EN QUE EMPIEZA EL SEGUNDO ACTO DE NUESTRO DRAMA
Francisco Martínez Montiño, esto es, el cocinero de su majestad, nuestro protagonista, en una palabra, había vuelto de Navalcarnero al anochecer del día siguiente á la noche en que había ido á recibir un secreto de la boca de su hermano moribundo.
Montiño se había traído consigo un cofre fuertemente cerrado y sellado, sobre cuya cerradura había un papel.
El receloso cocinero había tenido buen cuidado de envolver aquel cofre en un lienzo para que nadie pudiese reparar en sus señas particulares; le había hecho subir á su alto aposento del alcázar, y sin decir á su mujer y á su hija más palabras que las necesarias para darlas los buenos días, se había encerrado con el cofre en el aposento cerrado y polvoroso que ya conocemos, y en el cual tenía secuestrada, apartada de la vista de todo extraño, el arca de sus talegos.
Una vez allí Montiño, después de haber descubierto con respeto el cofre que había traído de Navalcarnero, le estuvo contemplando en éxtasis.
No cesaba de leer y releer lo siguiente, que aparecía escrito en el papel que estaba pegado y sellado sobre la cerradura del cofre:
«Yo, Gabriel Pérez, escribano público de la villa de Navalcarnero, doy fe y testimonio de cómo el señor Jerónimo Martínez Montiño, recibió cerrado y sellado, como se encuentra, este cofre.» Seguía la fecha y el signo.
—¿Y qué habrá aquí? ¿qué habrá aquí?—decía el cocinero levantando con trabajo pesado el cofre—. ¿Dinero? no, no, más bien alhajas. El señor duque de Osuna es muy rico, muy poderoso, y tratándose de un hijo suyo... ¿quién había de pensar que aquel muchacho que se me presentaba bajo un traje tan humilde, como el humilde nombre de sobrino mío, había de ser no menos que un Girón, aunque bastardo...? ...¿y pensar que yo, por ignorancia, he estado á punto de malquistarme con él?...
Y Montiño seguía abismándose en su pensamiento y contemplando el cofre, y probando su peso, y queriendo deducir por él el valor de su contenido.
El cocinero mayor sufría el tormento de los avaros.
Pero era necesario salir de su reservado aposento.
Puso cuidadosamente el cofre en un rincón, lo cubrió con un tapiz viejo, y no contento aún, con una estera, y se dió al fin completamente á luz á su mujer y á su hija.
Después se presentó, como de costumbre, en la cocina, y dió sus órdenes para la vianda del día.
Después, y libre ya por algunas horas, tomó su capa y su espada y se fué á Santo Domingo el Real, y oyó misa, y procuró oírla, porque el cocinero mayor no tenía pensamiento más que para el cofre y para el sobrino postizo.
Apenas hubo concluído la misa, cuando tomó á buen paso el camino de la calle de Amaniel.
En aquella calle, en una casa chata y vieja, vivía la señora María Suárez, honrada esposa del escudero Melchor Argote, y honrada amiga del prendero Gabriel Cornejo.
Cuando Montiño llegó, encontró á la señora María fregoteando, como la mujer más hacendosa del mundo, en la cocina.
—Buenos días, buenos días, señora—dijo el cocinero—; ¿y cómo va por acá?
—¡Ah! ¿sois vos, señor Francisco?—dijo la vieja.
Pero describámosla.
Era una mujer como de sesenta años, ó por mejor decir, una pelota con pies, cabeza y brazos: morena, encendida y basta, con la nariz gruesa, los labios gruesos, los ojos pequeños y colorados, el izquierdo bizco, y los escasos cabellos, rubios entrecanos. Vestía un hábito de jerga corto, sobre los hombros un pañuelo de lana azul, y por bajo del vestido que tenía levantado, como acostumbran las mujeres durante ciertas haciendas caseras, se veían dos piernas rechonchas con medias azules, y dos pies redondos y abotargados, metidos dentro de dos zapatos gruesos y de un color indefinible.
El ojo bizco de esta mujer era su único, pero completo rasgo fisonómico-característico; era un verdadero ojo de demonio que lucía como un ascua medio apagada, y que en continua movilidad dejaba ver sucesivamente todas las expresiones de los siete pecados capitales.
Esto en ciertas situaciones especiales, que cuando aquel ojo dormía cubierto por una expresión hipócrita, la señora María tenía el aspecto de la mujer mejor del mundo.
Pero cuando asomó á la puerta de la cocina el cocinero del rey, en cuanto la señora María le vió, el ojo se puso en movimiento y expresó la cólera más concentrada y más vengantiva que darse puede.
—¡Buena la habéis hecho!—dijo la señora María bajándose de una silla, á la que se había encaramado para fregar una vidriera, y viniendo hacia el cocinero mayor con un estropajo en la mano—: ¡buena la habéis hecho, señor Francisco!
—¿Pero qué he hecho yo?—exclamó asustado el cocinero, porque le constaba que la señora María no hablaba nunca en balde.
—¿Que qué habéis hecho? ¡nada! ¡absolutamente nada!... ¡pero ello dirá!
—Sepamos.
—¿Tenéis un sobrino?
—Sí, señora, tengo un sobrino.
—¿Y os habéis valido de este sobrino?
—¿Para qué?... vamos á ver... ¿para qué me he valido yo de ese sobrino?...
—¡Pues! para malherir á don Rodrigo Calderón.
—¡Ah! ¡diablo!
—Y ¡ya se ve!... os habéis apropiado los tres mil ducados de la reina.
—Yo...
—Sí, señor... y si no, ¿por qué ha dado de estocadas vuestro sobrino á don Rodrigo Calderón?
—Han sido asuntos suyos...
—Pues mirad, tiene muy malos asuntos vuestro sobrino.
—¡Bah! ¡no tan malos como creéis! Pero en fin, ya que habéis hablado de mi sobrino, por él venía, porque supongo que habrá pasado aquí la noche.
—Aquí la ha pasado, quiero decir, aquí ha pasado la madrugada, porque el galopín Aldaba le trajo á las tres.
—¡Ah! ¿conque ha salido á las tres de palacio mi sobrino?
—¡De palacio!
—¿He dicho de palacio?... eso es... ¿habrá estado en mí casa?... sí, cierto...
—En vuestra casa mientras vos habéis estado fuera, no ha estado nadie más que la justicia...
—Sí, sí; ya me ha dicho mi mujer...
—¿Y no os ha dicho vuestra mujer que haya estado nadie más?
—No por cierto.
—Señor Francisco, los hombres viejos no debían casarse... sobre todo con mujeres jóvenes y bonitas.
—Señora María—exclamó todo bilis y enojo Montiño: sois una bribona...
—Bien, muy bien; ahora los insultos.
—¿Queréis vengaros de mí porque os he echado á perder un buen negocio?...
—Yo no me vengo, no os he dicho nada que merezca la pena de que me tratéis así.
—Habéis querido hacerme sospechar de mi esposa.
—¡Jesús María! ¡vea vuestra merced lo que es ser los hombres maliciosos!
—No es necesario ser malicioso.
—¿Pues yo qué os he dicho?
—Pues eso es lo malo, que no habéis dicho nada.
—He dicho que los hombres viejos no debían casarse teniendo hijas jóvenes y bonitas.
—Habéis dicho mujer.
—He dicho hija.
—Y bien, ¿qué tenéis vos que decir de mi hija?...
—¡Hum! ¡nada! ¡pero haberse estado vuestro sobrino hasta las tres en vuestra casa, y no haber parecido cuando le buscaba la justicia!
—Mi hija no conoce á su primo.
—Pero como tal primo es tan hermoso y tan atrevido... replicó la señora María.
—Dejemos esta conversación, señora María, que estáis equivocada de medio á medio; mi sobrino no ha estado en mi casa...
—Pues si ha estado en palacio y no en vuestra casa...
—Ha estado en la casa del rey—dijo una voz á la puerta.
Volvióse todo hosco é incómodo el cocinero y vió al bufón del rey.
El tío Manolillo entró con las manos puestas en las caderas, miró frente á frente al cocinero de su majestad, se le rió en las barbas y se sentó en un taburete de pino.
