¡Arruinado, despojado, perdido!
Se había quedado en el banco como atolondrado por una conmoción. Maldecía su suerte, habría querido pegar a alguien; y, para colmo de su desesperación, sentía pesar sobre él una especie de ultraje, un deshonor; pues Frédéric había imaginado que su herencia paterna alcanzaría un día quince mil libras de renta y se lo había dicho de una manera indirecta a los Arnoux. Iba, pues, a pasar por un fanfarrón y un bromista, ¡un oscuro picaro que se les había metido en casa esperando algún provecho! Y ella, Mme. Arnoux, ¿cómo volver a verla ahora?
Por otra parte, esto era completamente imposible, no teniendo más que tres mil francos de renta. No podía seguir viviendo en un cuarto piso, tener por criado al portero y presentarse con pobres guantes negros azulados por la punta, un sombrero grasiento, la misma levita todo el año. ¡No!, ¡no!, ¡nunca! Sin embargo, la vida sin ella le era insoportable. Muchos vivían bien sin tener fortuna, Deslauriers entre otros; y se acobardó de conceder tanta importancia a cosas mediocres. Tal vez la miseria centuplicase sus facultades. Se animó pensando en los grandes hombres que trabajaban en las buhardillas. Un alma como la de Mme. Arnoux tenía que emocionarse ante este espectáculo, y se enternecería. Así que esta catástrofe era una felicidad, después de todo; como esos terremotos que dejan tesoros al descubierto, le había revelado las riquezas ocultas de su naturaleza. Pero no existía en el mundo más que un solo lugar para explotarlas: ¡París!, pues en su mente, el arte, la ciencia y el amor (esas tres caras de Dios, como habría dicho Pellerin) dependían exclusivamente de la capital.
Por la noche declaró a su madre que volvería allí. Mme. Moreau se mostró sorprendida e indignada. Era una locura, un absurdo. Mejor le sería seguir sus consejos, es decir, quedarse a su lado, en un bufete. Frédéric se encogió de hombros: «¡Vamos!», considerando esta proposición como un insulto.
Entonces la buena señora empleó otro método. Con una voz tierna y con sollozos entrecortados, empezó a hablarle de su soledad, de su vejez, de los sacrificios que había hecho. Ahora que se sentía más desgraciada, él la abandonaba. Después, aludiendo a su próximo fin:
—¡Un poco de paciencia, por Dios! ¡Pronto estarás libre!
Estas lamentaciones se repitieron veinte veces al día durante tres meses; y, al mismo tiempo, los mimos del hogar le corrompían; gozaba teniendo una cama más blanda, toallas sin remendar, de manera que, vencido por la terrible fuerza de la suavidad, Frédéric se dejó llevar a casa del abogado Prouharam.
En el despacho no dio muestras ni de ciencia ni de aptitudes. Le habían considerado como un joven de grandes facultades, que iba a ser la gloria de la provincia. Fue una decepción pública.
Primero se había dicho: «Hay que avisar a Mme. Arnoux» y durante una semana había meditado cartas ditirámbicas y cortas esquelas en estilo lapidario y sublime. El miedo a confesar su situación le detenía. Después pensó que era mejor escribir al marido. Arnoux tenía experiencia de la vida y sabría comprenderlo. Por fin, después de quince días de titubeos:
«¡Bah!, ¡no he de volver a verlos!, ¡que me olviden! Al menos no habré caído demasiado bajo en su recuerdo. Me creerán muerto, y me echarán de menos… tal vez».
Como las resoluciones extremas no le costaban mucho, se había jurado no volver nunca a París e incluso no saber de Mme. Arnoux.
Sin embargo, echaba de menos hasta el olor del gas y el jaleo de los ómnibus. Soñaba con todas las palabras que le habían dicho, con el timbre de su voz, con el brillo de sus ojos, y, considerándose como un hombre muerto, ya no hacía absolutamente nada.
