CAPÍTULO XXII

DE CÓMO EN TIEMPO DE FELIPE III SE CONSPIRABA HASTA EN LOS CONVENTOS DE MONJAS

La madre Misericordia, á pesar de ser abadesa de las Descalzas Reales, no era una vieja.

Esto no tenía nada de extraño, porque á falta de edad tenía caudal.

Gastaba generosamente gran parte de él en regalos á las monjas.

Y hemos dicho mal al decir que generosamente, porque aquellos regalos habían tenido su objeto antes de ser abadesa la madre Misericordia.

Serlo.

Después de ser abadesa, los regalos servían para que todas las monjas la llevasen á su celda y misteriosamente los chismes del convento.

En el convento de las Descalzas Reales se conspiraba.

Estas conspiraciones eran hijas de la rivalidad de las monjas.

La comunidad, como toda sociedad, estaba dividida en bandos.

Cada uno de estos bandos quería influir en el ánimo de la abadesa, en aquella especie de presidenta de república.

Porque un convento de monjas es una república en que todos los cargos se obtienen por elección.

Y una república más difícil de gobernar que lo que á primera vista parece.

A más de la lucha de influencia, había otras luchas secundarias que acababan de envenenar á la comunidad.

Llegaba un día clásico.

Era necesario un sermón.

Seis meses antes empezaba una lucha sorda en el convento.

Cada madre quería que su confesor fuese el encargado de la oración sagrada.

Y como había muchas madres y muchos confesores, de aquí la lucha.

Cada confesor influía sobre su monja.

Y decimos sobre su monja, porque cada confesor no tenía ni podía tener más que una hija de confesión en el convento, y aun en los conventos de la población en que se encontraba.

¿Saben nuestros lectores lo que hubiera sucedido si un fraile ó un clérigo se hubiese atrevido á tener á su cargo más de una conciencia en la comunidad?

Esto hubiera sido una especie de adulterio sui generis.

No ha existido, ni existe, ni existirá, monja que pueda tolerar tal cosa.

Lo más, lo más que sucede es lo siguiente:

Se pone malo un confesor, y en un día de confesión se encuentra huérfana una monja.

Entonces otra, por gran favor, por una gracia especial, especialísima, cede su confesor á la monja huérfana.

Y la rivalidad llega hasta á los regalos que las buenas madres hacen á sus confesores.

Que sor Fulana envió el día de su santo una bizcochada magnífica á su director espiritual.

Que sor Fulana pretende sobreponerse, y envía al jefe de su conciencia otra bizcochada mejor.

Las dos madres se pican: la una, porque la otra ha hecho más: la otra, porque la primera ha murmurado de ella.

Entonces tercian chismes más peligrosos.

Si sor Fulana estuvo asomada á la celosía y dejó caer un billete, y si recogió el billete un estudiante.

Si sor Fulana soltó por su celosía un rosario bendito, que fué á caer en la halda de la capa de un soldado.

Porque en aquellos tiempos había enamorados y galanes de monjas.

Quevedo lo dice, y hace su aserción verdadera el que la Inquisición revisó los libros de Quevedo, como los revisaba todos, y no se opuso á lo que decía respecto á los enamorados de las monjas, ni lo tachó ni lo encontró inmoral.

Esto estaba en las costumbres de entonces; lo sabía todo el mundo, y no había por qué prohibir un libro que no decía más que lo que todo el mundo sabía.

Además, que estos eran unos amores simples.

Hoy es otra cosa.

De modo que la que en aquellos tiempos se metía en un convento para huir del mundo y de las tentaciones del demonio, se metía en otro mundo más agitado, en donde encontraba otras peores tentaciones.

Y no era solo esto lo que constituía el carácter, el modo de ver y de obrar de los conventos de monjas del siglo XVII.

El clero los utilizaba para otros negocios.

Las monjas venían á ser los intermediarios de otras conspiraciones de carácter más trascendental, puesto que tenían relación con el Estado.

¿Quién había de creer que en una carta dirigida á la abadesa de un convento, iba otra que debía entregarse por la abadesa á tal ó cual alta persona?

¿Quién podía sospechar que en aquellas cartas se agitasen las parcialidades de la corte?

En aquellos tiempos y aun en otros, los conventos de monjas venían á ser para los conspiradores lo que un arroyo ó un río para el que quiere hacer perder las huellas de su paso á quien le sigue.

De modo que una abadesa de monjas en el siglo XVII, solia ser un personaje importantísimo.

Eralo la madre Misericordia, abadesa de las Descalzas Reales de la villa y corte de Madrid.

Primero, porque su convento era el más aristocrático.

Había sido fundado en 1550 por la señora infanta de Portugal, doña Juana.

Le protegían directamente sus majestades.

