DE CÓMO EL DUQUE DE LERMA ENCONTRÓ Á TIEMPO UN AMIGO
Amaneció el día siguiente.
Y seguía lloviendo, y nublado y sin señales de mejor tiempo. Estaba en su despacho el duque de Lerma, y su secretario Santos escribía á más y mejor lo que el duque le dictaba.
Se notaban en el semblante del duque señales de insomnio.
Lo que demostraba que había pasado muy mala noche.
Como que volvían á la corte todos sus enemigos, y podían hacerle la guerra y derrocarle, sin que él pudiera defenderse, atado como estaba por los terribles secretos suyos que poseía el bufón.
En lo que se ocupaba el duque, era en escribir á sus parciales de las provincias, á fin de que le hiciesen un partido entre la gente que alborota y que ha existido en todos tiempos bajo todas las formas de gobierno, á fin de que escribieran cartas honrosas para él, esto es, una especie de opinión pública ficticia, que debía figurar ante los ojos del rey como la opinión pública del reino.
Para esto se ofrecía á comunidades de frailes, cosas que el duque había resistido; á los ayuntamientos, arbitrios; á los labradores, tolerancia en el pago de los tributos; á las corporaciones de todo género, nuevos privilegios; á éste y al otro señor, amenazado por desafueros, hacer la vista gorda, como suele decirse, y á las audiencias, desestimar las numerosas quejas de injusticias, cohechos y violencias que pendían por ante el rey.
Claro es que todo esto venía á gravar en último punto sobre la gran masa del reino, sobre el pobre, sobre el débil, sobre el querelloso; pero importaba poco: era necesario que el rey recibiese de todas partes plácemes por el buen gobierno del duque de Lerma.
Desde el amanecer estaban trabajando en esto el duque y su secretario.
Santos, á pesar de que hacía frío, sudaba la gota gorda.
El duque estaba fatigado.
—No puedo más, señor—dijo Santos—; de tanto escribir, se me ha puesto el brazo tan frío y tan pesado como si fuera de plomo.
—Urge, urge, Pelegrín; ya sabes que mi sobrino no ha perdido el tiempo, y que ya está en Madrid; viene irritado contra mí y no perdonará medio; además, se encontrará al duque de Uceda apoderado del príncipe de Asturias, y empezará de nuevo entre ellos la guerra, que vendrá á herirme de rechazo.
—Yo aconsejaría á vuecencia que tomase un partido mucho más prudente, que el de lograr por medio de estas cartas que se corten las quejas que vienen de todas partes—dijo Santos estirándose el brazo derecho y frotándoselo con la mano izquierda.
—¿Y qué partido es ese, Pelegrín?
—¡Hum! vuecencia está muy comprometido.
—Sí, es cierto; pero todo lo que puede suceder será perder la gracia del rey.
—Perdonad, señor, de antemano, lo que voy á decir á vuecencia, porque mi lealtad no me permite guardar por más tiempo silencio.
—¡Crees tú!...
—Creo que puede sucederos peor que perder la gracia del rey.
—¿Peor?
—Podéis ser procesado.
—¡Procesado!—exclamó con orgullo el duque.
—Porque podéis ser calumniado; esta gente enemiga vuestra, os teme, sabe que el rey está acostumbrado á vos, y como en el rey no hay nada más poderoso que la costumbre, como es indolente y enemigo de luchas y de mudanzas y sobre todo irresoluto y débil, usarán contra vuecencia de armas infames; se han cometido en la corte grandes desaciertos; vuestro secretario don Rodrigo Calderón ha usado y abusado de vuestro nombre y no se ha detenido en nada; se ha pretendido primero deshonrar á la reina, después envenenarla...
—¡Cómo!
—Hay quien lo sabe, y quien lo murmura... lo que hoy es un rumor sordo, será mañana un estruendo, y un estruendo tal, que no podrá menos de oírlo el rey... ¡si para entonces estáis desprevenido!...
—Pero yo no he pensado... yo no he hecho...
—En la corte es muy fácil hacer caer sobre una persona los delitos de otra; Calderón ha sido vuestro favorito y aún lo es, al menos para todo el mundo, que ve que en vuestra casa le tenéis, que en vuestra casa le curáis. Calderón es presuntuoso, soberbio, tiene mucho ingenio, vale mucho, conoce la corte, y en cuanto pueda se abrirá paso, obligándoos á que vos le facilitéis el camino, porque os tiene sujeto...
—¡Pelegrín!
