CAPÍTULO LXX

EN QUE SE ENNEGRECE GRAVEMENTE EL CARÁCTER DEL TÍO MANOLILLO

Cuando el duque de Lerma, de vuelta de la casa de doña Ana, llegó al postigo de la suya, se le atravesó un bulto embozado.

—¡Hola!—le dijo aquel bulto—; detente y escucha.

—¡Ah! ¡eres tú, bufón!—dijo el duque contrariado.

—Soy tu amo—contestó el tío Manolillo.

—¿Qué quieres?

—Muy poca cosa: una orden tuya al alcaide de la cárcel de Villa, para que me deje hablar á solas, cuando yo quiera, con el cocinero mayor del rey.

—¡Cómo? ¿Montiño está preso? ¿y por qué?

—Por un homicidio.

—¿Pero á quién ha muerto?

—Al amante de su mujer.

—¡Cómo! ¿no lo habías matado tú?

—¡Ah! es verdad que sabes que yo he matado á ese infame. Pues bien, tengo suerte; la justicia, no sé por qué ni cómo, ha encontrado daga en mano y sobre el cadáver de Guzmán á Montiño; me quito un muerto de encima. Pero tengo mis proyectos; necesito hablar al cocinero de su majestad. Conque la orden.

—Entra—dijo el duque, á quien como sabemos tenía sujeto el bufón.

—No, te espero aquí; no quiero subir escaleras: bájame tú mismo la orden.

Como ven nuestros lectores, para lo que habían sacado á Montiño del calabozo era para que hablase con el bufón.

Paseábase éste en una de las habitaciones de la alcaidía.

Había dejado la capa y el sombrero que estaban empapados en agua, y así, con los brazos cruzados, encorvado, meditabundo, con la cabeza sobre el pecho, tenía algo de terrible.

El carcelero introdujo en la habitación á Montiño, y con arreglo á las órdenes que tenía, salió y cerró la puerta.

—Venid acá, tío Francisco, venid acá—le dijo el bufón—; tenemos que hablar mucho y grave.

—¡Ah, tío Manolillo! mucho y grave es lo que á mí me sucede—dijo compungido el cocinero mayor.

—Sois el rigor de las desdichas, Montiño, y por vuestra torpeza y vuestra cobardía hacéis esas desdichas mayores; y esa horrible codicia...

—Yo creía que veníais á otra cosa, tío Manolillo—dijo el cocinero—, y no á reñirme por desgracias que yo no he podido evitar.

—En efecto—contestó el bufón—, vengo á sacaros de aquí.

—¡A sacarme! ¡Ah! ¡Dios os bendiga, tío Manolillo! no esperaba tanto... pero vos sabéis que yo soy un hombre de bien, muy desgraciado, eso sí, pero que no he hecho mal á nadie.

—¿Que no habéis hecho mal á nadie? Vos tenéis la culpa de lo que está sucediendo desde hace cuatro días: vos, torpe y miserable, vendido á todos, volviéndose á todos los vientos... vos, por quien ha venido á Madrid ese hombre fatal.

—¿Qué hombre?

—Don Juan Téllez Girón.

—Pero yo no tengo la culpa; me le envió mi hermano Pedro...

—¿Y por qué no le admitísteis en vuestra casa?...

—¿En mi casa?...

—Sí; si vuestro sobrino, es decir, si don Juan cuando os buscó os hubiera encontrado...

—¿Pero tengo yo la culpa de no haber estado en mi casa cuando llegó á Madrid ese caballero?

—Pero cuando os encontró, ¿por qué le dejásteis?...

—¿Cómo llevarle, joven y buen mozo en compañía de mi mujer y de mi hija?

—Que os han robado, y os han abandonado, y os han deshonrado...

—No; no, señor; eso creía yo... pero mi mujer me ama, mi mujer es honrada, y mi hija...

—Y si vuestra mujer es honrada, ¿por qué habéis matado al sargento mayor?

—¡Yo! ¡que he matado yo á don Juan de Guzmán!

—Pues si no le habéis matado, ¿por qué estáis preso?

—Si le he matado—dijo el cocinero en una de sus frecuentes salidas de tono—, ha sido sin querer... os lo juro... llevaba yo la daga por delante... la noche era muy obscura...

—¡Mentís!—dijo el bufón mirando profundamente al cocinero, cuyo semblante estaba desencajado—; ¡mentís tan descaradamente, como villanamente habéis muerto al sargento mayor!

—Os lo juro que yo, ni aun siquiera sabía que podía encontrármele.

—¡Mentís! vos sabíais demasiado que don Juan de Guzmán, á más de ser amante de vuestra mujer...

—¡Ah! no, no, tío Manolillo; eso ha sido una equivocación.

—Sabíais—insistió el bufón—, que á más de ser amante de vuestra mujer, lo era también de cierta dama buscona: de doña Ana de Acuña...

