EL SUPLICIO DE TÁNTALO
Entró el padre Aliaga en una extensa y magnífica cámara, en la misma en que presentamos al principio de este libro á la duquesa de Gandía.
Llevaba el confesor del rey la cabeza inclinada, las manos cruzadas y el corazón de tal modo agitado, que quien hubiera estado cerca de él hubiera podido escuchar sus latidos.
Margarita de Austria estaba sentada junto á la misma mesa donde su camarera mayor leía la noche anterior los Miedos y tentaciones de San Antón.
Un candelabro de plata, cargado de bujías perfumadas, iluminaba de lleno el bello y pálido semblante de Margarita de Austria.
Vestía la reina un magnífico traje de brocado de oro sobre azul, tenía cubierto el pecho de joyas, y en los cabellos, rubios como el oro, un prendido de plumas y diamantes.
—Espera al rey—dijo para sí el padre Aliaga.
Y adelantó hacia la reina.
Margarita de Austria dejó sobre la mesa un devocionario ricamente encuadernado que tenía en la mano á la llegada del padre Aliaga.
Este, cuando estuvo cerca de la reina, se arrodilló.
—¿Qué hacéis, padre mío?—dijo dulcemente Margarita—. ¡Un sacerdote, tal como vos, arrodillarse ante una pecadora tal como yo!
—¡Oh! si todos pecasen en este mundo como vuestra majestad...—dijo el padre Aliaga levantándose.
—Pues mirad, padre, lo que peco me espanta. Tengo muy poca paciencia...
—Vuestra majestad es una mártir.
—No, porque no acepto mi martirio. Además, hay momentos en que me bañaría en sangre.
—En sangre de traidores.
—Indudablemente... ¡pero soy tan desgraciada!...
—Demasiado, señora.
—Hoy no... hoy soy casi feliz.
—Quiera Dios, señora, completar esa felicidad y aumentarla.
—Sentáos, fray Luis, sentáos, quiero hablaros mucho y no quiero fatigaros.
—Las bondades de vuestra majestad no tienen límite para conmigo—dijo el padre Aliaga, tomando un sillón y sentándose á una respetuosa distancia.
—¡Mis bondades! No ciertamente, padre Aliaga—dijo con acento dulce reina—, os debo mucho; después de Dios, sois la protección que tengo sobre la tierra.
—La protección mía, señora, es muy débil.
—¿Y vuestros consejos? ¿A quién debo la resignación con que sufro mis desventuras de mujer y de reina, más que á vos?
—Lo debe principalmente vuestra majestad á su gran corazón.
—Ha habido momentos en que me he desalentado, en que he creído inútil la resistencia, en que he estado á punto de abandonarlo todo, de rendirme á mi desdicha. Y entonces vos me habéis aconsejado valor y fortaleza; habéis robustecido mi alma con vuestra palabra; me habéis salvado. Y á esa lucha sostenida por vos, debo el haber llegado á un gran día, á un día de triunfo.
—¡Un día de triunfo!—dijo tristemente el padre Aliaga.
-Creo que no habéis reparado en mí, padre mío; miradme bien.
El padre Aliaga levantó la vista de sobre la alfombra y la fijó en la reina.
Margarita de Austria sonreía; su sonrisa era la expresión de un contento íntimo, y aumentaba su dulce belleza.
La mirada que el padre Aliaga fijó en la reina, era la perpetua mirada que el mundo conocía en él: reposada, tranquila, y aun nos atrevemos á decirlo: ascética.
Pero las manos, que fray Luis tenía escondidas en las mangas de su hábito, estaban crispadas, y sus uñas se ensangrentaban en sus brazos.
Y no contestó á la reina, porque estaba retando con su espíritu; porque estaba pidiendo á Dios alejase de él la tentación.
—Ya podéis ver—dijo la reina después de que el inquisidor general la estuvo mirando frente á frente algunos segundos, que ni por mi traje, ni por mi semblante, soy la pobre esposa medio viuda, la reina reclusa y humillada; soy la desposada que se viste de fiesta para esperar á su esposo... porque espero á su majestad; ya no hay traidores que impidan al rey llegar hasta la reina... las puertas de mi cámara están francas para su majestad; anoche empezó ese milagro; anoche el rey fué mi esposo.