Le visitaban mucho é iban con suma frecuencia á comer en él conservas.

Las monjas eran todas señoras pertenecientes á la alta nobleza.

Por lo importante de su categoría, que hacía importante su influencia, llovían sobre el convento magníficos donativos.

En el siglo XVII hubo un verdadero furor por las fundaciones religiosas y piadosas.

Solamente en Madrid, durante aquel siglo, se fundaron diez y seis conventos de frailes, diez y siete de monjas, nueve iglesias, seis hospitales y seis colegios; es decir, que se fundaron cincuenta y cuatro establecimientos piadosos, de los cuales sólo eran de beneficencia doce.

Esto sin contar un número igual de fundaciones anteriores.

De modo que en Madrid no podía darse un paso sin tropezar con una iglesia ó un oratorio.

Un número inmenso de los habitantes de la población pertenecía á la clase monástica.

Solamente el duque de Lerma fundó dos conventos de frailes y uno de monjas.

Esta manía de las fundaciones religiosas, á más de la piedad, tenía un objeto más egoísta: el de hacerse una ostentosa sepultura para sí y para su familia en una fundación.

Todo el que era bastante rico para ello fundaba un convento; el que no podía tanto, una iglesia; el que podía menos, una ermita; por último, el que no podía fundar nada, hacía donaciones á los conventos y á las iglesias, á fin de asegurar á su alma sufragios perpetuos.

De ahí la gran masa de bienes muertos en poder de las comunidades.

De ahí esa costra de frailes y de monjas que se extendió sobre España, cuya influencia fué incontrastable, que hizo decir á los extranjeros que España era un monasterio, y que no hemos podido quitarnos aún completamente de encima.

En la Edad Media España era un castillo.

Cuando los nobles no pudieron construir fortalezas, construyeron conventos.

No pudiendo tener bandera ni hombres de armas, tuvieron frailes y monjas con su guión y su cruz.

Con los hombres de armas se rebelaban contra el rey, y oprimían al pueblo en la Edad Media.

En el siglo XVII sofocaban al trono rodeándole de frailes, y con esos mismos frailes embrutecían al pueblo.

Duraba el privilegio, crecía, se desbordaba.

La clase monástica, pues, pesaba en la balanza de los negocios públicos de una manera incontrastable.

Tenía también una espada, una terrible espada cuyo poder aterraba.

Esta espada era el Santo Oficio de la general Inquisición.

El Santo Oficio tuvo poder bastante para traer á España los vergonzosos tiempos de Carlos II.

En una época tal, el convento de las Descalzas Reales tenía una gran influencia.

La abadesa era un gran personaje.

Era sobrina, aunque lejana, del duque de Lerma, noble y rica.

Había aportado un rico patrimonio procedente del dote y de las gananciales de su madre, y del tercio y quinto de su padre al convento.

En el mundo se había llamado doña Angela de Rojas.

Era rica.

Pudo haberse casado, porque todas las mujeres ricas se casan.

Pero se había enamorado de un hombre que estaba enamorado de otra tan rica como ella y además hermosa y señora de título, con la que se casó al cabo.

Doña Angela, no encontrando otro medio mejor para desahogar su cólera, se metió en las Descalzas Reales.

Duróle la rabia un año, y tuvo tiempo de profesar.

No sabemos si después de haber profesado se la pasó el despecho, y se arrepintió de haberse apartado de un mundo, para encerrarse en otro.

Ella no lo dijo á nadie.

Al profesar, por una antítesis violenta con su carácter, tomó el nombre de María de la Misericordia.

Desde que fué monja, empezó á conspirar por su cuenta y á sostener sus conspiraciones con su dinero.

A los seis años de su profesión, sor Misericordia se llamaba la madre abadesa.

Su competidora vencida enfermó de rabia, y murió desesperada bajo la presión de su vencedora.

Hay entre las armas antiguas una que se llama puñal de misericordia.

Con este puñal remataban los vencedores á los vencidos.

A esta madre, en fin, fué á visitar la joven y hermosa doña Catalina de Sandoval, condesa de Lemos.

A más de ser abadesa de las Descalzas Reales, en cuya comunidad tenía la condesa mucha familia, era parienta suya.

Cuando la condesa llegó al locutorio, la dijo la tornera:

—Será necesario que vuecencia espere; la madre abadesa está confesando en estos momentos.

La condesa se mordió los labios, porque aquella detención la contrariaba.

—¿Quién es el confesor de mi prima, madre Ignacia?—dijo á la tornera.

—¡Oh! es un justo varón, un padre grave y docto de la orden del seráfico San Francisco: fray José de la Visitación.

—¡Ah! ¡Fray José de la Visitación! le conozco mucho y ha sido mi confesor algún tiempo; tomé otro porque nunca acababa de confesarme; era eternizarse aquello.

