Poco a poco abreviaba el viajero el camino que le separaba de París. Estamos en otoño del año mil setecientos noventa y dos. No le habrían faltado caminos detestables, carruajes pésimos y caballos atacados de vejez que dificultasen su marcha, aun cuando el destronado rey de Francia hubiese continuado ocupando su trono y reinando entre esplendores de gloria; pero aparte de esos obstáculos, la alteración de los tiempos habían acumulado otros mil. Todas las puertas de las ciudades, todas las entradas de los pueblos, contaban con sus bandas de ciudadanos patriotas, armados con mosquetes nacionales prontos a dispararse por sí solos, que detenían a cuantas personas entraban o salían, para someterlas a rígidos interrogatorios, examinar con detenimiento sus documentos, ver si figuraban sus nombres en las listas de que estaban provistos, y dejarlos en libertad de proseguir su viaje, o bien prenderlos, según aconsejase su capricho, en bien de la recién nacida República Una e Indivisible, de la Libertad, de la Igualdad, de la Fraternidad o de la Muerte.
Muy pocas leguas de terreno francés había recorrido Carlos Darnay, cuando comenzó a darse cuenta de la imposibilidad en que se encontraría de volver a pisar aquellos caminos eternos, si antes no era declarado buen ciudadano de París. Pero ya no podía retroceder; fuese la que fuese la suerte que el destino le tuviera deparada, no tenía más remedio que continuar el viaje hasta el final. A sus espaldas dejaba un camino abierto, libre de barreras y de fosos, pero esto no obstante, sabía que entre Inglaterra y su persona se alzaban obstáculos mil veces más infranqueables que las más sólidas puertas de hierro. De tal suerte le rodeaba la vigilancia universal, que si hubiera viajado metido dentro de las mallas de espesa red de acero, o bien acondicionado en el interior de una jaula, no hubiese considerado su libertad más perdida.
Esa vigilancia universal no sólo le obligaba a detenerse veinte veces al día en los caminos reales, en los relevos de postas, si no que también entorpecía y retardaba su marcha otras tantas veces en en cada jornada, ora alcanzándole y mandándole volver atrás, ora acompañándole e impidiéndole avanzar con la rapidez que él deseaba. Varios días llevaba recorriendo territorio francés, cuando una noche se acostó temprano en la cama de una posada de una población de poca importancia, situada bastante lejos de París.
A la carta que desde la cárcel de la Abadía le dirigió Gabelle, debía el haber llegado tan lejos, pero al llegar a la población de que hablamos, opusiéronle en las puertas tantas dificultades, que comprendió que estaba muy próxima la crisis. No le sorprendió, pues, gran cosa ser despertado a media noche en la cama de la posada en que se acostó con ánimo de dormir hasta la mañana siguiente.
Al despertar, tropezaron sus ojos con un funcionario local, de temperamento tímido, y con tres patriotas armados hasta los dientes, cubiertos con gorros de color rojo rabioso y fumando descomunales pipas. Los tres de los gorros tomaron asiento sobre su cama.
—Emigrado—dijo el funcionario,—he decidido enviarte a París con una escolta.
—Ciudadano, mi mayor deseo es llegar a París, pero puedo prescindir perfectamente de la escolta.
—¡Silencio!—gritó un gorro rojo dando un golpe a la cama con la culata del mosquete.—¡A callar, aristócrata!
—Tiene razón este buen patriota—dijo el funcionario con timidez.—Eres aristócrata, y por tanto, debes hacer el viaje bajo la vigilancia de una escolta.
—No está en mi mano la elección—contestó Carlos Darnay.
—¡Elección!—exclamó uno de los gorros colorados.—¿Habráse visto? ¡Como si no se le hiciera un favor dispensándole de adornar desde este instante el gancho de un farol!
—La observación del buen patriota no puede ser más justa—terció el funcionario.—Levántate y vístete, emigrado.
