XV. LOS ECOS SE APAGAN PARA SIEMPRE

Rebotan sobre el empedrado de las calles de París los vehículos de la muerte chirriando lúgubremente. Seis carretas llevan a la guillotina la ración de vino con que diariamente se entretiene su sed. Los monstruos devoradores, los monstruos insaciables que han forjado las imaginaciones humanas desde el instante primero de su actividad se han fundido en una realización única, y esta realización única se llama guillotina. Y, sin embargo, en Francia, con toda su rica variedad de clima y de suelo, no hay una brizna de hierba, una hoja, una raíz, un renuevo, susceptible de llegar a sazón y madurez bajo condiciones más favorables que aquellas que produjeron aquel horror. El día que martillos semejantes aplasten y machaquen a la humanidad, retorciéndola y borrando su forma, reaparecerá aquélla bajo las mismas formas violentas y contrahechas bajo las cuales reapareció entonces, el día que se siembre la semilla de la licencia rapaz y de la opresión, florecerán y sazonarán los mismos frutos que entonces florecieron y sazonaron.

Seis carretas ruedan chirriando a lo largo de las calles. ¡Transfórmalas en lo que antes fueron, tú, Tiempo, encantador poderoso, reintégralas a su forma y condición anterior, y las veremos trocadas en otras tantas carrozas soberbias de monarcas absolutos, en trenes de nobles feudales, en lujosas galas de deslumbradoras Jezabeles, en Sinagogas que han dejado de ser la Casa de Mi Padre para convertirse en cavernas de ladrones, en míseras chozas de millones de famélicos campesinos! No; el gran mago que majestuosamente trastorna el orden establecido por el Creador, jamás destruye sus transformaciones. «Si la voluntad de Dios te ha dado la forma que afectas, no intentes variarla; pero si la debes a pasajeras conjuras humanas, recobra la que recibiste del Altísimo,» dicen los magos a los seres encantados en los cuentos árabes.

Las ruedas sombrías de las carretas al dar vueltas sobre el empedrado semejan potente arado que abre un surco profundo entre el populacho que llena las calles, a uno y otro lado del que quedan cabezas humanas. Tan habituados están al horrendo espectáculo los vecinos de las casas, que en muchos balcones no se ve una sola cara, y es muy frecuente ver personas empleadas en alguna ocupación que no suspenden el movimiento de sus manos al paso de aquéllas, aunque sus ojos se vuelvan a las carretas para ver quiénes son los desgraciados que las ocupan.

Entre los que montan las fatídicas carretas, los hay que contemplan lo que les rodea con mirada impasible y los hay que concentran en ello un interés pasajero. Dan pruebas palpables unos de desesperación silenciosa haciendo el viaje postrero con las cabezas dobladas sobre el pecho, al paso que otros las llevan arrogantemente erguidas y dirigen a las turbas miradas de altivo desdén. Muchos meditan o procuran recoger sus pensamientos empeñados en vagar sin freno, y a ese fin cierran los ojos, mientras uno, uno solo, mísero ser de aspecto repugnante, parece tan enloquecido de terror, que canta y hasta intenta bailar. Las expresiones de los condenados varían hasta el infinito, pero ni uno solo despierta piedad en los diamantinos pechos del pueblo.

Rompen la marcha algunos jinetes de aspecto embrutecido a quienes los curiosos dirigen de vez en cuando preguntas. Sin duda éstas son siempre las mismas, pues a la contestación sigue invariablemente un movimiento de las turbas en dirección a la tercera carreta. Los jinetes de rostro embrutecido que cabalgan delante también señalan con frecuencia con la punta de sus sables a un hombre de los que la ocupan. El condenado en cuestión ha excitado la curiosidad general; todos desean saber quién es el hombre que, apoyada la espalda contra el respaldo de la tercera carreta, conversa con una muchachita sentada a su lado. No parece que le interese la escena ni que le importe nada de cuanto le rodea. En la calle de San Honorato gritan las turbas contra él; a los gritos contesta con una sonrisa y con movimientos enérgicos de cabeza que desordenan más sus largos cabellos, caídos sobre su cara, hasta la cual no puede llevar las manos, pues sus brazos están amarrados.

En lo alto de una escalinata de una iglesia espera el paso de la fúnebre comitiva el espía a quien Sydney Carton llamaba el mirlo del verdugo. Clava sus miradas en la primera carreta: no está allí. Mira con ansiedad a la segunda... Tampoco. Su rostro refleja el temor que comienza a invadirle, cuando, al escudriñar la tercera, sonríe complacido.