—Es confesor muy celoso.

—Demasiado; ¿y hace mucho tiempo que mi prima está confesando?

—Ya hace más de una hora.

—¡Ah! pues tenemos para otra hora larga.

—Tal vez—dijo la tornera.

—Decidme, madre Ignacia—preguntó la condesa—, ¿está vacía la celda aquella tan hermosa que está sobre el huerto?

—Sí, sí, señora condesa; está vacía porque las tapias son bajas, y una educanda que vivió en ella se escapó descolgándose por el balcón y saltando las tapias. Esto fué un escándalo que nadie sabe, que hemos guardado todas... pero yo lo digo á vuecencia en confianza.

—Gracias, amiga mía. ¿Conque las tapias son bajas y el balcón bajo?

—Sí, señora; era necesario tener una gran confianza en la persona que viviese en aquella celda.

—Y... ¿no hay otra desocupada?

—No; no, señora: apenas tenemos convento: será necesario ensancharlo: no cabemos.

—¡Bendito sea Dios!

—¿Piensa vuecencia traernos alguna novicia ó alguna educanda?

—No, no por cierto.

La condesa, que estaba profundamente preocupada, calló.

La tornera calló también por respeto.

—Madre Ignacia—dijo doña Catalina—, no me hagáis visita; de seguro estáis haciendo falta fuera.

—En verdad, señora, que ese torno no para en todo el día; pero no importa: allí he dejado á sor Asunción.

—Id, id, y por mí no faltéis á vuestra obligación, ni molestéis á nadie. Tengo además mucho en qué pensar, y no me pesaría estar sola.

La tornera se inclinó profundamente y salió.

Doña Catalina quedó sola.

Su bello semblante moreno estaba pálido; por bajo de sus ojos se veía una señal levemente morada como de quien no ha dormido; su mirada estaba fija, impregnada de no sabemos qué expresión vaga, incomprensible.

Había en su semblante un tinte de tristeza, una expresión de malestar interior.

Golpeaba impaciente con su lindo pie el pavimento.

Parecía, en fin, contrariada, por la tardanza de su prima la noble abadesa.

De repente la distrajo el rechinar de la puerta del locutorio.

Se volvió y vió á Quevedo.

Doña Catalina se puso de pie.

—¿Conque hasta aquí?—dijo.

—Hasta donde vos vayáis, mi cielo. No quiero quedarme á obscuras, y como sois mi sol, os sigo.

—¡Ah, don Francisco... don Francisco!..., ¿no me prometísteis anoche que me dejaríais venir á encastillarme contra vos?

—Sí, es cierto; pero no lo prometí yo.

—¿Pues quién fué?

—Mi amor impaciente.

—¿Pero en tan poco me estimáis, que viendo que huyo de vos queréis aún comprometerme?

—Recuerdo que en la galería obscura me ofrecísteis vuestra casa.

—Tenía á obscuras la razón; no sabía lo que me acontecía.

—¿Pero no me amáis?

—¡Ay!... ¡sí!...—exclamó doña Catalina tendiendo lánguidamente su mano y de una manera instintiva á Quevedo.

—¡Ah!—exclamó Quevedo, apoderándose de aquella mano—; ¡y cómo me da la vida vuestro amor!

—Soltad, que estas monjas son muy curiosas, y siempre están en acecho.

—Decís bien; siempre andan alrededor de los del mundo, que se les acercan como el gato alrededor de las sardinas.

—Por lo mismo, mirando el lugar en que nos encontramos, y sobre todo mi decoro, sed respetuoso conmigo.

—¿Y cuando, señora, no os he respetado?

—Dadme una prueba saliendo de aquí.

—Prometedme que vos no pasaréis más adelante.

—Aseguradme que seréis dócil á lo que yo quiera.

—Os lo juro, siempre que no me pidáis lo que no puedo concederos.

—Pues bien, no entraré.

—¿Y podré yo entrar hasta vos?

—¡Qué adelantáis, don Francisco, con sacrificar una mujer más!

—Seríais vos la primera.

—Ved por qué no puedo fiarme de vos; negáis lo que todo el mundo sabe: vuestros ruidosos galanteos.

—Helos tenido con muchas hembras, pero tratándose de mujeres vos sois mi primera mujer.

—Tal vez os engañáis... tal vez yo no sea más que... como vos decís, una hembra, y harto débil y desdichada.

—Pues yo os creo demasiado fuerte, y en cuanto á lo desdichada, estando ausente de vos mi señor el duque de Lemos, no os podéis quejar.

—Quéjome de que siempre no haya estado lejos.

—¡Oh! ¡si no hubiérais sido hija de Lerma!

—Ni aun delante de mí, perdonáis á mi padre.