Obedeció Darnay, quien fué conducido inmediatamente al cuerpo de guardia, donde encontró a muchos patriotas que lucían sus correspondientes gorros colorados, fumando unos y bebiendo otros al amor de la lumbre. Después que se le obligó a pagar una fuerte cantidad por una escolta que no había pedido, emprendió el viaje a las tres de la madrugada.
Constituían la escolta dos patriotas montados, que cabalgaban a sus lados, en cuyos gorros rojos lucían escarapelas tricolores, e iban armados con mosquetes y sables nacionales. El escoltado manejaba su caballo, pero en las bridas de éste había sujeta una cuerda cuyo extremo contrario llevaba uno de los patriotas amarrado a la muñeca. En esta forma hacían el viaje, sufriendo una llovizna helada que el viento lanzaba contra sus rostros, a un trote pesado, por caminos desiguales y alternados con extensos lodazales. Sin que en el viaje introdujeran más cambios que el de caballos, llegaron al fin a la capital.
Viajaban durante la noche, haciendo alto una o dos horas antes de romper el día, y durmiendo hasta el crepúsculo de la tarde. La escolta vestía con pobreza tan extremada, que para abrigarse las piernas desnudas, habían de recurrir a la paja, con la cual las acolchaban. Aparte de las molestias consiguientes al viaje, a la contrariedad de ir escoltado y a los peligros inherentes a depender de patriotas crónicamente borrachos y armados con mosquetes que se disparaban solos, Carlos Darnay podía desechar toda clase de temores, toda vez que era de esperar que, en cuanto hiciera referencia a sus merecimientos, que confirmaría al prisionero de la Abadía, se apresurarían a tratarle como a un hombre amigo del pueblo.
Sin embargo, cuando llegaron a la ciudad de Beauvais a la caída de la tarde, y por consiguiente, cuando las calles estaban llenas de gente, no pudo menos de comprender que las cosas presentaban cariz alarmante. En el patio de la casa de postas se reunieron muchos grupos que, contemplándole con expresión ceñuda al principio, concluyeron por gritar:
—¡Muera el emigrado!
Detúvose Darnay en el instante en que iba a echar pie a tierra, y desde la silla, replicó:
—Emigrado no, amigos míos. ¿No me estáis viendo aquí, amigos míos, en Francia, por mi libre y espontánea voluntad?
—¡Eres un emigrado maldito y un aristócrata canalla!—gritó un herrador, abalanzándose hacia él con un martillo en alto.
Interpúsose el encargado de la casa de postas entre el furioso herrador y el jinete, y como quien desea evitar una escena desagradable, dijo:
—¡Dejadle, amigos, dejadle! Le juzgarán en París.
—¡Juzgarán!—repitió el herrador, blandiendo el martillo.—Le condenarán por traidor.
Las turbas lanzaron feroces rugidos de aprobación.
Darnay, tan pronto como pudo hacerse oir, exclamó:
—Estáis engañados, amigos míos, estáis engañados. Yo no soy traidor.
—¡Mientes!—rugió el herrador.—¡Según el decreto, es un traidor!... ¡Su vida pertenece al pueblo... no es suya su existencia maldita!
En las miradas de las turbas leyó Carlos Darnay una de esas arremetidas feroces cuyo desenlace es siempre un hombre hecho pedazos. Tal suerte le habría cabido de no haber sido por el encargado de la casa de postas, que obligó al caballo a entrar en el patio. La escolta siguió a nuestro amigo, y el de la casa cerró y atrancó inmediatamente la puerta. El herrador descargó sobre ésta los martillazos que no podía descargar sobre la cabeza del emigrado; las turbas rugieron indignadas, pero no pasó más.
—¿Qué decreto es ése que mencionó el herrador?—preguntó Darnay al dueño de la casa de postas, después de darle las gracias por su afortunada mediación.
—Es el decreto que dispone la venta en pública subasta de los bienes de los emigrados—contestó el interrogado.
—¿Cuándo se promulgó?
—El día catorce.
—El mismo que salí yo de Inglaterra.
