IV

La carta de su madre le había trastorna do, pero Raskolnikof no había vacilado un ins tante, ni siquiera durante la lectura, sobre el punto principal. Acerca de esta cuestión, ya había tornado una decisión irrevocable: «Ese matrimonio no se llevará a cabo mientras yo viva. ¡Al diablo ese señor Lujine!» «La cosa no puede estar más clara -pensaba, sonriendo con aire triunfal y malicio so, como si estuviese seguro de su éxito-. No, mamá; no, Dunia; no conseguiréis engañarme...

Y todavía se disculpan de haber decidido la cosa por su propia cuenta y sin pedirme conse jo. ¡Claro que no me lo han pedido! Creen que es demasiado tarde para romper el compromi so. Ya veremos si se puede romper o no. ¡Buen pretexto alegan! Piotr Petrovitch está siempre tan ocupado, que sólo puede casarse a toda velocidad, como un ferrocarril en marcha. No, Dunetchka, lo veo todo claro; sé muy bien qué cosas son esas que me tienes que decir, y tam bién lo que pensabas aquella noche en que ibas y venias por la habitación, y lo que confiaste, arrodillada ante la imagen que siempre ha es tado en el dormitorio de mamá: la de la Virgen de Kazán. La subida del Gólgota es dura, muy dura... Decís que el asunto está definitivamente concertado. Tú, Avdotia Romanovna, has de cidido casarte con un hombre de negocios, un hombre práctico que posee cierto capital (que ha amasado ya cierta fortuna: esto suena mejor e impone más respeto). Trabaja en dos depar tamentos del Estado y comparte las ideas de las nuevas generaciones (como dice mamá), y, según Dunetchka, parece un hombre bueno.

Este parece es lo mejor: Dunetchka se casa im pulsada por esta simple apariencia. ¡Magnifico, verdaderamente magnifico! »... Me gustaría saber por qué me habla mamá de las nuevas generaciones. ¿Lo habrá hecho sencillamente para caracterizar al perso naje o con la segunda intención de que me sea simpático el señor Lujine...? ¡Las muy astutas! Otra cosa que me gustaría aclarar es hasta qué punto han sido francas una con otra aquel día decisivo, aquella noche y después de aquella noche. ¿Hablarían claramente o comprenderían las dos, sin necesidad de decírselo, que tanto una como otra tenían una sola idea, un solo sentimiento y que las palabras eran inútiles? Me inclino por esta última hipótesis: es la que la carta deja entrever.

»A mamá le pareció un poco seco, y la pobre mujer, en su ingenuidad, se apresuró a decírselo a Dunia. Y Dunia, naturalmente, se enfadó y respondió con cierta brusquedad. Es lógico. ¿Cómo no perder la calma ante estas ingenuidades cuando la cosa está perfectamen te clara y ya no es posible retroceder? ¿Y por qué me dirá: quiere a Dunia, Rodia, porque ella te quiere a ti más que a su propia vida? ¿No será que la tortura secretamente el remordi miento por haber sacrificado su hija a su hijo? "Tú eres toda nuestra vida, toda nuestra espe ranza para el porvenir." ¡Oh mama...!» Su irritación crecía por momentos. Si se hubiera encontrado en aquel instante con el señor Lujine, estaba seguro de que lo habría matado.

«Cierto -prosiguió, cazando al vuelo los pensamientos que cruzaban su imaginación-, cierto que para conocer a un hombre es preciso observarlo largo tiempo y de cerca, pero el carácter del señor Lujine es fácil de descifrar.

Lo que más me ha gustado es el calificativo de hombre de negocios y eso de que parece bueno.

