Lebeziatnikof daba muestras de una turbación extrema. -Vengo por usted, Sonia Simonovna. Perdone... No esperaba encontrarlo aquí -dijo de pronto, dirigiéndose a Raskolni kof-. No es que vea nada malo en ello, entién dame; es, sencillamente, que no lo esperaba.
Se volvió de nuevo hacia Sonia y ex clamó: -Catalina Ivanovna ha perdido el juicio.
Sonia lanzó un grito.
-Por lo menos -dijo Lebeziatnikof- lo pa rece. Claro que... Pero es el caso que no sabe mos qué hacer... Les contaré lo ocurrido. Des pués de marcharse ha vuelto. A mí me parece que le han pegado... Ha ido en busca del jefe de su marido y no lo ha encontrado: estaba co miendo en casa de otro general. Entonces ha ido al domicilio de ese general y ha exigido ver al jefe de su esposo, que estaba todavía a la me sa. Ya pueden ustedes figurarse lo que ha ocu rrido. Naturalmente, la han echado, pero ella, según dice, ha insultado al general e incluso le ha arrojado un objeto a la cabeza. Esto es muy posible. Lo que no comprendo es que no la hayan detenido. Ahora está describiendo la escena a todo el mundo, incluso a Amalia Iva novna, pero nadie la entiende, tanto grita y se debate... Dice que ya que todos la abandonan, cogerá a los niños y se irá con ellos a la calle a tocar el órgano y pedir limosna, mientras sus hijos cantan y bailan. Y que irá todos los días a pedir ante la casa del general, a fin de que éste vea a los niños de una familia de la nobleza, a los hijos de un funcionario, mendigando por las calles. Les pega y ellos lloran. Enseña a Lena a cantar aires populares y a los otros dos a bailar.
Destroza sus ropas y les confecciona gorros de saltimbanqui. Como no tiene ningún instru mento de música, está dispuesta a llevarse una cubeta para golpearla a manera de tambor. No quiere escuchar a nadie. Ustedes no se pueden imaginar lo que es aquello.
Lebeziatnikof habría seguido hablando de cosas parecidas y en el mismo tono si Sonia, que le escuchaba anhelante, no hubiera cogido de pronto su sombrero y su chal y echado a correr. Raskolnikof y Lebeziatnikof salieron tras ella.
-No cabe duda de que se ha vuelto loca -dijo Andrés Simonovitch a Raskolnikof cuan do estuvieron en la calle-. Si no lo he asegurado ha sido tan sólo para no inquietar demasiado a Sonia Simonovna. Desde luego, su locura es evidente. Dicen que a los tísicos se les forman tubérculos en el cerebro. Lamento no saber me dicina. Yo he intentado explicar el asunto a la enfermera, pero ella no ha querido escucharme.
-¿Le ha hablado usted de tubérculos? -No, no; si le hubiera hablado de tubér culos, ella no me habría comprendido. Lo que quiero decir es que, si uno consigue convencer a otro, por medio de la lógica, de que no tiene motivos para llorar, no llorará. Esto es induda ble. ¿Acaso usted no opina así? -Yo creo que si tuviera usted razón, la vida sería demasiado fácil.
-Permítame. Desde luego, Catalina Iva novna no comprendería fácilmente lo que le voy a decir. Pero usted... ¿No sabe que en Paris se han realizado serios experimentos sobre el sistema de curar a los locos sólo por medio de la lógica? Un doctor francés, un gran sabio que ha muerto hace poco, afirmaba que esto es po sible. Su idea fundamental era que la locura no implica lesiones orgánicas importantes, que sólo es, por decirlo así, un error de lógica, una falta de juicio, un punto de vista equivocado de las cosas. Contradecía progresivamente a sus enfermos, refutaba sus opiniones, y obtuvo excelentes resultados. Pero como al mismo tiempo utilizaba las duchas, no ha quedado plenamente demostrada la eficacia de su méto do... Por lo menos, esto es lo que opino yo.
Pero Raskolnikof ya no le escuchaba. Al ver que habían Llegado frente a su casa, saludó a Lebeziatnikof con un movimiento de cabeza y cruzó el portal. Andrés Simonovitch se repuso en seguida de su sorpresa y, tras dirigir una mirada a su alrededor, prosiguió su camino.