—Eso os probará que para vos, mi lengua es lengua de Dios.

—No os entiendo.

—Quiero decir, que para con vos mi lengua es lengua de verdad: para mejor probároslo, no sólo aborrezco, sino que desprecio á vuestro padre.

—¡Ah! ¡qué desgraciada soy!

—Sóislo en efecto; pero vuestra desgracia no os trae vergüenza: no se eligen padres.

—Si yo fuese una cualquiera no me hubiérais amado.

—Soy hombre que visto negro y liso.

—¡Cómo!

—Quiero decir, que no me paro en bordaduras, ni en apariencias, ni en riqueza; siendo vos lo que sois, además de ser hija de un duque y mujer de un conde, para que yo no os hubiese amado, era necesario que no os hubiera conocido.

—De modo que si yo hubiese sido la hija de un mendigo...

—Hubiera quitado las conchas y hubiera tomado las perlas.

—Desconfío todavía de vos.

—¿Todavía?...

—Sois un abismo. Acaso no me enamoráis sino porque soy hija del favorito del rey.

—Mal haya la fama, que más que bienes da males.

—Sois gran conspirador.

—¿Conspirador habéis dicho? pues conspiremos.

—¿Y contra quién?

—Contra la abadesa vuestra prima.

—Conspirar, ¿y para qué?

—Para salir del atolladero.

—¿De qué atolladero?

—De haberos metido vos aquí, y de haberme metido yo tras vos.

—Con que vos os vayáis hemos salido del paso.

—Os engañáis, porque ya me han visto.

—¿Y por qué habéis dado lugar á que os vean?

—Se me os escapábais.

—No creo que puedan suponer...

—Las monjas no suponen nada bueno...

—Pero mi prima sabe...

—Que sois hermosa; lo que basta para que os mire mal.

—Es virtuosa...

—Con la virtud de las feas.

—¡Pero Dios mío, vos no perdonáis á nadie!

—A nadie sentencio que él mismo no se haya ya sentenciado.

—Y ya que decís que estamos en un atolladero, ¿cómo os parece que podamos salir de él?

—Conspirando.

—¿Pero contra quién?

—¿Contra quién?... contra cualquiera... la abadesa, á trueque de conspirar, creerá todo lo que queramos que crea. ¿Quién es el confesor de nuestra noble prima?...

—¿De nuestra prima?...

—He dicho de nuestra prima, porque hasta cierto punto vuestros parientes son mis parientes.

—¿Os habéis propuesto mortificarme?

—No quisiera. Pero volvamos á nuestra conspiración. ¿Quién es el confesor de nuestra prima?

—Esperad; no sé por qué se me ocurrió preguntar eso mismo á la tornera, y me dijo que un fraile grave de San Francisco... fray José de la Visitación.

—¿Aquel que se atrevió á decirnos un día que el infierno era negro como vuestros ojos, y que vuestros ojos quemaban sin llama como el infierno? Pues si es ese santo varón, ya sé contra quién tenemos que conspirar.

—¿Contra quién?

—Contra el conde de Olivares.

—¡Ah! el pobre conde nos va á servir de mucho.

—Pienso valerme de él para otras muchas cosas.

—¡Ah! ya no tenemos tiempo de prevenirnos. Me parece que oigo la voz de mi prima.

—¡Oh! pues dejadme hacer, fingíos muy turbada.

Quevedo no pudo decir más.

Acababa de entrar en el locutorio una monja como de veintiseis á veintiocho años muy morena, con un moreno impuro; casi sin cejas, con los ojos pequeños, redondos y grises, desmesuradamente larga la boca, los pómulos salientes y todas estas partes componiendo un semblante cuadrado, un conjunto desapacible, hostil, antipático; añádase á esto el hábito, la toca cerrada, el velo y la expresión monjuna, bajo la cual se encubría mal la soberbia, y se comprenderá que la madre Misericordia tenía un nombre enteramente contrario á su aspecto, eminentemente antitético con ella misma.

Sin embargo, se comprendía lo elevado de su cuna en la distinción de sus maneras.

Adelantó gravemente hasta el centro de la parte del locutorio, situado del lado allá de la doble reja, y comprendió en una reverencia su saludo para doña Catalina y Quevedo.

—Ya nos une esa víbora—dijo para sí don Francisco—, yo haré que nos desuna.

Y contestando con otra no menor reverencia á la abadesa, mientras la de Lemos callaba verdaderamente turbada por la situación, dijo:

—¡Mi señora doña Angela!...

—Hace mucho tiempo que sólo me llamo sor Misericordia, caballero—, dijo la religiosa con acento severo y agresivo.

—Perdonad, pero yo busco en vos la dama, cuando voy á hablaros del mundo, cuando voy á sacar vuestro pensamiento del claustro.

