CAPÍTULO LIV

CÓMO SABEN MENTIR LAS MUJERES

Don Juan entró con recelo; esperaba un recibimiento terrible.

Pero se sorprendió al ver que Dorotea se levantaba solícita, salía á su encuentro y le abrazaba.

—¡Oh y cuánto me habéis hecho padecer! ¡Cuánto me habéis hecho llorar, señor mío!—le dijo con toda la ardiente expresión de su alma—; venid, venid que os vea; ya sé, ya sé que no os han herido... pero vuestro lance con don Bernardino... ¡No haber vos venido anoche! ¡Y luego como yo no sé dónde vivís!...

—Vivo en palacio—dijo con turbación don Juan.

—¡Ah! ¿Vivís en palacio... con vuestro tío?... Me alegro... Y por lo visto vuestro tío es un buen tío; me ha dicho Casilda que habéis venido en carroza... y vuestro traje, vuestras alhajas, ¡oh, y qué hermoso y qué gentil y qué galán venís!... Cada día os amo más... y me alegro, me alegro de que vuestro riquísimo tío emplee sus doblones en vos con tanta magnificencia... prefiero que no me debáis nada... porque así sabré que me amáis por mí misma... no podré ofenderos en nada ni aun desconfiar de vos.

Miró don Juan de una manera franca y valiente á Dorotea.

Aquella mirada estuvo á punto de hacer llorar á la joven.

—¡Ah, no; vos no podéis engañarme!—dijo ésta—, ya lo sé, y por eso confío en vos.

—Escuchadme, señora, y suceda lo que quiera; sabed todo lo que debéis saber: yo no soy sobrino de Francisco Martínez Montiño.

—¡Ah! ¿No sois sobrino... del cocinero mayor de su majestad?

—No; soy hijo bastardo del duque de Osuna.

—¡Oh, me alegro, me alegro!—exclamó fingiendo la alegría más verdadera la Dorotea; vos no debíais ser hijo más que de un gran señor.

—Pues me pesa, señora, de no ser verdaderamente hijo del honrado hidalgo á quien he tenido por padre hasta anoche.

—¡Ah!—exclamó la comedianta—; ¿conque es decir que cuando me dijísteis que érais sobrino del cocinero mayor del rey me dijísteis la verdad?

—Nunca he pretendido engañaros; anoche, por un acaso, el mismo Francisco Montiño me dió ocasión de conocer mi nacimiento.

—¿Y dónde pasásteis la noche, señor mío? Yo os estaba esperando.

—Es necesario que yo os lo diga todo.

—¿Tenéis más que decirme?

—Ciertamente; vuestra hermosura, y un no sé qué inexplicable que existe en vos, que me obligó á amaros desde el momento en que os vi, tuvo la culpa de que yo, no conociéndoos bien, os haya engañado.

—¡Ah, me habéis engañado!...

—Y de una manera grave.

—¿Pero en qué? ¿Cómo?

—Soy casado.

—¿Y eso qué importa?—dijo la Dorotea, cuyo semblante no se alteró.

—¡Cómo! ¿No os importa nada que yo sea casado?—dijo don Juan, que sintió un vivo impulso de despecho.

—No, porque no había de haberme casado con vos.

—Sin embargo...

—Porque nunca hubiera sido vuestra querida.

—¡Ah! ¿Es eso cierto?

—Certísimo.

—¿Es decir, que os soy indiferente?

Y el joven pronunció estas palabras con un acento tal y tan doloroso, que Dorotea sintió que su amor crecía; se sintió amada; sin embargo, conservó su severidad.

—No; vos no me sois indiferente; no, ¡Dios mío! Por el contrario, sois el único hombre á quien he amado, el que ha encontrado mi corazón virgen... pero por lo mismo, porque sólo mi corazón estaba puro, os amo con pureza... por eso yo, querida del duque de Lerma, querida de don Rodrigo Calderón, mujer perdida, no quiero arrastraros hasta el fango donde está mi cuerpo; os doy mi alma, mi alma entera y nada más; ¿qué me importa que seáis casado? ¿Qué me importa que no me améis si yo os amo?

—¡Dorotea!

—¿Os ama tanto como yo vuestra mujer?

—¡Oh, qué pregunta!


Don Juan Girón.

—Es que yo quiero, es que yo deseo que os ame, no más que yo, porque eso es imposible, sino tanto; yo sé bien que siendo vuestra esposa, será digna de serlo...