¡Vaya si lo es! ¡Encargarse de los gastos de transporte del equipaje, incluso el gran baúl...! ¡Qué generosidad! Y ellas, la prometida y la madre, se ponen de acuerdo con un mujik para trasladarse a la estación en una carreta cubierta (también yo he viajado así). Esto no tiene im portancia: total, de la casa a la estación sólo hay noventa verstas. Después se instalarán alegre mente en un vagón de tercera para recorrer un millar de verstas. Esto me parece muy natural, porque cada cual procede de acuerdo con los medios de que dispone. Pero usted, señor Luji ne, ¿qué piensa de todo esto? Ella es su prome tida, ¿no? Sin embargo, no se ha enterado usted de que la madre ha pedido un préstamo con la garantía de su pensión para atender a los gastos del viaje. Sin duda, usted ha considerado el asunto como un simple convenio comercial establecido a medias con otra persona y en el que, por lo tanto, cada socio debe aportar la parte que le corresponde. Ya lo dice el prover bio: "El pan y la sal, por partes iguales; los be neficios, cada uno los suyos. Pero usted sólo ha pensado en barrer hacia dentro: los billetes son bastante más caros que el transporte del equi paje, y es muy posible que usted no tenga que pagar nada por enviarlo. ¿Es que no ven ellas estas cosas o es que no quieren ver nada? ¡Y dicen que están contentas! ¡Cuando pienso que esto no es sino la flor del árbol y que el fruto ha de madurar todavía! Porque lo peor de todo no es la cicatería, la avaricia que demuestra la conducta de ese hombre, sino el carácter gene ral del asunto. Su proceder da una idea de lo que será el marido, una idea clara...

»¡Como si mama tuviera el dinero para arrojarlo por la ventana! ¿Con qué llegará a Petersburgo? Con tres rublos, o dos pequeños billetes, como los que mencionaba el otro día la vieja usurera... ¿Cómo cree que podrá vivir en Petersburgo? Pues es el caso que ha visto ya, por ciertos indicios, que le será imposible estar en casa de Dunia, ni siquiera los primeros días después de la boda. Ese hombre encantador habrá dejado escapar alguna palabrita que debe de haber abierto los ojos a mamá, a pesar de que ella se niegue a reconocerlo con todas sus fuerzas. Ella misma ha dicho que no quiere vivir con ellos. Pero ¿con qué cuenta? ¿Pretende acaso mantenerse con los ciento veinte rublos de la pensión, de los que hay que deducir el préstamo de Atanasio Ivanovitch? En nuestra pequeña ciudad desgasta la poca vista que le queda tejiendo prendas de lana y bordando puños, pero yo sé que esto no añade más de veinte rublos al año a los ciento veinte de la pensión; lo sé positivamente. Por lo tanto, y a pesar de todo, ellas fundan sus esperanzas en los sentimientos generosos del señor Lujine.

Creen que él mismo les ofrecerá su apoyo y les suplicará que lo acepten. ¡Sí, si...! Esto es muy propio de dos almas románticas y hermosas. Os presentan hasta el último momento un hombre con plumas de pavo real y no quieren ver más que el bien, nunca el mal, aunque esas plumas no sean sino el reverso de la medalla; no quie ren llamar a las cosas por su nombre por ade lantado; la sola idea de hacerlo les resulta inso portable. Rechazan la verdad con todas sus fuerzas hasta el momento en que el hombre por ellas idealizado les da un puñetazo en la cara.

Me gustaría saber si el señor Lujine está conde corado. Estoy seguro de que posee la cruz de Santa Ana y se adorna con ella en los banquetes ofrecidos por los hombres de empresa y los grandes comerciantes. También la lucirá en la boda, no me cabe duda... En fin, ¡que se vaya al diablo! »Esto tiene un pase en mamá, que es así, pero en Dunia es inexplicable. Te conozco bien, mi querida Dunetchka. Tenías casi veinte años cuando te vi por última vez, y sé perfectamente cómo es tu carácter. Mamá dice en su carta que Dunetchka posee tal entereza, que es capaz de soportarlo todo. Esto ya lo sabía yo: hace dos años y medio que sé que Dunetchka es capaz de soportarlo todo. El hecho de que haya podi do soportar al señor Svidrigailof y todas las complicaciones que este hombre le ha ocasio nado demuestra que, en efecto, es una mujer de gran entereza. Y ahora se imagina, lo mismo que mamá, que podrá soportar igualmente a ese señor Lujine que sustenta la teoría de la superioridad de las esposas tomadas en la mi seria y para las que el marido aparece como un bienhechor, cosa que expone (es un detalle que no hay que olvidar) en su primera entrevista.

