IV

Zosimof era, como ya hemos dicho, alto y grueso. Tenía veintisiete años, una cara páli da, carnosa y cuidadosamente rasurada, y el cabello liso. Llevaba lentes y en uno de sus de dos, hinchados de grasa, un anillo de oro. Vest ía un amplio, elegante y ligero abrigo y un pan talón de verano. Toda la ropa que llevaba tenía un sello de elegancia y era cómoda y de supe rior calidad. Su camisa era de una blancura irreprochable, y la cadena de su reloj, gruesa y maciza. En sus maneras había cierta flemática lentitud y una desenvoltura que parecía afecta da. Ejercía una tenaz vigilancia sobre sí mismo, pero su presunción hallaba a cada momento el modo de delatarse. Entre sus conocidos cundía la opinión de que era un hombre difícil de tra tar, pero todos reconocían su capacidad como médico.

-He pasado dos veces por tu casa, que rido Zosimof --exclamó Rasumikhine-. Como ves, el enfermo ha vuelto en sí.

-Ya lo veo, ya lo veo -dijo Zosimof. Y preguntó a Raskolnikof, mirándole atentamen te-: ¿Qué, cómo van esos ánimos? Acto seguido se sentó en el diván, a los pies del enfermo, mejor dicho, se recostó cómodamente.

-Continúa con su melancolía -dijo Ra sumikhine-. Hace un momento le ha faltado poco para echarse a llorar sólo porque le hemos mudado la ropa interior.

-Me parece muy natural, si no tenía ga nas de mudarse. La muda podía esperar... El pulso es completamente normal... Un poco de dolor de cabeza, ¿eh? -Estoy bien, estoy perfectamente -repuso Raskolnikof, irritado.

Al decir esto se había incorporado re pentinamente, con los ojos centelleantes. Pero pronto volvió a dejar caer la cabeza en la almo hada, quedando de cara a la pared. Zosimof le observaba con mirada atenta.

-Muy bien, la cosa va muy bien -dijo en tono negligente-. ¿Ha comido algo hoy? Rasumikhine le explicó lo que había comido y le preguntó qué se le podía dar.

-Eso tiene poca importancia... Té, sopa...

Nada de setas ni de cohombros, por supuesto...

Ni carnes fuertes...

Cambió una mirada con Rasumikhine y continuó: -Pero, como ya he dicho, eso tiene poca importancia... Nada de pociones, nada de me dicamentos. Ya veremos si mañana... El caso es que hoy hubiéramos podido... En fin, lo impor tante es que todo va bien.

-Mañana por la tarde me lo llevaré a dar un paseo -dijo Rasumikhine-. Iremos a los jar dines Iusupof y luego al Palacio de Cristal.

-Mañana tal vez no convenga todavía...

Aunque un paseo cortito... En fin, ya veremos.

-Lo que me contraría es que hoy estreno un nuevo alojamiento cerca de aquí y quisiera que estuviese con nosotros, aunque fuera echa do en un diván... Tú sí que vendrás, ¿eh? -preguntó de improviso a Zosimof-. No lo olvi des; tienes que venir.

-Procuraré ir, pero hasta última hora me será imposible. ¿Has organizado una fiesta? -No, simplemente una reunión íntima.

Habrá arenques, vodka, té, un pastel.

-¿Quién asistirá? -Camaradas, gente joven, nuevas amis tades en su mayoría. También estará un tío mío, ya viejo, que ha venido por asuntos de negocio a Petersburgo. Nos vemos una vez cada cinco años.

-¿A qué se dedica? -Ha pasado su vida vegetando como jefe de correos en una pequeña población. Tiene una modesta remuneración y ha cumplido ya los sesenta y cinco. No vale la pena hablar de él, aunque té aseguro que lo aprecio. También vendrá Porfirio Simonovitch, juez de instruc ción y antiguo alumno de la Escuela de Dere cho. Creo que tú lo conoces.

-¿Es también pariente tuyo? -¡Bah, muy lejano...! Pero ¿qué te pasa? Pareces disgustado. ¿Serás capaz de no venir porque un día disputaste con él? -Eso me importa muy poco.