Raskolnikof entró en su buhardilla, se detuvo en medio de la habitación y se pre guntó: -¿Para qué habré venido? Y su mirada recorría las paredes, cuyo amarillento papel colgaba aquí y allá en jiro nes..., y el polvo..., y el diván...
Del patio subía un ruido seco, incesante: golpes de martillo sobre clavos. Se acercó a la ventana, se puso de puntillas y estuvo un rato mirando con gran atención... El patio estaba desierto; Raskolnikof no vio a nadie. En el ala izquierda había varias ventanas abiertas, algu nas adornadas con macetas, de las que brota ban escuálidos geranios. En la parte exterior se veían cuerdas con ropa tendida... Era un cuadro que estaba harto de ver. Dejó la ventana y fue a sentarse en el diván. Nunca se había sentido tan solo.
Experimentó de nuevo un sentimiento de odio hacia Sonia. Sí, la odiaba después de haberla atraído a su infortunio. ¿Por qué habría ido a hacerla llorar? ¿Qué necesidad tenía de envenenar su vida? ¡Qué cobarde había sido! -Permaneceré solo -se dijo de pronto, en tono resuelto-, y ella no vendrá a verme a la cárcel.
Cinco minutos después levantó la cabe za y sonrió extrañamente. Acababa de pasar por su cerebro una idea verdaderamente singu lar. «Acaso sea verdad que estaría mejor en presidio.» Nunca sabría cuánto duró aquel desfile de ideas vagas.
De pronto se abrió la puerta y apareció Avdotia Romanovna. La joven se detuvo en el umbral y estuvo un momento observándole, exactamente igual que había hecho él al llegar a la habitación de Sonia. Después Dunia entró en el aposento y fue a sentarse en una silla frente a él, en el sitio mismo en que se había sentado el día anterior. Raskolnikof la miró en silencio, con aire distraído.
-No te enfades, Rodia -dijo Dunia-. Es taré aquí sólo un momento.
La joven estaba pensativa, pero su sem blante no era severo. En su clara mirada había un resplandor de dulzura. Raskolnikof com prendió que era su amor a él lo que había im pulsado a su hermana a hacerle aquella visita.
-Oye, Rodia: lo sé todo..., ¡todo! Me lo ha contado Dmitri Prokofitch. Me ha explicado hasta el más mínimo detalle. Te persiguen y te atormentan con las más viles y absurdas supo siciones. Dmitri Prokofitch me ha dicho que no corres peligro alguno y que no deberías pre ocuparte como te preocupas. En esto no estoy de acuerdo con él: comprendo tu indignación y no me extrañaría que dejara en ti huellas imbo rrables. Esto es lo que me inquieta. No te puedo reprochar que nos hayas abandonado, y ni si quiera juzgaré tu conducta. Perdóname si lo hice. Estoy segura de que también yo, si hubie ra tenido una desgracia como la tuya, me habr ía alejado de todo el mundo. No contaré nada de todo esto a nuestra madre, pero le hablaré continuamente de ti y le diré que tú me has prometido ir muy pronto a verla. No te inquie tes por ella: yo la tranquilizaré. Pero tú ten pie dad de ella: no olvides que es tu madre. Sólo he venido a decirte -y Dunia se levantó- que si me necesitases para algo, aunque tu necesidad su pusiera el sacrificio de mi vida, no dejes de lla marme. Vendría inmediatamente. Adiós.
Se volvió y se dirigió a la puerta resuel tamente.
.-¡Dunia! -la llamó su hermano, le vantándose también y yendo hacia ella-. Ya habrás visto que Rasumikhine es un hombre excelente.
Un leve tabor apareció en las mejillas de Dunia.
-¿Por qué lo dices? -preguntó, tras unos momentos de espera.
-Es un hombre activo, trabajador, hon rado y capaz de sentir un amor verdadero...
Adiós, Dunia.
La joven había enrojecido vivamente.
Después su semblante cobró una expresión de inquietud.
-¿Es que nos dejas para siempre, Rodia? Me has hablado como quien hace testamento.
-Adiós, Dunia.
Se apartó de ella y se fue a la ventana.
Dunia esperó un momento, lo miró con un ges to de intranquilidad y se marchó llena de tur bación.
Sin embargo, Rodia no sentía la indife rencia que parecía demostrar a su hermana.