—Y bien, ¿por qué os reís?—dijo Montiño amostazado, porque hacía mucho tiempo que le causaban ojeriza las bromas del bufón.
—Ríome porque siempre que os veo me da gozo, señor Francisco—dijo el tío Manolillo.
—Es que os estáis gozando conmigo hace muchos días.
—¿Qué queréis? cuando yo veo la felicidad de los demás, me perezco de alegría.
—¿Y qué felicidad veis en mí, amigo bufón?
—¡Bah! ¡vuestra mujer!...
—¡Mi mujer!—exclamó, sintiendo un sacudimiento nervioso el cocinero.
—Ciertamente, vuestra mujer... os ama mucho... mucho... muchísimo... Os ayuda en todo lo que puede.
—¿Sabéis que ya me incomoda el que me habléis tanto de mi mujer?
—Como que estoy enamorado de ella...
—Vos no amáis más que á esa comedianta que os tiene vuelto el juicio...
—Puede ser, porque tratándose del juicio de los hombres, no conozco cosa que tanto se lo vuelva como las mujeres. Pero dejándonos de bromas y ya que hablábamos de vuestro sobrino, ¿cómo ha pasado la noche ese valiente joven, señora María?
—¡Qué! ¿conocéis á mi sobrino, tío Manolillo?
—¡Bah si le conozco! ¿pero no habéis oído, señora María, ó es que tanto os interesa tener limpias las sartenes, ya que no podéis tener limpia la conciencia?
—No sé para qué los reyes han de tener gordos y ensoberbecidos á estos avechuchos—dijo la vieja.
—Pero el sobrino del señor Francisco... os he preguntado por él tres veces y nada me habéis respondido... y sé que ha pasado aquí la noche...
—La madrugada, diréis.
—En buen hora... ¿y duerme todavía?
—El que se acuesta tarde, no se levanta temprano.
—¿Y decís que conocéis á mi sobrino?—dijo el cocinero.
—Ya se ve que le conozco.
—¿Dónde le habéis visto?
—Anoche en palacio.
—¿Pero en dónde?
—Donde no entran todos.
—¿Estáis seguro de lo que decís?
—Vaya si lo estoy.
—¿Y habéis hablado con él?
—No, pero no importa; sé que anda enamorado y en aventuras.
—¿Y le corresponden?
—Tal creo.
—Tenemos que hablar á solas... no os ofendáis, señora María.
—La señora María no se ofende de otra cosa que de no ganar dineros.
—Yo no puedo ofenderme de lo que me da risa.
—¿Y qué os da risa en esto?
—El secreto que gastáis... como si no supiéramos que en palacio es muy fácil tener amores altos.
—Como es muy difícil que vos dejéis de ser una deslenguada.
—Os advierto, hermano bufón, que si mi esposo os oye, que pudiera ser, os cortará una oreja.
—¡Bah! ¡el escuderote! Pero dejando esto... ¿dónde tiene su aposento el señor Juan Montiño?
—Ved que sale en persona—dijo la vieja señalando una puerta que se abría, y tras la cual apareció el joven.
—¡Ah! ¡mi buen sobrino!—exclamó Montiño corriendo hacia él.
—¿Cuánto pensará ganar con su sobrino el cocinero del rey, cuando tan bien le trata?—dijo para si el bufón.
—¿Y mi tío Pedro?—dijo el joven con solicitud.
—¡Tu tío!... ¡tu pobre tío, ha muerto!—contestó apagando su sonrisa y con acento triste Francisco Montiño.
El joven se puso pálido, sus ojos se llenaron de lágrimas, y exclamó bajando tristemente la cabeza:
—¡Cúmplase la voluntad de Dios!
Y luego añadió dominándose:
—¿Y nada os ha dicho para mí?
—Nada; cuando llegué ya había perdido el habla.
—¡Ah! ¡mi buen tío! la carta que me dió para vos era un pretexto para alejarme de sí; para que no lo viese morir.
—No te has engañado, sobrino; no te has engañado... ¿y qué he hecho yo de esa carta? creo que la llevé al pueblo, y que la he dejado olvidada allí. ¿Pero, cómo has pasado la noche?
—Muy bien, tío, muy bien.
—Pues me alegro, me alegro mucho—dijo el tío Manolillo—, porque creo que tenéis demasiado que hacer para no necesitar estar descansado.
—No os conozco, amigo—dijo Montiño.
—Nada tiene de extraño. Yo soy el bufón del rey; pero si no me conocéis á mí, conocéis mucho á un grande amigo mío.
—¿Qué amigo?
—Don Francisco de Quevedo.
—¡Cómo! ¡don Francisco de Quevedo!—dijo el cocinero mayor—¿y está don Francisco en la corte?
—Y algo más que en la corte dijo el tío Manolillo.
—¡Ah, ah! ¿Y conoces tú á don Francisco de Quevedo, sobrino?—añadió el cocinero.
—Estuvo hace dos años en el lugar; iba huído...
—¡Ah!—dijo Francisco Montiño, recordando el pasaje de la carta de su difunto hermano, en que se refería al conocimiento de Juan con Quevedo—. ¡Ah, sí! ¡Es verdad!
—¿Y qué es verdad?—dijo Juan.
—¿Qué ha de ser verdad, sino que hace dos años anduvo huído por unas estocadas don Francisco?
—Pues amigo mío—dijo el bufón—, don Francisco os espera.
—¿Que me espera? ¿Y dónde? Habíamos quedado en vernos en San Felipe.
—Pero urge, urge. Así, pues, os vendréis conmigo.
—¡Sin almorzar!—dijo el cocinero—. ¡Yo que venía con él para que almorzase!
—Donde yo le llevo almorzará mejor.
—¿Mejor que en mi casa?
—Sí, señor; vuestro sobrino, señor Francisco, almorzará hoy mejor que el rey.
—¡Algunas empanadas de hostería de esas que no se digieren!—exclamó Montiño con desprecio y picado en su calidad de cocinero.
—¡Yo daré de almorzar á vuestro sobrino pechugas de ángeles!
—¡Ah, ah!... ¡vos tenéis á vuestra disposición pechugas de ángeles!... Pero es el caso que yo necesito á mi sobrino, aunque sólo puedo darle pechugas de ánade.
—No son malas, señor Francisco, no son malas; guardadme una para más tarde; pero yo ahora me llevo conmigo al señor Juan Montiño. Como que le espera nada menos que don Francisco de Quevedo, y para asuntos muy importantes.
—¡Oh! pues si don Francisco de Quevedo me espera, tío, necesario será que vaya.
—Iremos todos—dijo el cocinero.
—No puede ser—replicó el bufón—: quedáos en buen hora siguiendo vuestra disputa con la señora María. En cuanto á mí, vuestro sobrino me llevo.
—¿Y dónde para don Francisco?
—En una casa y en una cama.
—Pues quedo enterado—dijo el señor Francisco.
—¡Cómo! ¿Ha pasado algún mal accidente á don Francisco?—dijo con cuidado Montiño.
—Cosa mala nunca muere—dijo desapaciblemente la vieja.
—Por eso no habéis muerto vos, aunque sois vieja del alma y del cuerpo—dijo el tío Manolillo—; pero vamos, señor Juan, y que no se diga que cuesta más trabajo sacaros de aquí que si se tratase de sacar una monja de un convento.
—No; no ciertamente—dijo el joven—; perdonad, tío, pero cuando don Francisco me llama con tanta urgencia, asunto debe ser importante; en cuanto concluya iré á buscaros á palacio.
—Ve, sobrino, ve—dijo el cocinero—; ya sabes que yo no me meto en tus asuntos; pero mira dónde pones los pies, hijo mío, porque la corte se ha puesto para ti un poco resbaladiza.
—¿Nos veremos en la calle?—dijo el bufón—. Venid, que el tiempo urge, y vos, compadre, dejadnos por Jesús Nazareno, y vamos, y no se hable más, que en decir y replicar llevamos una hora. Conque hasta después; muchas expresiones al señor Cornejo, señora María, y al señor escudero que se compre un peine fuerte; hasta más ver... ¡Gracias á Dios que estamos en la calle!
