No es fácil explicar cómo había nacido en el trastornado cerebro de Catalina Ivanovna la idea insensata de aquella comida. En ella había invertido la mitad del dinero que le había entregado Raskolnikof para el entierro de Marmeladof. Tal vez se creía obligada a honrar convenientemente la memoria del difunto, a fin de demostrar a todos los inquilinos, y sobre todo a Amalia Ivanovna, que él valía tanto co mo ellos, si no más, y que ninguno tenía dere cho a adoptar un aire de superioridad al com pararse con él. Acaso aquel proceder obedecía a ese orgullo que en determinadas circunstancias, y especialmente en las ceremonias públicas ineludibles para todas las clases sociales, im pulsa a los pobres a realizar un supremo es fuerzo y sacrificar sus últimos recursos sola mente para hacer las cosas tan bien como los demás y no dar pábulo a comadreos.
También podía ser que Catalina Iva novna, en aquellos momentos en que su sole dad y su infortunio eran mayores, experimen tara el deseo de demostrar a aquella «pobre gente» que ella, como hija de un coronel y per sona educada en una noble y aristocrática man sión, no sólo sabía vivir y recibir, sino que no había nacido para barrer ni para lavar por las noches la ropa de sus hijos. Estos arrebatos de orgullo y vanidad se apoderan a veces de las más míseras criaturas y cobran la forma de una necesidad furiosa e irresistible. Por otra parte, Catalina Ivanovna no era de esas personas que se aturden ante la desgracia. Los reveses de fortuna podían abrumarla, pero no abatir su moral ni anular su voluntad.
Tampoco hay que olvidar que Sonetch ka afirmaba, y no sin razón, que no estaba del todo cuerda. Esto no era cosa probada, pero últimamente, en el curso de todo un año, su pobre cabeza había tenido que soportar prue bas especialmente rudas. En fin, también hay que tener en cuenta que, según los médicos, la tisis, en los períodos avanzados de su evolu ción, perturba las facultades mentales.
Las botellas no eran numerosas ni va riadas. No se veía en la mesa vino de Madera: Lujine había exagerado. Había, verdad es, otros vinos, vodka, ron, oporto, todo de la peor cali dad, pero en cantidad suficiente. El menú, pre parado en la cocina de Amalia Ivanovna, se componía, además del kutia ritual, de tres o cuatro platos, entre los que no faltaban los po pulares crêpes.
Además, se habían preparado dos sa movares para los invitados que quisieran tomar té o ponche después de la comida.
Catalina Ivanovna se había encargado personalmente de las compras ayudada por un inquilino de la casa, un polaco famélico que habitaba, sólo Dios sabía por qué, en el depar tamento de la señora Lipevechsel y que desde el primer momento se había puesto a disposi ción de la viuda. Desde el día anterior había demostrado un celo extraordinario. A cada momento y por la cuestión más insignificante iba a ponerse a las órdenes de Catalina Ivanov na, y la perseguía hasta los Gostiny Dvor, llamándola pani comandanta. De aquí que, después de haber declarado que no habría sa bido qué hacer sin este hombre, Catalina Iva novna acabara por no poder soportarlo. Esto le ocurría con frecuencia: se entusiasmaba ante el primero que se presentaba a ella, lo adornaba con todas las cualidades imaginables, le atribu ía mil méritos inexistentes, pero en los que ella creía de todo corazón, para sentirse de pronto desencantada y rechazar con palabras insultan tes al mismo ante el cual se había inclinado horas antes con la más viva admiración. Era de natural alegre y bondadoso, pero sus desventu ras y la mala suerte que la perseguía le hacían desear tan furiosamente la paz y el bienestar, que el menor tropiezo la ponía fuera de sí, y entonces, a las esperanzas más brillantes y fantásticas sucedían las maldiciones, y desga rraba y destruía todo cuanto caía en sus manos, y terminaba por dar cabezadas en las paredes.
Amalia Feodorovna adquirió una súbita y extraordinaria importancia a los ojos de Cata lina Ivanovna y el puesto que ocupaba en su estimación se amplió considerablemente, tal vez por el solo motivo de haberse entregado en alma y vida a la organización de la comida de funerales. Se había encargado de poner la mesa, proporcionando la mantelería, la vajilla y todo lo demás, amén de preparar los platos en su propia cocina.
