EN QUE ENCONTRAMOS DE NUEVO AL HÉROE DE NUESTRO CUENTO
El padre Aliaga salió del alcázar inmediatamente después de haberse turbado de una manera tan extraña, por el tío Manolillo, el almuerzo de la reina.
El confesor del rey estaba aturdido con lo que le acontecía.
El bufón había llegado á hacerse para él un gigante.
Aquel hombre había leído en su alma.
Aquel hombre había visto su fondo tenebroso.
Además, el hombre que se había creído amado por la reina, don Juan Téllez Girón, el hombre por quien acaso la reina se interesaba, el que se había casado con doña Clara Soldevilla para cubrir acaso á Margarita de Austria; el recuerdo de aquel hombre, roía el alma del padre Aliaga.
Porque el padre Aliaga, desesperado y loco, estaba celoso.
Y los celosos desconfían de todo, y aun en el mismo sol ven sombras.
El padre Aliaga hizo por lo mismo prender al cocinero mayor.
Porque tenía celos.
De modo que, el mísero de Francisco Martínez Montiño, estaba constantemente pagando pecados de otros.
El alguacil del Santo Oficio le había llevado en derechura al convento de Atocha, le había metido en la celda, y se había quedado guardándole por fuera.
Cuando se vió allí Montiño, respiró un tanto.
—Vamos—dijo—, estos son asuntos del inquisidor general. ¿Pero y mis asuntos? aquel Cosme Aldaba metido en las cocinas... y había en mi casa un no sé qué... yo estoy en ascuas... ¡y cuánto tarda el padre Aliaga! ¡Dios mío!
Y el pobre Montiño tuvo que esperar más de tres horas, esto es, desde las ocho hasta las once, sin atreverse á moverse del rincón de una de las vidrieras de los balcones de la celda donde se había pegado, viendo cómo caía el agua continua sobre la tierra de la huerta.
El ver llover da tristeza.
El cocinero mayor, que tenía más de un motivo para estar triste, se puso más triste aún.
Sus monólogos fueron tomando un no sé qué de insensato.
Sus ojos miraban de una manera singular la compacta cerrazón del cielo, como si ella hubiera tenido una relación directa con el nublado que envolvía su alma.
Acabó por adormilarse, que no eran para menos la inacción en que se encontraba, la insistencia de un mismo pensamiento, esto es, su casa y su cocina, y el lento, contínuo, incesante rumor de la lluvia.
De repente le hizo volverse despavorido una mano que se apoyó fuertemente en su hombro.
Encontró delante de sí al padre Aliaga.
Pero no al padre Aliaga humilde, impenetrable, sencillo, sino á un varón pálido, ceñudo, cuyos ojos brillaban de una manera terrible, y tenían allá en su fondo algo que hizo temblar á Montiño.
—¿Por qué no me trajísteis anoche el cofre de que hablamos?—le dijo.
—¡Porque me lo robaron!—exclamó todo lagrimoso, asustado y empequeñecido el cocinero mayor.
—¡Que os lo robaron!
—Sí, señor... en la Cava Baja de San Miguel. Pero miento; no me lo robaron... es decir, sí me lo robaron...
—Tranquilizáos, Montiño, porque estáis diciendo disparates.
—Es que vuestra señoría me está mirando con unos ojos...
El padre Aliaga comprendió que el cocinero mayor estaba bastante asustado para que fuese necesario asustarle más, y que seguir asustándole sería dar motivo á que no dijese una palabra con concierto.
—Vamos, vamos; no os he hecho venir...
—Perdone vuestra señoría; me han traído preso.
—Pues bien, no os he mandado prender para manteneros preso, sino para que viniérais. No pretendo haceros mal alguno.
—Así fueran todos como vos, padre, porque desde hace tres días todos me están haciendo daño.
—Tranquilizáos, que yo os protegeré contra todos.
—¿Y mi mujer y mi hija? ¿Y el galopín Cosme Aldaba? ¿Y don Juan de Guzmán?—dijo el cocinero recayendo en su pensamiento fijo.
—Ya hablaremos de eso. Sentáos aquí, junto al fuego, que hace frío, y si tenéis apetito pediré de almorzar.
—No; no, señor, he almorzado ya, y por cierto con buen apetito... y si no me encuentro al tío Manolillo que me animó...
—¡Ah! ¿habéis almorzado con el tío Manolillo?
—Sí; sí, señor... el tío Manolillo iba que centelleaba tras la comedianta, tras la Dorotea... que iba con el sargento mayor don Juan de Guzmán y se metió con ella en casa de doña Ana de Acuña.
El cocinero mayor, fuese por temperamento, fuese por debilidad, fuese por cálculo, vomitaba todo lo que sabía.
