Empezó para Raskolnikof una vida ex traña. Era como si una especie de neblina le hubiera envuelto y hundido en un fatídico y doloroso aislamiento. Cuando más adelante recordaba este período de su vida, comprendía que entonces su razón vacilaba a cada momen to y que este estado, interrumpido por algunos intervalos de lucidez, se había prolongado has ta la catástrofe definitiva. Tenía el convenci miento de que había cometido muchos errores, sobre todo en las fechas y sucesión de los hechos. Por lo menos, cuando, andando el tiempo, recordó, y trató de poner en orden es tos recursos, y después de explicarse lo sucedi do, sólo gracias al testimonio de otras personas pudo conocer muchas de las cosas que perte necían a aquel período de su propia vida. Con fundía los hechos y consideraba algunos como consecuencia de otros que sólo existían en su imaginación. A veces le dominaba una angustia enfermiza y un profundo terror. Y también se acordaba de haber pasado minutos, horas y acaso días sumido en una apatía que sólo podía compararse con el estado de indiferencia de ciertos moribundos. En general, últimamente parecía preferir cerrar los ojos a su situación que darse cuenta exacta de ella. Así, ciertos hechos esenciales que se veía obligado a diluci dar le mortificaban, y, en compensación, des cuidaba alegremente otras cuestiones cuyo ol vido podía serle fatal, teniendo en cuenta su situación.
Svidrigailof le inquietaba de un modo especial. Incluso podía decirse que su pensa miento se había fijado e inmovilizado en él.
Desde que había oído las palabras, claras y amenazadoras, que este hombre había pronun ciado en la habitación de Sonia el día de la muerte de Catalina Ivanovna, las ideas de Ras kolnikof habían tomado una dirección comple tamente nueva. Pero, a pesar de que este hecho imprevisto le inquietaba profundamente, no se apresuraba a poner las cosas en claro. A veces, cuando se encontraba en algún barrio solitario y apartado, solo ante una mesa de alguna ta berna miserable, sin que pudiera comprender cómo había llegado allí, el recuerdo de Svidri gailof le asaltaba de pronto, y se decía, con fe bril lucidez, que debía tener con él una explica ción cuanto antes. Un día en que se fue a pasear por las afueras, se imaginó que se había citado con Svidrigailof. Otra vez se despertó al ama necer en un matorral, sin saber por qué estaba allí.
En los dos o tres días que siguieron a la muerte de Catalina Ivanovna, Raskolnikof se había encontrado varias veces con Svidrigailof, casi siempre en la habitación de Sonia, a la que iba a visitar sin objeto alguno y para volverse a marchar en seguida. Se limitaba a cambiar rápidamente algunas palabras triviales, sin abordar el punto principal, como si se hubieran puesto de acuerdo tácitamente en dejar a un lado de momento esta cuestión. El cuerpo de Catalina Ivanovna estaba aún en el aposento.
Svidrigailof se encargaba de todo lo relaciona do con el entierro y parecía muy atareado.
También Sonia estaba muy ocupada.
La última vez que se vieron, Svidrigailof enteró a Raskolnikof de que había arreglado felizmente la situación de los niños de la difun ta. Gracias a ciertas personalidades que le co nocían, había conseguido que admitieran a los huérfanos en excelentes orfelinatos, donde re cibirían un trato especial, ya que había entrega do una buena suma por cada uno de ellos.
Después dijo algunas palabras acerca de Sonia, prometió a Raskolnikof pasar pronto por su casa y le recordó que deseaba pedirle conse jo sobre ciertos asuntos.
Esta conversación tuvo lugar en la en trada de la casa, al pie de la escalera. Svidrigai lof miraba fijamente a Raskolnikof. De pronto bajó la voz y le dijo: -Pero ¿qué le pasa a usted, Rodion Ro manovitch? Cualquiera diría que no está usted en su juicio. Usted escucha y mira con la expre sión del hombre que no comprende nada. Hay que animarse. Tenemos que hablar, a pesar de que estoy muy ocupado tanto por asuntos pro pios como por ajenos... Oiga, Rodion Romano vitch -le dijo de pronto-, todos los hombres ne cesitamos aire, aire libre... Esto es indispensa ble.