Catalina Ivanovna le había delegado sus poderes cuando tuvo que ir al cementerio, y Amalia Feodorovna se había mostrado digna de esta confianza. La mesa estaba sin duda bas tante bien puesta. Cierto que los platos, los va sos, los cuchillos, los tenedores no hacían juego, porque procedían de aquí y de allá; pero a la hora señalada todo estaba a punto, y Amalia Feodorovna, consciente de haber desempeñado sus funciones a la perfección, se pavoneaba con un vestido negro y un gorro adornado con fla mantes cintas de luto. Y así ataviada recibía a los invitados con una mezcla de satisfacción y orgullo.
Este orgullo, aunque legítimo, contrarió a Catalina Ivanovna, que pensó: « ¡Cualquiera diría que nosotros no habríamos podido poner la mesa sin su ayuda! » El gorro adornado con cintas nuevas le chocó también. «Esta estúpida alemana estará diciéndose que, por caridad, ha venido en socorro nuestro, pobres inquilinos.
¡Por caridad! ¡Habráse visto! » En casa del pa dre de Catalina Ivanovna, que era coronel y casi gobernador, se reunían a veces cuarenta personas en la mesa, y aquella Amalia Feodo rovna, mejor dicho, Ludwigovna, no habría podido figurar entre ellas de ningún modo.
Catalina Ivanovna decidió no manifes tar sus sentimientos en seguida, pero se prome tió parar los pies aquel mismo día a aquella impertinente que sabe Dios lo que se habría creído. Por el momento se limitó a mostrarse fría con ella.
Otra circunstancia contribuyó a irritar a Catalina Ivanovna. Excepto el polaco, ningún inquilino había ido al cementerio. Pero en el momento de sentarse a la mesa acudió la gente más mísera e insignificante de la casa. Algunos incluso se presentaron vestidos de cualquier modo. En cambio, las personas un poco distin guidas parecían haberse puesto de acuerdo para no presentarse, empezando por Lujine, el más respetable de todos.
El mismo día anterior, por la noche, Ca talina Ivanovna había explicado a todo el mun do, es decir, a Amalia Feodorovna, a Poletchka, a Sonia y al polaco, que Piotr Petrovitch era un hombre noble y magnánimo, y además rico y superiormente relacionado, que había sido amigo de su primer esposo y había frecuentado la casa de su padre. Y afirmó que le había pro metido dar los pasos necesarios para que le asignaran una importante pensión. A propósito de esto hay que decir que cuando Catalina Iva novna se hacía lenguas de la fortuna o las rela ciones de alguien y se envanecía de ello, no lo hacía por interés personal, sino simplemente para realzar el prestigio de la persona que era objeto de sus alabanzas.
Como Lujine, y seguramente por seguir su ejemplo, faltaba aquel tunante de Lebeziat nikof. ¿Qué idea se habría forjado de sí mismo aquel hombre? Ella le había invitado solamente porque compartía la habitación de Piotr Petro vitch y habría sido un desaire no hacerlo. Tam poco habían acudido una gran señora y su hija, no ya demasiado joven, que vivían desde hacía sólo dos semanas en casa de la señora Lipe vechsel, pero que habían tenido tiempo para quejarse más de una vez de los ruidos y los gritos procedentes de la habitación de los Marmeladof, sobre todo cuando el difunto lle gaba bebido. Como es de suponer, Catalina Ivanovna había sido informada inmediatamen te de ello por Amalia Ivanovna en persona, que, en el calor de sus disputas, había llegado a amenazarla con echarla a la calle con toda su familia por turbar -así lo decía a voz en grito- el reposo de unos inquilinos tan honorables que los Marmeladof no eran dignos ni siquiera de atarles los cordones de los zapatos.