Durante un momento, al final de la conversa ción, incluso había deseado ardientemente es trecharla en sus brazos, decirle así adiós y contárselo todo. No obstante, ni siquiera se había atrevido a darle la mano.
«Más adelante, al recordar mis besos, podría estremecerse y decir que se los había robado.» Y se preguntó un momento después: «Además, ¿tendría la entereza de ánimo necesaria para soportar semejante confesión? No, no la soportaría; las mujeres como ella no son capaces de afrontar estas cosas.» Sonia acudió a su pensamiento. Un aire cillo fresco entraba por la ventana. Declinaba el día. Cogió su gorra y se marchó.
No se sentía con fuerzas para preocu parse por su salud, ni experimentaba el menor deseo de pensar en ella. Pero aquella angustia continua, aquellos terrores, forzosamente ten ían que producir algún efecto en él, y si la fie bre no le había abatido ya era precisamente porque aquella tensión de ánimo, aquella in quietud continua, le sostenían y le infundían una falsa animación.
Erraba sin rumbo fijo. El sol se ponía.
Desde hacía algún tiempo, Raskolnikof experi mentaba una angustia completamente nueva, no aguda ni demasiado penosa, pero continua e invariable. Presentía largos y mortales años colmados de esta fría y espantosa ansiedad.
Generalmente era al atardecer cuando tales sensaciones cobraban una intensidad obsesio nante.
:Con estos estúpidos trastornos provo cados por una puesta de sol -se dijo malhumo rado- es imposible no cometer alguna tontería.
Uno se siente capaz de ir a confesárselo todo no sólo a Sonia, sino a Dunia.» Oyó que le llamaban y se volvió. Era Lebeziatnikof, que corría hacia él.
-Vengo de su casa. He ido a buscarle.
Esa mujer ha hecho lo que se proponía: se ha marchado de casa con los niños. A Sonia Simo novna y a mí nos ha costado gran trabajo en contrarla. Golpea con la mano una sartén y obliga a los niños a cantar. Los niños lloran.
Catalina Ivanovna se va parando en las esqui nas y ante las tiendas. Los sigue un grupo de imbéciles. Venga usted.
-¿Y Sonia? -preguntó, inquieto, Raskol nikof, mientras echaba a andar al lado de Lebe ziatnikof a toda prisa.
-Está completamente loca... Bueno, me refiero a Catalina Ivanovna, no a Sonia Simo novna. Ésta está trastornada, desde luego; pero Catalina Ivanovna está verdaderamente loca, ha perdido el juicio por completo. Terminarán por detenerla, y ya puede usted figurarse el efecto que esto le va a producir. Ahora está en el malecón del canal, cerca del puente de N., no lejos de casa de Sonia Simonovna, que está cer ca de aquí.
En el malecón, cerca del puente y a dos pasos de casa de Sonia Simonovna, había una verdadera multitud, formada principalmente por chiquillos y rapazuelos. La voz ronca y desgarrada de Catalina Ivanovna llegaba hasta el puente. En verdad, el espectáculo era lo bas tante extraño para atraer la atención de los transeúntes. Catalina Ivanovna, con su vieja bata y su chal de paño, cubierta la cabeza con un mísero sombrero de paja ladeado sobre una oreja, parecía presa de su verdadero acceso de locura. Estaba rendida y jadeante. Su pobre cara de tísica nunca había tenido un aspecto tan lamentable (por otra parte, los enfermos del pecho tienen siempre peor cara en la calle, en pleno día, que en su casa). Pero, a pesar de su debilidad, Catalina Ivanovna parecía dominada por una excitación que iba en continuo aumen to. Se arrojaba sobre los niños, los reñía, les enseñaba delante de todo el mundo a bailar y cantar, y luego, furiosa al ver que las pobres criaturas no sabían hacer lo que ella les decía, empezaba a azotarlos.
A veces interrumpía sus ejercicios para dirigirse al público. Y cuando veía entre la mul titud de curiosos alguna persona medianamen te vestida, le decía que mirase a qué extremo habían llegado los hijos de una familia noble y casi aristocrática. Si oía risas o palabras burlo nas, se encaraba en el acto con los insolentes y los ponía de vuelta y media. Algunos se reían, otros sacudían la cabeza, compasivos, y todos miraban con curiosidad a aquella loca rodeada de niños aterrados.