—¡Oh, sí!

—¿Y quién es? ¿La conozco yo? Decidme su nombre.

Fué la primera situación difícil en que se encontró después de casado don Juan; creía profanar el nombre de su esposa y tartamudeó algunas palabras en una torpe excusa; Dorotea vió lo que pasaba en el alma de don Juan.

—Pronunciad, pronunciad sin temor el nombre de esa señora—dijo Dorotea—; no es la comedianta, no es la mujer perdida quien os lo pregunta, no es tampoco la mujer celosa; es vuestra hermana, vuestra buena hermana, que porque os ama, ama á la mujer que os ama y es también hermana suya; decidme su nombre.

—Doña Clara Soldevilla—contestó don Juan con acento opaco.

—¡Ah, la famosa menina de la reina! Famosa por su virtud y por su hermosura... pero no se decía que esa señora fuese casada... no os extrañe que yo la conozca; yo trato á la gente más principal de España; mi retrete en el teatro y mi casa, están frecuentados por lo más rico, por lo más noble; como delante de mí se habla sin empacho, he oído hablar mucho de doña Clara, ponderan su hermosura, y al mismo tiempo su desdén para con todo el mundo. Dicen que el rey—Dorotea bajó la voz—dicen que el rey ha amado á doña Clara; que ha tenido empeño; que ha enviado á Nápoles al coronel Ignacio Soldevilla, para dejarla más aislada; pero que, á pesar de esto, el rey se ha llevado chasco. A tal altura ha llegado la virtud de vuestra esposa, que la llamaron la menina de nieve; ¡oh, me alegro mucho!... Cuando esa señora se ha casado con vos debe amaros mucho, muchísimo, con toda su alma, con todo su corazón, con todo su deseo. Debéis haberla vuelto loca, don Juan; es la única mujer que conozco digna de vos, y me alegro... ¡oh, sí, me alegro!... Y la amo porque os ama y me alegraré de tener una ocasión en que demostrarla dignamente mi amor.

—¡Oh! No os comprendo Dorotea... yo creía...

—Habéis creído mal... yo no podía casarme con vos; yo no podía daros esa suma de encantos, de nobleza, de dignidad que os ha dado vuestra esposa; yo era, yo soy una mujer perdida para el amor; lo he conocido al conoceros... al amaros he comprendido que no debía ser para vos lo que he sido para otros... quería ser más... quería ser... vuestra hermana... vuestra hermana del corazón... oíd... no vendréis á mi casa... no... eso se sabría... creerían que yo era vuestra querida... lo sabría vuestra esposa, porque conoce á muchas gentes, y entre esas gentes, que son como todas, las hay sin duda que se gozan en la desgracia ajena... esto es odioso, pero es verdad; por recatadamente que viniérais á verme, alguien os vería... ya lo creo... os sentirían mis criados... y mis criados... lo dirían, porque los criados lo dicen todo... no, no debéis, no podéis venir á mi casa, porque no podéis, no debéis herir el corazón de vuestra esposa.

—¿Qué hay en vuestras palabras, Dorotea, que las hace para mí agudas y afiladas como un puñal?

—Hay, que no me conocéis bien: hay vuestro recelo... ¡creéis que yo estoy ofendida de vos!

—Debéis estarlo.

—Lo estaría si os hubiéseis casado con otra mujer.

—Una mujer que ama no cede á ninguna su amor.

—No, su amor no; pero si ama de veras, si ella no puede hacer la felicidad del hombre amado, se alegra de que otra mujer la haga; la ama porque ella es la paz del corazón del hombre á quien ama.

—Tenéis mucho ingenio.

—Si le tengo está en mi corazón.

—Entre tanto me prohibís que venga á vuestra casa.

—¿Y para qué queréis venir?

—¡Dorotea! yo no sé lo que pasa por mí; yo estoy loco.

—¡Loco! sí... debéis estarlo... loco de felicidad.

—No, no; loco de desesperación.

—¿Y por qué? ¿no sois afortunado? la mujer más pura y más hermosa y más codiciada de la corte os ama. La comedianta que á todos enamora, que á todos desespera, y que tiene buen corazón, es... vuestra hermana. Ella os da en su hermosura, más de lo que puede soñar el enamorado más loco; en su amor un cielo; yo os doy mi alma dolorida y triste, mi pobre alma desterrada y sedienta; os amo con toda esa alma desventurada, y sólo tengo ojos y corazón y oídos para vos. ¿Qué más queréis?

