CAPÍTULO X

No había recibido la carta del farmacéutico hasta treinta y seis horas después del acontecimiento; y en atención a su sensibilidad, el señor Homais la había redactado de tal manera que era imposible saber a qué atenerse.

El buen hombre cayó al principio como en un ataque de apoplejía. Después pensó que ella no había muerto. Pero podía estarlo... Por fin se puso la blusa, cogió el sombrero, sujetó una espuela a la bota y salió a galope tendido, y a todo to largo de la carretera el tío Rouault, jadeante, se consumía de angus tia. Una vez, incluso, se vio obligado a bajar. Ya no veía, oía voces a su alrededor, tenía la sensación de volverse loco.

Se hizo de día. Vio tres gallinas negras que dormían en un árbol; se estremeció espantado por este presagio. Entonces prometió a la Santísima Virgen tres casullas para la iglesia y que iría descalzo desde el cementerio de Les Bertaux hasta la capilla de Vassonville.

Entró en Maromme llamando desde lejos a la gente de la posada, derribó la puerta de un empujón, dio un salto sobre el saco de avena, echó en el pesebre una botella de sidra dulce, volvió a montar en su caballo que sacaba chispas con sus cuatro herraduras.

Se decía a sí mismo que sin duda la salvarían; los médicos descubrirían un remedio, estaba seguro. Recordó todas las curaciones milagrosas que le habían contado.

Después se le apareció muerta. Estaba allí, tendida sobre la espalda, en medio de la carretera. Tiraba de las riendas y la alucinación desaparecía.

En Quincampoix, para animarse, tomó tres cafés uno detrás de otro.

Pensó que se habían equivocado de nombre al escribirle. Buscó la carta en el bolsillo, la palpó, pero no se atrevió a abrirla.

Llegó a suponer que quizás era una «broma», una venganza de alguien, una ocurrencia de algún juerguista, y, por otra parte, si su hija hubiera muerto ¿se sabría? ¡Pues no!, el campo no tenía nada de extraordinario: el cielo estaba azul, los árboles se balanceaban, pasó un rebaño de corderos. Vio el pueblo, le vieron galopar deprisa inclinado sobre el caballo, al que daba grandes latigazos y cuyas cinchas goteaban sangre.

Cuando volvió en sí, cayó envuelto en llanto en brazos de Bovary:

-¡Mi hija! ¡Emma!, ¡mi niña!, ¡explíqueme!

Y Carlos respondió sollozando:

-¡No sé, no sé!, ¡es una maldición!

El boticario los separó.

-Estos horribles detalles son inútiles. Ya informaré al señor. Está llegando gente. Un poco de dignidad, ¡caramba!, un poco de resignación.

Bovary quiso parecer fuerte y repitió varias veces:

-iSí!..., ¡valor!

-Bueno -exclamó el buen hombre-, lo tendré, ¡rayos y truenos! Voy a acompañarla hasta el fin.

Doblaba la campana. Todo estaba dispuesto. Hubo que ponerse en marcha.

Y sentados en una silla del coro, uno al lado del otro, vieron pasar y volver a pasar delante de ellos continuamente a los tres chantres que salmodiaban. El serpentón soplaba a pleno pulmón. El señor Bournisien, revestido de ornamentos fúnebres, cantaba con voz aguda; se inclinaba ante el sagrario, ele vaba las manos, extendía los brazos. Lestiboudis circulaba por la iglesia con su varilla de ballena; cerca del facistol reposaba el ataúd entre cuatro filas de cirios. A Carlos le daban ganas de levantarse para apagarlos.

Trataba, sin embargo, de animarse a la devoción, de elevarse en la esperanza de una vida futura en donde la volvería a ver. Imaginaba que ella había salido de viaje, muy lejos, desde hacía tiempo. Pero cuando pensaba que estaba a11í abajo y que todo había terminado, que la llevaban a la tierra, se apoderaba de él una rabia feroz, negra, desesperada. A veces creía no sentir nada más, y saboreaba este alivio de su dolor reprochándose al mismo tiempo ser un miserable.