Fray Luis contuvo una violenta conmoción y se puso de nuevo á rezar apresuradamente.
La reina continuó:
—Y he descubierto una cosa que me ha llenado de alegría, que ha abierto mi alma á la esperanza y á la felicidad: el rey me ama. ¡Oh, sí, me ama con toda su alma! y yo... ¡oh, Dios mío! para vos, padre Aliaga, que tenéis las virtudes y la pureza de un santo, he tenido abierta por completo mi conciencia, mi alma de mi mujer; vos no sois mi confesor, pero sois más que mi confesor, mi padre; yo os había dicho que no amaba al rey, á mi Felipe, al padre de mis hijos... ¡oh! y os lo decía como lo sentía... yo estaba irritada, humillada, abandonada; habían pasado días y semanas y meses sin que yo viera á su majestad más que en los días de ceremonia, delante de la corte, rodeada de personas pagadas para escuchar mis palabras; yo no era allí más que la mitad de la monarquía; la reina cubierta de brocados, con el manto real prendido á los hombros, con la corona en la cabeza; una mujer vestida de máscara presentada á la burla de la corte; después de la ceremonia, el rey se iba por un lado con su servidumbre, y la mía me traía como presa á mi cuarto... esto me irritaba.. me indisponía con todo... hasta conmigo misma...; pero anoche... cuando vi al rey delante de mí... ¡oh Dios mío! comprendí que le amaba más que nunca, que mi amor no se había borrado, sino que había dormido, que había estado cubierto por mi despecho. Y sin embargo de que el rey no quiso oírme una sola palabra de política, á pesar de que esto me entristeció, porque ya sabéis cuánta falta nos hace el que su majestad tome sobre sí el peso del gobierno, fuí feliz, concebí esperanzas; el rey se mostró transformado...
—Su majestad medita demasiado las cosas...
—Por el contrario—dijo con arranque la reina—, el rey no medita nada.
—Quiero decir—dijo el padre Aliaga—que el rey en ciertos negocios anda con pies de plomo.
—Decid más bien que cuando se trata del duque de Lerma no se mueve.
—Su majestad cree que no encontrará otro mejor que el duque; le fatiga la lucha, ama la paz, su alma es excesivamente piadosa...
—¡Pero si el rey continúa así, la monarquía queda reducida á una sombra que sólo sirve para autorizar á magnates miserables capaces de todo!—dijo la reina con violencia.
—¿Vuestra majestad dice que las cosas han variado?
—Sí, fray Luis, sí—dijo la reina inclinándose hacia el padre Aliaga, con las muestras de la mayor confianza—; escuchad: yo no sé cómo, pero la variación es completa; ya sabéis... aquellas cartas tan imprudentemente escritas por mí á ese vil Calderón, cartas que me tenían reducida á mi, á Margarita de Austria, á una posición de esclava, que han estado á punto de hacerme cometer un crimen, porque un asesinato, aunque la causa sea justa, siempre es un crimen...
—Sólo Dios puede juzgar las acciones de los reyes.
—Y algo que está más bajo que Dios, fray Luis; su conciencia, la conciencia de sus vasallos, y después la historia... pero Dios, á quien adoro y bendigo, me ha librado de cometer un crimen; me ha procurado una buena y valiente espada y un corazón de oro... á propósito... ¿cómo estamos, en cuanto á la recompensa de ese valiente joven?
—Ya he dado la provisión de capitán de la tercera compañía de la guarda española á doña Clara de Soldevilla para que se la entregue.
—¡Oh! y habéis hecho muy bien, porque... se aman: él á ella como un loco: ella á él... no sé cuánto, pero esta mañana tenía señales en los ojos de no haber dormido...
—Pero según creo, no se habían visto hasta anoche.
—No importa; se aman, yo os lo aseguro, padre Aliaga; él la hablaba con el corazón... ella le escuchaba con el alma, aunque no lo demostraba, porque doña Clara es muy reservada y muy firme... tan firme como hermosa, noble y honrada; ese joven es un tesoro... si no hubiese sido por ella... ella me procuró á ese valiente defensor, á quien yo ennobleceré de tal modo, á quien levantaré tan alto, que el orgulloso Ignacio Soldevilla no se atreverá á negar á la reina la mano de su hija para ese hidalgo.