-¡Mejor que mejor! También asistirán al gunos estudiantes, un profesor, un funcionario, un músico, un oficial, Zamiotof...

-¿Zamiotof? Te agradeceré que me digas lo que tú o él -indicó al enfermo con un movi miento de cabeza- tenéis que ver con ese Za miotof.

-¡Ya salió aquello! Los principios... Tú estás sentado sobre tus principios como sobre muelles, y no té atreves a hacer el menor mo vimiento. Mi principio es que todo depende del modo de ser del hombre. Lo demás me importa un comino. Y Zamiotof es un excelente mucha cho.

-Pero no demasiado escrupuloso en cuanto a los medios para enriquecerse.

-Admitamos que sea así. Eso a mí no me importa. ¿Qué importancia tiene? -exclamó Rasumikhine con una especie de afectada in dignación-. ¿Acaso he alabado yo este rasgo suyo? Yo sólo digo que es un buen hombre en su género. Además, si vamos a juzgar a los hombres aplicándoles las reglas generales, ¿cuántos quedarían verdaderamente puros? Apostaría cualquier cosa a que si se mostraran tan exigentes conmigo, resultaría que no valgo un bledo... ni aunque té englobaran a ti con mi persona.

-No exageres: yo daría dos bledos por ti.

-Pues a mí me parece que tú no vales más de uno... Bueno, continúo. Zamiotof no es todavía más que un muchacho, y yo le tiro de las orejas. Siempre es mejor tirar que rechazar.

Si rechazas a un hombre, no podrás obligarlo a enmendarse, y menos si se trata de un mucha cho. Debemos ser muy comprensivos con estos mozalbetes... Pero vosotros, estúpidos progre sistas, vivís en las nubes. Despreciáis a la gente y no veis que así os perjudicáis a vosotros mis mos... Y té voy a decir una cosa: Zamiotof y yo tenemos entre manos un asunto que nos inter esa a los dos por igual.

-Me gustaría saber qué asunto es ése.

-Se trata del pintor, de ese pintor de brocha gorda. Conseguiremos que lo pongan en libertad. No será difícil, porque el asunto está clarísimo. Nos bastará presionar un poco para que quede la cosa resuelta.

-No sé a qué pintor té refieres.

-¿No? ¿Es posible que no té haya habla do de esto...? Se trata de la muerte de la vieja usurera. Hay un pintor mezclado en el suceso.

-Ya tenía noticias de ese asunto. Me en teré por los periódicos. Por eso sólo me interesó hasta cierto punto. Bueno, explícame.

-También asesinaron a Lisbeth -dijo de pronto Nastasia dirigiéndose a Raskolnikof. (Se había quedado en la habitación, apoyada en la pared, escuchando el diálogo.) -¿Lisbeth? -murmuró Raskolnikof, con voz apenas perceptible.

-Sí, Lisbeth, la vendedora de ropas usa das. ¿No la conocías? Venía a esta casa. Incluso arregló una de tus camisas.

Raskolnikof se volvió hacia la pared. Es cogió del empapelado, de un amarillo sucio, una de las numerosas florecillas aureoladas de rayitas oscuras que había en él y se dedicó a examinarla atentamente. Observó los pétalos.

¿Cuántos había? Y todos los trazos, hasta los menores dentículos de la corola. Sus miembros se entumecían, pero él no hacía el menor mo vimiento. Su mirada permanecía obstinada mente fija en la menuda flor.

-Bueno, ¿qué me estabas diciendo de ese pintor? -preguntó Zosimof, interrumpiendo con viva impaciencia la palabrería de Nastasia, que suspiró y se detuvo.

-Que se sospecha que es el autor del asesinato -dijo Rasumikhine, acalorado.

-¿Hay cargos contra él? -Sí, y, fundándose en ellos, se le ha de tenido. Pero, en realidad, estos cargos no son tales cargos, y esto es lo que pretendemos de mostrar. La policía sigue ahora una falsa pista, como la siguió al principio con..., ¿cómo se lla man.. ? Koch y Pestriakof... Por muy poco que le afecte a uno el asunto, uno no puede menos de sublevarse ante una investigación conducida tan torpemente. Es posible que Pestriakof pase dentro de un rato por mi casa... A propósito, Rodia. Tú debes de estar enterado de todo esto, pues ocurrió antes de tu enfermedad, precisa mente la víspera del día en que té desmayaste en la comisaría cuando se estaba hablando de ello.