Y el tío Manolillo, sin detenerse á escuchar la agria réplica de la señora María, sacó á remolque á Juan.
—¿Conque tan hombre sois?—le dijo el bufón.
—Según—dijo Juan—; no sé por qué me hacéis esa pregunta.
—¡Afortunado y reservadillo! haréis fortuna en la corte, joven.
—Me alegraré.
—¡Ah, ah!—conozco á muy pocos que hayan entrado en palacio con tan buen pie.
Miró profundamente Montiño al tío Manolillo.
—Vuestro amigo don Francisco—dijo el bufón contestando á aquella mirada—me llama el mochuelo del alcázar.
—Os juro que no os entiendo.
—¡Bah! ¿Y cómo os va de vuestros amores?
—¿De mis amores?
—¡Qué! ¿No estáis enamorado?
—¡Yo!
—Mirad que doña Clara Soldevilla es demasiado persona para que se la engañe.
—¡Doña Clara! ¡Oh, doña Clara! ¿La conocéis?
—¡Vaya! ¡Pues medrados estaríamos si el tío Manolillo, el loco del rey, no conociese hasta las arañas del alcázar! Conozco á mi señora doña Clara desde que era así, tamañita.
—¿Y qué se dice de esa dama en el alcázar?
—¿Qué se ha de decir? La llaman la menina de nieve.
—¿Por lo blanca?
—Bien pudieran; pero es por lo fría.
—¡Fría, y tiene dos ojos que abrasan!
—Pues ahí veréis. Nadie ha podido hacer que esos ojos le miren enamorados. ¡Como no seáis vos!...
—¡Yo!
—¿Y qué tendría eso de extraño?
—Os aseguro que...
—Lo creo; doña Clara es dura como una roca.
—Pero yo no pienso...
—¡Vos!... ¡bah!... Vos sois capaz de saltar por esa dama por cima de la torre de Santa Cruz; y si yo fuera otro, lo sería también... y sois vos solo...
—¡Cómo!
—El primero que salta por doña Clara es...
—¿Quién?
—Un personaje muy alto...
—Acabad.
—Don Felipe.
—¿Don Felipe de qué?
—Don Felipe de Austria, mi buen amigo, mi entretenimiento, mi loco.
—¡Ah! ¡El rey!
—No os pongáis pálido, amigo mío, no os pongáis pálido; doña Clara hace tanto caso del rey como de mí.
—¡Pero decís que hay otros!...
—No hay ninguno; es decir, ninguno ha logrado hacerse amar de doña Clara... á no ser que vos...
—¿Yo?
—Seamos francos; ¿cuánto daríais vos por encontrar una persona que os sirviese de puente para con esa dama? ¿Por dos ojos que viesen más que los vuestros?
—¿Me hacéis una proposición?
—Me intereso por vos.
—¿Y qué clase de interés es el vuestro?
—Yo... os serviré... pero me habéis de pagar.
—Contad con mi bolsillo.
—Os perdono, porque los enamorados están locos... Vos me pagaréis, pero no me pagaréis en dinero... Llegará un día en que yo os diga: os he servido; servidme.
—Os serviré como me hayáis servido á mí.
—No hablemos más; estamos cerca de la casa donde para nuestro amigo don Francisco.
Entraban á la sazón en la calle Ancha de San Bernardo. Al poco trecho, el bufón llegó á una puerta, tiró de un cordel y la puerta se abrio; siguióle Juan Montiño, el bufón cerró la puerta y subió por unas escaleras, seguido del joven, á un hermoso recibimiento, y de allí á una sala ricamente alhajada.
Sobre los sillones había algunos trajes relumbrantes, á todas luces trajes de teatro, y sobre una mesa joyas en desorden y botes de perfumes.
En la sala no había nadie; pero saliendo de una alcoba se escuchaba una voz vibrante y acentuada que al parecer leía, y de tiempo en tiempo una voz juvenil y fresca, incitante voz de mujer, que se reía de la mejor gana del mundo.
El bufón adelantó y levantó una de las cortinas bordadas que cubrían la puerta de la alcoba.
En un magnífico lecho, que por muchas señales demostraba ser un lecho de mujer, y de mujer galante, hundido en los colchones, medio sepultado en las almohadas, revuelta la cabellera, caladas las antiparras, sosteniendo un libro en folio, leía Quevedo.
A los pies del lecho, indolentemente envuelta en una especie de bata de color de rosa con encajes, mal cogidas las anchas trenzas negras, extendidos los pies, que calzaban unos chapines de tafilete blanco, apoyado un brazo en otro brazo del sillón, y sobre la mano uno de esos semblantes en que no se sabe qué admirar más, si la fuerza de la juventud, la fuerza de la hermosura ó la fuerza de la expresión, había una mujer como de veinticuatro años, sonriente, alegre, escuchando con delicia á Quevedo, que leía uno de los mejores capítulos del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.
Quevedo al leer no se reía; su acento al leer era el de un profundo crítico, que aprecia cada uno de los detalles, cada uno de los pensamientos, cada una de las bellezas, y las determina, las anota, por decirlo así, con la inflexión del acento, con la acentuación particular de la palabra; que admira y que acaso envidia, y que toma la lectura por lo serio.
Cervantes, leído por Quevedo, ganaba; el chiste se hacía irresistible; la joven se reía con toda su alma.
Se nos olvidaba decir que la joven tenía en la mano derecha, abandonada sobre la falda, un cuaderno de papel en que se veían escritos versos.
A la cabeza de aquellos versos se leía:
«Doña Estrella en la Estrella de Sevilla».—Dorotea.
Aquel era un papel de una de las mejores comedias de Lope de Vega.
La que le tenía en la mano, era sin disputa una comedianta.
El papel revela su nombre.
Era Dorotea.
La querida pública del duque de Lerma.
La amante particular de don Rodrigo Calderón.
La mujer que tenía con el tío Manolillo unas relaciones, un punto de contacto que nadie podía calificar.
Quevedo, Cervantes y Lope de Vega, estaban allí; los dos en representación, el uno en persona, haciendo brillar el uno de los representados á Cervantes y cautivando en favor de éste la atención de Dorotea en daño del otro representado, de Lope de Vega.
—Yo os daba durmiendo dijo—el tío Manolillo—y á ti estudiando, holgazana—añadió dirigiéndose á la joven.
—Gracias á mi buen Miguel que me he encontrado por ahí, no duermo, ni Dorotea estudia. Cuando habla Cervantes es necesario no vivir sino para escucharle. ¡Qué ingenio! se entiende, cuando no se trata del Pérsiles. Parece mentira que el tan discreto... pero vamos al asunto, y perdone mi buen amigo—añadió Quevedo cerrando el libro y dejándolo sobre la cama—, ¿traéis con vos á ese sujeto?
—Tráigole por los cabezones.
—¿Cómo tal? ¿por los cabezones venís cuando yo os llamo, amigo Juan? Entrad, entrad, amigo mío, la dueña de la casa es una moza demasiado valiente para asustarse, porque vos entréis en su alcoba.
—Decís bien, y tanto más, cuanto me habéis curado de espanto apoderándoos de mi lecho; ¿qué pensarían de mí, si las gentes os vieran?
—Que estoy cansado. ¿Pero qué hacéis que no entráis, amigo Juan?
—Entrad, entrad, caballero—dijo Dorotea levantándose—; esta casa es muy vuestra.
Y levantó la otra cortina que el bufón no había levantado.
Al ver á Dorotea Juan Montiño, y al ver á éste Dorotea, sucedió una cosa singular: los dos retrocedieron, los dos cambiaron de expresión. La sonrisa que vagaba en los labios de Dorotea se borró; en el semblante de Juan Montiño apareció una expresión de sorpresa, pero no más que de sorpresa.
No esperaba ver una mujer tan hermosa.
Le había dado de repente en los ojos un relámpago de hermosura.
El bufón y Quevedo habían reparado esta circunstancia: la repentina y significativa seriedad de Dorotea y el asombro de Juan Montiño.
—¡Ah!—dijo el bufón.