—¿Quién es Evrémonde?—pregunta un hombre colocado a su espalda.

—Aquel... el de la tercera carreta.

—¿El que habla con la chicuela?

—Sí.

—¡Muera Evrémonde!—vocifera inmediatamente el hombre en cuestión.—¡A la guillotina todos los aristócratas! ¡Muera Evrémonde!

—¡Calla.... calla...!—exclama con timidez el espía.

—¿Por qué he de callar?

—Porque va ya a pagar sus crímenes... Dentro de cinco minutos los habrá purgado... Déjale ahora en paz.

—¡Muera Evrémonde!—continúa gritando aquel bárbaro.

Evrémonde vuelve la cara hacia el que vocifera; ve al espía, le mira con atención, y prosigue impávido su camino.

Los relojes de la ciudad están para dar las tres, y el arado se desvía de la recta para llegar al sitio designado para las ejecuciones. Las líneas de cabezas humanas que flanqueaban hasta allí el surco abierto por el arado se agrupan en tropel rodeando a la guillotina que va a entrar en funciones. En primera fila, cómodamente instaladas en sillas, exactamente lo mismo que si estuvieran en el teatro, hay una porción de mujeres, que hacen calceta con verdadero ardor; entre ellas no era difícil ver a La Venganza, que parece inquieta y nerviosa.

—¡Teresa!—grita apelando a su registro más estridente.—¿Quién ha visto a Teresa... a Teresa Defarge?

—Es la primera vez que falta—contesta una de las trabajadoras.

—¡No... no faltará hoy tampoco...! ¡Teresa!—ruge La Venganza.

—Grita más—aconseja la mujer que habló antes.

¡Ah! Grita, Venganza, grita: ¡que por altos que tus gritos sean es difícil que te oiga! ¡Grita, Venganza, grita... no importa que acompañes tus gritos con maldiciones; que ni aquéllos ni éstas han de llegar a oídos de tu jefe! ¡Envía emisarios que la busquen por todas partes; que esos emisarios, aun cuando no puede negarse que han dado cima a empresas difíciles, es seguro que no han de ir a buscarla donde está! ¡Ha hecho un viaje demasiado largo!

—¡Mala suerte!—acalla La Venganza, pateando con furia—¡Y ya están aquí las carretas...! ¡Y Evrémonde será despachado sin que esté ella!

Mientras La Venganza llama a grito herido a Teresa Defarge, son descargadas las carretas. Los ministros de Santa Guillotina están vestidos y dispuestos a trabajar... Se oye un golpe, rueda una cabeza que inmediatamente alza en su mano uno de los ministros, y las mujeres, sin mirar apenas, continúan haciendo calceta, diciendo por todo comentario:

—Una.

La escena se repite varias veces, sin que las mujeres interrumpan su labor ni dejen de contar.

Sube al tablado fatal el supuesto Evrémonde, dando la mano a la desventurada niña, según la había ofrecido, a la que coloca de espaldas a la terrible cuchilla, que sube y baja sin interrupción.

—De no haber sido por ti, mi querido desconocido, no tendría yo la calma y resignación que tengo, pues soy una pobre niña y mi corazón es débil. Tampoco habría sabido elevar mis pensamientos hacia Aquél que murió por nosotros, a Aquél cuya misericordia es hoy mi única esperanza. Yo creo que son los Cielos los que te han enviado a mí en este día de prueba.

—Quizá seas tú el mensajero que los Cielos me han enviado a mí—replicó Carton.—Fija en mí tus ojos, niña querida, y no te acuerdes de nada más.

—Mientras tenga entre mis manos la tuya, estaré tranquila; y si al separarla para emprender el viaje, el golpe es rápido, tampoco temeré.

—El golpe será rápido; pierde cuidado.

Aunque se encontraban entre las demás víctimas, hablaban con tanta libertad como si hubiesen estado solos. Aquellos dos hijos de la Madre Universal, desconocidos hasta entonces el uno al otro, iban a hacer juntos el último viaje, a comparecer juntos ante el Creador, a reposar juntos en el Cielo.

—¡Valiente y generoso amigo!—exclamó la niña—¿Me permites que te haga una pregunta? Soy muy ignorante, y se trata de una cosa que me turba y mortifica... un poquito.

—Pregunta lo que quieras.

—Tengo una prima, mi único pariente, huérfana como yo, a quien quiero mucho. Tiene cinco años menos de edad que yo y vive en una casa de labor, por el Mediodía. La pobreza nos separó; ignora mi desgracia y yo no puedo escribirla... y, aunque pudiera... ¿qué iba a decirle? Mejor es así.