Lebeziatnikof debía de haberse equivo cado en lo referente a la sartén. Por lo menos, Raskolnikof no vio ninguna. Catalina Ivanovna se limitaba a llevar el compás batiendo palmas con sus descarnadas manos cuando obligaba a Poletchka a cantar y a Lena y Kolia a bailar. A veces se ponía a cantar ella misma; pero pronto le cortaba el canto una tos violenta que la des esperaba. Entonces empezaba a maldecir de su enfermedad y a llorar. Pero lo que más la enfu recía eran las lágrimas y el terror de Lena y de Kolia.
Había intentado vestir a sus hijos como cantantes callejeros. Le había puesto al niño una especie de turbante rojo y blanco, con lo que parecía un turco. Como no tenía tela para hacer a Lena un vestido, se había limitado a ponerle en la cabeza el gorro de lana, en forma de casco, del difunto Simón Zaharevitch, al que añadió como adorno una pluma de avestruz blanca que había pertenecido a su abuela y que hasta entonces había tenido guardada en su baúl como una reliquia de familia. Poletchka llevaba su vestido de siempre. Miraba a su ma dre con una expresión de inquietud y timidez y no se apartaba de ella. Procuraba ocultarle sus lágrimas; sospechaba que su madre no estaba en su juicio, y se sentía aterrada al verse en la calle, en medio de aquella multitud. En cuanto a Sonia, se había acercado a su madrastra y le suplicaba llorando que volviera a casa. Pero Catalina Ivanovna se mostraba inflexible.
-¡Basta, Sonia! -exclamó, jadeando y sin poder continuar a causa de la tos- No sabes lo que me pides. Pareces una niña. Ya lo he dicho que no volveré a casa de esa alemana borracha.
Que todo el mundo, que todo Petersburgo vea mendigar a los hijos de un padre noble que ha servido leal y fielmente toda su vida y que ha muerto, por decirlo así, en su puesto de trabajo.
Aquel trastornado cerebro había urdido esta fantasía, y Catalina Ivanovna creía en ella ciegamente.
-Que ese bribón de general vea esto.
Además, tú no te das cuenta de una cosa, Sonia.
¿De dónde vamos a sacar ahora la comida? Ya te hemos explotado bastante y no quiero que esto continúe...
En esto vio a Raskolnikof y corrió hacia él.
-¿Es usted, Rodion Romanovitch? Haga el favor de explicarle a esta tonta que la resolu ción que he tomado es la más conveniente. Bien se da limosna a los músicos ambulantes. A no sotros nos reconocerán en seguida: verán que somos una familia noble caída en la miseria, y ese detestable general será expulsado del ejérci to: ya lo verá usted. Iremos todos los días a pe dir bajo sus ventanas. Y cuando pase el empe rador, me arrojaré a sus pies y le mostraré a mis hijos. «Protéjame, señor», le diré. Es un hombre misericordioso, un padre para los huérfanos, y nos protegerá, ya lo verá usted. Y ese detestable general... Lena, tenez-vous droite . Tú, Kolia, vas a volver a bailar en seguida. Pero ¿por qué lloras? ¿De qué tienes miedo, so tonto? Señor, ¿qué puedo hacer con ellos? Le hacen perder a una la paciencia, Rodion Romanovitch.
Y entre lágrimas (lo que no le impedía hablar sin descanso) mostraba a Raskolnikof sus desconsolados hijos.
El joven intentó convencerla de que vol viera a su habitación, diciéndole (creía que le vantaría su amor propio) que no debía ir por las calles como los organilleros, cuando estaba en vísperas de ser directora de un pensionado para muchachas nobles.
-¿Un pensionado? ¡Ja, ja, ja! ¡Ésa es bue na! -exclamó Catalina Ivanovna, a la que aco metió un acceso de tos en medio de su risa-.
No, Rodion Romanovitch: ese sueño se ha des vanecido. Todo el mundo nos ha abandonado.