—¡Oh!—dijo Quevedo.
—Pasad, caballero, pasad—dijo Dorotea ya perfectamente serena.
Juan Montiño entró en la alcoba, enteramente repuesto ya de su sorpresa.
—¿En qué nido le habéis encontrado, amigo Manolillo?—dijo Quevedo.
En el nido de una corneja.
—¿Y dónde tiene esa corneja su nido?
—Es la manceba vieja de un tal Cornejo, galeote huído que anda haciendo milagros en la corte.
—¡Ah! ¡Un ensalmador de condenados, reparador de injurias y falsificador de doncellas! Conozco al tal.
—¡Pero vos conocéis á todo el mundo, don Francisco!—dijo Dorotea.
—Conócenme á mí todos; no es mía la culpa; el que en enredos anda, enrédase.
—Yo creo haber oído hablar de ese Cornejo—dijo Dorotea.
—¿Ha graznado á vuestra oreja? pues mal agüero, hija; si supiera esto su excelencia, juntamente con que yo...
—Vos os tomáis licencia para todo; en cuanto á ese Cornejo, conózcole por haberme hablado de él mis compañeras.
—Señor Juan Montiño—dijo Quevedo con voz campanuda—: necesito hablar con vos á solas.
—Muchas gracias por la manera de echarnos, don Francisco—dijo Dorotea.
—Lope de Vega os espera; esta tarde á las dos debéis aparecer estrella; procurad que no os nublen los del patio... debéis, pues, agradecerme que no os distraiga. Paréceme que estaréis aquí mejor que en palacio, tío Manolillo.
—Buenas noches, don Francisco, buenas noches y hasta que despertéis.
—Os engañáis, hermano; aún no me duermo, ni llamo al amigo Juan para que me traiga el sueño... heme echado por descansar un poco, pero ya empiezan mis tareas cortesanas: el no dormir y el no parar. ¿Y vos habéis descansado?—dijo Quevedo dirigiéndose á Montiño, y prescindiendo enteramente del bufón, que salió y se sentó en la sala frente á Dorotea, que se había puesto á estudiar su papel junto á una ventana.
—No he podido dormir, Quevedo—dijo el joven.
—Dichosa edad en que el amor desvela; ¿y no ha tenido parte en vuestro desvelo el lance de anoche?
—¿Cuál de ellos?
Quevedo marcó con el brazo una estocada.
—¡Ah! ¡no!
—Pues sabed que Lerma lo sabe.
—Me importa poco.
—Que os pueden encerrar.
—Me importa menos.
—Que os puede suceder algo que negro sea.
—Sucédame en buena hora.
—No negáis la pinta.
—¿Qué pinta?
—La de vuestro padre.
—Creo que mi padre hubiera tenido en estas circunstancias tan poco cuidado como yo.
—Créelo sin dificultad y me alegro de que os parezcáis á vuestro padre. Sólo por eso os había llamado: estaba cuidadoso por vos. Y decidme, ¿si no habéis dormido, tendrá la culpa doña Clara Soldevilla?
—¡Cómo! ¡pues qué! ¿Sabéis...?
—Yo lo sé todo.
—Tenéis sin duda un diablo familiar.
—Puede ser. ¿Y los amores os han quitado el apetito?
—No por cierto.
—¿No? pues me alegro; ni yo tampoco. ¡Dorotea! ¡amiga Dorotea!
—Decid á vuestra negra que nos dé de almorzar.
Almorzaremos todos juntos—dijo Dorotea.
—Que me place: almorzarán juntos el amor y las musas, una ninfa y un sátiro. ¿Y tenéis buena despensa? supóngolo.
—¡Ah! me cuidan como una reina.
—Créolo; como creo que agradecéis como una reina los cuidados. Perdonad, amigo Juan, si me dejo ver de vos desencuadernado—dijo Quevedo saltando del lecho en paños menores—; hacedme la merced de echar esas cortinas, no se escandalize Dorotea.
—¿Os levantáis?—dijo la comedianta—: me alegro, voy á mandar sahumar la alcoba.
—Pues dudo mucho...
—¿Que?...
—Que haya sahumerio que la quite su olor: si yo no tuviera la cabeza tan fuerte, trastornado saldría y entontecido. Huele aquí...
—A hermosura...
—Bien, lo creo.
—Y de hoy en adelante olerá á ingenio...
—¿Por qué, pues, sahumais?...
—Pudiera pegársele á don Francisco...
—¡Ah! ¡su excelencia! Créolo libre de tal contagio...
—Dios le ayude.
—Ya le ayudáis vos...
—Pues yo creía que le desayudaba...
—Sois un oro...
—¿Os habéis vestido ya?
—Atácome las calzas...
—Voy á preparar el almuerzo.
—¿Quién es esta mujer? dijo Montiño.
—No lo sé—dijo Quevedo encajándose los gregüescos.
—¿Qué, no lo sabéis, y os metéis en su casa como en una posada, y la tratáis con una lisura que mete miedo?
—Tratándose de esta mujer, cuanto más miro menos veo. No se lo digáis á nadie, porque no me gusta pasar por torpe: pero no la leo... no la adivino. Hacedla el amor.
—¿Yo?...
—Es hermosa.
—Pero descarada.
—Por las descaradas se conoce á las enmascaradas; un amante ve lo que no ven los demás, y nos conviene ver á esta mujer.
—Enamoradla.
—Ya lo he hecho.
—¿Y no habéis podido leerla?
—No, porque no se ha enamorado de mi.
—¿Y queréis que yo embista con una mujer que os ha rechazado?—replicó Montiño.
—Habéis sorprendido á esta mujer.
—¡Yo!
—Se ha puesto pálida al veros.
—Perdonad, á mí también me sorprendió...
—Mejor: ella ha reparado en vuestra sorpresa y espera.
—Perdonad, pero la sorpresa pasó.
—Créolo: pero os repito que los amores de esta mujer interesan...
—¿A quién?
—A la reina.
—¡Ah!
—Además, no sabe aún lo de don Rodrigo. Procurad que cuando lo sepa le importe poco.
—No comprendo lo que me queréis decir con lo de don Rodrigo...
—La Dorotea cobra del duque de Lerma, y da á don Rodrigo Calderón.
—¡Ah!
—Os aseguro que si en el almuerzo ganáis terreno, cuando le llegue la noticia, que no deberá tardar, la importará poco lo sucedido...
—Pero... un triunfo tan rápido...
—Así se triunfa de estas mujeres... ó á primera vista ó nunca.
—Me repugna...
—Sois mal galán de capa y espada... no servís para una comedia.
—Lo confieso.
—¿No me habéis recibido por maestro?
—Sí.
—Pues obedecedme.
—Bien quisiera, pero tengo el corazón lleno.
—¡Alma de niño! ¡majadero incorregible! doña Clara Soldevilla es el corazón, esta mujer la cabeza.
—¡Ah!
—¿Me habéis comprendido?
—¿Pero tan importante es esta mujer?
—No lo sé, pero pudiera serlo.
—La enamoraré.
—¡Callad! ó más bien... ¿y qué tal, qué tal os fué el último año en Alcalá?
Dorotea acababa de entrar en la sala.
—¡Cómo! ¿este caballero es estudiante?—dijo dejando sobre una mesa dos botellas.
—Y de teología—dijo Quevedo.
—¡Estudiáis para clérigo!—dijo haciendo un mohín de repugnancia la comedianta, á tiempo que salía Montiño de la alcoba.
—Ha ahorcado los hábitos—dijo Quevedo saliendo tras Montiño.
—¡Ah! he ahí una justicia que me agrada; y eso que no puedo ver á un ahorcado sin tener malos sueños.
—¿Y qué diablos hacéis ahí, hijo Manolillo, doblado y redoblado?—dijo Quevedo.
—¡Ah!—exclamó el bufón, como un hombre que despierta—; pensaba.
Quevedo
—¿Y qué pensábais?
—¡Qué sé yo! era uno de esos pensamientos, que piensan en nosotros.
—Metafísico estáis.
—Y que nosotros no pensamos en ellos.
—Continuad.
—Que se vienen... y que se van...