—¡Ah!—dijo el padre Aliaga, cuya fisonomía había vuelto á ser impenetrable y benévola—¿conque esa comedianta entró con el sargento mayor en casa de doña Ana?
—Sí, señor.
-¿Y el tío Manolillo?
—Se entró conmigo en una taberna de enfrente, donde almorzamos.
—¿Y luego?
—Luego, el tío Manolillo se fué á la casa de doña Ana, llamó...
—¿Luego conoce?...
—Debe conocer, porque le abrieron.
—¿Y vos?...
—Yo me fuí al alcázar: llegaba á él, cuando me prendieron.
—Os trajeron... Montiño.
—Yo digo que me prendieron, y aunque alegué que tenía que estar á la mira del almuerzo de sus majestades, y evacuar otros negocios, el alguacil que me prendió, sólo me dejó dar una vuelta por las cocinas, y llevar á mi casa el cofre, el famoso cofre, que había dejado en una portería por irme con el tío Manolillo.
—¿Pues no decíais que os habían robado el tal cofre?
—Sí; sí, señor; me lo robaron.
—¿Y cómo le recobrásteis?
—No le recobré yo.
—¿Pues quién fué?
—Ese caballero, que no sé por qué razón acertó á venir con dos amigos por la Cava Baja, cuando ya se llevaban el cofre.
—¡Don Juan Téllez Girón!
—¡Ah! ¿sabéis ya cómo se llama?
—Anoche le casé.
—¡Que le casásteis!
—Sí, con doña Clara Soldevilla.
—Pero, señor, ese mancebo ha caído de pies en la corte, todas le aman.
—Sigamos, sigamos—dijo el confesor del rey con voz ronca—. Le casé, y al pedirle su nombre, me dijo: don Juan Téllez Girón.
—Como que lo sabía... como que abrió el cofre y dentro encontró papeles, y una carta del duque de Osuna, en la que le llamaba su hijo, y un tesoro en joyas y en buenos doblones de oro, que es lo que queda únicamente en el cofre, porque los papeles y las joyas se las llevó.
—¿Y por qué no vinísteis?
—Tenía miedo.
—¿Qué hicísteis, pues?
—Me volví á palacio, pero estaban las puertas cerradas, y me vi obligado á meterme con el cofre y con mis gentes en donde mis gentes me entraron, en una muy mala casa, señor, donde me dieron un jergón muy malo, y pasé una muy mala noche y luego me hicieron pagar un muy buen precio... desdichas y más desdichas... y cuando creía que iba á descansar, he aquí que me prenden en nombre del Santo Oficio, y me asusté, señor, porque sin que os ofendáis, el nombre del Santo Oficio mete miedo, y me entran y me encierran en vuestra celda.
—De aquí saldréis libre y favorecido: pero me habéis de hablar con verdad.
—Os diré cuanto sepa y más que supiere á trueque de que me amparéis, que bien he menester de amparo.
—Antes de ir por el cofre consabido para traerle, ¿dónde estuvísteis?
—En el convento, por la carta de la madre Misericordia.
—¿Y luego?
—Fuí á casa del duque de Lerma, pero su excelencia no estaba en casa.
—¿De modo, que?...
—Tengo todavía en el bolsillo la carta de la madre Misericordia para el duque, y otra carta de la misma madre para vos.
—Dadme, dadme.
—Tomad, señor.
El padre Aliaga abrió la carta dirigida á él, y encontró todo el fárrago que nuestros lectores conocen.
—¡Ah! ¡ah!—dijo el padre Aliaga para sí—; ¿conque la de Lemos y Quevedo mancillan los nombres de dos familias ilustres? ¡se aman! ¡Quevedo es amigo de ese don Juan, y la condesa de Lemos es camarera de la reina!
El padre Aliaga se quedó profundamente pensativo y guardó la carta de la abadesa.
—Llevaréis esta otra al duque de Lerma—dijo el padre Aliaga devolviendo á Montiño la carta que la noche antes había escrito la madre Misericordia para su tío, bajo la presión del temor causado en ella por el Santo Oficio.
El cocinero se levantó súbitamente, porque le tardaba en verse en libertad.
—Esperad, esperad todavía.
Montiño volvió á sentarse con pena.
—Cualquier cosa que os suceda, la remediaré yo, y si no puedo remediarla, procuraré satisfaceros lo mejor posible.
—¡Ah! ¡señor! ¡Dios se lo pague á vuestra señoría!
—¿Para cuándo ha citado doña Ana de Acuña al duque de Lerma?
—Al duque de Lerma, no—dijo en una suave advertencia el cocinero.
—Al rey... eso es... es lo mismo... ¿cuándo debe ir el duque de Lerma á hacer el papel del rey en casa de esa mujer?