Se oyó sobre las losas como el ruido seco de una barra de hierro que las golpeaba rítmicamente. Venía del fondo y se paró en seco en una nave lateral de la iglesia. Un

hombre con gruesa chaqueta oscura se arrodilló penosamente. Era Hipólito, el mozo del

«Lion de d'Or». Se había puesto su pierna nueva.

Uno de los chantres vino a dar la vuelta a la nave para hacer la colecta y las grandes monedas sonaban, unas detrás de otras, en la bandeja de plata.

-¡Dense prisa! ¡Estoy que ya no puedo más! exclamó Bovary al tiempo que echaba encolerizado una moneda de cinco francos.

El eclesiástico le dio las gracias con una larga reverencia. Cantaban, se arrodillaban, se volvían a levantar, aquello no terminaba. Recordó que una vez, en los primeros tiempos de su matrimonio, habían asistido juntos a misa y se habían puesto en el otro lado, a la derecha, contra la pared. La campana empezó de nuevo, hubo un gran movimiento de sillas. Los portadores pasaron las tres varas bajo el féretro y salieron de la iglesia.

Entonces apareció Justino en el umbral de la farmacia. De pronto se volvió a meter dentro, pálido, vacilante.

La gente se asomaba a las ventanas para ver pasar el cortejo. Carlos, en cabeza, iba muy erguido. Parecía sereno y saludaba con un gesto a los que, saliendo de las callejuelas o de las puertas, se incorporaban a la muchedumbre.

Los seis hombres, tres de cada lado, caminaban a paso corto y algo jadeantes. Los sacerdotes, los chantres y los dos niños de coro recitaban el De profundis, y sus voces se esparcían por el campo subiendo y bajando con ondulaciones. A veces desaparecían en los recodos del sendero, pero la gran cruz de plata seguía irguiéndose entre los árboles.

Seguían las mujeres, tapadas con negros mantones con la capucha bajada; llevaban en la mano un gran cirio ardiendo, y Carlos se sentía desfallecer en aquella continua repetición de oraciones y de antorchas bajo esos olores empalagosos de cera y de sotana.

Soplaba una brisa fresca, verdeaban los centenos y las colzas, unas gotitas de rocío temblaban al borde del camino sobre los setos de espinos. Toda suerte de ruidos alegres llena ba el horizonte: el crujido lejano de una carreta a lo largo de las roderas, el grito de un gallo que se repetía o el galope de un potro que se veía desaparecer bajo los manzanos.

El cielo claro estaba salpicado de nubes rosadas; la luz azulada de las velas refejaba sobre las chozas cubiertas de lirios; Carlos, al pasar, reconocía los corrales. Se acordaba de mañanas como ésta, en que, después de haber visitado a un enfermo, salía de la casa y volvía hacia Emma.

El paño negro, sembrado de lentejuelas blancas, se levantaba de vez en cuando descubriendo el féretro. Los portadores, cansados, acortaban el paso, y el féretro avanzaba en continuas sacudidas, cabeceando como una chalupa a merced de las olas.

Llegaron al cementerio.

Los portadores siguieron hasta el fondo, a un lugar en el césped donde estaba cavada la fosa.

Formaron círculo en torno a ella; y mientras que el sacerdoto hablaba, la tierra roja, echada sobre los bordes, corría por las esquinas, sin ruido, continuamente.

Después, una vez dispuestas las cuatro cuerdas, empujaron el féretro encima.

Él la vio bajar, bajar lentamente.

Por fin se oyó un choque, las cuerdas volvieron a subir chirriando. Entonces el señor Bournisien tomó la pala que le ofrecía Lestiboudis; con su mano izquierda echó con fuerza una gran paletada de tierra, mientras que con la derecha asperjía la sepultura; y la madera del ataúd, golpeada por los guijarros, hizo ese ruido formidable que nos parece ser el de la resonancia de la eternidad.

El eclesiástico pasó el hisopo a su vecino. Era el señor Homais. Lo sacudió gravemente, y se lo pasó a su vez a Carlos, quien se hundió hasta las rodillas en tierra, y la echaba a puñados mientras exclamaba: «Adiós.» Le enviaba besos; se arrastraba hacia la fosa para sepultarse con ella.