Admitamos que las palabras se le han escapa do, a pesar de ser un hombre razonable (segu ramente no se le escaparon, ni mucho menos, aunque él lo dejara entrever así en las explica ciones que se apresuró a dar). Pero ¿qué se propone Dunia? Se ha dado cuenta de cómo es este hombre y sabe que habrá de compartir su vida con él, si se casa. Sin embargo, es una mu jer que viviría de pan duro y agua, antes que vender su alma y su libertad moral: no las sacri ficaría a las comodidades, no las cambiaría por todo el oro del mundo, y mucho menos, natu ralmente, por el señor Lujine. No, la Dunia que yo conozco es distinta a la de la carta, y estoy seguro de que no ha cambiado. En verdad, su vida era dura en casa de Svidrigailof; no es na da grato pasar la existencia entera sirviendo de institutriz por doscientos rublos al año; pero estoy convencido de que mi hermana preferiría trabajar con los negros de un hacendado o con los sirvientes letones de un alemán del Báltico, que envilecerse y perder la dignidad encade nando su vida por cuestiones de interés con un hombre al que no quiere y con el que no tiene nada en común. Aunque el señor Lujine estu viera hecho de oro puro y brillantes, Dunia no se avendría a ser su concubina legítima. ¿Por qué, pues, lo ha aceptado? »¿Qué misterio es éste? ¿Dónde está la clave del enigma? La cosa no puede estar más clara: ella no se vendería jamás por sí misma, por su bienestar, ni siquiera por librarse de la muerte. Pero lo hace por otro; se vende por un ser querido. He aquí explicado el misterio: se dispone a venderse por su madre y por su hermano... Cuando se llega a esto, incluso vio lentamos nuestras más puras convicciones. La persona pone en venta su libertad, su tranqui lidad, su conciencia. "Perezca yo con tal que mis seres queridos sean felices." Es más, nos elaboramos una casuística sutil y pronto nos convencemos a nosotros mismos de que nues tra conducta es inmejorable, de que era necesa ria, de que la excelencia del fin justifica nuestro proceder. Así somos. La cosa está clara como la luz.

»Es evidente que en este caso sólo se trata de Rodion Romanovitch Raskolni kof: él ocupa el primer plano. ¿Cómo propor cionarle la felicidad, permitirle continuar los estudios universitarios, asociarlo con un hom bre bien situado, asegurar su porvenir? An dando el tiempo, tal vez llegue a ser un hombre rico, respetado, cubierto de honores, e incluso puede terminar su vida en plena celebridad...

¿Qué dice la madre? ¿Qué ha de decir? Se trata de Rodia, del incomparable Rodia, del pri mogénito. ¿Cómo no ha de sacrificar al hijo mayor la hija, aunque esta hija sea una Dunia? ¡Oh adorados e injustos seres! Aceptarían sin duda incluso la suerte de Sonetchka, Sonetchka Marmeladova, la eterna Sonetchka, que durará tanto como el mundo. Pero ¿habéis medido bien la magnitud del sacrificio? ¿Sabéis lo que significa? ¿No es demasiado duro para voso tras? ¿Es útil? ¿Es razonable? Has de saber, Dunetchka, que la suerte de Sonia no es más terrible que la vida al lado del señor Lujine.

Mamá ha dicho que no es éste un matrimonio de amor. ¿Y qué ocurrirá si, además de no haber amor, tampoco hay estimación, pues, por el contrario, ya existe la antipatía, el horror, el desprecio? ¿Qué me dices a esto...? Habrá que conservar la "limpieza". Sí, eso es. ¿Comprend éis lo que esta limpieza significa? ¿Sabéis que para Lujine esta limpieza no difiere en nada de la de Sonetchka? E incluso es peor, pues, bien mirado, en tu caso, Dunetchka, hay cierta espe ranza de comodidades, de cosas superfluas, cierta compensación, en fin, mientras que en el caso de Sonetchka se trata simplemente de no morirse de hambre. Esta "limpieza" cuesta cara, Dunetchka, muy cara. ¿Y qué sucederá si el sacrificio es superior a tus fuerzas, si te arre pientes de lo que has hecho? Entonces todo serán lágrimas derramadas en secreto, maldi ciones y una amargura infinita, porque, en fin de cuentas, tú no eres una Marfa Petrovna. ¿Y qué será de mamá entonces? Ten presente que ya se siente inquieta y atormentada. ¿Qué será cuando vea las cosas con toda claridad? ¿Y yo? ¿Qué será de mí? Porque, en realidad, no hab éis pensado en mí. ¿Por qué? Yo no quiero vuestro sacrificio, Dunetchka; no lo quiero, mamá. Esta boda no se llevará a cabo mientras yo viva. ¡No, no lo consentiré!» De pronto volvió a la realidad y se de tuvo.