Se levantaba muy tarde y miraba por la ventana los tiros de los coches que pasaban. Los seis primeros meses fueron abominables.
Algunos días, sin embargo, se sentía muy indignado consigo mismo. Entonces salía. Se iba por los prados, medio cubiertos en invierno por los desbordamientos del Sena. Hileras de chopos los separan. De vez en cuando se levanta un pequeño puente. Andaba errante, vagabundo hasta la noche pisando hojas secas, aspirando la bruma, saltando las zanjas; a medida que sus arterias latían con más fuerza, se dejaba vencer por deseos de acción furiosa; quería hacerse trampero en América, servir a un pachá en Oriente, embarcarse como marinero; y expresaba su melancolía en largas cartas a Deslauriers.
Este se esforzaba por abrirse paso. La conducta cobarde de su amigo y sus eternas lamentaciones le parecían estúpidas. Pronto dejaron de escribirse. Frédéric había dejado todos sus muebles a Deslauriers, que conservaba su apartamento. Su madre le hablaba de esto de vez en cuando; por fin, un día, él declaró que se los había regalado, y ella le estaba riñendo cuando él recibió una carta.
—¿Qué te pasa? —le dijo ella—, ¡estás temblando!
—No tengo nada —respondió Frédéric.
Deslauriers le informaba que había recogido a Sénécal; y desde hacía quince días vivían juntos. ¡Así que Sénécal ahora gozaba de todas las cosas que procedían de casa de Arnoux! Podía venderlas, hacer comentarios sobre ellas, bromas. Frédéric se sentía herido hasta el fondo de su alma. Subió a su habitación. Tenía ganas de morir.
Su madre le llamó. Era para consultarle sobre una plantación en el huerto.
Este huerto, en forma de parque inglés, estaba dividido en el medio por un cierre de madera, y la mitad pertenecía al señor Roque, que tenía otro para las verduras a orilla del río. Los dos vecinos, enfadados, se abstenían de aparecer por allí a las mismas horas. Pero, desde que Frédéric había vuelto, el buen señor se paseaba por él con más frecuencia y no escatimaba los cumplidos al hijo de la señora Moreau. Lo compadecía por vivir en una ciudad pequeña. Un día contó que la señora Dambreuse había preguntado por él. Otra vez, él se extendió sobre la costumbre de Champaña, de heredar título de nobleza desde el vientre de la madre.
—En aquella época usted habría sido un señor, pues su madre se apellidaba De Fouvens. Y por mucho que se diga, ¡vamos! ¡un nombre es algo! Después de todo —añadió, mirándolo con aire travieso— eso depende del ministro de Justicia.
Esta pretensión de aristocracia no iba bien a su persona. Como era de pequeña estatura, su gran levita marrón exageraba la longitud de su tórax. Cuando se quitaba la gorra, se veía una cara casi femenina con una nariz exageradamente puntiaguda; su pelo, de color amarillo, parecía una peluca; saludaba a la gente en voz muy baja, rozando las paredes.
Hasta los cincuenta años se había contentado con los servicios de Catherine, una lorenesa de la misma edad que él, marcada de viruela. Pero, hacia 1834, llevó de París a una guapa rubia con cara de cordero y «porte de reina». Pronto la vieron pavonearse con grandes pendientes, y todo se explicó por el nacimiento de una niña, que fue inscrita con los nombres de Elisabeth-Olympe-Louise Roque.
Catherine, celosa, esperaba odiar a esta niña. Por el contrario, la quiso. La rodeó de atenciones y de mimos, para suplantar a su madre y conseguir que la niña la odiase, empresa fácil, pues la señora Eléonore descuidaba por completo a la pequeña, prefiriendo pararse a charlar con los proveedores. Al día siguiente de su boda, fue a hacer una visita a la subprefectura, dejó de tutear a las criadas, y creyó que debía, por buen tono, mostrarse severa con su hija. Ella asistía a sus lecciones; el profesor, un viejo funcionario del ayuntamiento, no sabía cómo arreglárselas. La alumna se sublevaba, recibía bofetadas e iba a consolarse al regazo de Catherine, que invariablemente le daba la razón. Entonces las dos mujeres discutían, el señor Roque las hacía callar. Se había casado por amor a su hija y no quería que la hiciesen sufrir.