—¡Yo no os conocía! vos habéis amargado mi felicidad.

—¡Que he amargado yo...! ¡que puedo yo amargar vuestra vida! ¡oh! ¡no me lo digáis, no! ¡eso me desesperaría! ¡eso no puede ser! ¡eso no es!

—Yo no podía comprender... no, no podía comprender que de repente, á primera vista, pudiese el corazón interesarse de tal modo...

—¡Ah! decidme... me interesa conocer vuestro corazón. ¿Vais á ser franco y leal conmigo?

—Os lo prometo.

—Decidme: ¿qué efecto os causó doña Clara Soldevilla la primera vez que la vísteis?

—No lo sé.

—¡Pero experimentaríais algo al verla!

—Un deslumbramiento, una ofuscación, un no sé qué... luego... luego la casualidad me puso junto á ella... y mi alma entera fué suya... no, mi alma entera, no... ha quedado en ella un lugar para vos...

—No, no sois franco... ¿os inspiró deseo doña Clara?

—No.

—¡Ah! no os inspiró deseo; ¿y deseásteis volver á verla?

—Deseé... deseé tenerla siempre á mi lado, vivir en su vida.

—Y no sobrevino el deseo...

—No.

—¿Y os habéis casado...?

—Con el alma llena de felicidad.

—¿Y la habéis hecho vuestra, con transporte, enloquecido?

—No, con miedo...

—¡Con miedo!

—Sí, con miedo por vos.

—¡Ah! ¡yo! ¡siempre yo!

—La posesión de doña Clara no podía hacer que yo olvidara, que yo arrojara de mí esta fascinación poderosa que me causáis...

—Ya que hemos llegado á mí, decidme, decidme, ¿qué impresión causé en vos?

—La impresión ardiente de una hermosura divina; yo no había visto unos ojos que tuviesen la hermosura, el poder, el dulce fuego que hay en vuestros ojos... y luego vuestros ojos, al arrojar sobre mí su primera mirada, exhalaron instantáneamente una mirada de sorpresa, y luego una mirada de atención, y luego una mirada que me dijo claro, claro, como me lo podrían decir vuestros labios: soy tuya, tuya, cuando quieras, tuya toda, cuerpo y alma, corazón y vida... pude engañarme; pero yo leí eso sin quererlo en vuestros ojos, lo leyó mi alma, y mis ojos debieron deciros lo mismo...

—Sí, sí; ¿y no os han dicho lo mismo los ojos de doña Clara?

—¡Ah, sí, sí!, pero al decirme sus ojos soy tuya, había en ellos alegría, confianza.

—¡Pureza! ¡decidlo de una vez! ¡y en los míos debió de haber dolor, vergüenza!

—¡Dorotea! ¿por qué os he visto?

—¡Por qué! porque Dios es bondadoso y justo, porque Dios sabía que mi alma estaba sedienta de amor y en vos me lo ha dado.

—Y á mí me ha dado en vos un remordimiento.

—No, no lo creáis; escuchad: doña Clara me hace un gran bien; doña Clara hace imposible el que yo me arroje en vuestros brazos; de la única manera que puedo ser feliz es sufriendo por vos, teniendo celos... viendo que vos los tenéis.

—¿Qué decís?..

—Oíd... mi primera mirada de amor para vos, fué una mirada impura, ¿sabéis por qué?... por que vi en vuestros ojos el alma que yo anhelaba encontrar; porque vi en vos una hermosura que me enlanguidecía, que absorbía mis sentidos, que llenaba mi corazón; sentí un dolor agudo, porque, como doña Clara, no podía deciros: eres mi primero y último amante... ya lo sabéis.. yo, que hubiera sido vuestra cuando vos hubiérais querido, no lo seré nunca...

—¿Y si no me hubiese casado?...

—Si no os hubiérais casado... sí, vuestra... vuestra; por lo mismo me alegro de vuestro casamiento... me alegro de ese imposible puesto entre los dos.

—Pero sois desgraciada... ó no me amáis como decís...

—Os amo más... mucho más... ¿no notáis que cuando estoy á vuestro lado soy feliz?

—¡Asoman las lágrimas á vuestros ojos!

