CAPÍTULO LXXX

DE CÓMO EL INTERÉS AJENO INFLUYÓ EN LA SITUACIÓN DE QUEVEDO

No sabemos cuánto tiempo hubiera estado nuestro buen ingenio preso por los pies en el lodo pegajoso, y maldiciendo de su suerte, y del amor, y de las mujeres, y de los hijos bastardos y del mundo entero, y si acaso hubiera perecido, á no ser por un incidente imprevisto para él.

Y decimos si acaso hubiera perecido, porque el incendio había progresado con una voracidad tal, que las llamas salían en turbiones rugidores por las rejas de la cámara de la condesa de Lemos, al poco tiempo de estar enclavado Quevedo en el fango y los escombros, que no debían tardar en caer, debían caer sobre él inflamados.

Al resplandor de estas llamas, Quevedo vió un hombre embozado que se deslizaba junto al muro del edificio, sobre un terreno que no habían podido reblandecer las lluvias por estar cubierto por los anchos aleros.

—¿Quién será éste—dijo Quevedo—que adelanta y me mira? ¿estaría cercada la casa? pues si es así, á lo menos con éste me quedo.

Y sacando de su cinto uno de los pistoletes, le armó y apuntó.

—¡Eh! ¡vive Dios! ¡don Francisco!—dijo deteniéndose de repente el embozado que adelantaba—; ¿así queréis tratar á quien viene á salvaros?

—¡Ah! ¡por mis pecados! ¿conque eres tú, Francisco de Juara?—dijo todo admirado Quevedo—. ¡Milagro patente que tú hagas una buena acción!

—Me conviene. Os tengo cogida una palabra.

—Cógeme primero á mí, y sácame de este atollo.

—A eso vengo, y por vos esperaba. Allá va la punta de mi capa, que si yo me meto me atollo también y somos dos pájaros en vez de uno.

—Paréceme bien la idea y agárrome á ella—dijo Quevedo agarrándose á la punta de la capa que le había echado el matón.

Tiró éste, y crujiendo costuras, abriéndose telas, y con gran trabajo, logró verse al fin en firme Quevedo, pero con una arroba de tierra en cada pierna y perdidos los zapatos.

—Descalzádome has, condesa—dijo Quevedo—, pero fuego te dejo; agarrado por los pies me has tenido, pero no por la cabeza; libre me veo y de ti me escapo; no creía tanto; pero días pasan y días vienen, y tal vez llegue alguno en que vuelva á pedirte lo que de mí contigo se queda. ¿Y á dónde vamos en esta guisa?—añadió Quevedo.

—Al camino, donde en un ventorrillo tengo preparado para vos un caballo.

—¿Está muy lejos ese ventorrillo?

—Como un tiro de arcabuz.

—¿Sabes que, sin ofensa, no me fío de ti, Juara?

—Hacéis bien en no fiaros, porque no soy hombre de fiar; pero hoy me confieso vuestro.

—Pues echa delante, que mejor quiero ver si eres gallardo, que no que tú me veas las espaldas.

—No me quejo, y delante echo.

—Vóime fiando de ti, porque te tengo fiado.

—Dentro de poco fiaréis más.

—Paréceme que suena gritería en la quinta.

—Sin duda vienen á apagar el fuego.

—Pues andemos de prisa, si es que yo puedo.

—Ya no dan con nosotros; está muy lejos y por aquí hace obscuro.

—Pues silencio, no nos sientan.

Siguieron caminando en silencio.

Poco después estaban sobre el camino, y al cabo entraron en un ventorrillo.

—Ahora—dijo Juan—, lo que importa es que vuesa merced se mude de medias y se ponga zapatos.

—¿Y con qué, voto á Baco?—dijo Quevedo.

—Con mis zapatos y con mis medias.

—Paréceme bien—dijo Quevedo echándose fuera las calzas enlodadas—, pues digo que el enclavamiento fué donoso.

—A él debéis la vida, que si la tierra no está blanda, os estrelláis.

—¿Y tú qué vas á ponerte?

—Las medias y los zapatos del ventero.

—¡Ah! pues... sí... bien... y á Madrid á escape.

—Como gustéis.

—Pues en marcha—dijo Quevedo—, ya estoy listo.

—Esperad, esperad un momento á que yo esté listo también. Quiero daros resguardo, la noche es obscura y mala y no sabemos lo que os puede acontecer de aquí á Madrid, que hay media legua larga.