Y ese general... Sepa usted, Rodion Romano vitch, que le arrojé a la cabeza un tintero que había en una mesa de la antecámara, al lado de la hoja donde han de poner su nombre los visi tantes. No escribí el mío, le arrojé el tintero a la cabeza y me marché. ¡Cobardes! ¡Miserables...! Pero ahora me río de ellos. Me encargaré yo misma de la alimentación de mis hijos y no me humillaré ante nadie. Ya la hemos explotado bastante -señalaba a Sonia-. Poletchka, ¿cuánto dinero hemos recogido? A ver. ¿Cómo? ¿Dos kopeks nada más? ¡Qué gente tan miserable! No dan nada. Lo único que hacen es venir detrás de nosotros como idiotas. ¿De qué se reirá ese cretino? -señalaba a uno del grupo de curiosos-. De todo esto tiene la culpa Kolia, que no entiende nada. La saca a una de quicio...
¿Qué quieres, Poletchka? Háblame en francés, parle-moi français. Te he dado lecciones; sabes muchas frases. Si no hablas en francés, ¿cómo sabrá la gente que perteneces a una familia no ble y que sois niños bien educados y no músi cos ambulantes? Nosotros no cantaremos can cioncillas ligeras, sino hermosas romanzas.
Bueno, vamos a ver qué cantamos ahora. Haced el favor de no interrumpirme... Oiga, Rodion Romanovitch nos hemos detenido aquí para escoger nuestro repertorio... Necesitamos un aire que pueda bailar Kolia... Ya comprenderá usted que no tenemos nada preparado. Primero hay que ensayar, y cuando ya podamos presen tar un trabajo de conjunto, nos iremos a la ave nida Nevsky, por donde pasa mucha gente dis tinguida, que se fijará en nosotros inmediata mente. Lena sabe esa canción que se llama La casita de campo, pero ya la conoce todo el mundo y resulta una lata. Necesitamos un re pertorio de más calidad. Vamos, Polia, dame alguna idea; ayuda a tu madre... ¡Ah, esta me moria mía! ¡Cómo me falla! Si no me fallase, ya sabría yo lo que tenemos que cantar. Pues no es cosa de que cantemos El húsar apoyado en su sable... ¡Ah, ya sé! Cantaremos en francés Cinq sous. Vosotros sabéis esta canción porque os la he enseñado, y como es una canción francesa, la gente verá en seguida que pertenecéis a una familia noble y se conmoverá También podría mos cantar Marlborough s'en va-t-en guerre, que es una canción infantil que se canta en to das las casas aristocráticas para dormir a los niños.
»Marlborough s'en va-t-en guerre, ne sait quand reviendra.
Había empezado a cantar, pero en se guida se interrumpió. -No, es mejor que cante mos Cinq sous... Anda, Kolia: las manos en las caderas, y a moverse vivamente. Y tú, Lena, da vueltas también, pero en sentido contrario. Po letchka y yo cantaremos y batiremos palmas.
»Cinq sous, cinq sous Pour monter notre ménage.
La acometió un acceso de dos.
-Poletchka -dijo sin cesar de toser-, arré glate el vestido. Las hombreras te cuelgan.
Ahora vuestro porte debe ser especialmente digno y distinguido, a fin de que todo el mun do pueda ver que pertenecéis a la nobleza. Ya decía yo que tu corpiño debía ser más largo.
Mira el resultado: esta niña es una caricatura...
¿Otra vez llorando? Pero ¿qué os pasa, estúpi dos? Vamos, Kolia, empieza ya. ¡Anda! Animo.
¡Oh, qué criatura tan insoportable! »Cinq sous, cinq sous.
»¿Ahora un soldado? ¿A qué vienes? Era un gendarme, que se había abierto paso entre la muchedumbre. Pero, al mismo tiempo, se había acercado un señor de unos cincuenta años y aspecto imponente, que lleva ba uniforme de funcionario y una condecora ción pendiente de una cinta que rodeaba su cuello (lo cual produjo gran satisfacción a Cata lina Ivanovna y causó cierta impresión al gen darme). El caballero, sin desplegar los labios, entregó a la viuda un billete de tres rublos, mientras su semblante reflejaba una compasión sincera. Catalina Ivanovna aceptó el obsequio y se inclinó ceremoniosamente.
-Muchas gracias, señor -dijo en un tono lleno de dignidad-. Las razones que nos han impulsado a... Toma el dinero, Poletchka. Ya ves que todavía hay en el mundo hombres ge nerosos y magnánimos prestos a socorrer a una dama de la nobleza caída en el infortunio. Los huérfanos que ve ante usted, señor, son de ori gen noble, e incluso puede decirse que están emparentados con la más alta aristocracia... Ese miserable general estaba comiendo perdices...