—Puede ser... puede ser... sí, es verdad; que queréis... ¡soy tan infeliz!—Y la pobre Dorotea se desplomó, lloró y se cubrió el rostro con las manos.

—¿Y queréis que no tenga remordimientos?

—No los tengáis.

—¡Os he hecho desgraciada, sin poderlo evitar!...

—¿La amábais?...

—Debéis aborrecerla... y ella...

—¡Ella! ¿sabéis lo que ella haría conmigo? si os ama como yo creo, como indudablemente os ama, me mataría...

—Como vos la mataríais á ella...

—Yo... yo... ¡Dios mío! yo no... no... porque sería mataros á vos... sí, mataros... estáis loco por ella... y yo no quiero mataros... no... de ningún modo... no quiero que sufráis...

—Nos encontramos en una situación muy difícil... muy grave.

—No... suframos cada cual... pero no sufráis más de lo que inevitablemente debáis sufrir, porque ya no tiene remedio... no agravéis el mal, llevándole á vuestra casa... no vengáis á la mía.

—No habéis podido sostener vuestra serenidad; habéis llorado; el castillo de vuestra firmeza se ha venido á tierra... el verme unido á otra os mata... y eso... eso me rompe el corazón.

—Eso ya no tiene remedio; doña Clara os ha inspirado ese amor puro, noble, intenso, ese amor del alma del que yo hubiera querido ser digna; doña Clara es para vos vuestra hermana, más que vuestra hermana, porque es vuestra amante. Yo soy para vos ese demonio tentador que embriaga, que no se puede apartar de la memoria, que no merece ser amado y que no se ama, pero que se desea, que se desea con una sed insoportable, que hace arder nuestra cabeza en una fiebre dolorosa, y gemir nuestro pecho que respira mal, que está dolorido... y al mismo tiempo soy para vos la pobre mujer que ningún mal os ha hecho, á quien veis sufrir de una manera desesperada, cuyas lágrimas no podéis secar, cuyo corazón no podéis dilatar, cuya agonía no podéis curar; un deseo vehemente... una compasión profunda... eso es lo que yo inspiro... ¡amo! ¡amor! ¡oh!

—¡Me estáis desgarrando el alma, Dorotea!—exclamó dolorosamente don Juan.

—Lo siento, y esto me hace más desgraciada; daría yo porque me olvidárais mi eternidad.

—Escuchadme—dijo don Juan tomando á Dorotea una mano que ardía y que al sentir la mano del joven tembló.

—Decid.

—Cerremos los ojos á todo. Lo sucedido no tiene remedio. Olvidáos de que me he unido á doña Clara.

—No puedo olvidarme... por ella misma... por vos.

—No os entiendo.

—No debéis venir á mi casa, os lo repito.

—¡Ah! ¡vos os vengáis!

—Justo sería; pero no me vengo, no me puedo vengar. Me domináis, no me pertenezco, porque os pertenezco entera, porque soy lo que vos queréis que sea.

—¡Dorotea! ¿conque pretendíais engañarme?

—Mentía al hablaros de... de qué sé yo... porque no me acuerdo de lo que os he dicho que no sea mi amor, y mi humildad á vos, que sois dueño de mi alma y de mi voluntad... pero esto no impide el que comprenda que vos olvidáis, arrastrado por mí... lo que no debéis olvidar... yo no puedo olvidarme de vuestra felicidad... yo que os amo, no puedo exponerla... por eso os digo que no vengáis á mi casa... es necesario que vuestra esposa no lo sepa... no por mí... sino por ella misma... por vos... si viniérais... lo sabría... si lo supiera... ¡Oh, si se viese engañada!... ¡Si los celos la extraviaran... si en un momento de despecho quiere vengarse dándoos celos por celos... infamia por infamia!...

Don Juan se levantó como herido por una punta envenenada.

—Es necesario evitar que eso suceda; pero nos volveremos á ver... sí, nos volveremos á ver... siempre que podamos, sin causar sospechas; en lugar retirado, donde nadie nos vea, donde nadie nos conozca; yo... guardaré vuestro secreto... no os hablaré jamás de ella... no me hablaréis de ella vos... nos veremos mientras vos queráis que nos veamos... después... después... si me abandonáis... yo os veré... iré cubierta con mi manto á la iglesia donde vos vayáis... cuando represente, si estáis en el teatro, yo os haré conocer sin que nadie lo conozca, que represento para vos; mi pensamiento será siempre vuestro... os lo juro... pero ahora idos. Habéis estado demasiado tiempo. Una recién casada encuentra siempre largas las horas que está separada de su marido.