-¿Quieres que te diga una cosa, Rasumi khine? -dijo Zosimof-. Te estoy observando desde hace un momento y veo que té alteras con una facilidad asombrosa.

-¡Qué importa! Eso no cambia en nada la cuestión -exclamó Rasumikhine dando un puñetazo en la mesa-. Lo más indignante de este asunto no son los errores de esa gente: uno puede equivocarse; las equivocaciones condu cen a la verdad. Lo que me saca de mis casillas es que, aún equivocándose, se creen infalibles.

Yo aprecio a Porfirio, pero... ¿Sabes lo que les desorientó al principio? Que la puerta estaba cerrada, y cuando Koch y Pestriakof volvieron a subir con el portero, la encontraron abierta.

Entonces dedujeron que Pestriakof y Koch eran los asesinos de la vieja. Así razonan.

-No té acalores. Tenían que detenerlos...

De ese Koch tengo noticias. Al parecer, com praba a la vieja los objetos que no se desempe ñaban.

-No es un sujeto recomendable. Tam bién compraba pagarés. ¡Que el diablo se lo lleve! lo que me pone fuera de mí es la rutina, la anticuada e innoble rutina de esa gente. Éste era el momento de renunciar a los viejos proce dimientos y seguir nuevos sistemas. Los datos psicológicos bastarían para darles una nueva pista. Pero ellos dicen: «Nos atenemos a los hechos.» Sin embargo, los hechos no son lo úni co que interesa. El modo de interpretarlos in fluye en un cincuenta por ciento como mínimo en el éxito de las investigaciones.

-¿Y tú sabes interpretar los hechos? -Lo que té puedo decir es que cuando uno tiene la íntima convicción de que podría ayudar al esclarecimiento de la verdad, le es imposible contenerse... ¿Conoces los detalles del suceso? -Estoy esperando todavía la historia de ese pintor de paredes.

-¡Ah, sí! Pues escucha. Al día siguiente del crimen, por la mañana, cuando la policía sólo pensaba aún en Koch y Pestriakof (a pesar de que éstos habían dado toda clase de explica ciones convincentes sobre sus pasos), he aquí que se produce un hecho inesperado. Un cam pesino llamado Duchkhine, que tiene una ta berna frente a la casa del crimen, se presentó en la comisaría y entrega un estuche que contiene un par de pendientes de oro. A continuación refiere la siguiente historia: «-Anteayer, un poco después de las ocho de la noche (hora que coincide con la del suceso), Mikolai, un pintor de oficio que fre cuenta mi establecimiento, me trajo estos pen dientes y me pidió que le prestara dos rublos, dejándome la joya en prenda.

»-¿De dónde has sacado esto? -le pre gunté.

»Él me contestó que se los había encon trado en la calle, y yo no le hice más preguntas.

Le di un rublo. Pensé que si yo no hacia la ope ración, se aprovecharía otro, que Mikolai se bebería el dinero de todas formas y que era preferible que la joya quedara en mis manos, pues estaba decidido a entregarla a la policía si me enteraba de que era un objeto robado, al venir alguien a reclamarla.» -Naturalmente -dijo Rasumikhine-, esto era un cuento tártaro. Duchkhine mentía desca radamente, pues le conozco y sé que cuando aceptó de Mikolai esos pendientes que valen treinta rublos no fue precisamente para entre garlos a la policía. Si lo hizo fue por miedo.

Pero esto poco importa. Dejemos que Duchkhi ne siga hablando.