Y Juara entre tanto se ponía apresuradamente unas medias y unos zapatos que le había dado el ventero.

—Saca los caballos—dijo á este último Juara—, y toma un ducado.

El ventero tomó la moneda y sacó dos caballos.

Quevedo y Juara montaron y se encaminaron á Madrid.

—¡Oh! ¡y cómo arde la quinta!—dijo Juara—no entráis en parte donde no hagáis daño.

En efecto, la quinta del conde de Lemos era una hoguera.

—Oblíganme—dijo Quevedo—, malo me hacen culpas ajenas; la maldición me sigue; pero pica, Juara, pica, que me importa llegar á Madrid cuanto antes. Pero calla, que oigo los cuartos de un reloj da la villa que nos trae el viento.

—¡Las nueve!—dijo Juara.

—Pues pica largo, y gracias que aún están abiertas las puertas; enderecemos á la de Segovia.

—Me place; que así podremos dejar en el mesón del Bizco los caballos.

—A caballo iré yo hasta el alcázar, que así llegaré más pronto.

—Como queráis.

—Recuerdo que me has dicho al sacarme de mi atolladero que me tenías cogida una palabra.

—Sí por cierto: á prima noche, cuando os libré de los alguaciles que os llevaban á Segovia, para entregaros á cierta dama, me ofrecísteis si os soltaba dinero y una compañía en los tercios de Nápoles. Yo dije para mí: ahora no puedo soltar á don Francisco, porque la condesa de Lemos no me lo perdonaría nunca, y es demasiado persona la condesa para que yo no la tema; pero después que yo haya entregado á don Francisco, es distinto. En efecto, apenas entrásteis en el coche, dije á aquel criado de la condesa, amigo mío, si sabía á dónde os llevaban y aun tuve que darle algún dinero para que cantase; entonces me dijo: yo no sé á dónde irá la condesa con ese caballero; nadie sabe una palabra; pero he oído allá en la casa que se había mandado arreglar la cámara de la señora en la quinta que tiene el señor junto al río.

—Bueno—dije para mí—; ya sabemos algo; y despidiéndome de mi compadre, me metí en Madrid y me fuí en derechura á casa del conde de Lemos. Yo esperaba que habiéndole sido levantado el destierro á su excelencia, y estando cerca, hubiese llegado á Madrid, y no me engañé. El conde de Lemos había llegado al obscurecer, y no encontrando á la condesa en su casa, se había ido á la del duque de Lerma; entonces, me metí en la primera taberna que encontré, escribí una carta al conde avisándole de que su esposa se solazaba en aquellos momentos con un galán en la quinta del río, llevé la carta á casa del duque de Lerma, la entregué con un doblón á un criado para tener seguridad de que la carta había llegado á manos del conde, y sin esperar la respuesta, que no era para esperada, fuíme de allí al mesón del Bizco, alquilé dos caballos, y por lo que pudiera tronar me fuí á rondar la quinta.—Ya veis que si no es por mí no escapáis, y que he ganado bien todo el dinero que queráis darme, y á más mi compañía de los tercios de Nápoles.

—Rico serás y capitán, Juara, y perdónenme los soldados á quienes en ti tal capitán he de darles.

—Tendrán en mí una cabeza valiente.

—No lo dudo; ni tampoco de que les darás buen ejemplo; pero llegamos á la puerta de Segovia: adentro, y torzamos hacia el alcázar.

Arremetieron los dos jinetes por la puerta, y poco después Quevedo, echando pie á tierra en la puerta de las Meninas, dijo á Juara dándole las bridas:

—Desde ahora estás á mi servicio.

—Muy bien, don Francisco, y me alegro.

—Despídete de las gentes de que tengas que despedirte, porque esta misma noche marchamos á Nápoles.

—Todos los cuidados los llevo conmigo.

—Bien; busca un buen coche de camino, ajústalo para Barcelona y llévalo al mesón del Bizco.

—Muy bien.

—Después busca diez hombres bravos, con sus caballos, armados á la jineta y con arcabuces, que no están los caminos muy buenos para ir desprevenidos.

—¿Y dinero para todo eso?

—Ya se te dará.

—¿Y para cuándo ha de estar todo preparado?

—Para las doce de la noche.

—Estará.

—Pues adiós, que me importa no perder tiempo.

—Quede vuesa merced con Dios.

Juara se alejó, y Quevedo se metió en el alcázar y se encaminó en derechura á la habitación de doña Clara Soldevilla.

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