Catalina Ivanovna había tenido especial interés en invitar a aquellas dos damas «a las que ni siquiera merecía atar los cordones de los zapatos», sobre todo porque le habían vuelto la cabeza desdeñosamente cada vez que se habían encontrado con ella. Catalina Ivanovna se decía que su invitación era un modo de demostrarles que era superior a ellas en sentimientos y que sabía perdonar las malas acciones. Por otra par te, las invitadas tendrían ocasión de convencer se de que ella no había nacido para vivir como vivía. Catalina Ivanovna tenía la intención de explicarles todo esto en la mesa, hablándoles también de las funciones de gobernador des empeñadas en otros tiempos por su padre. Y entonces, de paso, les diría que no había motivo para que le volviesen la cabeza cuando se cru zaban con ella y que tal proceder era sencilla mente ridículo.
También faltaba un grueso teniente co ronel (en realidad no era más que un capitán retirado), pero se supo que estaba enfermo y obligado a guardar cama desde el día anterior.
En fin, que sólo asistieron, además del polaco, un miserable empleadillo, de aspecto horrible, vestido con ropas grasientas, que des pedía un olor nauseabundo y, por añadidura, era mudo como un poste; un viejecillo sordo y casi ciego que había sido empleado de correos y cuya pensión en casa de Amalia Ivanovna corr ía a cargo, desde tiempo inmemorial y sin que nadie supiera por qué, de un desconocido; un teniente retirado, o, mejor dicho, empleado de intendencia...
Este último entró del modo más inco rrecto, lanzando grandes carcajadas. ¡Y sin cha leco! Apareció otro invitado, que fue a sen tarse a la mesa directamente, sin ni siquiera saludar a Catalina Ivanovna. Y, finalmente, se presentó un individuo en bata. Esto era dema siado, y Amalia Ivanovna lo hizo salir con ayu da del polaco. Éste había traído a dos compa triotas que nadie de la casa conocía, porque jamás habían vivido en ella.
Todo esto irritó profundamente a Cata lina Ivanovna, que juzgó que no valía la pena haber hecho tantos preparativos. Por temor a que faltara espacio, había dispuesto los cubier tos de los niños no en la mesa común, que ocu paba casi toda la habitación, sino en un rincón sobre un baúl. Los dos más pequeños estaban sentados en una banqueta, y Poletchka, como niña mayor, había de cuidar de ellos, hacerles comer, sonarlos, etc.
Dadas las circunstancias, Catalina Iva novna se creyó obligada a recibir a sus invita dos con la mayor dignidad e incluso con cierta altanería. Les dirigió, especialmente a algunos, una mirada severa y los invitó desdeñosamente a sentarse a la mesa. Achacando, sin que supie ra por qué, a Amalia Ivanovna la culpa de la ausencia de los demás invitados, empezó de pronto a tratarla con tanta descortesía, que la patrona no tardó en advertirlo y se sintió pro fundamente ofendida.
La comida comenzó bajo los peores auspicios. Al fin todo el mundo se sentó a la mesa. Raskolnikof había aparecido en el mo mento en que regresaban los que habían ido al cementerio. Catalina Ivanovna se mostró en cantada de verle, en primer lugar porque, entre todos los presentes, él era la única persona cul ta (lo presentó a sus invitados diciendo que dos años después sería profesor de la universidad de Petersburgo), y en segundo lugar, porque se había excusado inmediatamente y en los térmi nos más respetuosos de no haber podido asistir al entierro, pese a sus grandes deseos de no faltar.
Catalina Ivanovna se arrojó sobre él y lo sentó a su izquierda, ya que Amalia Ivanovna se había sentado a su derecha, e inmediatamen te empezó a hablar con él en voz baja, a pesar del bullicio que había en la habitación y de sus preocupaciones de dueña de casa que quería ver bien servido a todo el mundo, y, además, pese a la tos que le desgarraba el pecho. Catali na Ivanovna confió a Raskolnikof su justa in dignación ante el fracaso de la comida, indig nación cortada a cada momento por las más incontenibles y mordaces burlas contra los invi tados y especialmente contra la patrona.
-La culpable de todo es esa detestable lechuza, de ella y sólo de ella. Ya sabe usted de quién hablo.