—Es verdad: mejor es así.

—Lo que he estado pensando mientras nos traían aquí, y lo que seguía pensando ahora, es lo siguiente: si en realidad la República ha de hacer la felicidad de los pobres, si gracias a ella padecen menos hambre y se alivian sus sufrimientos, mi prima puede vivir aún muchos años; hasta es posible que llegue a vieja.

—¿Y qué, mi querida hermanita?

—Si así es, ¿no te parece que se me hará muy larga la espera, allá en aquel mundo mejor en que confío ser misericordiosamente acogida contigo, en aquel mundo donde viviremos eternamente tú, ella y yo?

—No, hija mía, no; en aquel mundo mejor a que aludes, no existe el Tiempo ni tienen cabida los sufrimientos.

—¡Cuánto me consuelan tus palabras! ¡Soy yo tan ignorante! ¿He de besarte ya? ¿Llegó el momento?

—Sí, hija mía, sí.

La niña besa los labios de Sydney Carton y Sydney Carton besa los labios de la niña. No tiemblan sus manos al separarse. «Adiós». Rueda primero la cabeza de la niña... Las mujeres que hacen calceta cuentan VEINTIDÓS.

«Yo soy la Resurrección y la Vida; aquél que en Mí cree, aunque haya muerto, vivirá eternamente; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás.»

Desciende otra vez la cuchilla, y las mujeres cuentan; VEINTITRÉS.

Aquella noche, no se habla de otra cosa en la ciudad. Todos dicen que jamás vieron rostro humano que reflejase tanta calma, tanta serenidad de espíritu. Muchos añadían que su aspecto era sublime y que en sus ojos brillaba la luz profética.

Algún tiempo antes, una de las víctimas más notables de la guillotina, una mujer, había consignado por escrito, puesta sobre el tablado pavoroso, los pensamientos que la horrible máquina le inspiraba. Si Sydney Carton hubiese dado expresión sensible a los suyos, y éstos hubieran sido proféticos, habrían sido los siguientes:

«Veo a Barsad, a Cly, a Defarge, a La Venganza, a los Jurados, a los Jueces, a todos los nuevos opresores de la humanidad que se han alzado terribles para destruir a los antiguos, caer bajo la afilada cuchilla del instrumento justiciero. Veo que del fondo del negro abismo surge una ciudad hermosa y un pueblo instruído que, en sus luchas por la libertad verdadera, en sus triunfos y derrotas, expía, durante largos años, los horrores de la época actual y los de las épocas anteriores, y concluye por borrarlos.

»Veo las vidas de aquellos por quienes doy la mía, deslizándose tranquilas, prósperas y felices, en aquella Inglaterra que mis ojos no volverán a ver jamás. Veo a ella meciendo dulcemente en su regazo a un niño que lleva mi nombre. Veo a su padre doblegado bajo el peso de los años, pero prodigando hasta el último momento de su vida los auxilios de su ciencia a sus semejantes. Veo al buen anciano, que durante tantos años ha sido su amigo tierno y abnegado, enriqueciéndoles con todo cuanto posee y volando al mundo en que le espera la recompensa a que sus virtudes le hicieron acreedor.

»Veo que en sus corazones me han erigido un altar, y que este altar lo transmiten a sus descendientes, y que, muchas generaciones después, todos los descendientes de aquella familia querida rinden culto de gratitud sincera a la memoria del hombre que sacrificó su vida en aras de un afecto santo. La veo a ella, ya muy anciana, llorando por mí todos los aniversarios de mi muerte. La veo a ella y a su marido, durmiendo en la tierra el sueño último, y sé que, aun después de muertos, honran y enaltecen mi memoria.

»Veo al niño que ella mecía en su regazo y que lleva mi nombre hecho varón fuerte que se abre camino en el mundo dedicado a la carrera que fué mi carrera en otro tiempo, y se lo abre tan brillantemente, que los resplandores que ilustran su nombre ilustran también el mío. Veo borradas las manchas que empañaron el brillo de mi alma. Veo al ilustre abogado que lleva mi nombre, al que es el más justo de los jueces de la tierra, al que ha sabido conquistarse el respeto y la admiración de sus conciudadanos, ya viejo, muy viejo, teniendo sobre sus vacilantes rodillas a un niño de cabellos de oro, que también lleva mi nombre, y narrándole con voz balbuciente mi historia.

»Mil veces más hermoso es lo que hago ahora que lo que nunca hice.

»La santa dicha que ahora saborea mi alma no la hubiera encontrado jamás en la tierra.»

Fin

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