«Dices que la boda no se celebrará, pero ¿qué harás para impedirla? Y ¿con qué derecho te opondrás? Tú les dedicarás toda tu vida, to do tu porvenir, pero cuando hayas terminado los estudios y estés situado. Ya sabemos lo que eso significa: no son más que castillos en el ai re... Ahora, inmediatamente, ¿qué harás? Pues es ahora cuando has de hacer algo, ¿no com prendes? ¿Y qué es lo que haces? Las arruinas, pues si te han podido mandar dinero ha sido porque una ha pedido un préstamo sobre su pensión y la otra un anticipo en sus honorarios.

¿Cómo las librarás de los Atanasio Ivanovitch y de los Svidrigailof, tú, futuro millonario de imaginación, Zeus de fantasía que te irrogas el derecho de disponer de su destino? En diez años, tu madre habrá tenido tiempo para per der la vista haciendo labores y llorando, y la salud a fuerza de privaciones. ¿Y qué me dices de tu hermana? ¡Vamos, trata de imaginarte lo que será tu hermana dentro de diez años o en el transcurso de estos diez años! ¿Has compren dido?» Se torturaba haciéndose estas preguntas y, al mismo tiempo, experimentaba una especie de placer. No podían sorprenderle, porque no eran nuevas para él: eran viejas cuestiones fa miliares que ya le habían hecho sufrir cruel mente, tanto, que su corazón estaba hecho jiro nes. Hacía ya tiempo que había germinado en su alma esta angustia que le torturaba. Luego había ido creciendo, amasándose, desarrollán dose, y últimamente parecía haberse abierto como una flor y adoptado la forma de una es pantosa, fantástica y brutal interrogación que le atormentaba sin descanso y le exigía imperio samente una respuesta.

La carta de su madre había caído sobre él como un rayo. Era evidente que ya no había tiempo para lamentaciones ni penas estériles.

No era ocasión de ponerse a razonar sobre su impotencia, sino que debía obrar inmediata mente y con la mayor rapidez posible. Había que tomar una determinación, una cualquiera, costara lo que costase. Había que hacer esto o...

-¡Renunciar a la verdadera vida! -exclamó en una especie de delirio-. Aceptar el destino con resignación, aceptarlo tal como es y para siempre, ahogar todas las aspiraciones, abdicar definitivamente el derecho de obrar, de vivir, de amar...

«¿Comprende usted lo que significa no tener adónde ir?» Éstas habían sido las palabras pronunciadas por Marmeladof la víspera y de las que Raskolnikof se había acordado súbita mente, porque «todo hombre debe tener un lugar adonde ir».

De pronto se estremeció. Una idea que había cruzado su mente el día anterior acababa de acudir nuevamente a su cerebro. Pero no era la vuelta de este pensamiento lo que le había sacudido. Sabía que la idea tenía que volver, lo presentía, lo esperaba. No obstante, no era exactamente la misma que la de la víspera. La diferencia consistía en que la del día anterior, idéntica a la de todo el mes último, no era más que un sueño, mientras que ahora... ahora se le presentaba bajo una forma nueva, amenazado ra, misteriosa. Se daba perfecta cuenta de ello.

Sintió como un golpe en la cabeza; una nube se extendió ante sus ojos.