Se apartó para dejar paso a un sacerdote y a un sacristán que venían a celebrar el oficio de difuntos. Svidrigailof lo había arreglado todo para que esta ceremonia se repitiese dos veces cada día a las mismas horas. Se marchó.
Raskolnikof estuvo un momento reflexionando.
Después siguió al sacerdote hasta el aposento de Sonia.
Se detuvo en el umbral. Comenzó el ofi cio, triste, grave, solemne. Las ceremonias fúnebres le inspiraban desde la infancia un sen timiento de terror místico. Hacía mucho tiem po' que no había asistido a una misa de difun tos. La ceremonia que estaba presenciando era para él especialmente conmovedora e impre sionante. Miró a los niños. Los tres estaban arrodillados junto al ataúd. Poletchka lloraba.
Tras ella, Sonia rezaba, procurando ocultar sus lágrimas.
« En todos estos días -se dijo Raskolni kof- no me ha dirigido ni una palabra ni una mirada.» El sol iluminaba la habitación, y el humo del incienso se elevaba en densas volu tas.
El sacerdote leyó: -«Concédele, Señor, el descanso eterno.» Raskolnikof permaneció en el aposento hasta el final del oficio. El pope repartió sus bendiciones y salió, dirigiendo a un lado y a otro miradas de extrañeza.
Después, el joven se acercó a Sonia. Ella se apoderó de sus manos y apoyó en su hom bro la cabeza. Esta demostración de amistad produjo a Raskolnikof un profundo asombro.
¿De modo que ella no experimentaba la menor repulsión, el menor horror hacia él? La mano de Sonia no temblaba lo más mínimo en la su ya. Era el colmo de la abnegación: ésta era, por lo menos, la explicación que Raskolnikof daba a semejante detalle. Sonia no desplegó los labios.
Raskolnikof le estrechó la mano y se fue.
Se habría sentido feliz si hubiera podido retirarse en aquel momento a un lugar verda deramente solitario, incluso para siempre. Pero, por desgracia para él, en aquellos últimos días de su crisis, aunque estaba casi siempre solo, no tenía nunca la sensación de estarlo completa mente.
A veces salía de la ciudad y se alejaba por la carretera. En una ocasión incluso se hab ía internado en un bosque. Pero cuanto más solitario y apartado era el paraje, más clara mente percibía Raskolnikof la presencia de algo semejante a un ser, cuya proximidad le aterraba menos que le abatía.
Por eso se apresuraba a volver a la ciu dad y se mezclaba con la multitud. Entraba en las tabernas, en los figones; se iba a la plaza del Mercado, al mercado de las Pulgas. Así se sent ía más tranquilo y más solo.
Una vez que entró en uno de estos figo nes, oyó que estaban cantando. Anochecía. Es tuvo una hora escuchando, e incluso con gran satisfacción. Pero al fin una profunda agitación volvió a apoderarse de él y le asaltó una especie de remordimiento.
«Aquí estoy escuchando canciones -se dijo- Pero ¿es esto lo que debo hacer?» Además, comprendió que no era éste su único motivo de inquietud. Había otra cuestión que debía resol verse inmediatamente, pero que no lograba identificar y que ni siquiera podía expresar con palabras. Lo sentía en su interior como una especie de torbellino.
«Más vale luchar -se dijo-: encontrarse cara a cara con Porfirio o Svidrigailof... Sí, reci bir un reto: tener que rechazar un ataque... No cabe duda de que esto es lo mejor.» Después de hacerse estas reflexiones, sa lió precipitadamente del figón. En esto acudió a su pensamiento el recuerdo de su madre y de su hermana, y se apoderó de él un profundo terror. Fue ésta la noche en que se despertó al oscurecer en un matorral de la isla Kretovski.
Estaba helado y temblaba de fiebre cuando tomó el camino de su alojamiento. Llegó ya muy avanzada la mañana. Tras varias horas de descanso, le desapareció la fiebre; pero cuando se levantó eran más de las dos de la tarde.