Catalina Ivanovna le indicó a la patrona con un movimiento de cabeza y continuó: -Mírela. Se da cuenta de que estamos hablando de ella, pero no puede oír lo que de cimos: por eso abre tanto los ojos. ¡La muy le chuza! ¡Ja, ja, ja! -Un golpe de tos y continuó-: ¿Qué perseguirá con la exhibición de ese gorro? -Tosió de nuevo-. ¿Ha observado usted que pretende hacer creer a todo el mundo que me protege y me hace un honor asistiendo a esta comida? Yo le rogué que invitara a personas respetables, tan respetables como lo soy yo misma, y que diera preferencia a los que conoc ían al difunto. Y ya ve usted a quién ha invita do: a una serie de patanes y puercos. Mire ese de la cara sucia. Es una porquería viviente... Y a esos polacos nadie los ha visto nunca aquí. Yo no tengo la menor idea de quiénes son ni de dónde han salido... ¿Para qué demonio habrán venido? Mire qué quietecitos están... ¡Eh, pane! -gritó de pronto a uno de ellos-. ¿Ha comido usted crêpes? ¡Coma más! ¡Y beba cerveza! ¿Quiere vodka...? Fíjese: se levanta y saluda.
Mire, mire... Deben de estar hambrientos los pobres diablos. ¡Que coman! Por lo menos, no arman bulla... Pero temo por los cubiertos de la patrona, que son de plata... Oiga, Amalia Iva novna -dijo en voz bastante alta, dirigiéndose a la señora Lipevechsel-, sepa usted que si se di era el caso de que desaparecieran sus cubiertos, yo me lavaría las manos. Se lo advierto.
Y se echó a reír a carcajadas, mirando a Raskolnikof e indicando a la patrona con mo vimientos de cabeza. Parecía muy satisfecha de su ocurrencia.
-No se ha enterado, todavía no se ha en terado. Ahí está con la boca abierta. Mírela: parece una lechuza, una verdadera lechuza adornada con cintas nuevas... ¡Ja, ja, ja! Esta risa terminó en un nuevo y terrible acceso de tos que duró varios minutos. Su pa ñuelo se manchó de sangre y el sudor cubrió su frente. Mostró en silencio la sangre a Raskolni kof, y cuando hubo recobrado el aliento, em pezó a hablar nuevamente con gran animación, mientras rojas manchas aparecían en sus pómu los.
-óigame, yo le confié la misión delicadí sima, sí, verdaderamente delicada, de invitar a esa señora y a su hija... Ya sabe usted a quién me refiero... Había que proceder con sumo tac to. Pues bien, ella cumplió el encargo de tal modo, que esa estúpida extranjera, esa orgullo sa criatura, esa mísera provinciana, que, en su calidad de viuda de un mayor, ha venido a so licitar una pensión y se pasa el día dando la lata por los despachos oficiales, con un dedo de pintura en cada mejilla, ¡a los cincuenta y cinco años.. !; esa cursi, no sólo no se ha dignado aceptar mi invitación, sino que ni siquiera ha juzgado necesario excusarse, como exige la más elemental educación. Tampoco comprendo por qué ha faltado Piotr Petrovitch... Pero ¿qué le habrá pasado a Sonia? ¿Dónde estará...? ¡Ah, ya viene...! ¿Qué te ha ocurrido, Sonia? ¿Dónde te has metido? Debiste arreglar las cosas de modo que pudieras acudir puntualmente a los funera les de tu padre... Rodion Romanovitch, hágale sitio a su lado.. Siéntate, Sonia, y coge lo que quieras. Te recomiendo esta carne en gelatina.
En seguida traerán los crêpes... ¿Ya están servi dos los niños? ¿No te hace falta nada, Poletch ka...? Pórtate bien, Lena; y tú, Kolia, no muevas las piernas de ese modo. Compórtate como un niño de buena familia... ¿Qué hay, Sonetchka? Sonia se apresuró a transmitirle las ex cusas de Piotr Petrovitch, levantando la voz cuanto pudo, a fin de que todos la oyeran, y exagerando las expresiones de respeto de Luji ne. Añadió que Piotr Petrovitch le había dado el encargo de decirle que vendría a verla tan pronto como le fuera posible para hablar de negocios, ponerse de acuerdo sobre los pasos que había de dar, etc.