Dirigió una rápida mirada en torno de él como si buscase algo. Experimentaba la nece sidad de sentarse. Su vista erraba en busca de un banco. Estaba en aquel momento en el bule var K.. , y el banco se ofreció a sus ojos, a unos cien pasos de distancia. Aceleró el paso cuanto le fue posible, pero por el camino le ocurrió una pequeña aventura que absorbió su atención durante unos minutos. Estaba mirando el banco desde lejos, cuando advirtió que a unos veinte pasos delante de él había una mujer a la que empezó por no prestar más atención que a to das las demás cosas que había visto hasta aquel momento en su camino. ¡Cuántas veces entraba en su casa sin acordarse ni siquiera de las calles que había recorrido! Incluso se había acostum brado a ir por la calle sin ver nada. Pero en aquella mujer había algo extraño que sorprend ía desde el primer momento, y poco a poco se fue captando la atención de Raskolnikof. Al principio, esto ocurrió contra su voluntad e incluso le puso de mal humor, pero en seguida la impresión que le había dominado empezó a cobrar una fuerza creciente. De súbito le aco metió el deseo de descubrir lo que hacia tan extraña a aquella mujer.

Desde luego, a juzgar por las aparien cias, debía de ser una muchacha, una adoles cente. Iba con la cabeza descubierta, sin sombri lla, a pesar del fuerte sol, y sin guantes, y ba lanceaba grotescamente los brazos al andar.

Llevaba un ligero vestido de seda, mal ajustado al cuerpo, abrochado a medias y con un des garrón en lo alto de la falda, en el talle. Un jirón de tela ondulaba a su espalda. Llevaba sobre los hombros una pañoleta y avanzaba con paso inseguro y vacilante.

Este encuentro acabó por despertar en teramente la atención de Raskolnikof. Alcanzó a la muchacha cuando llegaron al banco, donde ella, más que sentarse, se dejó caer y, echando la cabeza hacia atrás, cerró los ojos como si es tuviera rendida de fatiga. Al observarla de cer ca, advirtió que su estado obedecía a un exceso de alcohol. Esto era tan extraño, que Raskolni kof se preguntó en el primer momento si no se habría equivocado. Estaba viendo una carita casi infantil, de unos dieciséis años, tal vez quince, una carita orlada de cabellos rubios, bonita, pero algo hinchada y congestionada. La chiquilla parecía estar por completo inconscien te; había cruzado las piernas, adoptando una actitud desvergonzada, y todo parecía indicar que no se daba cuenta de que estaba en la calle.

Raskolnikof no se sentó, pero tampoco quería marcharse. Permanecía de pie ante ella, indeciso.

Aquel bulevar, poco frecuentado siem pre, estaba completamente desierto a aquella hora: alrededor de la una de la tarde. Sin em bargo, a unos cuantos pasos de allí, en el borde de la calzada, había un hombre que parecía sentir un vivo deseo de acercarse a la mucha cha, por un motivo a otro. Sin duda había visto también a la joven antes de que llegara al banco y la había seguido, pero Raskolnikof le había impedido llevar a cabo sus planes. Dirigía al joven miradas furiosas, aunque a hurtadillas, de modo que Raskolnikof no se dio cuenta, y esperaba con impaciencia el momento en que el desharrapado joven le dejara el campo libre.

Todo estaba perfectamente claro. Aquel señor era un hombre de unos treinta años, bien vestido, grueso y fuerte, de tez roja y boca pe queña y encarnada, coronada por un fino bigo te.

Al verle, Raskolnikof experimentó una violenta cólera. De súbito le acometió el deseo de insultar a aquel fatuo.

-Diga, Svidrigailof: ¿qué busca usted aquí? -exclamó cerrando los puños y con una sonrisa mordaz.

-¿Qué significa esto? -exclamó el inter pelado con arrogancia, frunciendo las cejas y mientras su semblante adquiría una expresión de asombro y disgusto.

-¡Largo de aquí! Esto es lo que significa.

-¿Cómo te atreves, miserable...? Levantó su fusta. Raskolnikof se arrojó sobre él con los puños cerrados, sin pensar en que su adversario podía deshacerse sin dificul tad de dos hombres como él. Pero en este mo mento alguien le sujetó fuertemente por la es palda. Un agente de policía se interpuso entre los dos rivales.