«Conozco a Mikolai Demetiev desde mi infancia, pues nació, como yo, en el distrito de Zaraisk, gobierno de Riazán. No es un alcohóli co, pero le gusta beber a veces. Yo sabía que él estaba pintando unas habitaciones en la casa de enfrente, con Mitri, que es paisano suyo. Ape nas tuvo en sus manos el rublo, se bebió dos vasitos, pagó, se echó el cambio al bolsillo y se fue. Mitri no estaba con él entonces. A la maña na siguiente me enteré de que Alena Ivanovna y su hermana Lisbeth habían sido asesinadas a hachazos. Las conocía y sabia que la vieja pres taba dinero sobre los objetos de valor. Por eso tuve ciertas sospechas acerca de estos pendien tes. Entonces me dirigí a la casa y empecé a investigar con el mayor disimulo, como si no me importara la cosa. Lo primero que hice fue preguntar: »-¿Está Mikolai? »Y Mitri me explicó que Mikolai no hab ía ido al trabajo, que había vuelto a su casa be bido al amanecer, que había estado en ella no más de diez minutos y que habia vuelto a mar charse. Mitri no le había vuelto a ver y estaba terminando solo el trabajo.

»El departamento donde trabajaban los dos pintores está en el segundo piso y da a la misma escalera que las habitaciones de las vic timas.

»Hechas estas averiguaciones y sin decir ni una palabra a nadie, reuní cuantos datos me fue posible acerca del asesinato y volví a mi casa sin que mis sospechas se hubieran desva necido.

»A la mañana siguiente, o sea dos des pués del crimen -continuó Duchkhine-, apare ció Mikolai en mi establecimiento. Había bebi do, pero no demasiado, de modo que podía comprender lo que se le decía. Se sentó en un banco sin pronunciar palabra. En aquel mo mento sólo habia en la taberna otro cliente, que dormía en un banco, y mis dos muchachos.

»-¿Has visto a Mitri? -pregunté a Miko lai.

»-No, no lo he visto -repuso.

»-Entonces, ¿no has venido por aquí? »-No, no he venido desde anteayer.

»-¿Dónde has pasado esta noche? »-En las Arenas, en casa de los Kolo mensky.

»Entonces le pregunté: »-¿De dónde sacaste los pendientes que me trajiste anteanoche? »-Me los encontré en la acera -respondió con un tonillo sarcástico y sin mirarme.

»-¿Te has enterado de que aquella noche y a aquella hora ocurrió tal y tal cosa en la casa donde trabajabas? »-No, no sabía nada de eso.

»Había escuchado mis últimas palabras con los ojos muy abiertos. De pronto se pone blanco como la cal, coge su gorro, se levanta...

Yo intento detenerle.

»-Espera, Mikolai. ¿No quieres tomar nada? »Y digo por señas a uno de mis mucha chos que se sitúe en la puerta. Yo, entre tanto, salgo de detrás del mostrador. Pero él adivina mis intenciones y se planta de un salto en la calle. Inmediatamente echa a correr y desapare ce tras la primera esquina. Desde este momen to, ya no me cupo duda de que era culpable.» -Lo mismo creo yo -dijo Zosimof.

-Espera, escucha el final... Naturalmen te, la policía empezó a buscar a Mikolai por todas partes. Se detuvo a Duchkhine y se re gistró su casa. En la vivienda de Mitri y en casa de los Kolomensky no quedó nada por mirar y revolver. Al fin, anteayer se detuvo a Mikolai en una posada próxima a la Barrera. Al llegar a la posada, Mikolai se había quitado una cruz de plata que colgaba de su cuello y la había entre gado al dueño de la posada para que se la cam biara por vodka. Se le dio la bebida. Unos mi nutos después, una campesina que volvía de ordeñar a las vacas vio en una cochera vecina, mirando por una rendija, a un hombre que evi dentemente iba a ahorcarse. Habla colgado una cuerda del techo y, después de hacer un nudo corredizo en el otro extremo, se había subido a un montón de leña y se disponía a pasar la ca beza por el nudo corredizo. La mujer empezó a gritar con todas sus fuerzas y acudió gente.

»-¡Vaya unos pasatiempos que té bus cas! »-Llevadme a la comisaría. Allí lo con taré todo.

»Se atendió a su demanda y se le condu jo a la comisaría correspondiente, que es la de nuestro barrio. En seguida empezó el interroga torio de rigor.