—Todo el mundo afirma que no es más que el primero de los de la serie, redactados ya... o que serán redactados en breve, los cuales destierran a los emigrados y condenan a muerte a los que vuelvan a pisar territorio francés. Es lo que quiso decir el herrador cuando afirmó que su vida de usted no era de usted, sino del pueblo.
—Pero supongo que no han sido promulgados todavía semejantes decretos, ¿no es verdad?
—No puedo asegurarlo—respondió el encargado de la casa de postas, encogiéndose de hombros.—Puede que no hayan sido promulgados aún, y puede que sí; pero es igual.
Darnay descansó hasta media noche tendido sobre un montón de paja, saliendo de la ciudad cuando los habitantes de ésta estaban entregados al sueño. Entre los muchos cambios radicales de costumbres que pudo observar Darnay durante su accidentado viaje, cambios que daban a éste fuerte color fantástico, no era el menor la carencia de sueño en los patriotas. Con frecuencia, después de una larga y pesada caminata por veredas solitarias, llegaban a altas horas de la noche a un pueblo, cuyos habitantes, en vez de dormir tranquilamente, bailaban danzas fantásticas en rededor de un árbol de la Libertad, o entonaban himnos a la Libertad. Por fortuna, empero, aquella noche Beauvais creyó conveniente entregarse al reposo, merced a lo cual pudieron los excursionistas proseguir su viaje por caminos desiertos, cubiertos de barrizales y de agua, bordeando campos incultos que ninguna cosecha habían producido aquel año, entre caseríos incendiados, y con riesgo de recibir inopinadamente un balazo disparado por cualquiera de los innumerables patriotas que pululaban por todas partes.
Cerca de los muros de París se encontraban, cuando recibieron el saludo de las primeras luces del día. En la barrera encontraron fuerte guardia.
—¿Dónde están los documentos del prisionero?—preguntó con tono autoritario un hombre de aspecto resuelto, llamado por el centinela.
Carlos Darnay, disgustado al oir palabra tan poco grata, replicó que no era prisionero, sino un viajero que llegaba libre y espontáneamente, ciudadano francés, confiado a la custodia de una escolta que el estado perturbado del país hacía necesaria, y que había pagado de su bolsillo.
—¿Dónde están los documentos de este prisionero?—repitió el mismo sujeto, sin hacer el menor caso de Darnay ni de sus palabras.
El patriota de la borrachera perpetua los sacó de su gorro, donde los llevaba, entregándolos al personaje que los pedía. La carta de Gabelle produjo en aquél cierto desconcierto y no poca sorpresa, a la par que despertó su atención, que concentró en Darnay.
Sin decir palabra dejó a la escolta y al escoltado y entró en el cuerpo de guardia, dejando a los viajeros a caballo frente a la puerta. Carlos Darnay, mientras tanto, pudo observar que la guardia la formaban soldados y patriotas, más de estos últimos que de los primeros, y que, al paso que los carros que traían víveres a la ciudad, o los que a cualquier clase de tráfico se dedicaban, no tropezaban con dificultades de ningún género para entrar, en cambio los encontraban, y muy grandes, para salir, aun cuando se tratase de la gente más humilde. Hombres y mujeres, bestias de carga y de tiro y carretas y coches de toda clase esperaban que se les permitiera salir; pero con tal rigidez se cumplía la ley sobre la identificación previa, que aunque a la barrera llegaban por cientos, la salida la hacían de uno en uno y por largos intervalos. Los que sabían que habría de pasar mucho tiempo antes que les llegase el turno, lo esperaban tendidos en la calle, donde dormían o fumaban, mientras otros entablaban animadas conversaciones o entretenían el tiempo paseando. Los gorros colorados y escarapelas tricolores eran prenda obligada que ostentaba todo el mundo, sin distinción de edades ni sexos.
Duraría media hora la espera de Carlos Darnay, quien en ese espacio de tiempo pudo hacer las observaciones que quedan apuntadas, cuando volvió a salir el mismo personaje, jefe, al parecer, de la guardia de la barrera, quien, después de dar a la escolta un recibo de la persona del escoltado, mandó a éste que echara pie a tierra. Obedeció Darnay, y los hombres que hasta allí le acompañaron, hiciéronse cargo de su caballo y partieron sin entrar en la ciudad.
