CAPÍTULO XX

DE CÓMO EL TÍO MANOLILLO HIZO QUE DOÑA CLARA SOLDEVILLA PENSASE MUCHO Y ACABASE POR TENER CELOS

Al salir por una puerta de servicio, el tío Manolillo se vió detenido por el rodrigón de doña Clara Soldevilla.

—Os buscaba, maese—le dijo—, y me habéis tenido cerca de una hora esperándoos en la antecámara de audiencia. Conque daos prisa y venid, que os espera la dama más hermosa que se tapa con guardainfante.

—¡Ah, mal engendro! ¡injerto de dueña en cuerpo de sapo!... ¿qué me querrás tú que bueno sea?... Mas ahora recuerdo... en efecto... doña Clara Soldevilla tiene el malísimo gusto de hacerse servir por ti: si es ella quien me llama, huélgome, porque si ella no me llamara iría yo á buscarla.

—Pues ved ahí, que mi señora es quien os ruega que vayáis á su aposento.

—Pues tirad adelante, don rodrigón, consuelo de contrahechos.

—¡Bah! tengamos la fiesta en paz, tío, que no sois vos ciertamente quien puede hablar de corcovas; y vamos adelante, que mi señora espera.

—Pues adelantemos.

Y el rodrigón tiró delante del tío Manolillo y le introdujo al fin en la misma habitación donde había introducido antes al cocinero mayor.

El bufón quedó solo con doña Clara, que le salió al encuentro.

—¿Conque al fin?—dijo el bufón, mirando de una manera fija y burlona á doña Clara.

—¿Qué queréis decir?—contestó la joven.

—Digo que viene el sol, y derrite la nieve que ha estado hecha una piedra durísima todo el invierno.

—Venís tan hablador como siempre, Manuel, y os agradecería que me habláseis con formalidad.

—Tan formal vengo, que vengo á hablaros de lo más formal del mundo.

-¡Cómo! yo creía que veníais porque os llamaba.

—En efecto; pero como yo he pensado buscaros á vos, antes que vos pensárais en buscarme á mi, me corresponde de derecho empezar primero. Y empiezo... pidiéndoos la mano, que el corazón no, para un amigo mío.

—Si volvéis con ese enojoso asunto...—dijo severamente doña Clara.

—Es verdad—repuso el bufón interrumpiéndola—que, olvidándome de quien soy y lo que á mi mismo me debo, vine un día á traeros de parte del rey mi señor, una gargantilla y un billete.

—Por lo mal parado que entonces salísteis...

—Entonces érais nieve, y como el rey no es sol ni mucho menos...

—¿Venís decidido á no dejarme hablar del asunto para que os he llamado?

—Me corresponde de derecho el hablar antes del asunto que me trae á buscaros. Ya os he dicho que se trata de vuestra mano.

—Acabaréis por impacientarme, Manuel.

—Yo creo que estáis ya bastante impacientada.

—Será al fin necesario oíros, para que acabéis pronto.

—Os aseguro que por interesante que sea para vos, señora, la más hermosa y más dura que conozco, lo que tenéis que decirme, os interesa más lo que yo voy á deciros. Como que se trata de vuestros amores.

Púsose la joven vivamente encarnada y excesivamente seria.

—Antes, si érais fría como la nieve, teníais el alma blanca y pura como cuando érais piedra. No hay, pues, por qué avergonzarnos, porque yo amo, tú amas, aquél ama y todos, en fin, amamos.

—¿Pero qué estáis diciendo, Manuel?

—Digo que sois la mujer más dichosa y más desdichada que conozco.

—No os entiendo.

—Dichosa, porque os ama un hombre que... perdonad... no os enojéis, no voy á hablaros de mi hermano Felipe, sino de mi amigo Juan Girón y Velasco, que os adora... con toda su alma, como un loco.

—¡Juan Girón y Velasco, habéis dicho!—exclamó doña Clara, á quien había hecho conmoverse de una manera profunda aquel segundo apellido, añadido al nombre del joven.

—Ya se ve; vos creéis que vuestro amante, el hombre con quien anoche anduvísteis de aventuras por esas calles de Dios, y á quien metísteis después en vuestro aposento...

—¡Tío Manolillo!—exclamó con indignación doña Clara.

—Sí, lo vi yo... como he visto otras muchas cosas, y porque he visto mucho, sé que el tal enamorado no es ni por pienso sobrino del cocinero mayor, sino hijo de duques.

—Nada me importa.

—Y os está el corazón reventando por saber...

—Si no dejamos esta conversación...

—Si la dejáramos, ¿cómo habíais de saber que ese mancebo, tan hermoso, tan honrado, tan franco, tan bueno, tan valiente, es hijo del duque de Osuna y de la duquesa de Gandía?

Doña Clara se puso muy pálida, pero se dominó. Manolillo la veía sufrir con cierta feroz complacencia.

—Pero si yo no os pregunto nada de eso; si no quiero saber nada de eso—dijo doña Clara.