Sonia sabía que estas palabras tranquili zarían a Catalina Ivanovna y, sobre todo, que serían un bálsamo para su amor propio. Se hab ía sentado al lado de Raskolnikof y le había dirigido una mirada rápida y curiosa; pero du rante el resto de la comida evitó mirarle y hablarle.
Al mismo tiempo que distraída, parecía estar atenta a descubrir el menor deseo en el semblante de su madrastra. Ninguna de las dos iba de luto, por no tener vestido negro. Sonia llevaba un trajecito pardo, y Catalina Ivanovna un vestido de indiana oscuro, a rayas, que era el único que tenía.
Las excusas de Piotr Petrovitch produje ron excelente impresión. Después de haber es cuchado las palabras de Sonia con grave sem blante, Catalina Ivanovna se informó con la misma dignidad de la salud de Piotr Petrovitch.
En seguida dijo a Raskolnikof, casi en voz alta, que habría sido verdaderamente chocante ver un hombre tan serio y respetable como Lujine en aquella extraña sociedad, y que se com prendía que no hubiera acudido, a pesar de los lazos de amistad que le unían a su familia.
-He aquí por qué le agradezco espe cialmente, Rodion Romanovitch, que no haya despreciado mi hospitalidad, aunque usted está en condiciones parecidas -añadió en voz lo bas tante alta para que todos la oyeran-. Estoy se gura de que sólo la gran amistad que le unía a mi pobre esposo ha podido inducirle a mante ner su palabra.
Acto seguido recorrió las caras de todos los invitados con una mirada ceñuda, y de pronto, de un extremo a otro de la mesa, pre guntó al viejo sordo si no quería más asado y si había bebido oporto. El viejecito no contestó y tardó un buen rato en comprender lo que le preguntaban, aunque sus vecinos habían em pezado a zarandearlo para reírse a su costa. Él no hacía más que mirar confuso en todas direc ciones, lo que llevaba al colmo la alegría gene ral.
-¡Qué estúpido! -exclamó Catalina Iva novna, dirigiéndose a Raskolnikof-. ¡Fíjese! ¿Por qué le habrán traído? En cuanto a Piotr Petrovitch, siempre he estado segura de él, y en verdad puede decirse -ahora se dirigía a Ama lia Ivanovna y con un gesto tan severo que la patrona se sintió intimidada- que no se parece en nada a sus quisquillosas provincianas. Mi padre no las habría querido ni para cocineras, y si mi difunto esposo les hubiera hecho el honor de recibirlas, habría sido tan sólo por su excesi va bondad.
-¡Y cómo le gustaba beber! -exclamó de pronto el antiguo empleado de intendencia mientras vaciaba su décima copa de vodka-.
¡Tenía verdadera debilidad por la bebida! Catalina Ivanovna se revolvió al oír es tas palabras.
-Mi difunto marido tenía ciertamente ese defecto, nadie lo ignora, pero era un hom bre de gran corazón que amaba y respetaba a su familia. Su desgracia fue que, llevado de su bondad excesiva, alternaba con todo el mundo, y sólo Dios sabe los desarrapados con que se reuniría para beber. Los individuos con que trataba valían menos que su dedo meñique.
Figúrese usted, Rodion Romanovitch, que en contraron en su bolsillo un gallito de mazapán.
Ni siquiera cuando estaba embriagado olvidaba a sus hijos.
-¿Un gaaallito? -exclamó el ex empleado de intendencia-. ¿Ha dicho usted un ga... galli to? Catalina Ivanovna no se dignó contes tar. Estaba pensativa. De pronto lanzó un sus piro.
Luego dijo, dirigiéndose a Raskolnikof: -Usted creerá, sin duda, como cree todo el mundo, que yo era demasiado severa con él.
Pues no. Él me respetaba, me respetaba pro fundamente. Tenía un hermoso corazón y yo le compadecía a veces. Cuando, sentado en su rincón, levantaba los ojos hacia mí, yo me con movía de tal modo, que sentía la tentación de mostrarme cariñosa con él. Pero me retenía la idea de que inmediatamente empezaría a beber de nuevo. Tenía que ser rigurosa, pues éste era el único modo de frenarlo.