»-¿Quién es usted y qué edad tiene? »-Tengo veintidós años y soy..., etcétera.

»Pregunta: »-Mientras trabajaba usted con Mitri en tal casa, ¿no vio a nadie en la escalera a tal hora? »Respuesta: »-Subía y bajaba bastante gente, pero yo no me fijé en nadie.

»-¿Y no oyó usted ningún ruido? »-No oí nada de particular.

»-¿Sabía usted que tal día y a tal hora mataron y desvalijaron a la vieja del cuarto piso y a su hermana? »-No lo sabía en absoluto. Me lo dijo Atanasio Pavlovitch anteayer en su taberna.

»-¿De dónde sacó los pendientes? »-Me los encontré en la calle.

»-¿Por qué no fue a trabajar al día si guiente con su compañero Mitri? »-Tenía ganas de divertirme.

»-¿Adónde fue? »-De un lado a otro.

»-¿Por qué huyó usted de la taberna de Duchkhine? »-Tenía miedo.

»-¿De qué? »-De que me condenaran.

»-¿Cómo explica usted ese temor si tenía la conciencia tranquila? »Aunque parezca mentira, Zosimof -continuó Rasumikhine-, se le hizo esta pregun ta y con estas mismas palabras. Lo sé de buena fuente... ¿Qué té parece? Dime: ¿qué té parece? -Las pruebas son abrumadoras.

-Yo no té hablo de las pruebas, sino de la pregunta que se le hizo, del concepto que tiene de su deber esa gente, esos policías... En fin, dejemos esto... Desde luego, presionaron al detenido de tal modo, que acabó por declarar: «-No fue en la calle donde encontré los pendientes, sino en el piso donde trabajaba con Mitri.

»-¿Cómo se produjo el hallazgo? »-Lo voy a explicar. Mitri y yo estuvi mos todo el día trabajando y, cuando nos íba mos a marchar, Mitri cogió un pincel empapa do de pintura y me lo pasó por la cara. Después echó a correr escaleras abajo y yo fui tras él, bajando los escalones de cuatro en cuatro y lanzando juramentos. Cuando llegué a la en trada, tropecé con el portero y con unos señores que estaban con él y que no recuerdo cómo eran. El portero empezó a insultarme, el segun do portero hizo lo mismo; luego salió de la ga rita la mujer del primer portero y se sumó a los insultos. Finalmente, un caballero que en aquel momento entraba en la casa acompañado de una señora nos puso también de vuelta y media porque no los dejábamos pasar. Cogí a Mitri del pelo, lo derribé y empecé a atizarle. El, aunque estaba debajo, consiguió también asir me por el pelo y noté que me devolvía los gol pes. Pero todo era broma. Al fin, Mitri consi guió libertarse y echó a correr por la calle. Yo le perseguí, pero, al ver que no le podía alcanzar, volví al piso donde trabajábamos para poner en orden las cosas que habíamos dejado de cual quier modo. Mientras las arreglaba, esperaba a Mitri. Creía que volvería de un momento a otro. De pronto, en un rincón del vestíbulo, detrás de la puerta, piso una cosa. La recojo, quito el papel que la envuelve y veo un estu che, y en el estuche los pendientes.

-¿Detrás de la puerta? ¿Has dicho detrás de la puerta? -preguntó de súbito Raskolnikof, fijando en Rasumikhine una mirada llena de espanto. Seguidamente, haciendo un gran es fuerzo, se incorporó y apoyó el codo en el diván.

-Sí, ¿y qué? ¿Por qué té pones así? ¿Qué té ha pasado? preguntó Rasumikhine levantán dose de su asiento.

-No, nada -balbuceó Raskolnikof peno samente, dejando caer la cabeza en la almohada y volviéndose de nuevo hacia la pared.

Hubo un momento de silencio.

-Debía de estar medio dormido, ¿ver dad? -preguntó Rasumikhine, dirigiendo a Zo simof una mirada interrogadora.

El doctor movió negativamente la cabe za.