—En primer lugar, caballero, yo no os conozco; en segundo lugar, no comprendo cómo acompañáis á mi parienta doña Catalina.

—Sentémonos—dijo Quevedo con gran calma.

Doña Catalina se sentó más turbada que nunca, y la abadesa extraordinariamente admirada, dominada por la sangre fría y la audacia de Quevedo.

—Vos no me conocéis—dijo—, no lo extraño; vos habéis vivido siempre muy retirada del mundo, mientras que yo he vivido siempre muy metido en él, aun cuando he estado preso.

Al oír la palabra preso, la abadesa dejó ver una altiva expresión de disgusto y de contrariedad.

—Y digo preso—continuó Quevedo como contestando á aquella expresión—, porque los que en España nos encontramos entre cierta gente, cuando no somos prendedores somos prendidos. En fin, señora, yo me llamo, después de criado vuestro, don Francisco de Quevedo y Villegas, señor de no sé qué torre, y autor de no sé qué libros.

—¡Ah!—exclamó cambiando enteramente de expresión la abadesa—: ¿y para qué me buscáis, caballero?

—Primero he buscado á vuestra noble prima.

—¿Y para qué?

—Para asuntos que me tocan al alma... porque á mí me toca al alma todo lo que directa ó indirectamente atañe al servicio de su majestad.

-¡Ah!

—Pues he buscado á doña Catalina, cuya bondad conozco, á fin de que me sirviese para con vos de recomendación y ayuda.

—Bastaba vuestro nombre.

—No había necesidad de que nadie supiese que yo os buscaba; conócese mi nombre más que mi persona... y cuando se trata de conspiraciones...

—¡De conspiraciones!

—¡Se conspira!

—¿Pero contra quién, caballero?

—¿Contra quién se ha de conspirar, sino contra quien manda? Por todas partes hay conspiradores: salen de debajo de las piedras, duermen con uno debajo de la almohada. Es imposible gobernar.

—¡Contra quien manda! Pero quien manda es el rey, y no sé que haya nadie que conspire en España contra su majestad.

—Sí; sí, señora; conspiran contra su majestad, los que conspiran contra el duque de Lerma.

—Dicen que el duque de Lerma, de quien tan justa y honrosamente habláis, os ha tenido preso.

—Me tuvo, y cabalmente porque no me tiene, me intereso por su excelencia. Me ha vencido su generosidad... y no sé... no sé cómo agradecérselo. Eso mismo lo he dicho á su hija, á la señora condesa de Lemos.

—Es verdad—dijo doña Catalina ya más repuesta.

—Y se lo he dicho en la misma antecámara de su majestad la reina, donde estaba de servicio, donde nadie nos oía, donde no nos veía nadie, donde doña Catalina ha podido juzgar, por pruebas indudables, de la sinceridad de mis palabras. ¿No es verdad, señora?

—Sí, sí, don Francisco, es verdad—dijo la de Lemos, poniéndose ligeramente encarnada.

—¿No es verdad, señora, que á pesar de las malas ideas que teníais respecto de mi, me habéis creído enteramente, habéis confiado, y que después, en razón de vuestra confianza, habéis variado vuestro propósito hacia mí y habéis consentido en que hablemos juntos á vuestra noble prima?

—No, no lo puedo negar; todo esto es cierto, certísimo.

—Ya veis, señora, que cuando doña Catalina, hija de quien es, confía en mí, vos también debéis confiar.

—¿Pero por qué no habéis ido directamente á mi tío, caballero?—dijo la abadesa.

—El duque de Lerma acaba de darme la libertad; podía creer que yo... yo no puedo, no debo cambiar así, delante de las gentes, delante del mismo duque. Anoche doña Catalina me dió una carta de la duquesa de Gandía para su padre, y su excelencia quiso atraerme á su partido creyéndome su enemigo.

—Se os presentó, pues, una buena ocasión de ceder.

—Si hubiera cedido, el duque hubiera desconfiado de mí.

—Vuestros hechos le hubieran convencido.

—Pues ved ahí, señora: de tal modo hablé con el duque, que hoy me cree más enemigo suyo que ayer.

—¿Y para qué eso?

—Créame el duque su enemigo en buen hora. Yo nunca he cedido... me equivoco porque soy hombre, pero jamás lo confieso... al menos á la persona respecto á la cual he caído en error. Pero tratándose de vos, señora, de la señora condesa de Lemos, seguro como estoy de vuestra discreción, es distinto; á vosotras vengo para ayudar á ese grande hombre en cuyas manos está la gobernación del reino. Vosotras seréis el medio por donde llegarán á él los beneficios de mi leal y oculta amistad.

—¡Ah! caballero... cuánto os agradezco... ¿y sabéis? ¿habéis descubierto...?