Hablaba con tal entusiasmo la reina de Juan Montiño, que el padre Aliaga volvió á sentir en su alma la amarga desesperación que le había causado la sola sospecha de que Margarita de Austria amase al joven.
Y la reina hablaba de tal modo por agradecimiento, porque Juan Montiño la había salvado de un compromiso horrible.
—Y no es extraño—continuó la reina—que doña Clara le ame de ese modo; se amparó de él en la calle, á bulto, como se hubiera amparado de otro cualquiera hidalgo, porque la seguía de cerca don Rodrigo; estuvieron largo rato juntos; nuestro joven la enamoró, la salvó, en fin, de don Rodrigo; fué una aventura completa; después, cuando le presentó las cartas que yo buscaba á costa de cualquier sacrificio, manchadas con la sangre de don Rodrigo... doña Clara me ama... como la amo yo, y ama á mi salvador... y si á esto se añade que ese joven, considerado como hombre, es casi tan hermoso como doña Clara, que es la mujer más hermosa que conozco, hay que convenir en que es necesario casarlos. Yo los casaré. ¿Por lo pronto, le tenemos ya dentro de palacio?
Fray Luis ahogó en su garganta un rugido que se revolvió sordo, poderoso en su pecho.
La última pregunta de la reina le había aterrado.
Sin embargo, conservó su aspecto sereno, su semblante impasible é inalterable su acento, cuando respondió á la reina:
—Sólo falta que doña Clara le entregue su provisión de capitán de la guardia española.
—Se le entregará... mañana... Ahora bien: ¿cuánto ha costado esa provisión, porque supongo que Lerma la habrá vendido?
—Vuestra majestad no tiene que ocuparse de esa pequeñez—dijo fray Luis—. Vuestra majestad ha querido que ese caballero tenga un medio honroso de vivir y ya le tiene. Lo demás importa muy poco.
—No, no; cuando os escribí no era reina, y necesitaba de vuestros buenos oficios por completo; hoy ya es distinto; he vuelto á ser reina; Lerma ha dispuesto que se me pague lo que se me debe, y... soy rica; os mando, pues, que me digáis cuánto ha costado esa provisión. Os lo mando, ¿lo entendéis?
—Ha costado trescientos ducados.
—¿Y los demás gastos?...
—No lo sé á punto fijo, señora.
—Pues haced la cuenta, y decidme la cantidad redonda. Casi casi voy haciéndome partidaria de Lerma. ¿Si habrá tocado Dios el corazón de ese hombre?
—El duque ha tenido miedo.
—Y le ha tenido con razón—dijo con acento lleno y majestuoso la reina—; le ha tenido y debe tenerlo; se ha atrevido á sus reyes y se atreve; Lerma caerá... caerá... y yo pisaré su soberbia, yo que me he visto indignamente pisada por él. ¿Y sabéis, sabéis á quién se debe todo este cambio?...
—¡A Dios!—dijo con una profunda fe el padre Aliaga.
—Sí, indudablemente á Dios; pero Dios, para obrar respecto á nosotros, se vale de medios naturales. El medio de que Dios se ha valido, ha sido de ese joven... del sobrino del cocinero del rey.
—Creo que vuestra majestad, en su bondad, abulta los méritos de ese mancebo—dijo el padre Aliaga, cuya alma había acabado de ennegrecerse.
—Hiriendo á don Rodrigo Calderón, ese joven ha producido todo ese cambio.
—Lo dudo.
—El duque, al verse solo, privado de la ayuda de Calderón, que es su pensamiento, no se ha atrevido á seguir en una senda en que Calderón le ha sostenido... esto lo sospecho yo... puede ser que Calderón, al verse herido de sumo peligro, haya sentido remordimientos, y haya revelado al duque lo que se tramaba contra él... y esto es lo más probable, por la conducta del duque. ¿Sabéis lo que ha dicho su hijo el duque de Uceda al verse arrojado del cuarto de mi hijo don Felipe á todo el que ha querido oírle?—Mi señor padre teme que haya quien tire de la cortina, y deje ver sus tratos con la Liga y sus inteligencias con Inglaterra.—El duque de Uceda no ha debido decir esto de una manera muy secreta, porque lo ha sabido su padre, y sin perder tiempo ha propuesto al rey la guerra contra la Liga, y ha enviado de embajador á Inglaterra á don Baltasar de Zúñiga. Y no es esto solo; ha desterrado y preso y asustado á los mismos á quienes ayer llamaba sus amigos, y ha honrado y favorecido á otros á quienes miraba como enemigos. Sin ir más lejos ¿no os ha nombrado á vos inquisidor general?