—Una idea eterna...
—Eso es...
—Un combate...
—No, un tirano...
—Téngoos lástima...
—¡Ah!
—El tío Manolillo tiene unas cosas muy singulares—dijo Dorotea.
—¡Me voy!—exclamó el tío Manolillo.
—¿Y no almorzaréis con nosotros?
—El loco llama al loco; es la hora de levantarse el rey. Adiós.
Y el tío Manolillo salió sombrío y cabizbajo; se le oyó bajar violentamente las escaleras y salió.
—No entiendo vuestro conocimiento con mi buen amigo—dijo Quevedo.
—Ni yo—exclamó Dorotea.
—¡Y os ama!
—¿Pero cómo me ama?...
—Sabréislo vos.
—Pues no lo sé; pero aquí viene el almuerzo, señores: sentiré trataros mal; vosotros tendréis la culpa; doy lo que tengo.
—¡Y como tenéis un cielo!...
—¡Bah, don Francisco! cuando me requebráis, no sé si debo ofenderme, ó...
—¿Es esta negra vuestra cocinera?
—Sí por cierto...—dijo un tanto resentida Dorotea del cambio de conversación de Quevedo.
—Y bien, carbón viviente, ¿qué nos das de almorzar?
La negra, que traía una mesa ayudada por un lacayuelo, contestó sobre la pregunta de Quevedo:
—Vuesamercedes almozarán salmón fresco, pollas asadas, pastelones negros, pichones ensopados, tortas de dama...
—Basta, basta, y aun diré que sobra, aunque tengo un apetito de gigante encantado.
—Pues sentémonos—dijo Dorotea—; ¿y vos, tenéis también apetito?...
—Está enamorado...
—¡Ah!—dijo con cierto disgusto la Dorotea.
—Enamorado de vos.
—¡De mí!—exclamó riendo la comedianta.
—¡Cosas de Quevedo!—dijo Montiño terriblemente contrariado.
—No, no por cierto... cosas de Dorotea.
—¡Cosas mías!
—Ciertamente, porque vuestras cosas son las que han quitado el apetito de todas las cosas al señor Juan Montiño.
—¡Ah! ¿os llamáis Montiño?
—Es sobrino del cocinero mayor del rey.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¡os va á parecer detestable mi almuerzo!
—El rey no almuerza tan bien como vos, ni con tan buen servicio... apuesto á que esta plata ha venido en derechura para vos del Potosí...
—Ved ahí que me importa poco el lugar de donde haya venido.
—Debe importaros mucho más el lugar en donde ha parado.
—Sabe Dios si para.
—Mejor, porque será río si corre.
—Me voy cansando...
—Decís bien, debéis descansar... aunque no sois vieja.
—Trabajo siempre para el público...
—Decís bien... debéis trabajar para menos gente... ya quise que trabajáseis para mi... con el corazón; pero vuestro corazón anduvo reacio.
—Punzáis, don Francisco.
—¿Ortiga me hacéis? desgraciado ando.
—No lo andáis mucho, cuando os veis en la corte.
—Pues mirad: no quisiera ser cortesano.
—Sóislo muy poco... y en prueba de ello cuando no estáis preso...
—Me buscan... decís bien... y ahora me acuerdo... sois mi olvido de todo... ¿y de qué me había olvidado?... figuráos que anoche anduve cómplice en unas estocadas.
—¡Apenas llegado!
—Es mi sino. Pero como estoy ya cansado de que me echen el guante, trato de echar un guante de oro al escribano para que se le entorpezcan los dedos... y me urge... y me duele dejar á medio roer este pichón... pero os dejo...
—¿Os vais?—dijo Montiño poniéndose de pie.
—¡Oh! ¡no! vos no tenéis nada que ver con la justicia—dijo Dorotea—: almorzad al menos, caballero... si no es ya que os sepa mi almuerzo mal.
—Creo que jamás ha almorzado tan á gusto el señor Montiño, y se quedará, debe quedarse—añadió Quevedo cargando su acentuación de una manera perfectamente inteligible para Montiño.
—Temería abusar...
—¡Oh! ¿qué es abusar?... por el contrario, no sabría á qué atribuir...
—Pues me quedo—dijo Montiño con voz insegura.
—Pues quedáos—exclamó Quevedo—. Os suplico que no os vayáis...
—Pero si tardareis...
—En ninguna parte pudiérais sentir menos la espera. ¡Ah! las diez... conque hasta las doce. Quede con vosotros Dios.
Y Quevedo salió.
Toda esta escena, á pesar de que había sido un poco picante, había pasado delante de la negra y del lacayuelo.
—Servidnos los postres y marcháos á almorzar—dijo Dorotea apenas salió Quevedo.
Montiño y la comedianta quedaron al fin solos.
—Tenéis un amigo muy regocijado—dijo Dorotea...
—¡Oh! ¡sí!—contestó el joven, que aunque no era novicio, sentía remordimientos por aquella especie de infidelidad que hacía á su dama, y estaba contrariado.
—Si no fuese por su lengua...—añadió Dorotea.
—¡Oh! ¡sí!—respondió Montiño.
—¿Pero no coméis?—dijo la joven, que empezaba á sentirse preocupada.
—Perdonad, señora, pero...
—¿Pero qué?...
Montiño alzó los ojos, y su mirada se encontró con la mirada negra y resplandeciente de la Dorotea.
Por culpa de la situación, aquellas dos miradas fueron terriblemente criminales, y la Dorotea se puso encarnada, no de rubor, sino de despecho, porque había conocido todo el valor aparente de su mirada.
Lo mismo y por la misma razón aconteció á Montiño.
—Vamos, esto es una tontería—dijo la Dorotea, sin pretender cubrir lo que no podía cubrirse.—Quevedo tiene la culpa.
—Yo creo, señora, que nadie tiene la culpa de nada.
—Bebed—dijo la joven llenando una copa de vino.
—Bebed primero vos...
—La Dorotea llenó su copa.
—No: bebed en ésta, ó bebamos la mitad de la nuestra cada uno; cambiamos.
—¿Sabéis lo que estáis haciendo?—dijo con seriedad la Dorotea.
—¿Os ofende?
—Me estáis enamorando.
—¿Y hago mal suponiendo que eso sea?
—Eso lo sabréis vos.
—¡Cómo! ¿que yo sabré si hago mal en enamoraros?
—Sí, porque vos sabréis con cuánta lealtad, con cuánta razón podéis enamorar á una mujer á quien hace media hora que conocéis.
—La soledad tiene la culpa...
—Llamaré compañía...
—No; más bien si os desagrada mi atrevimiento, me iré yo.
—Don Francisco vendrá á buscaros...
—Pues no encuentro medio...
—Sí; dejar esta conversación.
—Dejémosla.
—Hablemos de otra cosa.
Pero ninguno de los dos habló.
Bebieron en silencio sus copas.
Pasaron algún tiempo callando.
Dorotea miró involuntariamente á Montiño.
En aquel momento Montiño miró á la comedianta.
Esta doble mirada fué más elocuente, más intensa que la anterior.
Dorotea y Montiño se turbaron mucho más.
Pero por aquella vez, Dorotea no se irritó.
Por el contrario, soltó una alegre carcajada, y dijo:
—¿Quién diablos os ha traído aquí?
Y llenó la copa, bebió la mitad, y ofreció la copa á Montiño.
Montiño la tomó y buscó el sitio donde había puesto sus labios la joven.
—Habladme con franqueza—dijo la Dorotea—; ¿qué habéis visto en mí...?
Y se detuvo.
—He visto en vos, señora... ¡la verdad es que no he visto nada fuera de vuestra hermosura, que es divina!
—Pero... mi hermosura sola no hubiera causado en vos... en fin, no hablemos más de esto... os recibo por mi amigo.. conozco que os apreciaré... os apreció ya, no sé por qué... sobre todo, no me gusta una guerra fatigosa, un galanteo que á nada conduciría, porque es una locura.
—Seamos, pues, amigos; prefiero vuestra amistad á vuestro amor.
-¡Mi amor! ¿sabéis si yo he amado alguna vez? ¿sabéis si puedo amar?