—Una conspiración horrible.

—¿Pero cómo...?

—Anoche un amigo mío, un noble joven que acababa de llegar á la corte, tuvo un desagradable encuentro á causa de una dama, con don Rodrigo Calderón.

—Don Rodrigo, según me ha dicho mi confesor, está herido, y esto es una desgracia.

—No, no señora, esto es una fortuna; don Rodrigo es un traidor.

—Don Rodrigo es un miserable—dijo doña Catalina, que se acordaba de la insolente carta que don Rodrigo la había enviado el día anterior y de la que hablamos al principio de este libro.

—Mi tío confiaba ciegamente en él.

—El duque de Lerma es muy confiado.

—Es, sin embargo, muy prudente.

—Pero don Rodrigo más falso.

—¿Qué decís?

—Don Rodrigo quería alzarse con el santo y la limosna.

—¿Pero de quién se ayudaba ese hombre?

—¿De quién? del conde de Olivares.

—¡Ah! verdaderamente que don Gaspar de Guzmán no tiene perdón de Dios; todo lo debe á mi tío, y, sin embargo, pretende apoderarse del ánimo del rey.

—Es peor que eso: pretende apoderarse del ánimo del príncipe.

—¿Qué queréis decir con eso?

—Nadie pretende la privanza de un príncipe, sino cuando cree que está próximo á ser rey.

Palideció la abadesa.

—¿Y serían capaces...?—dijo.

—Yo no he dicho tanto.

—Pero tendréis algunas pruebas...

—No las tengo, pero las he visto.

—Seguid, don Francisco; pero explicadme.

—Ya os he dicho que mi amigo es enemigo, á causa de una dama, de don Rodrigo Calderón. Pues bien, anoche mi amigo tuvo ocasión de dar de estocadas á don Rodrigo... luego, deseando saber mi amigo si el herido tenía sobre sí alguna prueba de amores, le encontró...

—¿Y qué encontró?

—Unas cartas... la prueba de la conspiración más pérfida...

—¿Cartas de quién?

—De varias personas...

—¿Había alguna del conde de Olivares?

—Sí... ciertamente—contestó Quevedo á bulto.

—¿Pero qué se han hecho esas cartas?

—Llevólas á palacio mi amigo.

—A palacio... ¿y para qué?

—¿Para qué? para entregarlas al rey.

—No habrá podido... esas cartas estarán en poder de vuestro amigo: es necesario rescatarlas...

—Las tiene...

—¿Quién?

—La reina.

—¡La reina!

—Que durmió anoche con el rey.

—¿Qué decís, caballero?

—El duque lo sabe... el duque, que estuvo anoche en palacio gran parte de la noche.

—¿Pero cómo pudo vuestro amigo entregar... anoche esas cartas á la reina?

—Es sobrino del cocinero del rey, y tiene amores en la servidumbre de la reina.

—Me habéis maravillado, don Francisco... yo creía que lo sabíamos todo...

—Pues ya habréis visto que hay muchas cosas que ignoráis.

—Madre abadesa—dijo en aquellos momentos á la puerta del locutorio una monja—, aquí han traído una carta para vos.

—Dadme, dadme.

La monja adelantó y dió una carta á la madre Misericordia.

Luego salió.

—Permitidme, prima mía; permitidme, caballero—dijo la abadesa.

Doña Catalina y Quevedo se inclinaron.

La abadesa abrió con precipitación la carta.

—¿De quién será?—dijo para sí Quevedo.

La abadesa leyó la carta, la dobló, la guardó y, dirigiéndose á Quevedo, le dijo con acento reservado y glacial:

—Os agradezco las revelaciones que me habéis hecho, don Francisco, y estoy segura de que mi tío el duque de Lerma os las agradecerá.

—¡Oh! Pero os habéis olvidado, señora—dijo con suma precipitación Quevedo—. Yo deseo, quiero, os suplico, que el duque de Lerma no sepa, no pueda sospechar siquiera la situación en que me encuentro respecto á él.

—¡Ah! ¡Sí, es verdad, caballero! Y puesto que así lo deseáis, respetaré vuestro deseo.

—Me haréis en ello gran merced; y como supongo que necesitaréis de vuestro tiempo, me pongo á vuestros pies y os pido licencia para retirarme.

—Supongo que nos volveremos á ver.

—Nos volveremos á ver... ¡de seguro!

—Pues adiós, don Francisco.

—Que os guarde Dios, señora.

Y tomando una mano á la de Lemos y besándola cortésmente, y lanzándola rápidamente una mirada en que había todo un discurso, salió.

—¿Qué significa este conocimiento que tenéis con don Francisco de Quevedo, prima?—dijo severamente la abadesa.

—Le conozco desde que era muy joven—contestó con desdén doña Catalina.