-Sí -dijo el de intendencia, apurando una nueva copa de vodka-, había que tirarle de los pelos. Y muchas veces.
-Hay imbéciles -replicó vivamente Cata lina Ivanovna -a los que no sólo habría que tirar del pelo, sino también que echarlos a la calle a escobazos..., y no me refiero al difunto preci samente.
Sus mejillas enrojecían cada vez más, la ahogaba la rabia y parecía a punto de estallar.
Algunos invitados reían disimuladamente: al parecer, les divertía la escena. No faltaban los que incitaban al de intendencia, hablándole en voz baja: eran los eternos cizañeros.
-Per...mí...tame preguntarle a... quién se re...fiere usted -dijo el ex empleado-. Pero no..., no vale la pena... La cosa no tiene importancia...
Una viuda... Una pobre viuda... La per... per dono... No se hable más del asunto.
Y se bebió otra copa de vodka.
Raskolnikof escuchaba todo esto en si lencio y con una expresión de disgusto. Sólo comía por no desairar a Catalina Ivanovna, limitándose a mordisquear los manjares con que ella le llenaba continuamente el plato. Toda su atención estaba concentrada en Sonia. Ésta temblaba, dominada por una inquietud crecien te, pues presentía que la comida terminaría mal, y seguía con la vista, aterrada, los progre sos de la exasperación de Catalina Ivanovna.
Sabía muy bien que ella misma, Sonia, había sido la causa principal del insultante desaire con que las dos damas habían respondido a la invitación de su madrastra. Se había enterado por Amalia Ivanovna de que la madre incluso se había sentido ofendida y había preguntado a la patrona: «¿Cree usted que yo puedo sentar a mi hija junto a esa... señorita?» La joven sospe chaba que su madrastra estaba enterada de ello, en cuyo caso este insulto la mortificaría más que una afrenta dirigida contra ella misma, contra sus hijos y contra la memoria de su pa dre. En fin, que Catalina Ivanovna, ante el te rrible ultraje, no descansaría hasta haber dicho a aquellas provincianas que las dos eran unas..., etc., etc.
Para colmo de desdichas, uno de los in vitados que se sentaba en el otro extremo de la mesa envió a Sonia un plato donde se veían dos corazones traspasados por una flecha, modela dos con pan de centeno. Catalina Ivanovna, en un súbito arranque de cólera, manifestó a voz en grito que el autor de semejante broma era seguramente un asno borracho.
Amalia Ivanovna, presa también de los peores presentimientos acerca del desenlace de la comida y, por otra parte, herida profunda mente por la aspereza con que la trataba Cata lina Ivanovna, se propuso dar un giro a la aten ción general y, al mismo tiempo, hacerse valer a los ojos de todos los presentes. Para ello em pezó a contar de pronto que un amigo suyo, que era farmacéutico y se llamaba Karl, había tomado una noche un simón cuyo cochero hab ía intentado asesinarle.
-Y Karl le suplicó que no le matara, y se echó a llorar con las manos enlazadas. Tan ate rrado estaba, que él también sintió su corazón traspasado.
Aunque esta historia le hizo sonreír, Ca talina Ivanovna dijo que Amalia Ivanovna no debía contar anécdotas en ruso. La alemana se sintió profundamente ofendida y respondió que su Vater aus Berlin fue un hombre muy im portante que paseaba todo el día las manos por los bolsillos.
La burlona Catalina Ivanovna no pudo contenerse y lanzó tal carcajada, que Amalia Ivanovna acabó por perder la paciencia y hubo de hacer un gran esfuerzo para no saltar.