Se acordó de que era el día de los fune rales de Catalina Ivanovna y se alegró de no haber asistido. Nastasia le trajo la comida y él comió y bebió con gran apetito, casi con gloto nería. Tenía la cabeza despejada y gozaba de una calma que no había experimentado desde hacía tres días. Incluso se asombró de los terro res que le habían asaltado. La puerta se abrió y entró Rasumikhine.
-¡Ah, estás comiendo! Luego no estás enfermo.
Cogió una silla y se sentó frente a su amigo. Parecía muy agitado y no lo disimulaba.
Habló con una indignación evidente, pero sin apresurarse ni levantar la voz. Era como si le impulsara una intención misteriosa.
-Escucha -dijo en tono resuelto-: el dia blo os lleve a todos, y no quiero saber nada de vosotros, pues no entiendo absolutamente nada de vuestra conducta. No creas que he venido a interrogarte, pues no tengo el menor interés en averiguar nada. Si te tirase de la lengua, empe zarías, a lo mejor, a contarme todos tus secre tos, y yo no querría escucharlos: escupiría y me marcharía. He venido para aclarar, por mí mismo y definitivamente, si en verdad estás loco. Pues has de saber que algunos creen que lo estás. Y te confieso que me siento inclinado a compartir esta opinión, dado tu modo de obrar estúpido, bastante villano y perfectamente in explicable, así como tu reciente conducta con tu madre y con tu hermana. ¿Qué hombre lo har ía, Tu madre está muy enferma desde ayer.
Quería verte, y aunque e que no sea un mons truo, un canalla o un loco se habría portado con ellas como te has portado tú? En consecuencia, tú estás loco.
-¿Cuándo las has visto? -Hace un rato. ¿Y tú? ¿Desde cuándo no las has visto? Dime, te lo ruego: ¿dónde has pasado el día? He estado tres veces aquí y no he conseguido verte. tu hermana ha hecho todo lo posible por retenerla, ella no ha querido es cucharla. Ha dicho que si estabas enfermo, si perdías la razón, sólo tu madre podía venir en tu ayuda. Por lo tanto, nos hemos venido hacia aquí los tres, pues, como comprenderás, no podíamos dejarla venir sola, y por el camino no hemos cesado de tratar de calmarla. Cuando hemos llegado aquí, tú no estabas. Mira, aquí se ha sentado, y sentada ha estado diez minutos, mientras nosotros permanecíamos de pie ante ella. Al fin se ha levantado y ha dicho: « Si sale, no puede estar enfermo. La razón es que me ha olvidado. No me parece bien que una madre vaya a buscar a su hijo para mendigar sus cari cias.» Cuando ha vuelto a su casa, ha tenido que acostarse. Ahora tiene fiebre. «Para su ami ga sí que tiene tiempo», ha dicho. Se refería a Sonia Simonovna, de la que supone que es tu prometida o tu amante. No sabe si es una cosa a otra, y como yo tampoco lo sé, amigo mío, y deseaba salir de dudas, he ido en seguida a casa de esa joven... Al entrar, veo un ataúd, niños que lloran y a Sonia Simonovna probán doles vestidos de luto. Tú no estabas allí. Des pués de buscarte con los ojos, me he excusado, he salido y he ido a contar a Avdotia Roma novna los resultados de mis pesquisas. O sea que las suposiciones de tu madre han resultado inexactas, y puesto que no se trata de una aven tura amorosa, la hipótesis más plausible es la de la locura. Pero ahora te encuentro comiendo con tanta avidez como si llevaras tres días en ayunas. Verdad es que los locos también co men, y que, además, no me has dicho ni una palabra; pero estoy seguro de que no estás loco.
Eso es para mí tan indiscutible, que lo juraría a ojos cerrados. Así, que el diablo se os lleve a todos. Aquí hay un misterio, un secreto, y no estoy dispuesto a romperme la cabeza para resolver este enigma. Sólo he venido aquí -terminó, levantándose- para decirte lo que te he dicho y descargar mi conciencia. Ahora ya sé lo que tengo que hacer.