—Sabéis que os he visto así, doña Clara, tamañita, cuando érais de la cámara de la infanta doña Catalina. Que os he seguido paso á paso, cuando os hicísteis mozuela, y después cuando fuísteis moza, hasta ahora que sois la dama de las damas. A propósito, se murmura que os nombran dama de honor.

—Pero por Dios, Manuel: yo os he llamado para un asunto importante.

—Lo sé todo; sé que lo más importante para vos es mi amigo Juan Girón y Velasco.

—Si os envía ese caballero—y os digo esto para concluir—, decidle que le he dicho ya cuanto tenía que decirle, y que más allá de lo que le he dicho no daré un paso.

-Sin embargo, le diré también que vos, que sois la dama de alma más tranquila que conozco, que dormís bien, que coméis bien, estáis un tanto ojerosa y pálida, y aun me parece que no tan gorda como ayer: habéis adelgazado algo, y si seguís así tragándoos vuestro amor...

—¡Qué pesadez y qué insolencia!—exclamó irritada doña Clara—. ¿Será cosa de que os mande echar?

—Si continuáis así, señora, os vais á poner flaca y fea.

—¿Os he hecho yo algún daño, Manuel?—dijo la joven, á quien no se ocultaba lo que había de agresivo é intencionado en las palabras del bufón.

—¡Daño! ¡á mí! yo no me enamoro, y vos no sois mala: si alguna vez me hiciérais daño me vengaría.

—¿Y á qué ese empeño de hacerme oír lo que no me agrada?

—Cumplo con un encargo.

—¿Con un encargo de don Juan...?

—Sí, ciertamente.

—¿Y un encargo para mí?

—Como que sois para él toda una ambición.

—Yo creí más noble y más reservado á ese hombre.

—¿Qué queréis, señora? es joven, recién venido á la corte: conoce que vos le amáis...

—¿Qué lo conoce...?

—Y como os ha hecho un gran servicio...

—¿A mí?

—Lo mismo da, puesto que lo ha hecho á la reina...

—¿A la reina...?

—Por supuesto... las cartas de don Rodrigo...

—Ese hombre es un miserable, un calumniador...

—Es joven, é inexperto.

—Pues decidle... decídselo, que si me ha podido interesar... algo... por circunstancias especiales, ahora por circunstancias especiales le desprecio.

—Pero le vais á matar...

—Quien es hablador, embustero, mal nacido, no puede amar.

—Pero ved que lloráis.

—De rabia.

—¡Ah! ¡ah! y ello al cabo, á nadie lo ha dicho más que á mí.

—Que sois el escándalo del alcázar.

—Estimo vuestro favor: no creía yo ciertamente que cuando venía á hablaros del único hombre que ha podido conmoveros...

—No hablemos más de ese hombre.

—Como gustéis, porque os veo muy irritada.

—Vengamos al asunto que me ha obligado á llamaros.

—Vengamos en buen hora.

—¿Qué sois de esa comedianta que se llama Dorotea: padre, amigo, amante, marido?...

—Esa misma pregunta me han hecho hace poco, y he contestado: soy su perro, su perro valiente, que por lo mismo que Dorotea es desgraciada, la guarda; capaz de despedazar la mano del rey si toca á esa mujer.

—¡Sois, pues, su padre!

—No, pero es lo mismo.

—¡Esa mujer es amante del duque de Lerma!

—Sí; sí, señora.

—¿Y de don Rodrigo Calderón?...

—Lo fué; ahora creo que lo sea de otro.

—¿Y quién es esa mujer?

—Una huérfana.

—Esa mujer se ha atrevido á sospechar de su majestad.

—Ha tenido celos, como vos podéis tenerlos.

—Resulta, pues—dijo doña Clara terriblemente contrariada—, que os he llamado en balde.

—Creo que no.

—Os veo tan decidido por esa mujer...

—Yo os veo más por un hombre.

—Debéis tener mucha confianza en que vuestro oficio de bufón os saque á salvo de todo—dijo con una cólera mal reprimida doña Clara.

—Me habéis tomado ojeriza sin razón.

—No tengo más que una cosa que deciros: mirad cómo tomáis mi nombre en vuestros labios.

—No puedo tomarlo mal; sois honrada, y muy noble, y muy dama; si estáis enamorada, enfermedad es esa con que nacemos, y enfermedad incurable, de que no debéis avergonzaros; conque ¿qué diré á don Juan Girón y Velasco?

—¿Qué le habéis de decir de mi parte? Nada. Id con Dios.

—Quedad con Dios, señora.

Y el bufón salió después de pronunciar con un retintín insolente sus últimas palabras.

—¿Por qué me trata así ese miserable?—se quedó murmurando doña Clara.