Empezó a golpear el suelo con el pie, contraria do por mi presencia, y yo le dije: «Excelencia, usted conocía a Simón Zaharevitch. Proteja a sus huérfanos. El mismo día de su entierro, su hija ha tenido que soportar las calumnias del más miserable de los hombres...» ¿Todavía está aquí este soldado? Y gritó, dirigiéndose al funcionario: -Protéjame, señor. ¿Por qué me acosa es te soldado? Ya hemos tenido que librarnos de uno en la calle de los Burgueses... ¿Qué quieres de ml, imbécil? -Está prohibido armar escándalo en la calle. Haga el favor de comportarse con más corrección.
-¡Tú sí que eres incorrecto! Yo no hago sino lo que hacen los músicos ambulantes. ¿Por qué te has de ensañar conmigo? -Los músicos ambulantes necesitan un permiso. Usted no lo tiene y provoca escánda los en la vía pública. ¿Dónde vive usted? -¿Un permiso? -exclamó Catalina Iva novna-. ¡He enterrado hoy a mi marido! ¿Qué permiso puedo tener? -Cálmese, señora -dijo el funcionario-.
Venga, la acompañaré a su casa. Usted no es persona para estar entre esta gente. Está usted enferma...
-¡Señor, usted no conoce nuestra situa ción! -dijo Catalina Ivanovna-. Tenemos que ir a la avenida Nevsky... ¡Sonia, Sonia...! ¿Dónde estás? ¿También tú lloras? Pero ¿qué os pasa a todos...? Kolia Lena, ¿adónde vais? -exclamó, súbitamente aterrada-. ¡Qué niños tan estúpi dos! ¡Kolia, Lena! ¿Adónde vais? Lo ocurrido era que los niños, ya asus tados por la multitud que los rodeaba y por las extravagancias de su madre, habían sentido verdadero terror al ver acercarse al gendarme dispuesto a detenerlos y habían huido a todo correr.
La infortunada Catalina Ivanovna se había lanzado en pos de ellos, gimiendo y so llozando. Era desgarrador verla correr jadean do y entre sollozos. Sonia y Poletchka salieron en su persecución.
-¡Cógelos, Sonia! ¡Qué niños tan estúpi dos e ingratos! ¡Detenlos, Polia! Todo lo he hecho por vosotros.
En su carrera tropezó con un obstáculo y cayó.
-¡Se ha herido! ¡Está cubierta de sangre! ¡Dios mío! Y mientras decía esto, Sonia se había in clinado sobre ella.
La gente se apiñó en torno de las dos mujeres. Raskolnikof y Lebeziatnikof habían sido de los primeros en llegar, así como el fun cionario y el gendarme.
-¡Qué desgracia! -gruñó este último, presintiendo que se hallaba ante un asunto eno joso.
Luego trató de dispersar a la multitud que se hacinaba en torno de él.
-¡Circulen, circulen! -Se muere -dijo uno.
-Se ha vuelto loca -afirmó otro.
-¡Piedad para ella, Señor! -dijo una mu jer santiguándose-. ¿Se ha encontrado a los ni ños? Sí, ahí vienen; los trae la niña mayor. ¡Qué desgracia, Dios mío! Al examinar atentamente a Catalina Ivanovna se pudo ver que no se había herido, como creyera Sonia, sino que la sangre que teñ ía el pavimento salía de su boca.
-Yo sé lo que es eso -dijo el funcionario en voz baja a Raskolnikof y Lebeziatnikof-. Está tísica. La sangre empieza a salir y ahoga al en fermo. Yo he presenciado un caso igual en una parienta mía. De pronto echó vaso y medio de sangre. ¿Qué podemos hacer? Se va a morir.
-¡Llévenla a mi casa! -suplicó Sonia-. Vi vo aquí mismo. . Aquella casa, la segunda... ¡A mi casa, pronto. .! Busquen un médico... ¡Señor! Todo se arregló gracias a la intervención del funcionario. El gendarme incluso ayudó a transportar a Catalina Ivanovna. La deposita ron medio muerta en la cama de Sonia. La hemorragia continuaba, pero la enferma se iba recobrando poco a poco.