—Lo que me ha hecho tener más cuidado ahora que nunca, señora; cuando el lobo lame la mano que odia...
—¡Oh! yo os aseguro que el duque de Lerma no tendrá tiempo de revolver sobre nosotros. El duque de Lerma es hombre muerto.
—¡Ah! ¿hablábais de mi buen don Francisco de Rojas y Sandoval, mi muy amada esposa, mi respetable confesor?—dijo Felipe III, que había entrado poco antes en la cámara, y adelantado en silencio.
La reina y el padre Aliaga se levantaron á un tiempo.
—Sentáos, sentáos—dijo el rey—; vos sois mi buena, mi hermosa, mi amada Margarita—dijo el rey tomando á la reina una mano, y besándosela—; y vos, padre, sois mi amigo y mi confesor. Ya sabéis cuánto he defendido yo el que os aparten de mi lado, á pesar de que Lerma me ha hablado mal de vos. Yo os aprecio mucho, fray Luis; más que apreciaros, os reverencio. He tenido un placer y una sorpresa cuando esta mañana el duque de Lerma me ha dado á firmar vuestro nombramiento de inquisidor general. Como he firmado con sumo gusto el nombramiento de embajador para don Baltasar de Zúñiga, y el de gentilhombre de mi cámara para el duque de Uceda; estaban demasiado apoderados del príncipe don Felipe. Sentáos, sentáos, pues, señora; y vos también, padre Aliaga; nadie nos ve; yo entro y salgo, merced á ciertos pasadizos, sin que nadie me vea, y estamos completamente libres de la etiqueta.
Todos se sentaron.
El rey, que era muy sensible al frío, removió el brasero.
—¡Qué invierno tan crudo!—dijo—; aseguran que hay miseria en los pueblos; ¡pobres gentes!
Y volvió á revolver con delicia el brasero.
—Cuando llegué conspirábais—dijo el rey.
—Es verdad—contestó la reina—; conspirábamos contra Lerma, y es necesario que vuestra majestad conspire también.
—Yo no necesito conspirar—dijo el rey—; el día que quiera, Lerma caerá; pero Lerma me sirve bien. Os tenía quejosa, señora, pero el duque me ha hablado largamente. Le tenía engañado don Rodrigo Calderón.
—¿Y cómo ha sabido el duque que don Rodrigo Calderón le engañaba?
—Le han avisado... no sabe quién... pero tiene pruebas; al conocer su engaño, Lerma se ha apresurado á repararlo. Debéis, pues, perdonarle; señora, perdón merece quien confiesa su error, y perdonar también á la buena duquesa de Gandía, que es una pobre mujer, cuyo único delito es ser excesivamente afecta al duque... me lisonjeo en creer que empezamos una nueva era... enviaremos un respetable ejército á Flandes contra la Liga, arreglaremos nuestros negocios con Inglaterra, y nos haremos respetar.
El rey repetía palabra por palabra lo que le había dicho Lerma.
La reina y el padre Aliaga callaron, porque sabían que en ciertas ocasiones era de todo punto inútil, y sobre inútil, perjudicial, el contrariar á Felipe III.
En aquellos momentos, éste se estaba haciendo la ilusión de que era un gran rey.
—No sé, no sé qué os he oído hablar de cierto hidalgo á quien decíais vos, señora, que debíamos mucho: lo oí al abrir la puerta, pero me pareció sentir pasos en el corredor secreto y me volví... debió ser ilusión mía, porque los pasos no se repitieron; pero cuando me volví de nuevo hacia vosotros, ya no hablábais del tal hidalgo.
—Hablábamos de un sobrino del cocinero mayor de vuestra majestad.