—¡Ah! ¡no! ¡no!

—Se os puede probar.

—¿Que se me puede probar?

—Sí, con el testimonio del duque de Lerma, y con el mío.

—Y bien, aunque se me pruebe que yo sabía eso...

—Habéis matado á don Juan de Guzmán junto al postigo de la casa de doña Ana; allí, junto al cadáver, hierro en mano, os ha encontrado la justicia. ¿A qué íbais por allí, señor Francisco Martínez Montiño?

Pronunció de una manera tan fatídica estas palabras, que Montiño se aterró; aturdido, embrollado su pensamiento, llegó á creer lo que no había visto claro; esto es: que en efecto y por una terrible casualidad, hermana de las inauditas que le estaban abrumando desde que llegó á Madrid su sobrino postizo, había matado sin quererlo, sin sospecharlo siquiera, al amante de su mujer. Vió que todas las apariencias estaban en contra suya, y se echó á llorar.

—Ha sido un asesinato meditado, llevado á cabo con una frialdad horrible—dijo el bufón—: á un asesino tal, se le ahorca...

—¡Que me ahorcarán!... ¡Dios mío! ¡y no hay remedio!

—La ley es rigurosa y expresa... y no era necesario que vuestro proceso estuviese en manos del terrible alcalde de casa y corte, Ruy Pérez Sarmiento, que se perece por ahorcar gente; cualquier otro alcalde, por bueno y por compasivo que fuese, os entregaría al verdugo.

—¿Y habéis venido á decirme eso, cuando yo, ¡triste de mí! creía que veníais á salvarme?

—Sois mezquino y cobarde, que si no lo fuérais, yo os salvaría.

—¡Vos!

—¡Yo!

—¿Y podéis?

—Puedo.

—Os daré mi caudal.

—Yo no quiero vuestro oro.

—Pues ¿qué queréis? Vos queréis algo.

—Quiero vuestra conciencia.

—¡Mi conciencia!

—Sí, quiero que matéis á la persona que una persona que yo os diré, os nombre.

—¡Matar! yo no tengo valor para matar... yo no he matado á nadie.

—Habéis matado hace dos horas...

—Sin saberlo, sin quererlo, ¡Dios mío!

—Lo que no impedirá que vayáis al patíbulo.

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

—Ya que habéis matado un hombre, matad una mujer, y nada os acontecerá.

—Pero ya os he dicho que no me atreveré nunca... ¡oh! ¡no! no tengo valor.

—No será necesario que la hiráis.

—No os entiendo.

—Un cocinero puede matar...

—¡Ah!

—Con un guiso hecho por su propia mano...

—¡Ah! pero... el veneno... yo no he pensado jamás en eso...

—Buscad el veneno.

Montiño se acordó entonces de que tenía en el bolsillo los polvos que le había dado envueltos en un papel el paje Cristóbal Cuero.

—¡El veneno!—exclamó—¡un veneno que mata en cinco minutos! ¡como murió ayer el paje Gonzalo!...

—Eso es...

—No... y cien veces no...

—Pues á la horca por asesino.

—¡Dios mío! pero dejadme pensarlo.

—Ni un momento.

—Pues bien—dijo Montiño—, sobre vuestra conciencia caerá ese asesinato... no seré yo quien mate, sino vos... que me dáis á elegir entre mi muerte... una muerte horrible, y la muerte de otro.

—En buen hora; yo cargo sobre mi conciencia con ese crimen.

—Y si sabéis que es un crimen, ¿por qué le cometéis?

—Señor Francisco, no hablemos más de esto; dentro de dos horas estaréis en libertad.

—¿Absuelto de la acusación?... es muy justo.

—No, absuelto no; se os pondrá en libertad bajo fianza, pero tendréis á Madrid por cárcel, y os guardaré yo; os juro que en el momento que queráis huir, os prendo.

—¿Es decir, que me tenéis sujeto?...

—Cuando me hayáis servido, el proceso se rasgará.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!—exclamó trémulo, anonadado, el cocinero mayor—. ¡Tened compasión de mí!

—Hasta mañana, que iré á veros á vuestra casa—dijo el bufón llamando á la puerta de la habitación en que se encontraban.

Abrió el que hasta allí había llevado al cocinero mayor, y el bufón le dijo:

—Dejad aquí á ese hombre; no le bajéis al encierro; dentro de poco saldrá de la cárcel con fianza. Adiós.

El bufón desapareció.

El carcelero cerró la puerta.

Montiño, inmóvil, con los escasos cabellos erizados de horror, se quedó en el sitio donde le había dejado el bufón, murmurando:

—¡Desdichado de mí! para librarme del castigo de ese crimen que no he cometido, me veo obligado á cometer un crimen horroroso. ¿Y quién será esa persona que quieren que mate yo?

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