A menudo la niña llevaba un vestido blanco todo roto y un pantalón con adornos de encaje; y en las grandes fiestas salía vestida como una princesa para mortificar un poco a los burgueses, que impedían a sus hijos tratarla a causa de su nacimiento ilegítimo.
Ella vivía sola, en su huerta, se mecía en el columpio, corría detrás de las mariposas; después, de pronto, se paraba a contemplar las cetonias que caían sobre las cañas. Eran esos hábitos, sin duda, los que daban a su cara una expresión a la vez de audacia y de ensueño. Tenía la estatura de Marta, por otra parte, de modo que Frédéric le dijo en su segunda entrevista:
—¿Me permite que la bese, señorita?
La niña levantó la cabeza y respondió:
—Con mucho gusto.
Pero les separaba la valla de madera.
—Hay que subir por encima —dijo Frédéric.
—No, ¡ráptame!
Se inclinó por encima del seto y cogiéndola por el extremo de sus brazos la besó en las dos mejillas; después la volvió a poner en su huerta, por el mismo procedimiento, que se renovó las veces siguientes.
Sin más reserva que una niña de cuatro años, cada vez que oía venir a su amigo, corría a su encuentro, o bien, escondiéndose detrás de un árbol, lanzaba un ladrido de perro para asustarlo.
Un día que Mme. Moreau había salido, él la hizo subir a su habitación. La niña destapó los frascos de perfume y se perfumó el pelo abundantemente; luego, sin el menor reparo, se acostó en la cama donde permaneció tendida a todo lo largo, despierta.
—Me imagino que soy tu mujer —decía.
Al día siguiente la vio toda llorosa. Le confesó que «lloraba sus pecados» y, como él intentase conocerlos, ella le contestó bajando los ojos:
—No me preguntes más.
Se acercaba la primera comunión; la habían llevado por la mañana a confesarse.
El sacramento apenas la hizo más formal. A veces le entraban verdaderas cóleras; recurrían al señor Frédéric para calmarla.
A menudo él la llevaba consigo en sus paseos.
Mientras que él soñaba caminando, ella cogía amapolas a orilla de los trigales, y, cuando lo veía más triste que de costumbre, ella trataba de consolarle con palabras amables. Su corazón, sin amor, se refugió en esta amistad de niña, él le dibujaba muñecos, le contaba cuentos y empezó a hacerle lecturas.
Comenzó por la Anales románticos, una antología de verso y prosa entonces célebre. Luego, sin tener en cuenta su edad, tanto le encantaba su inteligencia, le leyó sucesivamente Atala, Cinq-Mars, Les feuilles d'automne. Pero una noche (ella había oído Macbeth en la sencilla traducción de Letourneur) se despertó gritando: «¡La mancha!, ¡la mancha!». Sus dientes castañeteaban, temblaba, y, fijando unos ojos de espanto en su mano derecha, la frotaba diciendo: «¡Sigue habiendo una mancha!». Por fin, llegó el médico, que ordenó le evitasen las emociones.
Los burgueses no vieron en esto más que un pronóstico desfavorable para sus costumbres. Se decía que «el hijo de Moreau» quería hacer de ella más adelante una actriz.
Pronto se trató de otro acontecimiento, a saber, la llegada del tío Barthélemy. La señora Moreau le cedió su dormitorio y llevó su condescendencia hasta poner carne los días de abstinencia.