-¿Qué vas a hacer? -¡A ti qué te importa! -Vas a beber. Lleva cuidado.
-¿Cómo lo has adivinado? -No es nada difícil.
Rasumikhine permaneció un momento en silencio.
-Tú eres muy inteligente y nunca has es tado loco -exclamó con vehemencia-. Has dado en el clavo. Me voy a beber. Adiós.
Y dio un paso hacia la puerta.
-Hablé de ti a mi hermana, Rasumikhi ne. Me parece que fue anteayer.
Rasumikhine se detuvo.
-¿De mí? ¿Dónde la viste? Había palidecido ligeramente, y bastaba mirarle para comprender que su corazón había empezado a latir con violencia.
-Vino a verme. Se sentó ahí y estuvo hablando conmigo.
-¿Ella? -Sí.
-Bueno, pero ¿qué le dijiste de mí? -Le dije que eres una excelente persona, un hombre honrado y trabajador. De tu amor no tuve que decirle nada, pues ella bien sabe que tú la quieres.
-¿Lo sabe? -¡Pero, hombre...! Oye: me vaya yo don de me vaya y ocurra lo que ocurra, tú debes seguir siendo su providencia. Las pongo en tus manos, Rasumikhine. Te digo esto porque sé que la amas y estoy seguro de la pureza de tu amor. También sé que ella puede amarte, si no te ama ya. Ahora a ti te concierne decidir si debes irte a beber.
-Rodia... Mira... Oye... ¡Demonio! ¿Qué quieres decir con eso de que las pones en mis manos...? Bueno, si es un secreto, no me digas nada: yo lo descubriré. Estoy seguro de que todo eso son tonterías forjadas por tu imagina ción. Por lo demás, eres una buena persona, un hombre excelente.
-Cuando me has interrumpido, te iba a decir que haces bien en renunciar a conocer mis secretos. No pienses en esto, no te preocupes.
Todo se aclarará a su debido tiempo, y entonces ya no habrá secretos para ti. Ayer alguien me dijo que los hombres tenemos necesidad de aire, ¿lo oyes?, de aire. Ahora mismo voy a ir a preguntarle qué quería decir con eso.
Rasumikhine reflexionó febrilmente. De pronto tuvo una idea.
« Seguramente -pensó-, Raskolnikof es un conspirador político y está en vísperas de dar un golpe decisivo. No puede ser otra cosa...
Y Dunia está enterada.» -Así -dijo recalcando las palabras-, Av dotia Romanovna viene a verte y tú vas ahora a ver a un hombre que dice que hace falta aire, que eso es lo primero... Por lo tanto, esa carta -terminó como si hablara consigo mismo- debe referirse a todo esto.
-¿Qué carta? -Tu hermana ha recibido hoy una carta que parece haberla afectado. Yo diría incluso que la ha trastornado profundamente. Yo he intentado hablarle de ti, y ella me ha rogado que me callara. Luego me ha dicho que tal vez tuviéramos que separarnos muy pronto. Me ha dado las gracias calurosamente no sé por qué y luego se ha encerrado en su habitación.
-¿Dices que ha recibido una carta? -preguntó Raskolnikof, pensativo.
-Sí, una carta. ¿No lo sabías? Los dos guardaron silencio.
-Adiós, Rodia. Te confieso, amigo mío, que hubo un momento... Bueno, adiós... Sí, hubo un momento en que... Adiós, adiós; tengo que marcharme. En cuanto a eso de beber, no lo haré. Te equivocas si crees que eso es necesario.
Parecía tener mucha prisa, pero apenas hubo salido, volvió a entrar y dijo a Raskolni kof sin mirarle: -Oye, ¿te acuerdas de aquel asesinato, de aquel asunto que Porfirio estaba encargado de instruir? Me refiero a la muerte de la vieja.