—Pero no creo que le conozcáis lo bastante para acompañaros con él.

—Si don Francisco y yo tuviéramos un interés cualquiera en vernos, en andar juntos, no elegiríamos por cierto el locutorio de las Descalzas Reales para lugar de nuestras citas, ni á vos por testigo.

—En lo cual haríais muy bien.

—Y mucho más por la parte que me concierne, porque me excusaría de que pensárais mal de mí.

—Yo no pienso mal de vos; pero quisiera saber para qué habéis venido al convento.

—Unicamente para presentaros á ese caballero; pero la culpa la tengo yo, que me intereso por mi padre y por mis parientes, que tan poco se interesan por mí.

—Si yo no me interesase por vos, no me importaría que diéseis pasos peligrosos.

—¡Pasos peligrosos!...

—¡Quien os haya visto acompañada por Quevedo... por ese hombre de tan mala fama!

—Pero es que nadie me ha visto ni ha podido verme.

—Tanto os han visto, que ya lo sabe vuestro padre.

—¿Y qué es lo que sabe?

—Leed, prima.

Y la abadesa puso en el torno que tienen todos los locutorios la carta que acababa de recibir, y dió la vuelta al torno.

La de Lemos tomó la carta y leyó.

Era de su padre.

En ella decía á la abadesa que habían visto meterse en el convento y en uno de los locutorios á su hija, y tras ella á Quevedo. Que procurase comprender lo que pudiese haber en aquello, y que le avisase.

—Es necesario confesar—dijo la de Lemos, poniendo otra vez la carta en el torno y dándole vuelta—que á veces mi padre está bien servido.

—¿Seréis franca conmigo, prima?—dijo la abadesa después de haber tomado la carta y de haberla guardado.

—¿Y por qué no he de serlo? ¿Creéis acaso que yo tenga algún secreto?

—¡Creo que amáis á don Francisco!

—¡Y qué!—dijo fríamente la de Lemos, que era violenta.

—¡Lo confesáis!

—Ahorro una disputa vergonzosa.

—¿De modo que el amor...?

—¿Y qué entendéis vos de amor?—dijo con desprecio la de Lemos.

La abadesa se mordió los labios.

—Yo creía que os justificaríais.

—Yo no me justificaré jamás de acusaciones tan absurdas—dijo levantándose con indignación la de Lemos y volviendo la espalda á la abadesa.

—Pero escuchad, mi querida Catalina—dijo la abadesa.

—¡Adiós!—exclamó la de Lemos, y salió dando un portazo.

—Creo que he obrado de ligero, y que mi tío recela más de lo justo...—murmuró la abadesa—. Y dice bien ella... si se amaran, ¿á qué habían de haber venido aquí? Lo más que puede suceder es que Quevedo ame á mi prima y quiera obligarla mostrándose amigo de mi tío; pero el padre José me ha revelado cosas que están muy en relación con lo que me ha revelado Quevedo. Un sargento mayor, que es mucha cosa de don Rodrigo, tiene amores con la mujer del cocinero mayor de su majestad; el cocinero mayor de su majestad tiene un sobrino, que por una mujer da de estocadas á don Rodrigo Calderón, busca en él algunas pruebas, y encuentra cartas de Olivares á Calderón... cartas en que se hace traición á mi tío... Hay aquí algo que se toca... Alonso del Camino, montero de Espinosa del rey, estuvo anoche secretamente en el convento de Atocha, según me ha dicho el padre José, y el confesor del rey, á pesar de que es enemigo declarado de mi tío, ha sido nombrado inquisidor general. En la revelación de Quevedo hay algo de cierto. ¡Las cosas han variado... pues bien... nuestra obligación es ayudar á Lerma... si Quevedo le sirviese de buena fe!... ¡oh! ¡don Francisco vale mucho! ¡pues bien! avisemos á mi tío, y él en su prudencia, en su sabiduría, sabrá lo que debe hacer.

La abadesa salió del locutorio.

—¿Quién ha traído esta carta?—dijo á la tornera.

—El señor Francisco Martínez Montiño.

—¡Ah! ¡el cocinero del rey! ¿y espera?

—Sí, señora, espera la contestación.

—Hacedle entrar, madre Ignacia.

Y la abadesa se volvió al locutorio, se sentó junto á una mesa que había en él y se puso á escribir.

Entre tanto Quevedo, que había bajado á la portería, notó que un bulto se metía rápidamente tras la puerta, sin duda por temor de ser visto.

Quevedo se fué derecho á la puerta y miró detrás de ella.

Encontróse en un ángulo con el cocinero mayor, encogido y contrariado.

—Quien huye, teme—dijo Quevedo.

—Pues no, no sé—dijo saliendo Montiño—por qué deba yo temeros.