—Enojáos cuanto queráis conmigo, señor; pero no oiga vuecencia á Pelegrín Santos, pobre hidalgo que os debe cuanto es, sino á la voz severa de la verdad; sucédame cuanto quiera, aunque vuecencia irritado conmigo me haga pagar cara mi lealtad, no puedo callar por más tiempo. Porque se hace necesario prevenir el mal, necesario de todo punto; no se puede perder un minuto.
—Sigue, sigue, Pelegrín.
—Como os decía, aunque sabéis que don Rodrigo os ha hecho traición, no podéis deshaceros de él; como no podéis deshaceros ahora de Uceda, de Lemos, de Olivares, de Sástago, de tantos y tantos á quien vuecencia estorba; os veréis obligado á servir de escala á Calderón, que partirá con vos la ganancia, porque os necesitará siempre, pero que os comprometerá; porque Calderón, soberbio y ciego y codicioso, hará tales cosas, que él mismo se hundirá... y al hundirse, os hundirá con él.
—¿Pero qué puede suceder?...
—Yo veo á Calderón marchar de frente hacia el cadalso, sin verle, confundiéndole con el trono.
—¡Ah!
—Dejad que suba solo al cadalso... cubríos...
—¡Cómo! ¡Pelegrín! ¡crees...!
—Lo creo posible todo. Si fuera tiempo, os diría: retiráos de la corte... pero ya no es tiempo, señor; estáis en el mismo caso que aquel que, subiendo unas escaleras, va dejando caer los escalones; no tiene más remedio que seguir subiendo, ó caer desde una inmensa altura á una muerte cierta; no podéis retroceder.
—Y entonces... ¿qué hago?
—Roma insiste sobre el asunto de las preces...
—Pero no puedo complacer á Roma sin rebajar la dignidad del rey.
—Es un recurso desesperado. Complaced al papa, á cambio de otra complacencia del papa.
—Explícate mejor.
—Pedid á Roma el capelo.
—¡Ah!—exclamó el duque de Lerma, abandonando su sillón y yendo á abrazar á Santos—; sí, sí, tú eres mi amigo; tú eres la única persona leal con que cuento; ¡el capelo! ¡y no se me había ocurrido! ¡y sin embargo, tengo el alma llena de una inquietud vaga, del temor de verme envuelto en las traiciones infames, en los delitos de los que me rodean! ¡el capelo! ¡gracias, Pelegrín, gracias! El duque de Lerma puede ser juzgado y condenado por el rey. ¡El cardenal, duque de Lerma, sólo puede ser juzgado y sentenciado por Roma! ¡Roma! yo haré que Roma esté tan contenta de mí, que me crea ser su mejor hijo. Escribe, escribe, Santos...
—¿A Roma?
—¡A Roma!
—No es asunto para escrito... es necesario que vaya una persona de toda la confianza de vuecencia.
—¡Y quién mejor que tú! ¡tú que acabas de darme una prueba inapreciable de tu amor y de tu lealtad hacia mí!
—¡Partiré!
—Al momento.
—Esperemos...
—¿Que esperemos, y dices que es de todo punto necesario?...
—Esperemos á mañana.
—Preconíceme Roma y nada temo.
—Nada de preconizaciones: basta con que en un momento dado, autorizado por el papa, podáis vestiros la púrpura; sed en buen hora cardenal, pero no lo digáis á nadie... no mostréis miedo...
—¡Ah! ¡Pelegrín! ¡yo no te conocía!
—Como no habéis conocido á los traidores hasta que ha sido de todo punto imposible que no los conozcáis, no habéis conocido á los leales hasta que los leales se han visto obligados por amor vuestro á darse á conocer.
—¡El capelo! ¡el capelo!—exclamaba el duque de Lerma paseándose á largos pasos por su despacho—. ¡Y que no se me haya ocurrido! ¡el capelo! ¡hijo de Roma! ¡la Iglesia puesta entre el poder temporal y yo! ¡qué quieres, Pelegrín!
—Seguir siendo vuestro secretario.
—¿Y nada más?
—Nada más. Pero para que siga siendo vuestro secretario, es necesario que no me deis muchos días como hoy.
—Vete, vete á descansar, y... está dispuesto.
Santos se inclinó y salió.
El duque de Lerma estaba contento; había encontrado al fin la difícil solución de un problema obscuro que le tenía vivamente inquieto. Cubrir su responsabilidad como ministro, cuando tan duros eran los tiempos, con el manto de la Iglesia, era cosa que jamás se hubiera ocurrido al duque de Lerma.