-¡Calma, señores! No se admiten riñas en los lugares públicos.

Y preguntó a Raskolnikof, al reparar en su destrozado traje: -¿Qué le ocurre a usted? ¿Cómo se lla ma? Raskolnikof lo examinó atentamente. El policía tenía una noble cara de soldado y lucía mostachos y grandes patillas. Su mirada parec ía llena de inteligencia.

-Precisamente es usted el hombre que necesito -gritó el joven cogiéndole del brazo-.

Soy Raskolnikof, antiguo estudiante... Digo que lo necesito por usted -añadió dirigiéndose al otro- Venga, guardia; quiero que vea una cosa...

Y sin soltar el brazo del policía lo con dujo al banco.

-Venga... Mire... Está completamente embriagada. Hace un momento se paseaba por el bulevar. Sabe Dios lo que será, pero desde luego, no tiene aspecto de mujer alegre profe sional. Yo creo que la han hecho beber y se han aprovechado de su embriaguez para abusar de ella. ¿Comprende usted? Después la han dejado libre en este estado. Observe que sus ropas están desgarradas y mal puestas. No se ha ves tido ella misma, sino que la han vestido. Esto es obra de unas manos inexpertas, de unas manos de hombre; se ve claramente. Y ahora mire para ese lado. Ese señor con el que he estado a punto de llegar a las manos hace un momento es un desconocido para mí: es la primera vez que le veo. Él la ha visto como yo, hace unos instantes, en su camino, se ha dado cuenta de que estaba bebida, inconsciente, y ha sentido un vivo de seo de acercarse a ella y, aprovechándose de su estado, llevársela Dios sabe adónde. Estoy se guro de no equivocarme. No me equivoco, créame. He visto cómo la acechaba. Yo he des baratado sus planes, y ahora sólo espera que me vaya. Mire: se ha retirado un poco y, para disimular, está haciendo un cigarrillo. ¿Cómo podríamos librar de él a esta pobre chica y lle varla a su casa? Piense a ver si se le ocurre algo.

El agente comprendió al punto la situa ción y se puso a reflexionar. Los propósitos del grueso caballero saltaban a la vista; pero había que conocer los de la muchacha. El agente se inclinó sobre ella para examinar su rostro desde más cerca y experimentó una sincera compa sión.

-¡Qué pena! -exclamó, sacudiendo la ca beza-. Es una niña. Le han tendido un lazo, no cabe duda... Oiga, señorita, ¿dónde vive? La muchacha levantó sus pesados párpados, miró con una expresión de aturdi miento a los dos hombres a hizo un gesto como para rechazar sus preguntas.

-Oiga, guardia -dijo Raskolnikof, bus cando en sus bolsillos, de donde extrajo veinte kopeks-. Aquí tiene dinero. Tome un coche y llévela a su casa. ¡Si pudiéramos averiguar su dirección...! -Señorita -volvió a decir el agente, co giendo el dinero-: voy a parar un coche y la acompañaré a su casa. ¿Adónde hay que llevar la? ¿Dónde vive? -¡Dejadme en paz! ¡Qué pelmas! -exclamó la muchacha, repitiendo el gesto de rechazar a alguien.

-Es lamentable. ¡Qué vergüenza! -se do lió el agente, sacudiendo la cabeza nuevamente con un gesto de reproche, de piedad y de in dignación-. Ahí está la dificultad -añadió, diri giéndose a Raskolnikof y echándole por segun da vez una rápida mirada de arriba abajo. Sin duda le extrañaba que aquel joven andrajoso diera dinero-. ¿La ha encontrado usted lejos de aquí? -le preguntó.

-Ya le he dicho que ella iba delante de mí por el bulevar. Se tambaleaba y, apenas ha llegado al banco, se ha dejado caer.

-¡Qué cosas tan vergonzosas se ven hoy en este mundo, Señor! ¡Tan joven, y ya bebida! No cabe duda de que la han engañado. Mire: sus ropas están llenas de desgarrones. ¡Ah, cuánto vicio hay hoy por el mundo! A lo mejor es hija de casa noble venida a menos. Esto es muy corriente en nuestros tiempos. Parece una muchacha de buena familia.