—¡Ah! ¿del buen Montiño? ¿y ese mozo, es tan buen cocinero como su tío?
—Sabe á lo menos manejar la espada tan bien como su tío las cacerolas—, contestó la reina procurando serenarse, porque la había turbado la imprevista pregunta del rey.
—¡Ah! ¡ah! ¿es buen espada?
—Tan bueno, como que es quien ha herido á don Rodrigo Calderón.
—¿El que ha herido á don Rodrigo?
—Sí por cierto.
—¿Y por qué le ha herido?
—Defendiendo la honra de una mujer.
—¡Ah! ¡ah! y... ¿quién es ella?
—Una dama á quien vuestra majestad y yo apreciamos mucho.
—Pues no... no acierto.
—Doña Clara...
—¡Ah! ¡sí! ¡vuestra menina! quiero decir, vuestra dama de honor... porque ya recordaréis que hemos convenido en que es ya muy crecida para menina... la bella y honradísima doña Clara Soldevilla.
—Y además, está ya en buena edad para casarse—dijo la reina.
—Casarse... si bien... es una mujer envidiable... yo sé de muchos que la han solicitado, que han querido casarse con ella... pero ella no ha querido á ninguno.
—Yo aseguro á vuestra majestad, que con quien yo querría casarla es muy del agrado de doña Clara.
—¿Y quién? ¿quién es él?
—El vencedor de don Rodrigo Calderón.
—¡El sobrino de mi cocinero!—exclamó con desprecio el rey—. Esa es una alianza indigna de doña Clara; mi valiente coronel Ignacio Soldevilla, tendría mucha razón de enojarse conmigo, si yo introdujera en sus cuarteles un mandil y un gorro blanco: eso no puede ser... no será...
—Los reyes ennoblecen—dijo contrariada la reina.
El padre Aliaga acudió en socorro de Margarita de Austria.
—Ese joven—dijo—, no es sobrino del cocinero mayor.
—¿Pero en qué quedamos? ¿qué es ese mancebo?
—El se cree hijo de Jerónimo Martínez Montiño, hermano de Francisco Martínez Montiño, cocinero de vuestra majestad; pero no es así... es... hijo de padres muy nobles, como lo reza esta carta—dijo el padre Aliaga, presentando al rey la tan traída y llevada carta de Pedro Martínez Montiño á su hermano.
—Leedme, leedme esa carta, padre Aliaga, y veamos esa historia.
El padre Aliaga leyó la carta de la cruz á la fecha.
—Esa carta es una buena historia—dijo el rey—; pero en esa historia faltan los nombres de los padres; nada hacemos con eso.
—Los padres, señor, son, según dice Francisco Montiño, el duque de Osuna.
—¡Oh! ¡mi altivo Girón! ¿y ella?
—Ella, según dice el tío Manolillo, es la duquesa de Gandía.
—¡Ah! ¡la duquesa de Gandía! ¡ah! ¡ah! ¡el duque de Osuna... y la duquesa de Gandía!... ¡por San Lorenzo nuestro patrón! eso es ya distinto... ¿y lo sabe eso doña Clara?
—Lo ignoro, señor.
—Si no recuerdo mal—dijo el rey—en esta carta que acabáis de leerme, padre Aliaga, dice que ese mancebo no ha estado nunca en la corte; si llegó anoche, ¿cómo conoció á doña Clara? y aun dada la ocasión de conocerla, ¿cómo se enamoró ella de él? Esto es extraordinario; esto no puede creerse; por otra dama debió reñir con don Rodrigo ese Joven... precisamente, ó yo no lo entiendo.
Afortunadamente el rey se había extendido en sus consideraciones, y había dado tiempo á la reina de improvisar una respuesta.
—Fué una casualidad—dijo Margarita de Austria—; al venir nuestro joven á Madrid con esa triste carta de su tío, que acaba de leernos el padre Aliaga, vino naturalmente al alcázar á buscar á su otro tío; por un descuido de los maestresalas, perdido en el alcázar, se encontró en la galería obscura á donde corresponde la puerta del cuarto de doña Clara, y oyó voces de dos personas.
—¡ Ah! ¡una aventura como las de las comedias de Lope de Vega!—dijo el rey—. ¿Y esas dos voces eran de una dama y de un galán?