—¡Ah!

—¿Queréis que sea menos desgraciada, don Juan?

—¡Que si quiero! ¿y me lo preguntáis?

—Pues bien; sed feliz...

—No os comprendo.

—En doña Clara tenéis el alma, tenéis esa dulce y casta compañera, el ángel del hogar; no llevéis á vuestra casa la tristeza; en mí tenéis la mujer que enloquece, la mujer que embriaga; no traigáis á mis brazos el remordimiento; resignémonos á nuestra suerte. No sufráis por mí, porque cuando yo conozca que no sufrís, que sois completamente feliz, yo seré menos desgraciada.

—No sé qué contestaros; no sé qué deciros...

—Yo sí, yo sé lo que os tengo que decir... ¡os amo! ¡os amo! más que ayer, más á cada momento; ¡os amo! ¡muero por vos! ¡pero idos! volved tranquilo á vuestra casa... yo os avisaré... y nos veremos.

Don Juan hizo un esfuerzo y salió.

Dorotea se quedó mirando de una manera imposible de hacer apreciar á la puerta por donde había salido el joven, y no reparó en que apenas aquél había desaparecido, el bufón había abierto las vidrieras de la alcoba, había adelantado en silencio, y se había sentado en la alfombra á los pies de Dorotea.

No había querido salir por la puerta de escape, y lo había oído todo.

—¡Eres mujer perdida!—dijo con voz ronca.

Al sonido de la voz del tío Manolillo, Dorotea dejó de mirar á la puerta, y miró al bufón.

La ansiosa, la profunda mirada de éste, la estremeció.

—Sí, soy una mujer despreciable—dijo contestando á las palabras del bufón.

—No; no he querido decir eso—dijo el tío Manolillo—. Quiero decir que te has perdido. No has sabido empezar á vengarte... á vengarte de una manera horrible.

—¿Qué hubierais hecho vos en mi lugar?

—¿Qué hubiera yo hecho?—exclamó el bufón sonriendo de una manera espantosa, y dejando ver su blanca dentadura que se entrechocaba.

¿Qué hubiera hecho yo?

Y se encogió, se dilató su pecho, y lanzó un aliento que rugía, poderoso, ardiente, indicio de la horrible lucha que conmovía su alma destrozada.

—Sí, sí—dijo impaciente Dorotea.

—¿Yo? ¿qué hubiera hecho yo? ¡dar mal por mal y con creces, con horribles creces! primero... en el primer momento se me ocurrió matar... cuando me hieren, lo primero que se me ocurre es matar; pero después... la reflexión, la calma,.. ¡matar! ¡hacer morir! ¡es decir, exterminar! ¡no, no! ¡es poco! yo creía que tenías más alma... y tienes el alma débil... no has sabido sacrificarte para sacrificarle... para sacrificarla á ella...

—¡Oh! ¡ella! ¡ella! pensar que ella le posee por completo, delante del mundo, con la frente alta, siendo su orgullo...

—Tienes que contentarte con matarla... y esto es poco, muy poco.

—¿Pero qué hubiérais vos hecho?

—Le he estado observando desde allí, temblaba, temblaba estremecido de deseo... sus ojos devoraban tus ojos, se fijaban en tu cuello, en tu seno... sufría... está loco por ti... no te ama... tiene hambre de ti y nada más.

—¡Eso es mentira!

—¡Pobre loca! porque ella le ama, porque le ama con toda su alma, cree que él... ¡él! lo más puro que él siente por ti, es lástima... y eso es humillante...

—¿Pero qué queríais que hubiera hecho?

—¡Qué! mantenerme firme, hacerle comprender, aunque fuera mentira, que te importaba poco que se hubiera casado... empezaste muy bien... yo estaba diciendo allí, detrás de los cristales... ¡qué buena cómica es mi hija!... ¡qué pobre hombre es ese don Juan! ¡pero luego lo has echado todo á perder, le has dejado ver tu desesperación, y se gozaba en ella sin saberlo! ¡oh! ¡qué felicidad tan incomprendida es para algunos hombres, magullar á una pobre mujer como el gato que magulla á un ratón! ¡Oh! ¡cuán felices, cuán felices son algunos hombres, y qué poco merecen su felicidad!