-¿Ha oído usted a esa vieja lechu za?-siguió diciendo en voz baja Catalina Iva novna a Raskolnikof-. Ha querido decir que su padre se paseaba con las manos en los bolsillos, y todo el mundo habrá creído que se estaba registrando los bolsillos a todas horas. ¡Ji, ji! ¿Ha observado usted, Rodion Romanovitch, que, por regla general, los extranjeros estable cidos en Petersburgo, especialmente los alema nes, que llegan de Dios sabe dónde, son bastan te menos inteligentes que nosotros? Dígame usted si no es una necedad contar una historia como esa del farmacéutico cuyo corazón estaba traspasado de espanto. El muy mentecato, en vez de echarse sobre el cochero y atarlo, enlaza las manos y llora y suplica... ¡Ah, qué mujer tan estúpida! Cree que esta historia es conmovedo ra y no se da cuenta de su necedad. A mi juicio, ese alcohólico que fue empleado de intendencia es más inteligente que ella. Cuando menos, se ve en seguida que está dominado por la bebida y que hasta el último destello de su lucidez ha naufragado en alcohol... En cambio, todos esos que están tan serios y callados... Pero fíjese cómo abre los ojos esa mujer. Está enojada... ¡Ja, ja, ja! Está que trina...
Catalina Ivanovna, con alegre entusias mo, habló de otras mil cosas insignificantes, y de improviso anunció que tan pronto como obtuviera la pensión se retiraría a T., su ciudad natal, para abrir un centro de enseñanza que se dedicaría a la educación de muchachas nobles.
Aún no había hablado de este proyecto a Ras kolnikof, y se lo expuso con todo detalle. Como por arte de magia, exhibió aquel diploma de que Marmeladof había hablado a Raskolnikof cuando le contó en una taberna que Catalina Ivanovna, al salir del pensionado, había bailado en presencia del gobernador y de otras perso nalidades la danza del chal. Podría creerse que Catalina Ivanovna utilizaba este diploma para demostrar su derecho a abrir un pensionado, pero su verdadero fin había sido otro: había pensado utilizarlo para confundir a aquellas provincianas endomingadas en el caso de que hubieran asistido a la comida de funerales, de mostrándoles así que ella pertenecía a una de las familias más nobles, que era hija de un co ronel y, en fin, que valía mil veces más que to das las advenedizas que en los últimos tiempos se habían multiplicado de un modo exorbitan te.
El diploma dio la vuelta a la mesa. Los invitados lo pasaban de mano en mano, sin que Catalina Ivanovna se opusiera a ello, ya que aquel papel la presentaba en toutes lettres co mo hija de un consejero de la corte, de un caba llero, lo que la autorizaba a considerarse hija de un coronel. Después, la viuda, inflamada de entusiasmo, empezó a hablar de la existencia tranquila y feliz que pensaba llevar en T. Inclu so se refirió a los profesores que llamaría para instruir a sus alumnas, citando al señor Man got, viejo y respetable francés que le había en señado a ella este idioma. Entonces estaba pa sando los últimos años de su vida en T. y no vacilaría en ingresar como profesor de su pen sionado por un módico sueldo. Finalmente, anunció que Sonia la acompañaría y la ayudar ía a dirigir el centro de enseñanza, lo cual pro dujo una risa ahogada en un extremo de la me sa.
Catalina Ivanovna fingió no haberla oí do, pero, levantando de pronto la voz, empezó a enumerar las cualidades incontables que permitirían a Sonia Simonovna secundarla en su empresa. Ensalzó su dulzura, su paciencia, su abnegación, su nobleza de alma, su vasta cultura; dicho lo cual, le dio un golpecito cari ñoso en la mejilla y se levantó para besarla, cosa que hizo dos veces. Sonia enrojeció y Cata lina Ivanovna, hecha un mar de lágrimas, dijo de pronto que era una tonta que se dejaba im presionar demasiado por los acontecimientos y que, ya que la comida había terminado, iba a servir el té.
Entonces Amalia Ivanovna, molesta por el hecho de no haber podido pronunciar una sola palabra en la conversación precedente, y también al ver que nadie le prestaba atención, decidió arriesgarse nuevamente y, aunque do minada por cierta inquietud, hizo a Catalina Ivanovna la sabia observación de que debería prestar atención especialísima a la ropa interior de las alumnas (die Wasche) y de contratar una mujer para que se cuidara exclusivamente de ello (die Dame), y, en fin, que sería una medida prudente vigilar a las muchachas, de modo que no pudieran leer novelas por las noches. Cata lina Ivanovna, que se hallaba bajo los efectos estimulantes de la animada ceremonia, le res pondió ásperamente que sus observaciones eran desatinadas y que no entendía nada, que el cuidado de la Wasche incumbía al ama de llaves y no a la directora de un pensionado de muchachas nobles. En cuanto a la observación relacionada con la lectura de novelas, le parecía simplemente una inconveniencia. Todo esto equivalía a decirle que se callase.