—Eran las de don Rodrigo Calderón y doña Clara Soldevilla.
—¡Ah! ¿conque al fin la rigurosísima doña Clara...?
—Nada de eso; como don Rodrigo es tan audaz, tan miserable, tan malvado, había corrompido á una criada de doña Clara, y ésta había robado á su señora una prenda muy conocida y la había entregado á Calderón. Este, prevalido de la prenda con que había querido obligar á doña Clara, se había introducido en su aposento.
—¡Ah! ¡ah! esto es grave, gravísimo...—dijo el rey—ese don Rodrigo es demasiado voluntarioso y bien poco mirado... ¡atreverse á una dama tal como doña Clara, á quien sabe que tienen sus reyes en gran estimación y poco menos que como á una hija! ¡Una dama á quien ha dejado en nuestra servidumbre un buen caballero, que derrama su sangre en nuestro servicio, seguro de que la reina será para ella una madre... seguro de que bajo el amparo de la reina estará á cubierto de asechanzas!
La voz del rey, al decir esto, temblaba de un modo particular.
—A pesar de mi protección, señor—dijo sonriendo la reina—, se han puesto grandes tentaciones delante de doña Clara, y á no ser ella tan honrada, tales han sido algunas, que todo mi poder no habría podido salvarla...
—Sí, sí dijo el rey, á quien parecían atragantársele las palabras, según se le enredaban las letras y aun las sílabas—; doña Clara, en efecto, vale mucho... ha podido suceder que personas ilustres hayan tenido... puede ser que... hayan caído en una tentación disculpable... porque... puede... sí... pero en fin... ¿y qué prenda era la que don Rodrigo suponía haber recibido de doña Clara?—añadió el rey, saliendo bruscamente del discurso en que se había embrollado, porque le acusaba la conciencia.
—Un hermoso rizo de cabellos negros, sujeto... con... no recuerdo...—dijo la reina poniéndose un rosado dedo en los labios, como quien medita...—¡ah! ¡sí!... con un pequeño lazo de diamantes... en el cual estaban esmaltadas nuestras armas.
—¡Nuestras armas!
—Sí por cierto; era uno de los seis lazos que para que me sirviera de sobreherretes, me había regalado vuestra majestad.
—¡Ah! ¡sí! recuerdo ese regalo.
—Yo había dado uno de esos lazos á doña Clara.
—Pues se conoce que estima en poco vuestros regalos doña Clara—dijo el rey—, cuando así los da á sus enamorados.
—¡Pues si doña Clara no le ha dado á don Rodrigo!
—¿Pero cómo le tenía don Rodrigo?
La criada, á quien había sobornado don Rodrigo, había robado, por insinuación de éste, á su señora.
—Pero, ¿cómo sabía don Rodrigo que doña Clara tenía el tal lazo?...
El padre Aliaga, que escuchaba en silencio y con la cabeza baja este diálogo, oraba en el fondo de su alma porque la reina saliese bien del atolladero en que se había metido; la reina, sin embargo, no demostraba la menor turbación.
—Don Rodrigo—dijo—sabía que doña Clara poseía aquel lazo, porque le ha llevado muchas veces sobre el pecho delante de la corte; porque han hablado mucho del tal regalo las damas; porque es una prenda muy conocida de doña Clara; si no hubiese sido conocida aquella prenda, ¿para qué la quería don Rodrigo?
—Me parece, señora—dijo el rey—, que creéis demasiado á doña Clara, que doña Clara no es tan esquiva como cuenta la fama, y que acaso don Rodrigo...
—¡Oh, no; estoy segura de ella!
—¿Pero creéis fácil que se corten cabellos á una mujer sin que lo sienta? ¿Os habéis olvidado de ese hermoso rizo, sujeto por hermoso lazo?
—Siempre que se peina una mujer que tiene tan largos, tan hermosos, tan abundantes cabellos como doña Clara, queda una maraña; con pocas marañas como las que produce cada peinado de doña Clara, basta para hacer un hermoso rizo.
—¡Ah! efectivamente, no había pensado en ello...—dijo el rey—pero me agradaría ver ese rizo... si fuera posible.....