En la habitación, además de Sonia, hab ían entrado Raskolnikof, Lebeziatnikof, el fun cionario y el gendarme, que obligó a retirarse a algunos curiosos que habían llegado hasta la puerta. Apareció Poletchka con los fugitivos, que temblaban y lloraban. De casa de Kaper naumof llegaron también, primero el mismo sastre, con su cojera y su único ojo sano, y que tenía un aspecto extraño con sus patillas y cabe llos tiesos; después su mujer, cuyo semblante tenía una expresión de espanto, y en pos de ellos algunos de sus niños, cuyas caras refleja ban un estúpido estupor. Entre toda esta multi tud apareció de pronto el señor Svidrigailof.
Raskolnikof le contempló con un gesto de asombro. No comprendía de dónde había sali do: no recordaba haberlo visto entre la multi tud.
Se habló de llamar a un médico y a un sacerdote. El funcionario murmuró al oído de Raskolnikof que la medicina no podía hacer nada en este caso, pero no por eso dejó de aprobar la idea de que se fuera a buscar un doc tor. Kapernaumof se encargó de ello.
Entre tanto, Catalina Ivanovna se había reanimado un poco. La hemorragia había cesa do. La enferma dirigió una mirada llena de do lor, pero penetrante, a la pobre Sonia, que, pálida y temblorosa, le limpiaba la frente con un pañuelo. Después pidió que la levantaran.
La sentaron en la cama y le pusieron almo hadas a ambos lados para que pudiera soste nerse.
-¿Dónde están los niños? -preguntó con voz trémula-. ¿Los has traído, Polia? ¡Los muy tontos! ¿Por qué habéis huido? ¿Por qué? La sangre cubría aún sus delgados la bios. La enferma paseó la mirada por la habita ción.
-Aquí vives, ¿verdad, Sonia? No había venido nunca a tu casa, y al fin he tenido oca sión de verla.
Se quedó mirando a Sonia con una ex presión llena de amargura.
-Hemos destrozado tu vida por comple to... Polia, Lena, Kolia, venid... Aquí están, So nia... Tómalos... Los pongo en tus manos... Yo he terminado ya... Se acabó la fiesta... Acostad me... Dejadme morir tranquila.
La tendieron en la cama.
-¿Cómo? ¿Un sacerdote? ¿Para qué? ¿Es que a alguno de ustedes les sobra un rublo...? Yo no tengo pecados... Dios me perdonará...
Sabe lo mucho que he sufrido en la vida... Y si no me perdona, ¿qué le vamos a hacer? El delirio de la fiebre se iba apoderando de ella. Sus ideas eran cada vez más confusas.
A cada momento se estremecía, miraba al círcu lo formado en torno del lecho, los reconocía a todos. Después volvía a hundirse en el delirio.
Su respiración era silbante y penosa. Se oía en su garganta una especie de hervor.
-Yo le dije: «¡Excelencia...!» -exclamó, deteniéndose después de cada palabra para tomar aliento-. ¡Esa Amalia Ludwigovna...! ¡Lena, Kolia, las manos en las caderas...! Viva cidad, mucha vivacidad... Ligereza y elegan cia... Un poco de taconeo... ¡A ver si lo hacéis con gracia...! »Du hast Diamanten and Perlen.
»¿Qué viene después...? ¡Ah, sí! »Du hast die schonsten Augen...
Madchen, was willst du meher? »¡Qué falso es esto! Was willst du me her...? Bueno, ¿qué más dijo el muy imbécil...? Ya, ya recuerdo lo que sigue...
»En los mediodías ardientes de los llanos del Daghestan...
»¡Ah, cómo me gustaba, como me en cantaba esta romanza, Poletchka! Me la cantaba tu padre antes de casarnos... ¡Qué tiempos aquellos...! Esto es lo que debemos cantar... Pe ro ¿qué viene después...? Lo he olvidado...
Ayúdame a recordar...
La dominaba una profunda agitación.
Intentaba incorporarse... De pronto, con voz ronca, entrecortada, siniestra, deteniéndose para respirar después de cada palabra, con una creciente expresión de inquietud en el rostro, volvió a cantar: En los mediodias ardientes de los llanos del Daghestan..., con una bala en el pecho...