El viejo estuvo medianamente amable. Hacía perpetuas comparaciones entre El Havre y Nogent, cuya atmósfera encontraba pesada, el pan malo, las calles mal pavimentadas, la comida mediocre y los habitantes unos perezosos: «¡Qué comercio más pobre hay aquí!». Censuró las extravagancias de su difunto hermano, mientras que él había reunido veintisiete mil libras de renta. Por fin, al final de la semana, y en el estribo del coche, soltó estas palabras tranquilizadoras:
—Estoy muy contento de saber que estáis en buena posición.
—No heredarás nada —dijo la señora Moreau al volver a la sala.
Él había ido sólo porque le habían insistido; y durante ocho días, ella había hecho lo posible para que se franquease, de manera muy clara tal vez. Estaba arrepentida de haber actuado y permanecía en su sillón, la cabeza baja, los labios apretados. Frédéric, enfrente de ella, la observaba y los dos seguían callados, como hacía cinco años, al regreso de Montereau. Esta coincidencia al presentarse a su pensamiento, le recordó a Mme. Arnoux.
En este momento estallaron bajo la ventana unos latigazos, al mismo tiempo que alguien los llamaba.
Era el tío Roque, solo en su coche. Iba a pasar todo el día a la Fortelle e invitaba cordialmente a Frédéric a que lo acompañara.
—No necesita invitación conmigo, no se preocupe.
Frédéric tuvo ganas de aceptar. Pero ¿cómo explicaría su presencia en Nogent? No tenía traje de verano decente; en fin, ¿qué diría su madre?
Desde entonces, el vecino se mostró menos amistoso. Louise crecía. Madame Eléonore cayó enferma de cuidado; y el trato se enfrió, con gran satisfacción de la señora Moreau, temerosa de que tal amistad perjudicase la situación de su hijo.
Ella soñaba con comprarle el cargo de escribano del tribunal; Frédéric no hacía demasiados ascos a esta idea. Ahora, él la acompañaba a misa, jugaba por la noche su partida de imperial y se acostumbraba a la vida de pueblo, se metía en él; e incluso su amor había adquirido una cierta tranquilidad fúnebre, una calma de modorra. A fuerza de haber derramado su dolor en sus cartas, de haberlo mezclado a sus lecturas, paseado por el campo, esparcido por todas partes, casi lo había agotado, secado de modo que Mme. Arnoux era para él como una difunta cuya tumba se extrañaba de no conocer, hasta tal punto este afecto se había vuelto tranquilo y resignado.
Un día, el 12 de diciembre de 1845, hacia las nueve de la mañana, la cocinera subió una carta a la habitación. La dirección, en grandes caracteres, era de una letra desconocida; y Frédéric, medio dormido, no se apuró a abrirla. Por fin, leyó:
Juzgado de Paz de El Havre, 3.er distrito.
Señor:
Habiendo fallecido «ab intestato» su tío, el señor Moreau…
Él heredaba.
Como si hubiera estallado un incendio detrás de la pared, saltó de la cama, descalzo, en camisa; se pasó la mano por la cara, dudando de lo que veía, creyendo que seguía soñando, y para reafirmarse en la realidad, abrió la ventana de par en par.
Había nevado; los tejados estaban blancos; e incluso reconoció en el patio una tina de ropa que le había hecho tropezar la víspera por la noche.
Releyó la carta tres veces seguidas; nada más cierto, toda la fortuna del tío. Veinte mil libras de renta. Y un gozo frenético le conmovió ante la idea de volver a ver a Mme. Arnoux. Con la claridad de una alucinación, se vio al lado de ella, en su casa, llevándole algún regalo en papel de seda, mientras que su tílbury estacionaba a la puerta, no, un cupé más bien, con su criado de librea oscura; oía piafar el caballo y el ruido de la barbada confundiéndose con el susurro de sus besos. Esto se renovaría todos los días, indefinidamente. Los recibiría en su casa; el comedor sería de cuero rojo, el saloncito de seda amarilla, divanes por todas partes, ¡y qué estanterías, qué jarrones de China! ¡qué alfombras! Estas imágenes se agolpaban de manera tan tumultuosa que sentía que la cabeza le daba vueltas. Entonces se acordó de su madre; y bajó sin soltar la carta de su mano.