De nuevo se inclinó sobre ella. Tal vez él mismo era padre de jóvenes bien educadas que habrían podido pasar por señoritas de buena familia y finos modales.

-Lo más importante -exclamó Raskolni kof, agitado-, lo más importante es no permitir que caiga en manos de ese malvado. La ultra jaría por segunda vez; sus pretensiones son claras como el agua. ¡Mírelo! El muy granuja no se va.

Hablaba en voz alta y señalaba al des conocido con el dedo. Éste lo oyó y pareció que iba a dejarse llevar de la cólera, pero se contuvo y se limitó a dirigirle una mirada desdeñosa.

Luego se alejó lentamente una docena de pasos y se detuvo de nuevo.

-No permitir que caiga en sus manos -repitió el agente, pensativo-. Desde luego, eso se podría conseguir. Pero tenemos que averi guar su dirección. De lo contrario... Oiga, seño rita. Dígame...

Se había inclinado de nuevo sobre ella.

De súbito, la muchacha abrió los ojos por com pleto, miró a los dos hombres atentamente y, como si la luz se hiciera repentinamente en su cerebro, se levantó del banco y emprendió a la inversa el camino por donde había venido.

-¡Los muy insolentes! -murmuró-. ¡No me los puedo quitar de encima! Y agitó de nuevo los brazos con el gesto del que quiere rechazar algo. Iba con paso rápido y todavía inseguro. El elegante descono cido continuó la persecución, pero por el otro lado de la calzada y sin perderla de vista.

-No se inquiete -dijo resueltamente el policía, ajustando su paso al de la muchacha-: ese hombre no la molestará. ¡Ah, cuánto vicio hay por el mundo! -repitió, y lanzó un suspiro.

En ese momento, Raskolnikof se sintió asaltado por un impulso incomprensible.

-¡Oiga! -gritó al noble bigotudo.

El policía se volvió.

-¡Déjela! ¿A usted qué? ¡Deje que se di vierta! -y señalaba al perseguidor-. ¿A usted qué? El agente no comprendía. Le miraba con los ojos muy abiertos.

Raskolnikof se echó a reír.

-¡Bah! -exclamó el agente mientras sa cudía la mano con ademán desdeñoso.

Y continuó la persecución del elegante señor y de la muchacha.

Sin duda había tomado a Raskolnikof por un loco o por algo peor.

Cuando el joven se vio solo se dijo, in dignado: «Se lleva mis veinte kopeks. Ahora hará que el otro le pague también y le dejará la mu chacha: así terminará la cosa. ¿Quién me ha mandado meterme a socorrerla? ¿Acaso esto es cosa mía? Sólo piensan en comerse vivos unos a otros. ¿A mí qué me importa? Tampoco sé cómo me he atrevido a dar esos veinte kopeks.

¡Como si fueran míos...!» A pesar de estas extrañas palabras, tenía el corazón oprimido. Se sentó en el banco abandonado. Sus pensamientos eran incoheren tes. Por otra parte, pensar, fuera en lo que fue re, era para él un martirio en aquel momento.

Hubiera deseado olvidarlo todo, dormirse, después despertar y empezar una nueva vida.

«¡Pobre muchacha! -se dijo mirando el pico del banco donde había estado sentada-.

Cuando vuelva en sí, llorará y su madre se en terará de todo. Primero, su madre le pegará, después la azotará cruelmente, como a un ser vil, y acto seguido, a lo mejor, la echará a la calle. Aunque no la eche, una Daría Frantzevna cualquiera acabará por olfatear la presa, y ya tenemos a la pobre muchacha rodando de un lado a otro... Después el hospital (así ocurre siempre a las que tienen madres honestas y se ven obligadas a hacer las cosas discretamente), y después... después... otra vez al hospital. Dos o tres años de esta vida, y ya es un ser acabado; sí, a los dieciocho o diecinueve años, ya es una mujer agotada... ¡Cuántas he visto así! ¡Cuántas han llegado a eso! Sí, todas empiezan como ésta... Pero ¡qué me importa a mí! Un tanto por ciento al año ha de terminar así y desaparecer.