Pues bien, ya se ha descubierto al asesino. Él mismo ha confesado y presentado toda clase de pruebas. Es uno de aquellos pintores que yo defendía con tanta seguridad, ¿te acuerdas? Aunque parezca mentira, todas aquellas esce nas de risas y golpes que se desarrollaron mien tras el portero subía con dos testigos no eran más que un truco destinado a desviar las sos pechas. ¡Qué astucia, qué presencia de ánimo la de ese bribón! Verdaderamente, cuesta creerlo, pero él lo ha explicado todo, y su declaración es de las más completas. ¡Cómo me equivoqué! A mi juicio, ese hombre es un genio, el genio del disimulo y de la astucia, un maestro de la coar tada, por decirlo así, y, teniendo esto en cuenta, no hay que asombrarse de nada. En verdad, personas así pueden existir. Que no haya podi do mantener su papel hasta el fin y haya aca bado por confesar es una prueba de la veraci dad de sus declaraciones... Pero no comprendo cómo pude cometer tamaña equivocación. Es taba dispuesto a sostener en todos los terrenos la inocencia de esos hombres.
-Dime, por favor, ¿dónde te has entera do de todo eso y por qué te interesa tanto este asunto? -preguntó Raskolnikof, visiblemente afectado.
-¿Que por qué me interesa? ¡Vaya una pregunta! En cuanto Al origen de mis informes, ha sido Porfirio, y otros, pero Porfirio espe cialmente, el que me lo ha explicado todo.
-¿Porfirio? -Sí.
-Bueno, pero ¿qué te ha dicho? -preguntó Raskolnikof perdiendo la calma.
-Me lo ha explicado todo con gran clari dad, procediendo según su método psicológico.
-¿Te ha explicado eso? ¿Él mismo te lo ha explicado? -Sí, él mismo. Adiós. Tengo todavía algo que contarte, pero habrá de ser en otra ocasión, pues ahora tengo prisa. Hubo un momento en que creí... Bueno, ya te lo contaré en otro mo mento... Lo que quiero decirte es que ya no ten go necesidad de beber: tus palabras han basta do para emborracharme. Sí, Rodia, estoy em briagado, embriagado sin haber bebido... Bue no, adiós. Hasta pronto.
Se marchó.
« Es un conspirador político: estoy segu ro, completamente seguro -se dijo con absoluta convicción Rasumilchine mientras bajaba la escalera-. Y ha complicado a su hermana en el asunto. Esta hipótesis es más que plausible, dado el carácter de Avdotia Romanovna. Los dos hermanos tienen entrevistas. Algunas de sus palabras, ciertas alusiones, me lo demues tran. Por otra parte, ésta es la única explicación que puede tener este embrollo. Y yo que creía...
¡Señor, lo que llegué a pensar...! Una verdadera aberración; me siento culpable ante él. Pero fue él mismo el que el otro día, en el pasillo, junto a la lámpara, me inspiró semejante insensatez...
¡Qué idea tan villana, tan burda, me asaltó! Mi kolka ha hecho muy bien en confesar... Ahora todo lo ocurrido queda perfectamente explica do: la enfermedad de Rodia, su extraña conduc ta... Incluso en sus tiempos de estudiante se mostraba sombrío y huraño... Pero ¿qué signifi ca esa carta? ¿Quién la envía? Hay todavía algo por aclarar... Ya lo averiguaré todo.» De pronto se acordó de lo que Rodia le había dicho de Dunetchka, y creyó que el co razón se le iba a paralizar. Entonces hizo un esfuerzo y echó a correr.
Apenas se hubo marchado Rasumikhi ne, Raskolnikof se levantó y se acercó a la ven tana. Después dio algunos pasos y tropezó con una pared. Luego tropezó con otra. Parecía haberse olvidado de las reducidas dimensiones de su habitación. Al fin se dejó caer en el diván.
Daba la impresión de que se había operado en él un cambio profundo y completo. De nuevo podía luchar: tenía una posible salida.
Sí, ahora podía tener una salida, un me dio de poner fin a la espantosa situación que le asfixiaba y le tenía sumido en una especie de embrutecimiento desde la confesión de Mikol ka en casa de Porfirio. A esto había seguido su escena con Sonia, cuyo desarrollo y desenlace no habían correspondido a sus previsiones ni a sus intenciones. Se había mostrado débil en el último momento. Había reconocido ante la mu chacha, y con toda sinceridad, que no podía seguir llevando él solo una carga tan pesada...