La excitación febril del tío Manolillo asustó á Dorotea, la asustó por don Juan; comprendió que debía engañar al bufón.

—Veamos qué hubiérais vos hecho mejor, qué he debido yo hacer.

—Oye: el hambre pasa cuando se satisface, pero cuando no, se irrita; el que muere de hambre... el que muere de hambre, no niega nada al que le ofrece un pedazo de pan.

—Seguid, seguid, me parece adivinaros; veamos si me he engañado.

—Tú irás misteriosamente á ver á ese hombre. Debes ir. Yo te buscaré el lugar.

—¡Ah! no, no—dijo Dorotea.

—Bien, no insisto... no quieres ser expiada... no quieres sermones... bien, mejor... buscarás un lugar retirado: lo embellecerás, lo perfumarás, enloquecerás en él con tu don Juan; te resignarás á todo, lo olvidarás todo, porque le amas con el amor más humilde del mundo; tu don Juan, esperará impaciente los primeros días la hora de verte; le será muy cómodo lograr tus amores sin que lo sienta la tierra, sin que pueda tener celos su doña Clara; después, á medida que vaya pasando el tiempo, le parecerás menos hermosa, y esperará con menos impaciencia la hora de verte; luego irá por ir, por lástima, te hará esperar, después le esperarás en vano algunos días, y te volverás á tu casa, humillada, desesperada, celosa, al fin y al cabo te abandonará, hastiado de ti...

—¡Oh!

—Matarás á doña Clara; puedes matarla... pero esa no es la venganza que tú necesitas...

—Seguid—dijo Dorotea, con el alma helada, por decirlo así—. Decidme, ¿de qué otro modo más horrible me puedo vengar?

—¿De qué otro modo? Oye: procura buscar un retiro á propósito; el lujo, las pinturas, los perfumes, todo esto favorece á una mujer y la hace más hermosa, cuando es tan hermosa como tú; vístete, además, como te vistes cuando quieres que el público te aplauda sólo al verte: los hombros desnudos, los brazos desnudos; perlas en el cuello; diamantes en los brazos, y en la cabeza flores; una corona de flores es lo mejor que puede llevar una mujer hermosa; allí, en aquel hermoso gabinete, más hermosa tú por tu atavío, una cena exquisita; vinos... pero tú no bebas... no bebas... conténtate con arrojar sobre él la doble embriaguez de tu hermosura y de licores... y en medio de todo esto... desespérale, irrítale, háblale continuamente de su mujer... llámale tu hermano... llegará un día en que no podrá sufrir más, un día en que, loco, no podrá negarte nada... en que podrás dictarle condiciones.

—¡Y esas condiciones!

—¡Esas condiciones! ser suya cuando sea tuyo.

—¿Y cómo?

—¡Cómo! abandonando á su mujer... siendo tu amante delante de todo el mundo... llevándote á todas partes...

—¡Oh!

—Entonces habrás matado su felicidad; doña Clara Soldevilla, la conozco bien... te obligará á huir... pero él... él... te seguirá... ella... ella... puede ser que no sea tan honrada... si llegas á herirlos en el alma... porque se aman... ¡se aman! no necesitas más venganza... te habrás vengado horriblemente.

—¡Pero si él quería seguir viniendo á mi casa!—exclamó la Dorotea.

—Y tú has cometido la imprudencia de decirle que el venir á tu casa podía robarle la paz de la suya... tú no quieres vengarte.

—Os juro que me vengaré; que me vengaré de una manera cruel.

El bufón movió la cabeza en un ademán de duda, de incredulidad.

—Sí, me vengaré—insistió ella.

—¿Y cómo?

—Ya lo veréis.

—No... adivino.

—Yo haré de modo que en su vida me olvidará.

—¡Don Francisco de Quevedo!—dijo á la puerta anunciando Casilda.

—¡Ah! ¡ese hombre! ¡ese hombre!—exclamó el bufón.

—Dejadme sola con él—dijo Dorotea.

El bufón salió por la alcoba.

Dorotea le siguió.

—¡Ah! no quieres que te escuche—dijo dolorosamente el bufón—; pues bien, adiós.

Y salió por la puerta de escape de la alcoba.

Después volvió á la sala.

Ya estaba en ella Quevedo.

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