Dios sabe dónde..., en el infierno, sin duda, para garantizar la tranquilidad de los demás...

¡Un tanto por ciento! ¡Qué expresiones tan fi nas, tan tranquilizadoras, tan técnicas, emplea la gente...! Un tanto por ciento; no hay, pues, razón, para inquietarse... Si se dijera de otro modo, la cosa cambiaria..., la preocupación ser ía mayor...

»¿Y si Dunetchka se viera englobada en este tanto por ciento, si no el año que corre, el que viene? »Pero, a todo esto, ¿adónde voy?-pensó de súbito-. ¡Qué raro! Yo he salido de casa para ir a alguna parte; apenas he terminado de leer, he salido para... ¡Ahora me acuerdo: iba a Vasi lievski Ostrof, a casa de Rasumikhine! Pero ¿para qué? ¿A santo de qué se me ha ocurrido ir a ver a Rasumikhine? ¡Qué cosa tan extraor dinaria!» Ni él mismo comprendía sus actos. Ra sumikhine era uno de sus antiguos compañeros de universidad. Hay que advertir que Raskol nikof, cuando estudiaba, vivía aparte de los demás alumnos, aislado, sin ir a casa de ningu no de ellos ni admitir sus visitas. Sus compañe ros le habían vuelto pronto la espalda. No to maba parte en las reuniones, en las polémicas ni en las diversiones de sus condiscípulos. Es tudiaba con un ahínco, con un ardor que le hab ía atraído la admiración de todos, pero ninguno le tenía afecto. Era pobre en extremo, orgulloso, altivo, y vivía encerrado en si mismo como si guardara un secreto. Algunos de sus compañe ros juzgaban que los consideraba como niños a los que superaba en cultura y conocimientos y cuyas ideas e intereses eran muy inferiores a los suyos.

Sin embargo, había hecho amistad con Rasumikhine. Por lo menos, se mostraba con él más comunicativo, más franco que con los de más. Y es que era imposible comportarse con Rasumikhine de otro modo. Era un muchacho alegre, expansivo y de una bondad que rayaba en el candor. Pero este candor no excluía los sentimientos profundos ni la perfecta dignidad.

Sus amigos lo sabían, y por eso lo estimaban todos. Estaba muy lejos de ser torpe, aunque a veces se mostraba demasiado ingenuo. Tenía una cara expresiva; era alto y delgado, de cabe llo negro, e iba siempre mal afeitado. Hacía sus calaveradas cuando se presentaba la ocasión, y se le tenía por un hércules. Una noche que re corría las calles en compañía de sus camaradas había derribado de un solo puñetazo a un gen darme que media como mínimo uno noventa de estatura. Del mismo modo que podía beber sin tasa, era capaz de observar la sobriedad más estricta. Unas veces cometía locuras imperdo nables; otras mostraba una prudencia ejemplar.

Rasumikhine tenía otra característica notable: ninguna contrariedad le turbaba; ningún revés le abatía. Podría haber vivido sobre un tejado, soportar el hambre más atroz y los fríos más crueles. Era extremadamente po bre, tenía que vivir de sus propios recursos y nunca le faltaba un medio a otro de ganarse la vida. Conocía infinidad de lugares donde pro curarse dinero..., trabajando, naturalmente.

Se le había visto pasar todo un invierno sin fuego, y él decía que esto era agradable, ya que se duerme mejor cuando se tiene frió. Hab ía tenido también que dejar la universidad por falta de recursos, pero confiaba en poder rea nudar sus estudios muy pronto, y procuraba por todos los medios mejorar su situación pe cuniaria.

Hacía cuatro meses que Raskolnikof no había ido a casa de Rasumikhine. Y Rasumi khine ni siquiera conocía la dirección de su amigo. Un día, hacía unos dos meses, se habían encontrado en la calle, pero Raskolnikof se hab ía desviado e incluso había pasado a la otra acera. Rasumikhine, aunque había reconocido perfectamente a su amigo, había fingido no verle, a fin de no avergonzarle.

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