De pronto, Amalia Ivanovna enrojeció y replicó agriamente que ella siempre había dado muestras de las mejores intenciones y que hacía ya bastante tiempo que no recibía Geld por el alquiler de la habitación de Catalina Ivanovna.
Ésta le replicó que mentía al hablar de buenas intenciones, pues el mismo día anterior, cuando el difunto estaba todavía en el aposento, se hab ía presentado para reclamarle con malos modos el dinero del alquiler. Entonces la patrona dijo que había invitado a las dos damas y que éstas no habían aceptado porque era nobles y no podían ir a casa de una mujer que no era noble.
A lo cual repuso Catalina Ivanovna que, como ella no era nada, no estaba capacitada para juz gar a la verdadera nobleza. Amalia Ivanovna no pudo soportar esta insolencia y declaró que su Vater aus Berlin era un hombre muy impor tante que siempre iba con las manos en los bol sillos y haciendo « ¡puaf, puaf! » Y para dar una idea más exacta de cómo era el tal Vater, la se ñora Lipevechsel se levantó, introdujo las dos manos en sus bolsillos, hinchó los carrillos y empezó a imitar el « ¡puaf, puaf! » paterno, en medio de las risas de todos los inquilinos, cuya intención era alentarla, con la esperanza de asistir a una batalla entre las dos mujeres.
Catalina Ivanovna, incapaz de seguir conteniéndose, declaró a voz en grito que segu ramente Amalia Ivanovna no había tenido nun ca Vater, que era una vulgar finesa de Peters burgo, una borracha que había sido cocinera o algo peor.
La señora Lipevechsel se puso tan roja como un pimiento y replicó a grandes voces que era Catalina Ivanovna la que no había teni do Vater, pero que ella tenía un Vater aus Ber lin que llevaba largos redingotes y siempre iba haciendo « ¡puaf, puaf! » Catalina Ivanovna respondió desdeño samente que todo el mundo conocía su propio origen y que en su diploma se decía con carac teres de imprenta que era hija de un coronel, mientras que el padre de Amalia Ivanovna, en el caso de que existiera, debía de ser un lechero finés; pero que era más que probable que ella no tuviera padre, ya que nadie sabía aún cuál era su patronímico, es decir, si se llamaba Ama lia Ivanovna o Amalia Ludwigovna.
Al oír estas palabras, la patrona, fuera de sí, empezó a golpear con el puño la mesa mientras decía a grandes gritos que ella era Ivanovna y no Ludwigovna, que su Vater se llamaba Johann y era bailío, cosa que no había sido jamás el Vater de Catalina Ivanovna.
Ésta se levantó en el acto y, con una voz cuya calma contrastaba con la palidez de su semblante y la agitación de su pecho, dijo a Amalia Ivanovna que si osaba volver a compa rar, aunque sólo fuera una vez, a su miserable Vater con su padre, le arrancaría el gorro y se lo pisotearía.
Al oír esto, Amalia Ivanovna empezó a ir y venir precipitadamente por la habitación, gritando con todas sus fuerzas que ella era la dueña de la casa y que Catalina Ivanovna debía marcharse inmediatamente.
Acto seguido se arrojó sobre la mesa y empezó a recoger sus cubiertos de plata.
A esto siguió una confusión y un alboro to indescriptibles. Los niños se echaron a llorar.
Sonia se abalanzó sobre su madrastra para in tentar retenerla, pero cuando Amalia Ivanovna aludió a la tarjeta amarilla, la viuda rechazó a la muchacha y se fue derecha a la patrona con la intención de poner en práctica su amenaza.
En este momento se abrió la puerta y apareció en el umbral Piotr Petrovitch Lujine, que paseó una mirada atenta y severa por toda la concurrencia.
Catalina Ivanovna corrió hacia él.