Saboreando estaba su contento, cuando un ayuda de cámara abrió la puerta y dijo respetuosamente:
—Señor, el cocinero mayor de su majestad, solicita hablar á vuecencia.
Lerma mandó entrar á Montiño.
Presentóse éste, pálido, desencajado, estropeado completamente en cuerpo y traje; miró al entrar con recelo en torno suyo, y dijo con grande misterio:
—¿Podrá escuchar alguien lo que voy á decir á vuecencia?
—Nadie, Montiño, nadie—contestó el duque—. ¿Pero qué sucede?
—Sucede, señor... En primer lugar, la Dorotea me envía.
—¿Y qué quiere la Dorotea?—preguntó el duque estremeciéndose, porque veía de nuevo asomar la fatídica figura del bufón, que había llegado á convertirse para él en un espectro.
—La Dorotea... quiere ver á vuecencia... al momento; me ha mandado llamar para eso solo... está enferma... muy enferma...
—Iré, iré... Id á decírselo.
—Un momento, señor; tengo que hablar á vuecencia de asuntos míos.
—¿De asuntos vuestros?
—Creo, señor—dijo Montiño, á quien la desesperación daba atrevimiento—, que en mí tiene vuecencia un esclavo, que ha hecho por vuecencia...
—Lo bastante para que os ampare; lo sé.
—¡Ah, señor! necesitado y muy necesitado estoy de amparo. Por servir anoche á vuecencia al salir de aquella casa, me aconteció una negra aventura.
—¿Y qué fué ello?
—El diablo me echó delante al sargento mayor don Juan de Guzmán.
—¡Que os encontrásteis anoche á don Juan de Guzmán!—dijo con asombro el duque—. ¡Bah! ¡imposible! ¡no puede ser! ¡vísteis visiones!
—No vi, tropecé; y como llevaba la daga de punta, porque eran malos sitios, mala hora y mala noche, sin quererlo, sin pensarlo, le maté.
—¡Ah!, ¡matásteis... al sargento mayor!...
—Y me encontró sobre él la justicia.
—¡Ah!—dijo el duque de Lerma comprendiéndolo todo, porque como saben nuestros lectores estaba en el secreto—; ¿y os prendió el alcalde de casa y corte Ruy Pérez Sarmiento?
—¡Cómo, señor, sabéis!...
—Sí, el licenciado Sarmiento me ha hablado de una prisión. Pero si os prendieron, ¿cómo estáis en libertad?
—Bajo fianza de un tal Gabriel Cornejo...
—¿Y qué queréis?
—¡Señor! ¡señor!—exclamó Montiño arrojándose á los pies del duque y con los brazos abiertos—; puesto que lo sois todo en España, y que yo soy inocente, porque quien mata sin querer no mata, salvadme, señor, salvadme.
—Levantáos, levantáos, Montiño, y nada temáis; se le echará tierra al muerto, se romperá el proceso...
—¡Ah señor! ¡piadoso señor! ¡Mi vida!...
—Merecéis que se os ampare.
—Después de lo que vuecencia acaba de hacer, no me atrevo á pedirle otra gracia.
—Hablad, hablad.
—Muchas gracias, señor, muchas gracias, no sé cómo pagar á vuecencia.
—Acabando pronto, Montiño.
—Es el caso, que mi mujer y mi hija y el galopín Cosme Aldaba, y el paje Cristóbal Cuero están presos.
—Ya veis que no me he olvidado de lo que me pedísteis.
—Muchas gracias, señor; pero ahora pido á vuecencia que se deshaga lo hecho.
—¡Cómo!
—Que sin ruido, y sin que nadie pueda saber que han estado presos, suelten á mi mujer, á mi hija, al galopín y al paje.
—¿Pero estáis loco, Montiño? ¿No os ha deshonrado vuestra mujer?
—¡No señor!
—¿No os ha robado?
—¡No, señor! y ruego encarecidamente á vuecencia...
—Sentáos y escribid vos mismo.
El cocinero se sentó.
El duque le dictó una orden de soltura para el alcaide de la cárcel de villa, y otra para el alcalde de casa y corte, para que diese por nulo y destruyese todo lo que se había escrito é intentado contra los presos.
Después de esto y de haber saludado humilde y profundamente al duque, el cocinero salió.
Poco después, Montiño entraba triunfante en palacio con su mujer y su hija.
Al mismo tiempo, el duque de Lerma entraba en casa de Dorotea.