¿Y Svidrigailof? Svidrigailof era para él un inquietante enigma, aunque esta inquietud tenía un matiz diferente. Tendría que luchar, pero seguramente encontraría un modo de deshacerse de él. Porfirio era otra cosa.
Así, pues, había sido el mismo Porfirio el que había demostrado a Rasumikhine la cul pabilidad de Mikolka, procediendo por su método psicológico.
«Siempre está con su maldita psicología -se dijo Raskolnikof-. Porfirio no ha creído en ningún momento en la culpabilidad de Mikolka después de la escena que hubo entre nosotros y que no admite más que una explicación.» Raskolnikof había recordado en varias ocasiones retazos de aquella escena, pero no la escena entera, pues no habría podido soportar su recuerdo.
En aquella escena habían cambiado pa labras y miradas que demostraban en Porfirio una seguridad tan absoluta y adquirida tan rápidamente, que no era posible que la confe sión de Mikolka hubiera podido quebrantarla.
¡Pero qué situación la suya! El mismo Rasumi khine empezaba a sospechar. El incidente del corredor había dejado huellas en él.
«Entonces corrió a casa de Porfirio... Pe ro ¿por qué habrá querido ese hombre engañar le? ¿Por qué razón habrá intentado desviar sus sospechas hacia Mikolka? No, no puede haber hecho esto sin motivo. Abriga alguna intención, pero ¿cuál? Verdad es que desde entonces ha transcurrido mucho tiempo, y no he tenido noticias de Porfirio. Esto es tal vez mala señal.» Cogió la gorra y se dirigió a la puerta.
Iba pensativo. Por primera vez desde hacía mu cho tiempo se sentía en un estado de perfecto equilibrio.
«Hay que terminar con Svidrigailof a toda costa y lo antes posible. Sin duda está es perando que vaya a verle.» En este momento, en su agotado co razón brotó tal odio contra sus dos enemigos, Svidrigailof y Porfirio, que no habría vacilado en matar a cualquiera de ellos si los hubiese tenido a su merced. Por lo menos tuvo la im presión de que seria capaz de hacerlo algún día.
-Ya lo verán, ya lo verán -murmuró.
Pero apenas abrió la puerta se dio de manos a boca con Porfirio, que estaba en el vestíbulo.
El juez de instrucción venía a visitarle.
Raskolnikof quedó estupefacto en el primer momento, pero se recobró rápidamente. Por extraño que pueda parecer, esta visita le ex trañó muy poco y no le inquietó apenas.
Tras un ligero estremecimiento se puso en guardia.
« Esto puede ser el final -se dijo- Pero ¿cómo habrá podido llegar tan en silencio que no lo he oído? ¿Habrá venido a espiarme?» -No esperaba usted mi visita, ¿verdad, Rodion Romanovitch? -dijo alegremente Porfi rio Petrovitch-. Hace mucho tiempo que quería venir a verle. Ahora, al pasar casualmente ante su casa, me he preguntado: «¿Por qué no subes un momento?» Ya veo que iba usted a salir; pero no tema, que sólo le distraeré el tiempo que dura un cigarrillo. Es decir, si usted me lo permite.
-¡Pues claro que sí! Siéntese, Porfirio Pe trovitch, siéntese.
Y Raskolnikof ofreció una silla a su visi tante, tan amable y sereno, que él mismo se habría sorprendido si se hubiera podido ver en aquel momento. No había quedado en él ni rastro de inquietud. Es el caso del hombre que cae en poder de un bandido y, después de pa sar media hora de angustia mortal, recobra su sangre fría cuando nota la punta del puñal en la garganta.
Raskolnikof se sentó ante Porfirio Pe trovitch y le miró a la cara. El juez de instruc ción guiñó un ojo y encendió un cigarrillo.
«¡Vamos, habla! -le incitó Raskolnikof mentalmente-. ¿Por qué no empiezas de una vez?»