El jefe de la guardia condujo a Darnay al cuerpo de la misma, que apestaba a vino ordinario y a tabaco, donde había varios grupos de soldados y de patriotas, unos dormidos y otros despiertos, éstos borrachos y aquéllos serenos, y algunos en los linderos de la vigilia y del sueño, y de la sobriedad y la borrachera. Dos velones de aceite derramaban una claridad muy discutible sobre el cuerpo de guardia, en uno de cuyos testeros había una mesa, sobre la cual se veían algunos registros. Un oficial de aspecto grosero, sentado frente a la mesa, era el encargado de los registros.
—Ciudadano Defarge—dijo el personaje que había introducido a Darnay, mientras tomaba una hoja de papel—¿es éste el emigrado Evrémonde?
—Este es.
—¿Cuántos años tienes, Evrémonde?
—Treinta y siete.
—¿Casado, Evrémonde?
—Sí.
—¿Dónde?
—En Inglaterra.
—Lo creo. ¿Dónde está tu mujer, Evrémonde?
—En Inglaterra.
—Lo creo también. Vas consignado, Evrémonde, a la prisión de La Force.
—¡Dios del Cielo!—exclamó Darnay—¿En virtud de qué ley, y por qué delito o falta?
Al cabo de algunos segundos de muda contemplación, contestó el funcionario:
—Desde que saliste de Francia, Evrémonde, nos regimos por leyes nuevas y ha variado profundamente lo referente a delitos y faltas.
—Te ruego tengas presente, ciudadano, que he venido voluntariamente, cediendo a la súplica escrita en ese papel que tienes ante tus ojos—replicó Darnay.—No pido otra cosa más que la ocasión de hacer lo que un compatriota mío solicita. ¿No estoy en mi derecho?
—Los emigrados no tienen derechos, Evrémonde—fué la estólida contestación del funcionario.
Después de dirigir a Darnay una sonrisa siniestra, escribió unos renglones, dobló el papel, y lo entregó a Defarge diciendo:
—Secreto.
Defarge indicó al prisionero que le siguiera. Obedeció el prisionero, a quien acompañaron además dos patriotas armados, que se colocaron a su derecha e izquierda.
Mientras salían del cuerpo de guardia para entrar en París, Defarge preguntó al prisionero en voz baja:
—¿Eres tú el que casaste con la hija del doctor Manette, prisionero en otro tiempo en la Bastilla, que ya no existe?
—Sí—respondió Darnay, mirándole con sorpresa.
—Me llamo Defarge y soy dueño de una taberna del barrio de San Antonio. Es posible que me conozcas de referencia.
—Mi mujer fué a tu casa a reclamar a su padre... ¡Sí, sí!
Parece que la palabra «mujer» despertó en Defarge recuerdos sombríos, pues dijo con brusca impaciencia:
—¿Quieres decirme, en nombre de esa mujer recién nacida llamada Guillotina, por qué demonios has venido a Francia?
—No hace un minuto me oiste explicar cuál fué la causa de mi viaje. ¿Es que crees que no dije verdad?
—Verdad que no puede ser más fatal para ti—replicó Defarge, fruncido el entrecejo y mirando a su interlocutor con fijeza.
—Cierto es que me encuentro aquí perdido. Lo veo todo tan trastornado, tan distinto de lo que antes era, tan desagradable, que confieso que ni sé a dónde volver los ojos. ¿Quieres hacerme un pequeño favor?
—En absoluto ninguno—respondió Defarge, con la mirada como perdida en el espacio.
—¿Tampoco querrás contestarme una pregunta, una sola?
—Veremos... Según sea. Puedes hacerla.
—En la prisión en que tan injustamente me encierran, ¿podré comunicar libremente con el mundo exterior?
—Tú mismo lo verás.
