CAPÍTULO LXXVII

EN QUE SE ENNEGRECE Á SU VEZ EL CARÁCTER DE DOROTEA

La joven cerró las puertas en cuanto entró en la sala Montiño.

A pesar de su turbación, Montiño notó que Dorotea estaba llorosa, muy pálida, y visiblemente enferma. Sobre una mesa había mucho dinero en oro.

—Tomad de aquí lo que necesitéis para una buena merienda para dos personas—dijo Dorotea.

Montiño, que iba resignado, contestó:

—¿Cómo queréis que sea esa merienda, señora?

—Como pudiera serlo para el rey.

—¿Con vinos y licores?

—Sí... sí... con vinos y licores.

—Pues bien, tomo diez doblones.

—Tomad lo que queráis.

—¿Y para cuando ha de estar dispuesta esa merienda?

—Para esta noche á las ocho.

—Es muy pronto.

—Tomad por vuestro trabajo lo que queráis.

—No, no es eso. Lo que importa es tener cocina y utensilios.

—Cocina tendréis; utensilios, compradlos.

—Entonces se necesitan otros cuatro doblones.

—Gastad, gastad, y si no basta con el dinero que ahí está, os daré más.

—¡Dios mio! con ese dinero basta para dar un convite de Estado en palacio.

—Pues bien, el oro hace milagros. Gastad sin miedo, y que la merienda esté dispuesta para las ocho de la noche.

—Lo estará.

—El tío Manolillo os llevará á la casa donde habéis de guisar y servir esa merienda.

—¿Será necesario buscar vajilla?

—No, se llevará de casa. Pero es indispensable buscar otra cosa, para lo cual no dudo que necesitáreis mucho dinero.

—¿Qué cosa, señora?

—Un veneno que mate como un rayo.

Y al decir estas palabras Dorotea, se cubrió el rostro con las manos y rompio á llorar.

—¡Un veneno, señora!—exclamó aterrado el cocinero—; ¡un veneno! ¿y para qué le queréis?

—Buscad un veneno; cuando habéis venido aquí, ¿no habéis venido resuelto á obedecerme?

—Sí.

—Pues bien, tomad todo ese dinero, tomad más si es necesario. Ahí deben quedar sesenta doblones. ¿Habrá bastante?

—Sí; sí, señora.

—Pues tomadlos.

El cocinero tomo maquinalmente el dinero y le guardó.

—Oíd: el veneno le pondréis en una sola confitura, pero en gran cantidad; por ejemplo, en una pera; cuidaréis que no haya otra; á esa pera la pondréis un lazo rojo y negro.

—¡Señora! ¡señora!

—Estáis demasiado turbado; voy á escribiros lo que debéis envenenar, con la señal que debéis ponerle, para que no podáis equivocaros.

Y la joven se puso á escribir con mano segura, pero llorando sobre el papel.

Cuando hubo acabado de escribir, entregó el papel á Montiño.

—Tomad, idos—le dijo—; á las ocho todo ha de estar dispuesto. ¿Lo entendéis?

—¡Adiós, señora, adiós!—dijo Montiño, y salió apresurado, porque le parecía que saliendo de allí, se libertaba del horrible compromiso en que se veía metido.

Pero al abrir la puerta se encontró delante al tío Manolillo.

Entre él y el bufón creyó el cocinero ver levantarse los dos palos rojos de la horca, y se decidió á hacer todo lo que quisiese con tal de no verse colgado de aquel patíbulo horrible.

La fatalidad arrastraba á Montiño.

—¿Estáis dispuesto?—le dijo el bufón.

—Sí; sí, señor; estoy dispuesto á todo.

—Pues vamos á donde sea necesario ir.

—Es necesario comprar cacerolas, vasijas, todo lo indispensable para preparar la vianda que quiere Dorotea.

—Vamos, pues.

No había pasado una hora, cuando Montiño, ayudado por el bufón, guisaba sin mandil y sin gorro, sin más oficial ni galopín que el tío Manolillo, en la cocina de una casa deshabitada.

Eran las dos de la tarde.

A cada momento llegaban mozos cargados de muebles, de alfombras, de cuadros, y un tapicero se ocupaba en adornar á toda prisa un inmenso salón en aquella misma casa.

Share on Twitter Share on Facebook