De pronto rompió a llorar y exclamó con una especie de ronquido: -¡Excelencia, proteja a los huérfanos en memoria del difunto Simón Zaharevitch, del que incluso puede decirse que era un aristócra ta! Tras un estremecimiento, volvió a su juicio, miró con un gesto de espanto a cuantos la rodeaban y se vio que hacía esfuerzos por recordar dónde estaba. En seguida reconoció a Sonia, pero se mostró sorprendida de verla a su lado.
-Sonia..., Sonia...-dijo dulcemente-, ¿también estás tú aquí? La levantaron de nuevo.
-¡Ha llegado la hora...! ¡Esto se acabó, desgraciada...! La bestia está rendida..., ¡muer ta! -gritó con amarga desesperación, y cayó sobre la almohada.
Quedó adormecida, pero este sopor duró poco. Echó hacia atrás el amarillento y enjuto rostro, su boca se abrió, sus piernas se extendieron convulsivamente, lanzó un pro fundo suspiro y murió.
Sonia se arrojó sobre el cadáver, se abrazó a él, dejó caer su cabeza sobre el descar nado pecho de la difunta y quedó inmóvil, pe trificada. Poletchka se echó sobre los pies de su madre y empezó a besarlos sollozando.
Kolia y Lena, aunque no comprendían lo que había sucedido, adivinaban que el acon tecimiento era catastrófico. Se habían cogido de los hombros y se miraban en silencio. De pron to, los dos abrieron la boca y empezaron a llo rar y a gritar.
Los dos llevaban aún sus vestidos de saltimbanqui: uno su turbante, el otro su gorro adornado con una pluma de avestruz.
No se sabe cómo, el diploma obtenido por Catalina Ivanovna en el internado apareció de pronto en el lecho, al lado del cadáver. Ras kolnikof lo vio. Estaba junto a la almohada.
Rodia se dirigió a la ventana. Lebeziat nikof corrió a reunirse con él.
Se ha muerto -murmuró.
-Rodion Romanovitch -dijo Svidrigailof acercándose a ellos-, tengo que decirle algo importante.
Lebeziatnikof se retiró en el acto discre tamente. No obstante, Svidrigailof se llevó a Raskolnikof a un rincón más apartado. Rodia no podía ocultar su curiosidad.
-De todo esto, del entierro y de lo de más, me encargo yo. Ya sabe usted que tengo más dinero del que necesito. Llevaré a Poletch ka y sus hermanitos a un buen orfelinato y de positaré mil quinientos rublos para cada uno.
Así podrán llegar a la mayoría de edad sin que Sonia Simonovna tenga que preocuparse por su sostenimiento. En cuanto a ella, la retiraré de la prostitución, pues es una buena chica, ¿no le parece? Ya puede usted explicar a Avdotia Romanovna en qué gasto yo el dinero.
-¿Qué persigue usted con su generosi dad? -preguntó Raskolnikof.
-¡Qué escéptico es usted! -exclamó Svi drigailof, echándose a reír-. Ya le he dicho que no necesito el dinero que en esto voy a gastar.
Usted no admite que yo pueda proceder por un simple impulso de humanidad. Al fin y al cabo, esa mujer no era un gusano -señalaba con el dedo el rincón donde reposaba la difunta- co mo cierta vieja usurera. ¿No sería preferible que, en vez de ella, hubiera muerto Lujine, ya que así no podría cometer más infamias? Sin mi ayuda, Poletchka seguiría el camino de su her mana...
Su tono malicioso parecía lleno de reti cencia, y mientras hablaba no apartaba la vista de Raskolnikof, el cual se estremeció y se puso pálido al oír repetir los razonamientos que hab ía hecho a Sonia. Retrocedió vivamente y fijó en Svidrigailof una mirada extraña.
-¿Cómo sabe usted que yo he dicho eso?-balbuceó.
-Vivo al otro lado de ese tabique, en ca sa de la señora Resslich. Este departamento pertenece a Kapernaumof, y aquél, a la señora Resslich, mi antigua y excelente amiga. Soy vecino de Sonia Simonovna.
-¿Usted? -Sí, yo -dijo Svidrigailof entre grandes carcajadas-. Le doy mi palabra de honor, queri do Rodion Romanovitch, de que me ha intere sado usted extraordinariamente. Le dije que seríamos buenos amigos. Pues bien, ya lo so mos. Ya verá como soy un hombre comprensi vo y tratable con el que se puede alternar per fectamente.