Entre tanto decía el bufón saliendo de la sala:

—Dorotea ama al señor Juan Montiño; no tengo duda de ello; la conozco demasiado, le ama con la virginidad de su amor. ¡Qué dichosos son algunos hombres! Pero ella le ama, y bien; yo he hecho cuanto he podido por emponzoñar los amores de doña Clara con él; ¿sabrá doña Clara que ese don Juan ha ido casa de Dorotea, ó indican un peligro mayor las preguntas de doña Clara acerca de ella? Las cartas de la reina.. ¡oh, oh! pues que se anden despacio, porque yo no tengo más amor ni más vida que Dorotea.

La intención del tío Manolillo, sin embargo, no había producido el efecto que se había propuesto. Doña Clara era una joven de razón fría.

Lo primero que la aconteció, fué sentirse herida en el corazón.

Porque amaba á Juan.

Las circunstancias en que le había conocido y las cualidades del joven, justificaban aquel amor, naciente, es cierto, pero arraigado ya en el alma.

Todo la había agradado en el joven.

Su figura, su entusiasmo, su franqueza, su valor, su discreción, el mismo efecto violento que su hermosura había causado en él...

Doña Clara, dentro de su pensamiento había acariciado á aquel amor.

Se había encariñado con él, es decir, se había sentido halagada, enlanguidecida, llena por su influencia, y amaba á su amor.

Era uno de esos amores que pocas mujeres consiguen.

Un amor completo.

Un amor hermoso.

Una sola cosa podía haber contrariado á doña Clara, y entonces no la contrariaba aún.

La dificultad de su enlace con Juan Montiño.

Pero el amor de doña Clara era su primer amor.

Ese amor casto, tranquilo, que no lleva consigo, que no se funda en el deseo de la posesión material del ser amado.

Doña Clara no había pensado todavía que podía pertenecer á un hombre.

Su alma dormía envuelta en un velo de pureza.

Por lo mismo, no la había contrariado en gran manera la dificultad de su enlace con Juan Montiño.

Y sin embargo, á pesar de la pureza de su amor, no había dormido aquella noche, había sentido un malestar amargo, una inquietud ardorosa.

Su alma, concentrada en el recuerdo del joven, había bebido en sus ojos, en su semblante, en su expresión, en su alma, no sabemos qué lascivia interna, misteriosa, incomprensible para doña Clara, pero ardiente, profunda, llena de voluptuosidad.

Y es que no se pasa en la naturaleza bruscamente de un estado á otro, de una forma á otra; es que todas las modificaciones, todas las transformaciones necesitan nacer, desarrollarse, hacerse, en una palabra.

Doña Clara, mujer en la razón, niña en el alma, para ser una mujer completa, necesitaba pasar por una gradación necesaria, más ó menos rápida, más ó menos violenta, según fuese la fuerza de impulsión que presidiese á aquella gradación.

En una palabra, doña Clara estaba enamorada de Juan Montiño, todo lo que podía y de la manera que debía estarlo.

Porque nada sucede ni deja de suceder, que no pueda y no deba ser ó no ser.

Doña Clara había considerado á Juan Montiño á primera vista y casi por intuición tal cual debía considerarle.

Le halló profundamente simpático, y su alma se extendió hacia él.

Renunciar á su juicio, lastimarse el corazón renunciando á él, era cosa que doña Clara no podía hacer sin discutir su resolución consigo misma.

Así es que si al principio se irritó con las confidencias del bufón, que suponía á Montiño un mozalbete lenguaraz y villano, como muchos de los que abundan en la corte, después, más serena, se dijo:

—Cuando una persona se refiere á otra debemos, antes de decidir, ver si hay en la persona que refiere algún interés en favor ó en contra de quien se ocupa. Ahora bien; que el tío Manolillo ama á esa comedianta es indudable. Que su amor sea capaz de todos los sacrificios, hasta el punto de amar los caprichos y las faltas de esa mujer, es posible. Ahora bien; esa miserable tenía celos de la reina... celos de Calderón... el tío Manolillo quiso matar á don Rodrigo, y para ello pidió á la reina los mil y quinientos doblones; cierto es que prometió rescatar las cartas, pero acaso si hubiera muerto ó herido á don Rodrigo, hubiera ido á llevar esas cartas á la Dorotea en vez de llevarlas á la reina. Se cruzó ese joven de una manera providencial, rescató las cartas... esto puede ser un motivo de odio que determine una calumnia del bufón. Además, lo que me ha dicho podía saberlo, y lo sabía sin duda, sin necesidad de que ese joven se lo dijese. Es necesario no obrar de ligero... ¿Pero y si ese empeño de que yo desprecie á don Juan, fuese porque le haya visto la Dorotea y le ame?

Esta era la verdad, y al suponerla doña Clara, sintio lo que nunca había sentido: la dolorosa é insoportable sensación de los celos.

Y como los celos nunca son hidalgos, ni se detienen ante nada, tomó una pluma y escribió una larga carta en que acusaba ante el inquisidor general á Dorotea y á Gabriel Cornejo.

Poco después aquella carta entraba en la celda del padre Aliaga.

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