—Todos hemos nacido...
—He aquí una cosa indudable.
—Para amar...
—Eso no es tan claro.
—Si no habéis amado, amaréis.
—¿Habéis amado vos?
—Sí, y mucho—dijo Montiño suspirando por doña Clara de Soldevilla.
-¿Y amáis...?
—¡Si amo! ¡si amo! ¡con toda mi alma!—exclamó el joven refiriéndose siempre á doña Clara.
La Dorotea, sin darse á sí misma la razón, se inmutó profundamente y dejó ver claro su disgusto en su semblante.
Acaso aquello era amor propio.
Acaso una sensación involuntaria.
Montiño notó aquella conmoción, la tradujo por amor propio á su favor, y acordándose de que Quevedo le había dicho:—Importa á la reina acaso, el que volváis loca á esa mujer—y comprendiendo que el servir á la reina, el sacrificarse por ella, era la mejor seducción que podía emplear para con doña Clara, se decidió á tomar á la comedianta por instrumento, y á destruir el mal efecto que le habían causado sus últimas palabras.
—Sí—repitió con acento apasionado—, amo á una diosa humana, con toda mi alma, con todo mi corazón... y esa divinidad... ¡sois vos!
—¡Yo! ¡imposible!
—Recordad que me turbé al veros.
—Eso nada prueba.
—Prueba que me habéis matado.
—Pero... caballero...—dijo pálida y grave la Dorotea—, creo que me tomáis por entretenimiento.
—¿Me ofendéis...?
—Porque temo ser ofendida.
—¿Qué encontráis de extraño...?
—No sé... porque, como, lo repito, no he amado nunca, no sé si es posible que se ame así como vos decís, tan pronto.
—¿Cuánto tiempo tarda en arder la leña seca?
—¡Ah!
—El tiempo que tarda en acercarse á ella el fuego.
—Pero la llama dura poco...
—Pero cuando acaba ha consumido la leña.
—¿Y vos sois... leña seca...? yo os creía leña verde.
—Os engañáis. En las universidades se empieza á vivir muy pronto, y se vive muy de prisa.
—¡Ah! ¡los estudiantes! ¡dicen que los estudiantes son muy embusteros!
—No sé qué puedan diferenciarse en esto de los otros hombres.
—Tenéis razón; pero tienen también una fama tal los estudiantes...
—Injusticias, envidias... además, si fuí estudiante, ya no lo soy.
—¿Pues qué sois ahora?
—Pretendiente.
—¿Y qué pretendéis?
—Una compañía.
—¿Compañía de qué?...
—¿De qué ha de ser?...
—Hay muchas compañías... la de Jesús, las de comediantes, las de los mercaderes...
—La que yo quiero es una compañía de soldados.
—¿Y habéis hablado á alguien?
—La tengo casi ciertamente...
—¡Ah! ¡es verdad! ¡sois sobrino del cocinero de su majestad!
—¿Y creéis que mi tío puede?...
—Si Francisco Martínez Montiño se empeña, seréis... no digo yo capitán... sino cuartel-maestre, general... vuestro tío, además de tener muchos doblones, tiene mucho influjo.
—Me alegro de saberlo—dijo para sí el joven.
—Capitán—dijo la Dorotea...—¿y os iréis á Italia ó á Flandes?...
—Me quedaré en Madrid; á más de capitán, quiero serlo de la guardia española.
—Lo seréis, porque á más de vuestro tío os ayudaré yo.
—¡Vos!
—Sí, yo... ¿pues no sabe todo el mundo que soy la querida del duque de Lerma, y que su excelencia me quiere tanto, que hace todo lo que yo quiero?
—Temería abusar de vos.
—¡Bah! yo debo agradeceros el que me hayáis mirado tan bien.
—Mejor os agradecería el que no me miráseis mal.
—¿Y por qué? no tengo motivo... os aprecio...
—Más quiero...
—¿Más que apreciaros?
—¡Amadme!
—Echad un memorial á Cupido...
—Vos sois Venus, y le mandáis.
—Ya sabéis que Cupido es un bribonzuelo, que no respeta ni aun á su madre.
—Casi creo que tenéis razón.
—¿Por qué?...
—Porque creo que el rapazuelo me ayuda.
—Son muy presumidos estos estudiantes...
—Capitán, señora, capitán.
—Pues peor; la gente de guerra cree que las mujeres se toman como las murallas, al asalto... mudemos de conversación...
—Mudemos...
—¿Hace mucho tiempo que habéis venido á Madrid?—dijo la Dorotea, procurando mostrarse completamente olvidada de la conversación anterior.
—Vine ayer.
—¡Ayer!
—Sí, señora, ayer por la tarde.
—¿Y no habéis estado otra vez en Madrid?
—Nunca, señora.
—Es decir...
-¿Qué?...
—No recuerdo lo que os iba á decir.
—¿Queréis que os diga una cosa?...
—Decidla.
—Creo que tenéis más memoria cuando habláis de amor.
—¿Volvemos?
—¡Ah, señora! no recuerdo haber visto en mi vida unos ojos que de tal modo me acaricien el alma.
—¡Cómo! ¡pues qué!... ¡mis ojos!...
—Me están diciendo...
—Mienten... mienten mis ojos... vamos... será necesario que nos separemos.
—¿Sabéis que es muy dichoso don Rodrigo Calderón?
La comedianta hizo un gesto indefinible, mezcla de disgusto y de desdén á un tiempo.
—No me nombréis ese hombre—dijo.
—¡Bah! ¿pues no le amáis?
La Dorotea fijó una mirada dilatada, inocente, dolorosa, enamorada á un tiempo en Juan Montiño; extendió hacia él un magnífico y mórbido brazo, y estrechando una mano del joven, le dijo:
—Os suplico que me dejéis sola; yo os disculparé con don Francisco.
—¡Qué! ¿tanto os enoja que yo continúe á vuestro lado?
—No, no me enoja; pero... me siento mal; estoy turbada, ¿no lo véis? estoy avergonzada.
—¡Avergonzada! ¿y por qué?
—¡Porque soy una mujer perdida!—dijo la Dorotea—, y se cubrió el rostro con las manos.
—¿Pero quién ha dicho eso?—replicó Montiño acercándose á ella y apartándole suavemente las manos de sobre el rostro.
—Lo digo yo.
—Pues decís mal, señora; yo os creo una mujer virgen.
—¡Ah, explicadme... explicadme eso!
—La explicación es muy sencilla: vos misma, recuerdo que hace poco lo decíais, vos misma habéis confesado que no habéis amado nunca.
—¿Y lo creéis?
—Lo creo.
—¿Y no teméis engañaros?
—No.
—¿Pero qué razones, qué pruebas tenéis?...
—Voy á hablaros con el alma, sin embozar mis palabras: cuando yo os vi, me mirásteis como miran las cortesanas...
—¡Ah!
—Pero apenas me vísteis, bajásteis los ojos como una niña que recibe la primera revelación de amor en la mirada de un hombre; os pusisteis seria y grave.
—¡Ah, ah! ¿y creéis—dijo con acento ardiente Dorotea—, creéis que os habéis entrado en mi alma en el momento en que os he visto?
A aquella pregunta de Dorotea, pregunta hecha con sinceridad, con candor, con anhelo, Montiño sintió una especie de vértigo. Dorotea se había transfigurado; su alma, un alma entusiasta, enamorada, noble, se exhalaba de su mirada, de la expresión de su semblante, de su boca trémula, de su acento cobarde, ardiente, opaco.
Pero Montiño estaba prevenido; el involuntario poder de fascinación de la comedianta, luchaba con el amor intenso, voluntarioso, tenaz, que Montiño sentía por doña Clara, y el joven vaciló un momento, pero se rehizo y se mantuvo firme, como un buen justador después de un tremendo bote de lanza recibido en el escudo.
—Yo no me atrevería á decir—contestó Montiño—si yo me he entrado en vuestra alma ó no, señora; pero os puedo asegurar que vos os habéis entrado en la mía.
—Pero esto es una locura—dijo la Dorotea como quien pretende despertar de un sueño—; una locura á que no debemos dar vuelo: vamos, esto no puede ser.