—No sé si doña Clara le habrá destruído—dijo con la mayor serenidad la reina, mientras el padre Aliaga se estremecía, porque veía llegado de una manera fatal el momento de las pruebas.
—¿Cómo recobró doña Clara ese rizo?—dijo el rey.
—Casualmente ese es el gran servicio que ha prestado el joven de quien hablamos á doña Clara.
—¿Pero cómo supo ese mancebo?...
—De una manera muy sencilla: decía, señor, que por descuido de los maestresalas, sin duda, ese joven, habiéndose perdido en el alcázar, como quien nunca había por él andado, había venido á parar, entrando por la portería de Damas, á la galería obscura á donde corresponde la puerta del aposento de doña Clara. Al entrar en la galería, según dijo después á doña Clara ese hidalgo, oyó las voces de un hombre y de una mujer. El hombre, sin pasar de la puerta, se negaba á devolver una prenda á la mujer, y la mujer decía: «No faltará quien os arranque esa prenda que me habéis robado con el corazón».
—Desengañáos, doña Clara—contestó el hombre—; vuestro padre, el buen Ignacio Soldevilla, está muy lejos, y aunque le llaméis, y aun cuando venga, vendrá tarde; toda la corte sabrá ya que la ingrata hermosura á quien llaman la menina de nieve no ha sido esquiva para mí.
—¡Ah!—dijo el rey, dándose una palmada en la frente—; pues ya lo comprendo todo; el tal afortunado hidalgo quitó á estocadas á don Rodrigo la prenda, y como sabía, por haberlo oído, el nombre y el empleo en palacio de la dama, vino ó presentarla la prenda... se vieron y se enamoraron el uno del otro ¡ah, ah, véase lo que son los acasos!... y si... si... ¡por mi ánima que quisiera ver!... ¿Habrá algún inconveniente en pedir á doña Clara esa prenda?
Felipe III.
La reina se estremeció.
El padre Aliaga se cubrió de sudor frío.
Pero la reina no se detuvo; dió dos palmadas, y se abrió la puerta de la cámara.
Apareció la condesa de Lemos, que, por enfermedad de la duquesa de Gandía, desempeñaba accidentalmente las funciones de camarera mayor, como primera dama de honor.
—Id y decid á doña Clara Soldevilla, mi menina, que venga—dijo la reina, haciendo un supremo esfuerzo para que no se trasluciese en su semblante la agonía de su alma.
El padre Aliaga se puso literalmente malo.
La condesa de Lemos dejó caer el tapiz de la puerta de la cámara.
Sólo una casualidad podía salvar á la reina de ser cogida de una grave mentira por el rey. La reina, por instinto, se conservaba serena.
—Es extraño... es extraño todo esto—dijo el rey—; y, sin embargo, siendo así, no extraño que doña Clara, agradecida... ella tiene unas ideas talmente de dama de comedia... Bien, muy bien... si se aman... los casaremos... ennobleceremos á ese hidalgo cuanto sea necesario, pretextaremos un gran servicio... mentiremos un poco, á fin de que Ignacio Soldevilla no se ofenda... Dios nos perdonará esta mentira.
—Yo creo—dijo la reina con intención—que cuando se miente para salvar grandes intereses, no se peca; el padre Aliaga, que está presente, y que es muy teólogo, puede decirnos...
—Señora—se apresuró á decir el padre Aliaga—, hay ocasiones en que el no mentir sería un crimen.
—¿De suerte que—dijo el rey, que en asuntos de conciencia era muy escrupuloso—la mentira puede, y aun debe usarse, según las circunstancias?
—Indudablemente—dijo el padre Aliaga—; veamos el caso actual; hay que engañar á un hombre... á Ignacio Soldevilla, para evitar grandes males. Debe engañársele, el fin es bueno; el tósigo se emplea comúnmente como medicina.
—Pero, ¿qué grandes males amenazan?
—Supongamos que doña Clara ame... como suelen amar al cabo las que han llegado á cierta edad sin conocer el amor... que se obstine... que no pudiendo lograr su amor por buenos medios...
—Basta, basta; ahora comprendo que debe mentirse, que es una obligación mentir en ciertas ocasiones.
—Además—dijo la reina—de que para honrar á ese joven no es necesario mentir.