—Vos debéis haber venido aquí para algo malo.

—¿Yo?

—Sí por cierto, y ya sé á lo malo que habéis venido. A traer una carta del duque de Lerma á la abadesa.

—¡Cómo! ¡qué!

—¡Una carta en que se habla mal de mí!

—¡Pero don Francisco!

—Me la ha leído la abadesa y sé que andáis en cuentas con ese bribón de Lerma.

—Os juro que... yo... no sé ciertamente... el duque me ha llamado...

—Vos acabaréis muy mal, señor Montiño.

—Mi sobrino tiene la culpa.

—¿Vuestro sobrino?...

—Por él me están aconteciendo desde ayer desgracias. Para él es todo lo bueno, para mí todo lo malo.

—Y será peor si no os confiáis completamente á mí.

—Pero don Francisco...

—¡Se conspira!

—¿Que se conspira?

—Y vuestro sobrino es uno de los primeros conspiradores.

—Mi sobrino...

—¡Escondéos!

—¡Cómo!

Quevedo empujó á Montiño detrás de la puerta.

Había oído en las escaleras unos pasos de mujer y el crujir de una falta de seda; poco después la condesa de Lemos atravesó la portería.

—Habéis mentido en vano—dijo la condesa—; mi prima lo ha adivinado todo.

—¡Todo! pues mejor.

—Mejor, sí... porque he acabado de resolverme... ¿y qué me importa? cuando se ama á un hombre que se llama Quevedo, no hay por qué avergonzarse de amarle.

—Dios bendiga vuestra boca.

—Os espero.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

—¿Por dónde?

—Por el huerto.

—Larguísimo va á ser para mí el día.

—Y para mí insoportable; tenemos que hablar mucho.

—Ahora las noches son largas.

—Pues hasta la noche; ¿á qué hora?

—A las ánimas.

—Pues hasta las ánimas.

—¡Hola!—dijo la condesa á uno de sus lacayos que estaba á la puerta—; que acerquen la litera.

La condesa de Lemos entró en ella, y la litera se puso en marcha.

Quevedo estaba incómodo.

No se había atrevido á cortar la palabra á la condesa, y temía que Montiño lo hubiese escuchado todo, á pesar de que doña Catalina había hablado bajo.

—Salid—dijo á Montiño.

Montiño salió.

—Venid conmigo.

Y Quevedo asió del brazo al cocinero mayor.

—Lo siento, don Francisco, pero no puedo; tengo que hacer.

—Señor Francisco Montiño—dijo la madre Ignacia desde detrás del torno.

—¿Lo veis, don Francisco? ¿Lo veis? me llaman. Allá voy, allá voy, señora mía.

Y se acercó al torno.

—La señora abadesa os ruega que subáis al locutorio.

—Allá voy, allá voy, madre tornera; ya lo oís, don Francisco.

Y Montiño tomó por las escaleras como quien escapa.

—Andad, que aquí os ospero—dijo Quevedo.

Detúvose un momento Montiño como acometido por un accidente nervioso, y después siguió subiendo, aunque no tan deprisa.

Quevedo esperó con suma paciencia durante una hora.

Al fin de ella, sintió unos pasos precipitados en la escalera.

Poco después, Montiño, con la gorra aún en la mano, espeluznados los escasos cabellos, la boca entreabierta, pálido, desencajados los ojos, crispado todo, pasó por delante de Quevedo exclamando:

—¡Como la otra!

Y se lanzó en la calle.

Quevedo partió tras él y le asió por la capa.

—¡Ea, dejadme!—exclamó el cocinero mayor.

—¿Os olvidáis de que yo os esperaba?

—¡Como la otra!—repitió en acento ronco y cada vez más desencajado Montiño.

—¿Pero estáis loco, señor Francisco? cubríos, que el aire hiela; embozáos y componéos, y venid conmigo.

Montiño se encasquetó la gorra de una manera maquinal, y repitió su extraño estribillo:

—¡Como la otra!

—¿Pero qué otra ni qué diablo es ese? ¡Ea, venid conmigo, que recuerdo que aquí, en la calle del Arenal, hay una hostería!

Montiño se dejó conducir.

Hostería del Ciervo Azul, leyó Quevedo en una muestra sobre una puerta.

—Pues señor, aquí es; yo no he almorzado más que un tantico de pichón, y no me vendrá mal una empanada de perdiz.

Y empujó adentro á Montiño.

Entraron en un gran salón irregular, pintado de amarillo, color con el que se había combinado el humo de las candilejas de hoja de lata clavadas de trecho en trecho en la pared.

Pero nos olvidamos de que nos hemos puesto fuera del epígrafe de este capítulo, hacemos una pausa y pasamos al siguiente.

Share on Twitter Share on Facebook