—¿Piensan sepultarme en ella, sin juzgarme, sin condenarme, sin concederme medios de justificarme y defenderme?
—Lo verás tú mismo... Pero si así fuera, ¿qué?; muchos otros tan buenos como tú se han visto sepultados en prisiones peores.
—Pero no por causa mía, ciudadano Defarge.
La expresión sombría del rostro de Defarge se acentuó extraordinariamente al escuchar la respuesta, después de lo cual prosiguió caminando en silencio. A medida que su taciturnidad aumentaba, se disipaban las esperanzas que en un principio tuvo Darnay de ablandar a aquel hombre.
—Para mí es de una importancia excepcional, como sabes tan bien como yo mismo, ciudadano Defarge, hacer saber al señor Lorry, del Banco Tellson, un caballero inglés que en la actualidad se encuentra en París, el hecho sencillo, sin comentario alguno, de que me han recluído en la prisión de La Force. ¿Me harás el favor de encargarte de ponerlo en su conocimiento?
—No haré en tu obsequio nada absolutamente—replicó Defarge.—Me debo a mi patria y al pueblo. He jurado servir a los dos contra ti. Nada esperes de mí.
Calló Darnay, tanto porque dió por perdidas definitivamente todas las probabilidades de obtener de aquel hombre el favor más insignificante, cuanto porque su amor propio lastimado le movió a considerar como humillaciones sus instancias. No pudo menos de reparar, mientras en silencio recorría las calles, en lo acostumbrado que el pueblo estaba al espectáculo de los prisioneros que por ellas transitaban. Ni los niños se fijaban en él. Algunos transeuntes volvían sus cabezas y le apuntaban con el dedo indicando que era un aristócrata, y nada más. Verdad es que ver que un hombre bien vestido era conducido a la cárcel era tan corriente y natural como ver a un obrero que se dirige al trabajo con las herramientas de su oficio en la mano. En una calleja estrecha, obscura y sucia que hubieron de atravesar, encontraron a un orador callejero excitadísimo, que dirigía arengas excitadas a un auditorio excitado, ponderando los crímenes que contra el pueblo soberano habían cometido el Rey, la familia real y los nobles. De las pocas palabras que llegaron a oídos de Darnay pudo éste colegir que el Rey había sido encerrado en una prisión y que los embajadores extranjeros habían abandonado en masa a París, noticias que desconocía en absoluto, pues durante su viaje, los individuos que le escoltaron, juntamente con la vigilancia universal, le tuvieron en un aislamiento tan absoluto, que nada había oído.
Como es natural, comprendió que los peligros que le amenazaban eran infinitamente mayores e infinitamente más numerosos de lo que supuso al salir de Inglaterra; comprendió que los peligros se multiplicaban con rapidez alarmante y que se multiplicarían aún más; no pudo menos de confesarse a sí propio que ni por las mientes se le hubiese pasado la idea de hacer el viaje de haber previsto los sucesos desarrollados en los días últimos. Y sin embargo, sus temores, examinados a la luz de los incidentes más recientes, no eran tan grandes como parece deberían ser. Por nebuloso que el porvenir se le presentara, era un porvenir desconocido que en su misma obscuridad entrañaba cierta esperanza. Tan ajeno como los que vivieron millares de años antes que él estaba a las horribles matanzas que, continuadas un día y otro día, una noche y otra noche, debían ahogar en caudalosos ríos de sangre la época siempre bendita de la recolección de la cosecha. Apenas si de nombre conocía a la «mujer recién nacida llamada Guillotina», como apenas si de nombre la conocía la generalidad del pueblo, pues por aquellos días, los mismos que la trajeron al mundo no imaginaban siquiera como probables las espantosas hazañas que muy en breve habían de envolverla en inmensa aureola sangrienta.
Sospechaba que sería víctima de una detención arbitraria, que se le trataría con irritante injusticia, que habría de soportar privaciones y penalidades, de las cuales no sería la menor verse alejado de su adorada mujer y de su idolatrada hija; todo eso lo sospechaba; más aún, lo consideraba indudable; pero fuera de ello, nada temía.