—¿Nos ha prestado algún servicio?—dijo el rey.
—¡Oh, importantísimo! ¿recordáis, señor, las dos cartas escritas por el conde de Olivares y el duque de Uceda á don Rodrigo Calderón, que os di á leer anoche?
—¡Oh, sí! cartas que yo he dado á leer al duque de Lerma.
—Y que han causado la variación que se nota en el duque.
—Indudablemente.
—Y que han hecho que el duque se deje de favoritos y venga á buscar la fuerza en el rey.
—Sí; sí, todo eso es cierto.
—¿Y creéis, señor, que quien ha hecho este servicio, es decir, quien ha sido causa de que esto suceda, no merece una gran recompensa?
—Si por cierto; merece un título y una renta.
—Pues bien, ese caballero, ese noble bastardo de Osuna, ha prestado á vuestra majestad ese servicio.
—¡Cómo!
—Al quitar á don Rodrigo Calderón, después de haberle vencido, el rizo y el lazo que había robado Calderón á doña Clara, le quitó también esas dos cartas que Calderón, por ser tan importantes, llevaba sobre sí, y entregó con la prenda las cartas á doña Clara.
—Pues ya no extraño que doña Clara ame á un tal hombre; doña Clara aborrece á Lerma... Tengo pruebas de ello; porque doña Clara es vuestro consejo, y al ver á Lerma comprometido... en efecto, esas cartas han producido un resultado saludable... los casaremos; se hará cuanto haya que hacer con el coronel Soldevilla... pero siento pasos en la antecámara, acaso sea doña Clara.
La reina se estremeció; el padre Aliaga se heló; se levantó el tapiz, y la condesa de Lemos dijo desde él:
—Señora: doña Clara está enferma, pero me ha dicho que si vuestra majestad lo desea, se hará conducir.
La reina respiró; al padre Aliaga se le quitó de sobre el corazón una montaña.
—No... no...—se apresuró á decir el rey—de ningún modo. ¿Y está... en mucho peligro nuestra buena doña Clara?
—Está recogida al lecho, señor—contestó la de Lemos—. Además, permítame vuestra majestad que le dé un mensaje importante.
—Pero pasad, pasad, doña Catalina—dijo el rey—; vos sois algo más que un ujier.
—Gracias, señor—dijo la de Lemos entrando, deteniéndose á una respetuosa distancia y haciendo una reverencia á los reyes.
—¿Y qué mensaje... tan importante es ese?—dijo el rey.
—Don Francisco de Quevedo y Villegas, del hábito de Santiago, señor de la torre de Juan Abad, y secretario del virrey de Nápoles, solicita urgentemente y para asuntos graves, una audiencia de vuestra majestad.
—No me dejarán parar—dijo el rey con disgusto—. ¿Y quién ha dicho á don Francisco que yo estoy aquí?
—Le he visto tan afanado buscando medio de hablar á vuestra majestad; me ha encarecido de tal modo la importancia del asunto que le mueve á pedir una audiencia inmediata á vuestra majestad, que siendo quien es don Francisco, he creído de mi obligación...
—Pues bien, doña Catalina, decid á don Francisco que se presente á los de mi cámara; yo daré orden... le recibiré...
La condesa de Lemos se inclinó y salió.
—Ya lo veis, mi muy amada Margarita: el rey se lleva al esposo—dijo don Felipe—; pero os dejo en buena compañía; adiós, tengo cierta impaciencia para saber lo urgente que me trae don Francisco... están pasando por cierto cosas extraordinarias... Adiós... adiós...
Y el rey se levantó y saltó por la puerta secreta.
—¡Oh, qué Angel de la Guarda nos ha salvado!—exclamó la reina.
—Un milagro de Dios, señora—dijo el padre Aliaga.
—Sí; sí, Dios se vale de los hombres... pero dejadme sola, fray Luis, tengo sospechas... quiero averiguar... al salir, decid á la condesa de Lemos que entre.
El padre Aliaga se levantó, besó la mano que le tendió Margarita, sin atreverse á posar demasiado los labios sobre ella, y salió.
El infeliz había sufrido toda una eternidad de tormentos durante el tiempo que había pasado en la cámara de la reina.
FIN DEL TOMO PRIMERO