Se lo llevaron; y no tardó en apaciguarse, experimentando quizás, como todos los demás, la vaga satisfacción de haber terminado.

El tío Rouault, al volver, se puso tranquilamente a fumar una pipa, lo cual Homais, en su fuero interno, juzgó poco adecuado. Observó igualmente que el señor Binet se había abstenido de aparecer, que Tuvache se «había largado» después de la misa, y que Teodoro, el criado del notario, llevaba un traje azul, «como si no se pudiera encontrar un traje negro, ya que es la costumbre, ¡qué diablo!». Y para comunicar sus observaciones, iba de corro en corro. Todos lamentaban la muerte de Emma, y sobre todo Lheureux, que no había faltado al entierro.

-¡Pobre señora!, ¡qué dolor para su marido!

El boticario decía:

-Sepan ustedes que, si no fuera por mí, podría haber atentado contra su propia vida.

-¡Una persona tan buena! ¡Y decir que todavía la vi el sábado pasado en mi tienda!

-No he tenido tiempo -dijo Homais- de preparar unas palabras que hubiera pronunciado sobre su tumba.

De regreso, en casa, Carlos se cambió de ropa, y el tío Rouault volvió a ponerse la blusa azul. Estaba nueva, y como durante el viaje se había secado muchas veces los ojos con las mangas, había desteñido en su cara; y la huella de las lágrimas hacía unas líneas en la capa de polvo que la ensuciaba.

La señora Bovary madre estaba con ellos. Los tres estaban callados. Por fin, el buen hombre suspiró.

-¿Se acuerda, amigo mío, que fui a Tostes una vez, cuando usted acababa de perder a su primera difunta? En aquel tiempo le consolaba. Encontraba algo que decirle; pero ahora...

Después, con un largo gemido que le levantó todo el pecho:

-¡Ah!, para mí se acabó todo. ¡Ya ve usted! He visto morir a mi mujer..., después a mi hijo..., y ahora, hoy, a mi hija.

Quiso volverse enseguida a Les Bertaux diciendo que no podría dormir en aquella casa.

Ni siquiera quiso ver a su nieta.

-¡No!, ¡no!, sería una despedida demasiado dolorosa. Pero le dará muchos besos.

¡Adiós!, ¡usted es un buen muchacho! Y, además, jamás olvidaré esto -dijo golpeándose el muslo-; no se preocupe, seguirá recibiendo su pavo.

Pero cuando llegó al alto de la cuesta volvió su mirada como antaño la había vuelto en el camino de San Víctor, al separarse de ella. Las ventanas del pueblo estaban todas resplandecientes bajo los rayos oblicuos del sol que se ponía en la pradera. Se puso la mano ante los ojos y percibió en el horizonte un cercado de tapias donde había unos bosquecillos de árboles negros diseminados entre piedras blancas, después continuó su camino a trote corto, pues su caballo cojeaba.

Aquella noche Carlos y su madre, a pesar del cansancio, se quedaron mucho tiempo hablando juntos. Hablaron de los días pasados y del porvenir. Ella vendría a vivir a Yonville, regiría la casa, ya no se separarían. Estuvo hábil y cariñosa, alegrándose interiormente de recuperar un afecto que se le escapaba desde hacía tantos años. Dieron

las doce. El pueblo, como de costumbre, estaba en silencio, y Carlos, despierto, seguía pensando en ella.

Rodolfo, que para distraerse había pateado el bosque todo el día, dormía tranquilamente en su castillo, y León, a11á lejos, dormía igualmente.

Había otro que a aquella hora no dormía.

Sobre la fosa, entre los abetos, un muchacho lloraba arrodillado, y su pecho, deshecho en sollozos, jadeaba en la sombra bajo el agobio de una pena inmensa más dulce que la luna y más insondable que la noche. De pronto crujió la verja. Era Lestiboudis; venía a buscar su azadón que había olvidado poco antes. Reconoció a Justino que escalaba la tapia, y entonces supo a qué atenerse sobre el sinvergüenza que le robaba las pa tatas.

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