—Tengo que avisarla.
—Id á llevar esta carta al duque.
Montiño se levantó de nuevo.
—Si el duque os envía á casa de doña Ana, avisadme.
—Avisaré á vuestra señoría de todo.
—Y como vivís en palacio, procurad no perder nada en cuanto os fuese posible de cuanto haga ese don Juan.
—Serviré fielmente á vuestra señoría.
—Y como os quejáis de haber hecho gastos...
—Yo no me he quejado, aunque los he hecho...
—Tomad.
El padre Aliaga abrió un cajón y sacó un centenar de escudos que dió al cocinero.
—¡Ah! ¡señor!—dijo Montiño—; yo no tomaría esto, si no fuera porque estoy pobre.
Y en aquellos momentos el cocinero mayor decía la verdad sin saberlo.
—Id, id, que el día avanza, y tal vez os busquen.
—No lo quiera Dios: y puesto que vuestra señoría no me necesita, voy... voy á dar una vuelta por mi casa...
—Id con Dios.
Montiño salió desolado.
A pesar de que estaba asendereado y molido, de que llovía, de que el terreno estaba resbaladizo, de que hay una gran distancia desde el convento de Atocha á palacio, Montiño recorrió aquella distancia en pocos minutos.
Cuando estuvo en la puerta de las Meninas, se abalanzó por las escaleras más próximas y subió á saltos los peldaños.
Cuando llegó á su puerta, llamó.
Nadie le contestó.
Volvió á llamar y sucedió el mismo silencio.
Entonces vió lo que en su apresuramiento, en la turbación, no había visto.
Un papel pegado sobre la cerradura, en que se leía en letras gordas, lo siguiente:
NADIE ABRA ESTA PUERTA, DE ORDEN DEL REY NUESTRO SEÑOR
Si hubiera visto la cabeza de Medusa, no hubiera causado en él tan terrible efecto como le causó la vista de aquel papel.
Pero de repente se serenó y soltó una carcajada insensata.
—¡Vamos, señor!—dijo—he perdido el tino; en vez de venirme á mi casa, me he venido á otra puerta.
Y siguió el corredor adelante.
Pero á medida que adelantaba se convencía de que estaba en el corredor de su vivienda.
Entonces volvió á sobrecogerle el terror, y se volvió atrás, y volvió á llamar, pero de una manera desesperada.
—¡Sí, sí!—exclamó—; esta es la puerta de mi aposento, y no hay nadie en él, y luego este papel sellado; ¡Dios mío!
El cocinero mayor se agarró con entrambas manos la cabeza, como pretendiendo que no se le escapara, y de repente dió á correr y se entró en la cocina.
Oficiales, galopines y pícaros, hablaban en corros.
De repente, una voz desesperada, horrible, llamó la atención de todos.
Aquella voz había gritado con una entonación que partía el alma:
—¿Dónde está mi mujer? ¿dónde está mi hija?
Por el momento nadie le contestó.
Al fin, uno de los oficiales de más edad adelantó y le dijo:
—Señor Francisco, es menester que vuesa merced tenga mucho valor.
—¿Pero qué ha pasado?—gritó con más desesperación, con más miedo, con más horror Montiño.
—Hace una hora se ha encontrado abierto el cuarto de vuesa merced y robado.
—¡Robado!
Y aquel robado, no fué un grito, sino un aullido, ni un aullido tampoco, porque no hay en ninguno de los sonidos que representan el dolor, el terror, la muerte, el fin de todo, la agonía, cuanto puede sentir y sufrir un ser humano, nada comparable al grito del cocinero mayor.
Luego dejó caer los brazos y la cabeza, y repitió aquel ¡robado!, pero de una manera ronca, grave, semejante á la preparación del rugido del león.
Y luego, llorando como un muchacho á quien han roto su botijo, y teme la cólera de su madre, repitió la frase ¡robado! y dió á correr sin saber á dónde, como un gato espantado, tropezando en todo, dándose en las paredes.
De repente se sintió asido como por unas tenazas de hierro, y lanzado dentro de un aposento.
Luego se oyó la llave de una puerta, y le arrastraron á otro aposento.
Y al fin Montiño se vió delante del tío Manolillo, que con los ojos como brasas, amenazador, terrible, le mostraba una escudilla de madera en la cual había algunos berros, y los muslos, las patas, los alones y el caparazón de una perdiz, todo verde, como los berros sobre que estaba.
—¡Rezad á Dios por el alma de un difunto!—exclamó con voz concentrada el bufón—¡rogad á Dios! cocinero de su majestad.
—¡Cosme Aldaba!—exclamó Montiño, y cayó de rodillas y con las manos juntas á los pies del bufón.