.

Fué para Darnay día de prueba aquel que hubo de pasar entre su querida familia guardando en el fondo de su pecho un secreto que nadie podía sospechar; pero una mirada de cariño dirigida a su esposa, tan alegre, tan confiada, robusteció la resolución que de no decirla nada había formado, y el día pasó sin incidentes. Al obscurecer, la abrazó, diciéndola que un asunto imprevisto le obligaba a salir, pero que su ausencia sería muy breve, y se fué. Ya antes había sacado secretamente de su casa un baúl con la ropa necesaria.

Confió las dos cartas a un criado digno de toda confianza, con orden de entregarlas a media noche, ni un minuto antes, tomó un caballo, y emprendió el viaje a Dover.

Sintió desfallecimientos; pero el grito desesperado del pobre prisionero que apelaba a su justicia, a su honor, a su generosidad, dióle fuerzas para dejar a sus espaldas lo que más querido le era en el mundo y para dirigir su nave hacia la Montaña Imantada que le atraía.

Share on Twitter Share on Facebook