Tales eran las reflexiones que le embargaban, cuando llegó a la cárcel llamada La Force. Un hombre de cara feroz abrió el postigo.
—El emigrado Evrémonde—dijo Defarge, haciendo la presentación del preso.
—¡Demonios coronados! ¿Pero es que no va a acabar nunca la procesión?—exclamó el de la cara de fiera.
Tomó Defarge el recibo que le alargaba el cancerbero, sin parar mientes en la exclamación del mismo, y se retiró juntamente con los dos patriotas.
—¡Rayos y truenos!—gruñó el carcelero, ya solo con su mujer.—¡Esto es un río que corre siempre!
La mujer del carcelero, que en su depósito de contestaciones no debía tener la que cuadraba a la exclamación anterior, se limitó a responder:
—Hay que tener paciencia, amigo mío.
Los sonidos de una campana que la mujer hizo repicar evocaron a tres calaboceros, diciendo a coro:
—¡Viva la Libertad!
El coro no parecía el más apropiado para ser cantado en un sitio como aquél, pero mayores anomalías se ven en el mundo.
Era la prisión de La Force un edificio tétrico, repugnante e inmundo, donde se respiraba la atmósfera hedionda de la muerte. Asombra en realidad la rapidez con que percibe el olfato el olor a carne almacenada en lugares como aquél, sobre todo, cuando no reunen condiciones para el objeto, y por añadidura están descuidados.
—¡Y además secreto!—murmuró el alcaide mientras leía el papel.—¡Como si no estuviera ya tan lleno de ellos que el mejor día doy un estallido!
Con muestras de pésimo humor ensartó el papel con una espiga que atravesaba a muchísimos otros, y comenzó a pasear por la estancia abovedada sin hacer el menor caso del prisionero, a quien tuvo esperando más de media hora.
—Sígueme, emigrado—dijo al fin, tomando las llaves.
El alcaide condujo al nuevo pupilo por un corredor y una escalera, y al cabo de varios minutos, y no sin abrir durante la marcha muchas puertas y de cerrarlas de nuevo después de franqueadas, llegó a una pieza de grandes proporciones y techo bajo y abovedado, atestada de prisioneros de ambos sexos. Estaban las mujeres sentadas en torno a una mesa, leyendo o escribiendo, haciendo media, cosiendo o bordando, mientras los hombres, en su mayor parte, se hallaban de pie detrás de las sillas ocupadas por aquéllas, excepto algunos que se entretenían paseando.
Tan tétrica era la sala, tan sombría la expresión de las personas allí hacinadas, tan acentuada la amarillez que en sus rostros habían creado las privaciones y miseria a que estaban sometidas que Carlos Darnay creyó que se encontraba entre una colección numerosa de muertos. Allí no había más que fantasmas. Fantasmas de belleza, fantasmas de la elegancia, fantasmas de la altivez, fantasmas del orgullo, fantasmas de la frivolidad, fantasmas del talento, fantasmas de la juventud, fantasmas de la vejez, todos ellos esperando llegase la hora de abandonar la playa inhospitalaria del mundo, todos ellos clavando en el recién entrado unos ojos que la muerte había alterado en cuanto penetraron en la antesala de los dominios de aquélla.
Darnay quedó inmóvil, yerto, por efecto de su estupefacción. El aspecto del alcaide, que permanecía a su lado, no menos que el de los calaboceros que andaban de una parte para otra, en pleno ejercicio, sin duda, de sus altas funciones, eran tan rudos, tan brutales, tan feroces, sobre todo puestos en parangón con el de las atribuladas madres y de las hermosas hijas allí almacenadas, con la coquetería, la distinción propias de las jóvenes bien nacidas y con la delicadeza de modales de la dama de alto rango, que Darnay hubo de afianzarse en la creencia de que le habían recluído en la mansión de los espectros.