La señora Moreau trató de contener su emoción y tuvo un desmayo. Frédéric la cogió en brazos y la besó en la frente.
—¡Madre buena, puedes rescatar ahora tu coche; ríe, no llores, sé feliz!
Diez minutos después la noticia circulaba hasta los barrios extremos. Entonces, Benoist, el señor Chamblin, el señor Chambion, todos los amigos acudieron. Frédéric desapareció un minuto para escribir a Deslauriers. Aparecieron otras visitas. Pasaron la tarde recibiendo felicitaciones. Olvidaban a la mujer de Roque, que ahora estaba «muy abajo».
De noche, cuando los dos estuvieron solos, la señora Moreau dijo a su hijo que le aconsejaba se estableciese de abogado en Troyes. Siendo más conocido en su tierra que en otro sitio, podría encontrar fácilmente partidos muy ventajosos.
—¡Ah!, eso es demasiado fuerte —exclamó Frédéric.
Apenas tenía la felicidad en sus manos, querían arrebatársela. Manifestó su resolución formal de vivir en París.
—¿Qué vas a hacer allí?
—¡Nada!
La señora Moreau, sorprendida de sus maneras, le preguntó qué quería ser.
—Ministro —replicó Frédéric.
Y afirmó que no bromeaba en absoluto, que pretendía dedicarse a la diplomacia, que sus estudios y su vocación le empujaban a ello. Entraría en el Consejo de Estado, con la protección del señor Dambreuse.
—¿Lo conoces, pues?
—¡Claro que sí!, por el tío Roque.
—¡Qué raro es esto! —dijo la señora Moreau.
Había despertado en el corazón de su madre sus viejos sueños de ambición. Ella se dejó llevar y no volvió a hablar de los otros.
Si hubiera hecho caso de su impaciencia, Frédéric habría marchado inmediatamente. Al día siguiente, todas las plazas de la diligencia estaban comprometidas. Tuvo que aguantarse hasta el otro día, a las siete de la tarde.
Se disponía a cenar, cuando sonaron en la iglesia tres campanadas, y la criada, al entrar, anunció que la señora Eléonor acababa de fallecer.
Esta muerte, después de todo, no era una desgracia para nadie, ni siquiera para su hija. La chica no dejaría de encontrarse mejor, más adelante.
Como las dos casas estaban pegadas, se oía un gran movimiento, un ruido de conversaciones; y el pensar que había un cadáver al lado de casa ponía un tinte fúnebre a su separación. La señora Moreau, por dos o tres veces, se enjugó las lágrimas. A Frédéric se le encogía el corazón.
Terminada la cena, Catherine lo detuvo en la puerta. La señorita quería verle a toda costa. Le esperaba en la huerta. Salió. Saltó el seto, y, tropezando un poco con los árboles, se dirigió a casa del tío Roque. En una ventana del segundo piso brillaban unas luces; después apareció una forma en las tinieblas y una voz susurró:
—¡Soy yo!
Le pareció más alta que de ordinario, a causa de su vestido negro, sin duda. No sabiendo cómo abordarla, qué decirle, se contentó con cogerle las manos, suspirando:
—¡Ah!, mi pobre Louise.
Ella no respondió. Lo miró profundamente durante mucho tiempo. Frédéric temía perder el coche; creía oír un ruido de ruedas allá lejos, y para terminar:
—Catherine me ha dicho que querías algo…
—Sí, es cierto quería decirle…
—Bueno, ¿qué?
—Ya no sé. Me he olvidado. ¿Es cierto que se marcha?
—Sí, ahora mismo, enseguida.
Ella repitió:
—¡Ah! ¿enseguida…, para siempre…, no nos volveremos a ver?
Los sollozos la ahogaban.
—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Abrázame, pues!
Y lo estrechó entre sus brazos con arrebato.