—¿Que no puede ser? ¿y por qué? ¿tanto amáis á don Rodrigo? ¿tanto os importa Lerma?
—Mirad—dijo Dorotea inclinándose hacia Montiño y fijando en él sus grandes ojos—; el duque me importa lo mismo que esto—y tomó un pedazo de pan y le desmigajó de una manera nerviosa—. Cuando tenía hambre... deseé brillar por mi aparato, por mis trajes, por mis alhajas, le acepté con hambre... hoy... hoy me importa muy poco el duque.
—¡No le necesitáis ya!
—No necesito alhajas ni brocados.
—¿Los tenéis?
—Jamás se tienen, porque hoy se lleva uno y mañana otro. No es eso...
—¿Pues qué es?...
—Dejadme hablar; me habéis nombrado á don Rodrigo... don Rodrigo me da hastío, como eso.
Y señaló una copa que estaba llena de vino.
—Y sin embargo, si digo que esta desdichada conversación de amores en que sin saber cómo nos hemos metido es una locura, no es por el duque ni por don Rodrigo, sino por vos.
—¿Por mí?...
—He dicho mal; he debido decir por mi suerte.
—Explicáos, porque no os entiendo bien.
—Yo no puedo ya amar.
—El amor viene sin que le llamen, y no se va aunque le echen.
—¡Oh! no me digáis eso... porque sería muy desdichada... dejemos, dejemos más bien este asunto... soy franca con vos; estoy aturdida; ¿queréis que os cante la canción que he estudiado para esta tarde? seréis el primero que la oiga... lo que no es poco favor—añadió sonriéndose—; así nos distraeremos los dos... vaya... ¡si esto parece una brujería!
Y Dorotea se levantó, tomó un arquilaúd que estaba sobre un sillón, se sentó junto á la ventana, templó el instrumento, preludió con maestría algunos instantes, y luego cantó con una voz fresquísima y de un timbre admirable, la siguiente seguidilla:
Como el amor es ciego |
por tener ojos, |
en los tuyos se esconde |
dulces y hermosos: |
y al esconderse, |
el traidor con tus ojos |
me da la muerte. |
—Cantáis... no sé cómo deciros...—exclamó Montiño—como un ruiseñor es poco, y como un ángel... lo ha dicho todo el mundo.
—¡Gracias! ¿Creéis que gustaré esta tarde?
—Si los del patio sienten lo que yo he sentido...
-¡Ah!
—Habéis cantado como el amor... y esos ojos que cantáis, son vuestros ojos.
—¿Sabéis que tarda demasiado don Francisco?
—Mejor; de ese modo no estorba.
—Haréis que me enoje... Sois muy poco generoso.
—¡Señora!
—¿Pero no comprendéis que os estoy pidiendo treguas?
—Pues bien, señora mía; yo sólo puedo concederos una cosa.
—¡Ah, ya me dictáis condiciones!
—¡No por cierto!... Pero quiero que me tranquilicéis el alma.
—¿Teméis?
—Caer del cielo.
—¡Pero, señor, esto es terrible! Es la primera vez que me sucede... No me conozco...
—Porque me amáis, ¿no es verdad, y no comprendéis que se pueda amar tan pronto?
—Yo creo que tenéis más experiencia que yo.
—Os engañáis; no he amado hasta ahora, pero por lo que siento, no extraño que vos améis lo mismo que yo.
—Pero, ¿qué deseáis de mí?
—¿Qué deseo? Vuestro cuerpo y vuestra alma; vuestro recuerdo continuo... Quiero ser para vos el aire que respiréis.
—¡Me estáis engañando!
—¡Yo!
—¡Os ha traído don Francisco!...
—No creí yo que alguna vez fuese para mí una desgracia mi amistad con Quevedo.
—¡Ah! Quevedo es tal que no sólo no puede confiarse en él, sino que tampoco de una persona con quien él haya hablado tan sólo dos veces.
Montiño estuvo á punto de decir á la comedianta que Quevedo tampoco se fiaba de ella.
Pero se contuvo á tiempo, y siguió aquel papel de enamorado que no le era difícil representar, porque además de ser hermosa Dorotea, estaba embellecida por una sobreexcitación profunda, dominada por el no sé qué misterioso que emanaba para ella de Juan Montiño.
Podía decirse que Dorotea estaba enamorada, sorprendida en eso que se llama cuarto de hora de la mujer, por el joven, dominada por él.
Montiño tenía fijas en la memoria las palabras de Quevedo: «De estas mujeres se triunfa á primera vista ó nunca». Y aquellas otras: «Interesa á la reina que enamoréis á esta mujer».
Juan Montiño desempeñaba con gusto su farsa, porque, aunque estaba locamente enamorado de doña Clara, la comedianta tenía para él, en la situación en que se encontraba, un encanto irresistible.
Montiño la veía luchar con una fascinación amorosa.
La veía sufrir.
Los ojos de Dorotea se bajaban y volvían á levantarse para mirar á Juan Montiño con más insistencia de una manera más elocuente.
La despechaba el no poder encubrir la impresión que la causaba el joven, y su semblante se encendía en rubor.
Acaso hasta entonces no se había ruborizado Dorotea.
Acaso hasta que había sentido la primera impresión de ese amor del alma que tan superior es al deseo de los sentidos, á esa otra sensación que generalmente se llama amor, no la había pesado en su vida anterior.
Acaso nunca hasta entonces se había avergonzado de ella.
Juan Montiño comprendía la lucha que agitaba el alma de Dorotea, y no la dejaba tiempo para descansar, para reponerse.
Se había levantado de junto á la mesa.
Había permanecido algún tiempo de pie.
Luego se había sentado en el taburete donde apoyaba sus pies Dorotea.
Por último, había abrazado la cintura de la joven.
Al sentir el brazo de Juan Montiño, se alzó como se hubiera alzado la mujer más pura.
—Me estáis tratando mal—dijo,—me estáis haciendo daño... daño en el alma. ¿Trataríais de este modo á la mujer á quien quisiérais para vuestra esposa?
—¡Ah!—exclamó Juan Montiño sorprendido.
—No, no he querido decir que yo os ponga por condición para amaros que seáis mi esposo: sé demasiado que yo no puedo aspirar á ser la esposa de un hombre honrado... pero os quisiera ver tímido, respetuoso, dominado por mí como yo lo estoy por vos... Os quisiera ver sorprendido por un afecto nuevo como yo lo estoy... quisiera... yo no sé lo que quisiera... que os bastara con amarme. ¡Oh, Dios mío; pero yo estoy diciendo locuras!
Y se volvió á sentar, y el joven volvió á rodear su cintura.
Por aquella vez Dorotea se puso pálida, se estremeció, pero no se atrevió á desasirse de los brazos de Montiño.
—Tengo sed—dijo el joven.
—¡Sed!—dijo la Dorotea bajando hacia él sus grandes ojos medio velados por la sombra de sus largas pestañas y dejando caer una larga mirada en los ojos de Montiño.
—¡Sí, sed de vuestra boca!
—¡Oh! exclamó Dorotea.
Y de repente rechazó al joven.
—Alguien se acerca—dijo—; alzáos, alzáos.
En efecto, Juan Montiño oyó abrir una puerta inmediata y se levantó y fué á tomar su sombrero.
—No os vayáis—dijo Dorotea—, quedáos; sea quien fuere, ¿qué importa?
Abrióse la puerta y apareció un hombre con traje de soldado.
Llevaba calado el sombrero, y su mirada era insolente y provocadora.
Al ver á Juan Montiño le miró de alto abajo, y su mirada se apagó en la mirada fija del joven.
Entonces se quitó el sombrero y saludó de una manera tiesa.
Montiño no se levantó de la silla donde se había sentado antes de que llegara aquel hombre.
Dorotea le miró con una de esas miradas que quieren decir:
—Habéis llegado á mal tiempo: ¿Qué queréis?
Y como si el recién llegado hubiese comprendido aquella pregunta en aquella mirada, dijo:
—Don Rodrigo está gravemente herido, casa del duque de Lerma.