—En nombre propio y en el de todos los compañeros de infortunio aquí amontonados—dijo un caballero de modales cortesanos, dando un paso al frente,—tengo el honor de dar a usted la bienvenida a La Force, y de lamentar con usted la calamidad que aquí le trae. ¡Ojalá sea de breve duración y termine con felicidad! Ahora bien; manifestarle nuestros deseos sería imperdonable impertinencia en cualquier otra parte, pero no aquí. Nos permitimos preguntarle su nombre y condición.
Darnay se apresuró a acceder a los deseos manifestados por el caballero.
—Supongo que no estará usted aquí «en secreto»—repuso el caballero, siguiendo con la vista al alcaide que en aquel momento cruzaba la estancia.
—Dos o tres veces he oído pronunciar esa consigna refiriéndose a mí, pero ignoro lo que puede significar.
—¡Oh, que lástima! Muy de veras lo lamentamos... Pero no se desanime usted. Son muchos los que han venido aquí «en secreto» y luego se ha modificado su situación.
Seguidamente añadió alzando la voz:
—Con profundo pesar informo a mis compañeros que... en secreto.
Mientras Carlos Darnay se dirigía a la puerta defendida con gruesa reja junto a la cual le esperaba el alcaide, alzáronse fuertes murmullos de conmiseración, mezclados con frases de piedad de las mujeres, que se esforzaban por infundirle aliento. Llegado a la puerta mencionada, volvióse Carlos y dió las gracias a los que dejaba desde el fondo de su corazón. Cerróse la puerta empujada por la mano del alcaide, y las apariciones espectrales se borraron para siempre.
Daba acceso la puerta a una escalera de caracol, por la cual subió Darnay siguiendo a su guía. Después de subir cuarenta peldaños, contados concienzudamente por el prisionero de media hora, abrió el alcaide una puerta baja y muy negra y entró en una celda solitaria. Era muy fría, olía a moho, pero no estaba obscura.
—La tuya—dijo el alcaide.
—¿Por qué me encierran solo?
—Eso es lo que yo no sé.
—¿Supongo que se me permitirá comprar papel, pluma y tinta?
—Por el momento no. Te visitarán... no sé cuando, y entonces podrás solicitar ese favor. Puedes comprar comida, pero nada más.
En la celda había una silla, una mesa y un jergón de paja. El alcaide, después de someter a escrupulosa inspección el mobiliario de la celda, salió dejando solo a Darnay.
—Puedo decir que estoy muerto y sepultado—murmuró el infeliz.—Cinco pasos por cuatro y medio... cinco pasos por cuatro y medio—repetía maquinalmente, recorriendo la celda en todos sentidos y contando al propio tiempo.
El ruido de la ciudad llegaba a sus oídos convertido en una especie de sordo redoblar de tambores mezclado con estridentes voces humanas.
—Cinco pasos por cuatro y medio... Hacía zapatos... cinco pasos por cuatro y medio... hacía zapatos... zapatos...
El prisionero aceleraba el paso y procuraba contar, a fin de ahuyentar la idea del que hacía zapatos, que amenazaba convertirse en idea fija.
—Los espectros se han desvanecido en cuanto traspasé la puerta de la reja—seguía pensando.—Vi entre ellos el de una señora vestida de negro, que estaba apoyada sobre el alféizar de la ventana. La luz daba de lleno sobre su cabellera de oro, y parecía a... ¡Dios mío... Dios mío!... ¿Volveré algún día a transitar por las aldeas visitadas por la luz del sol, por las aldeas donde despiertan las gentes? Hacía zapatos... hacía zapatos... hacía zapatos... Cinco pasos por cuatro y medio... cinco pasos por cuatro y medio...
Caminaba el prisionero cada vez con mayor celeridad, siempre embebido en las mismas ideas, siempre contando, siempre teniendo ante los ojos de la imaginación la visión del zapatero, mientras el estruendo de la ciudad continuaba sonando en sus oídos como sordo redoblar de tambores mezclado con llantos de voces que conocía y quería, con ayes desgarradores emitidos por gargantas que hasta entonces apenas dieron salida a sonidos que no fueran reflejo de la alegría del corazón.