Bueno -dijo-, continúa. ¿Qué ocurrió después? -¿Después? Pues ocurrió que, apenas vio los pendientes, se olvidó de su trabajo y de Mitri, cogió su gorro y corrió a la taberna de Duchkhine. Éste le dio, como ya sabemos, un rublo, y Mikolai le mintió diciendo que se había encontrado los pendientes en la calle. Luego se fue a divertirse. En lo que concierne al crimen, mantiene sus primeras declaraciones.»-Yo no sabía nada -insiste-, no supe nada hasta dos días después.

»-¿Y por qué se ocultó? »-Por miedo.

»-¿Por qué quería ahorcarse? »-Por temor.

»-¿Temor de qué? »-De que me condenaran.

»Y esto es todo -terminó Rasumikhine-.

¿Qué conclusiones crees que han sacado? -No sé qué decirte. Existe una sospecha, discutible tal vez pero fundada. No podían de jar en libertad a tu pintor de fachadas.

-¡Pero es que le atribuyen el asesinato! ¡No les cabe la menor duda! -Óyeme. No te acalores. Has de conve nir que si el día y a la hora del crimen, unos pendientes que estaban en el arca de la víctima pasaron a manos de Nicolás, es natural que se le pregunte cómo se los procuró. Es un detalle importante para la instrucción del sumario.

-¿Que cómo se los procuró? ---exclamó Rasumikhine-. Pero ¿es posible que tú, doctor en medicina y, por lo tanto, más obligado que nadie a estudiar la naturaleza humana, y que has podido profundizar en ella gracias a tu pro fesión, no hayas comprendido el carácter de Nicolás basándote en los datos que te he dado? ¿Es posible que no estés convencido de que sus declaraciones en los interrogatorios que ha su frido son la pura verdad? Los pendientes llega ron a sus manos exactamente como él ha dicho: pisó el estuche y lo recogió.

-Podrá decir la pura verdad; pero él mismo ha reconocido que mintió la primera vez.

-Oye, escúchame con atención. El porte ro, Koch, Pestriakof, el segundo portero, la mu jer del primero, otra mujer que estaba en aquel momento en la portería con la portera, el conse jero Krukof, que acababa de bajar de un coche y entraba en la casa con una dama cogida a su brazo; todas estas personas, es decir, ocho, afirman que Nicolás tiró a Mitri al suelo y lo mantuvo debajo de él, golpeándole, mientras Mitri cogía a su camarada por el pelo y le de volvía los golpes con creces. Están ante la puer ta y dificultan el paso. Se les insulta desde to das partes, y ellos, como dos chiquillos (éstas son las palabras de los testigos), gritan, dispu tan, lanzan carcajadas, se hacen guiños y se persiguen por la calle. Como verdaderos chi quillos, ¿comprendes? Ten en cuenta que arriba hay dos cadáveres que todavía conservan calor en el cuerpo; sí, calor; no estaban todavía fríos cuando los encontraron... Supongamos que los autores del crimen son los dos pintores, o que sólo lo ha cometido Nicolás, y que han robado, forzando la cerradura del arca, o simplemente participado en el robo. Ahora, admitido esto, permíteme una pregunta. ¿Se puede concebir la indiferencia, la tranquilidad de espíritu que demuestran esos gritos, esas risas, esa riña in fantil en personas que acaban de cometer un crimen y están ante la misma casa en que lo han cometido? ¿Es esta conducta compatible con el hacha, la sangre, la astucia criminal y la pru dencia que forzosamente han de acompañar a semejante acto? Cinco o diez minutos después de haber cometido el asesinato (no puede haber transcurrido más tiempo, ya que los cuerpos no se han enfriado todavía), salen del piso, dejan do la puerta abierta y, aun sabiendo que sube gente a casa de la vieja, se ponen a juguetear ante la puerta de la casa, en vez de huir a toda prisa, y ríen y llaman la atención de la gente, cosa que confirman ocho testigos... ¡Qué absur do! -Sin duda, todo esto es extraño, incluso parece imposible, pero...