Montiño se puso levemente pálido, y fijó con ansiedad los ojos en Dorotea.
—¿Y bien?—dijo ésta—¿porqué me dais esa noticia como si se tratase de una persona muy allegada á mí?
—¡Cómo!—dijo con insolencia aquel hombre—yo creía que os importaba algo.
—Pues os habéis equivocado, Guzmán.
En efecto, aquel hombre era el sargento mayor don Juan de Guzmán, el mismo á quien la noche antes hemos visto al lado de la mujer del cocinero mayor.
—Es singular lo que está sucediendo á don Rodrigo—dijo Guzmán—. Todos le abandonan. El duque de Lerma, sabe quiénes son los agresores, y no manda proceder contra ellos. Vos recibís la noticia como si...
—Nada me interesase, ¿no es verdad?
—Lo que no deja de ser muy extraño.
—Extrañad todo lo que queráis; podéis decir á don Rodrigo cómo he recibido esta noticia. Y podéis decir más: me retiro del teatro: y tal vez me vuelva al convento.
—¡Ah! yo creí que fuese otra la causa—dijo Guzmán mirando con insolencia al joven.
—Sea cual fuese la causa, nada os importa. Además, que cuando tal le ha acontecido á don Rodrigo, él lo habrá buscado.
—Acaso tengáis vos la culpa.
—¿Yo? ¿le ha sucedido por mí esa desdicha?
—Si por cierto; mediaban ciertas cartas.
—¿Cartas?...
—De una noble dama... Vos habéis sido imprudente... El cocinero mayor ha llegado á saber lo de las cartas... y un sobrino del cocinero mayor...
—¡Qué decís!
—Que un tal Juan Montiño, que acababa de llegar á la corte, ha sido el que ayudado de don Francisco de Quevedo...
—Os engañáis, señor mío—dijo el joven—; Juan Montiño, no ha necesitado de nadie para castigar á don Rodrigo Calderón, como de nadie necesitaría para castigaros á vos á la menor palabra ofensiva que os atreviéseis á pronunciar contra esta señora, ó contra su tío, ó contra él.
—¡Ah! ¿sois vos, acaso?...
—Sí, señor, yo soy.
—¡Ah! pues comprendo, y como nada tengo que hacer aquí, me voy. Guárdeos Dios, señora. Hidalgo, hasta la vista.
Ni Dorotea ni Juan Montiño contestaron al sargento mayor, que salió.
Durante algún tiempo, Dorotea miró frente á frente y ceñuda á Juan Montiño.
—Yo creí que me engañábais—dijo con acento concentrado.
—¡Que os engañaba!
—¡Y don Francisco! ¡ah! ¡don Francisco!
—¡Pero explicáos por Dios, Dorotea!
—Quevedo no os ha llamado á mi casa para veros, sino para que yo os viese.
—No os entiendo.
—¡Quevedo, Quevedo! ¡Ah! ¡Maldito sea!
—¡Pero explicáos, Dorotea, explicáos por Dios, que no os entiendo!
—Ese hombre, ese Quevedo... parece que lee en mi alma, lo que en el alma está oculto; parece que adivina.
—Os suplico que os expliquéis.
—¡Que me explique! Quevedo es amigo de la reina, de esa mujer á quien todos creen una santa, que á todos engaña.
—Por Dios, Dorotea, ved lo que decís; no comprendo por qué os irritáis.
—¿Por qué? me habéis sorprendido entre los dos... me habéis engañado... Ya se ve... es hermoso, parece tan noble, tan bueno... ella está sedienta de amor... ella no ha amado... el duque de Lerma es su esclavo... utilicemos esta mujer... ¡y el señor estudiante...! ¡Ah, don Francisco...! ¡don Francisco!
—Decid que os ha llenado de dolor la desgracia de ese hombre—dijo con impaciencia Montiño.
—¿Y qué me importa ese hombre? ayer acaso... hoy... hoy quien me importa sois vos... no sé por qué... pero me habéis empeñado... y nos veremos, caballero, nos veremos.
Y tras estas palabras se dirigió á la puerta de sala.
—¡Casilda!—gritó—¡Casilda! mi manto de terciopelo; que ponga Pedro la litera al momento.
La negra trajo á Dorotea un magnífico manto de terciopelo; la joven se puso algunas joyas, se arregló un tanto los cabellos, y salió.
Montiño se quedó solo en la sala sin saber lo que le acontecía.
Poco después asomó Quevedo á la puerta.
—De seguro—dijo—habéis cometido alguna torpeza, amigo Juan.
—No por cierto; creo que la torpeza, aunque parezca extraño, viene de vos.
—¡Eh! acertádolo habéis; tenéis razón... he sido torpe, porque no he podido prever que la tal ninfa se enamorase de tal modo de vos. ¡Milagro! apuesto á que hacéis de ella una Magdalena; aunque os lo repito, estoy seguro de que habéis cometido una torpeza... seréis capaz de haberla dicho que herísteis á don Rodrigo.
—Pues os habéis equivocado de medio á medio.
—¿Pues quién ha sido?
—Una especie de Rolando de comedia, á quien creo que ella ha llamado Guzmán.
—¡Ah! ¡Don Juan de Guzmán ha estado por aquí...! pues bien, no importa... la verdad del caso es que la Dorotea está loca por vos... ¿qué habéis hecho en tan poco tiempo? Debe existir en el espíritu humano algo terrible, algo misterioso... ¡estas influencias rápidas...! ¡este unirse un alma á otra...! ¡oh! ¿quién sabe, quién sabe lo que somos?
Quevedo pronunció estas palabras como hablando consigo mismo.
—¿Queréis hacer lo que yo os diga?—exclamó de repente Quevedo.
—¿Y qué hemos de hacer?
—¡Qué! buscar postas y marcharnos á Barcelona; embarcarnos allí y plantarnos en Nápoles.
—¿Tenéis miedo?
—Os confieso que estoy asustado.
—¿Por lo de don Rodrigo...?
—No, por lo de la corte... cosas se están preparando... cosas inevitables... sería necesario ser un Dios.
—Pues yo no me voy, á no ser que se viniera conmigo doña Clara.
—¡Ah! maldiga Dios las mujeres... pero como estoy seguro que ni frailes capuchinos son capaces de convencer á un enamorado como vos...
—¿Y la reina...?
—Dios guarde á su majestad.
—Seamos nosotros la mano de Dios.
—Decís bien... quedémonos... pero como yo ahora no puedo acompañaros, ni vos tenéis á dónde ir, quedáos aquí... tomad posesión de la casa que, os lo aseguro, es vuestra, y empezad á ser el déspota de Dorotea. Os digo que está enamorada de vos, que resiste y que la resistencia acabará por hacerla vuestra esclava. No olvidéis que es nuestro instrumento... y adiós.
—¿Pero qué he de hacer yo aquí?
—Primero quitaros la capa, la daga y la espada como si estuviérais en vuestra casa, mandar, hacer y deshacer, y que cuando venga Dorotea os encuentre apoderado de vuestro lugar de dueño.
—Pero esto me repugna...
—Seguid mi consejo... por veinticuatro horas.
—Pero si lo sabe doña Clara.
—Yo me encargo de eso. Pero adiós. Me están esperando en las Descalzas Reales.
Y Quevedo salió.
Juan Montiño permaneció algún tiempo perplejo, y después siguió el consejo de Quevedo.
Se quitó la capa y el talabarte, acercó un sillón al brasero de plata que templaba la sala y poco después dijo:
—¡Casilda!
Presentóse la negra y miró con asombro á Juan, apoderado de la casa de su ama.
—¿Qué me manda vuesa merced, señor?—dijo.
—Tráeme un vaso de sangría.
La esclava salió y poco después entró con un vaso lleno de un líquido rojo en que flotaba una rueda de limón y puesto sobre una salvilla de plata.
Montiño se quedó solo, pensando alternativamente en las cosas siguientes:
Primero en doña Clara.
Después en la reina.
Luego en su banda de capitán.
Por último, en Dorotea.
Al fin, pensando en ella y bajo la influencia de la sangría, del calor del brasero y de la soledad, se quedó dormido.