-¡No hay pero que valga! Yo reconozco que el hecho de que se encontraran los pen dientes en manos de Nicolás poco después de cometerse el crimen constituye un grave cargo contra él. Sin embargo, este hecho queda expli cado de un modo plausible en las declaraciones del acusado y, por lo tanto, es discutible.

Además, hay que tener en cuenta los hechos que son favorables a Nicolás, y más aún cuan do se da el caso de que estos hechos están fuera de duda. ¿Tú qué crees? Dado el carácter de nuestra jurisprudencia, ¿son capaces los jueces de considerar que un hecho fundado única mente en una imposibilidad psicológica, en un estado de alma, por decirlo así, puede aceptarse como indiscutible y suficiente para destruir todos los cargos materiales, sean cuales fueren? No, no lo admitirán jamás. Han encontrado el estuche en sus manos y él quería ahorcarse, cosa que, a su juicio, no habría ocurrido si él no se hubiera sentido culpable... Ésta es la cuestión fundamental; esto es lo que me indigna, ¿com prendes? -Sí, ya veo que estás indignado. Pero oye, tengo que hacerte una pregunta. ¿Hay pruebas de que esos pendientes se sacaron del arca de la vieja? -Sí -repuso Rasumikhine frunciendo las cejas-. Koch reconoció la joya y dijo quién la había empeñado. Esta persona confirmó que los pendientes le pertenecían.

-Lamentable. Otra pregunta. ¿Nadie vio a Nicolás mientras Koch y Pestriakof subían al cuarto piso, con lo que quedaría probada la coartada? -Desgraciadamente, nadie lo vio -repuso Rasumikhine, malhumorado-. Ni siquiera Koch y Pestriakof los vieron al subir. Claro que su testimonio no valdría ya gran cosa. «Vimos -dicen- que el piso estaba abierto y nos pareció que trabajaban en él, pero no prestamos aten ción a este detalle y no podríamos decir si los pintores estaban o no allí en aquel momento.» -¿Así, la inculpabilidad de Nicolás des cansa enteramente en las risas y en los golpes que cambió con su camarada...? En fin, admi tamos que esto constituye una prueba impor tante en su favor. Pero dime: ¿cómo puedes explicar el proceso del hallazgo de los pendien tes, si admites que el acusado dice la verdad, o sea que los encontró en el departamento donde trabajaba? -¿Que cómo puedo explicarlo? Del mo do más sencillo. La cosa está perfectamente clara. Por lo menos, el camino que hay que se guir para llegar a la verdad se nos muestra con toda claridad, y es precisamente esa joya la que lo indica. Los pendientes se le cayeron al ver dadero culpable. Éste estaba arriba, en el piso de la vieja, mientras Koch y Pestriakof llama ban a la puerta. Koch cometió la tontería de bajar a la entrada poco después que su compa ñero. Entonces el asesino sale del piso y empie za a bajar la escalera, ya que no tiene otro ca mino para huir. A fin de no encontrarse con el portero, Koch y Pestriakof, ha de esconderse en el piso vacío que Nicolás y Mitri acaban de abandonar. Permanece oculto detrás de la puer ta mientras los otros suben al piso de las vícti mas, y, cuando el ruido de los pasos se aleja, sale de su escondite y baja tranquilamente. Es el momento en que Mitri y Nicolás echan a co rrer por la calle. Todos los que estaban ante la puerta se han dispersado. Tal vez alguien le viera, pero nadie se fijó en él. ¡Entraba y salía tanta gente por aquella puerta! El estuche se le cayó del bolsillo cuando estaba oculto detrás de la puerta, y él no lo advirtió porque tenía otras muchas cosas en que pensar en aquel momen to. Que el estuche estuviera allí demuestra que el asesino se escondió en el piso vacío. He aquí explicado todo el misterio.

-Ingenioso, amigo Rasumikhine, diabó licamente ingenioso, incluso demasiado inge nioso.

-¿Por qué demasiado? -Porque todo es tan perfecto, porque los detalles están tan bien trabados, que uno cree hallarse ante una obra teatral.

Rasumikhine abrió la boca para protes tar, pero en este momento se abrió la puerta, y los jóvenes vieron aparecer a un visitante al que ninguno de ellos conocía.

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