IV

E aquí una tarea exorbitante, ante la que bien podemos confesar nuestro apocamiento. Veamos, pues, lo poco Hquedeellalogréentrever.

El hombre primitivo, después de haber descubierto que estaba literalmente en sus manos mejorar su destino en la Tierra por medio del trabajo, ya no pudo considerar con indiferencia el hecho de que el prójimo trabajara con él o contra él. Sus semejantes adquirieron entonces, a sus ojos, la significación de colaboradores con quienes resultaba útil vivir en comunidad. Aún antes, en su prehistoria antropoidea, había adoptado el hábito de constituir familias, de modo que los miembros de éstas probablemente fueran sus primeros auxiliares. Es de suponer que la constitución de la familia estuvo vinculada a cierta evolución sufrida por la necesidad de satisfacción genital: ésta, en lugar de presentarse como un huésped ocasional que de pronto se instala en casa de uno para no dar por mucho tiempo señales de vida después de su partida, se convirtió, por lo contrario, en un inquilino permanente del individuo. Con ello, el macho tuvo motivos para conservar junto a sí a la hembra, o, en términos más genéricos, a los objetos sexuales; las hembras, por su parte, no queriendo separarse de su prole inerme, también se vieron obligadas a permanecer, en interés de ésta, junto al macho más fuerte. En esta familia primitiva aún falta un elemento esencial de la cultura, pues la voluntad del jefe y padre era ilimitada. En Totem y tabú traté de mostrar el camino que condujo de esta familia primitiva a la fase siguiente de la vida en sociedad, es decir, a las alianzas fraternas. Los hijos, al triunfar sobre el padre, habían descubierto que una asociación puede ser más poderosa que el individuo aislado. La fase totémica de la cultura se basa en las restricciones que los hermanos hubieron de imponerse mutuamente para consolidar este nuevo sistema. Los preceptos del tabú constituyeron así el primer «Derecho», la primera ley. La vida de los hombres en común adquirió, pues, doble fundamento: por un lado, la obligación del trabajo impuesta por las necesidades exteriores; por el otro, el poderío del amor, que impedía al hombre prescindir de su objeto sexual, la mujer, y a ésta, de esa parte separada de su seno que es el hijo. De tal manera, Eros y Ananké (amor y necesidad) se convirtieron en los padres de la cultura humana, cuyo primer resultado fue el de facilitar la vida en común a mayor número de seres. Dado que en ello colaboraron estas dos poderosas instancias, cabría esperar que la evolución ulterior se cumpliese sin tropiezos, llevando a una dominación cada vez más perfecta del mundo exterior y al progresivo aumento del número de hombres comprendidos en la comunidad. Así, no es fácil comprender cómo esta cultura podría dejar de hacer felices a sus miembros.

Antes de indagar el posible origen de sus eventuales perturbaciones, dejemos que el reconocimiento del amor como uno de los fundamentos de la cultura nos aparte de nuestro camino, a fin de llenar una laguna en nuestras consideraciones anteriores.

Cuando señalamos la experiencia de que el amor sexual (genital) ofrece al hombre las más intensas vivencias placenteras, estableciendo, en suma, el prototipo de toda felicidad, dijimos que aquélla debía haberle inducido a seguir buscando en el terreno de las relaciones sexuales todas las satisfacciones que permite la vida, de manera que el erotismo genital vendría a ocupar el centro de su existencia. Agregamos que tal camino conduce a una peligrosa dependencia frente a una parte del mundo exterior

frente al objeto amado que se elige, exponiéndolo así a experimentar los mayores sufrimientos cuando este objeto lo desprecie o cuando se lo arrebate la infidelidad o la muerte. He aquí por qué los sabios de todos los tiempos trataron de disuadir tan insistentemente a los hombres de la elección de este camino, que, sin embargo, conservó todo su atractivo para gran número de seres.

Gracias a su constitución, una pequeña minoría de éstos logra hallar la felicidad por la vía del amor; mas para ello debe someter la función erótica a vastas e imprescindibles modificaciones psíquicas. Estas personas se independizan del consentimiento del objeto, desplazando a la propia acción de amar el acento que primitivamente reposaba en la experiencia de ser amado, de tal manera que se protegen contra la pérdida del objeto, dirigiendo su amor en igual medida a todos los seres en vez de volcarlo sobre objetos determinados; por fin, evitan las peripecias y defraudaciones del amor genital, desviándolo de su fin sexual, es decir,

transformando el instinto en un impulso coartado en su fin. El estado en que de tal manera logran colocarse, esa actitud de ternura etérea e imperturbable, ya no conserva gran semejanza exterior con la agitada y tempestuosa vida amorosa genital de la cual se ha derivado. San Francisco de Asís fue quizá quien llegó más lejos en esta utilización del amor para lograr una sensación de felicidad interior, técnica que, según dijimos, es una de las que facilitan la satisfacción del principio del placer, habiendo sido vinculada en múltiples ocasiones a la religión, con la que probablemente coincida en aquellas remotas regiones donde deja de diferenciarse el yo de los objetos, y éstos entre sí. Cierta concepción ética, cuyos motivos profundos aún habremos de dilucidar, pretende ver en esta disposición al amor universal por la Humanidad y por el mundo la actitud más excelsa a que puede elevarse el ser humano. Con todo, nos apresuramos a adelantar nuestras dos principales objeciones al respecto: ante todo, un amor que no discrimina pierde a nuestros ojos buena parte de su valor, pues comete una injusticia frente al objeto; luego, no todos los seres humanos merecen ser amados.

Aquel impulso amoroso que instituyó la familia sigue ejerciendo su influencia en la cultura, tanto en su forma primitiva, sin renuncia a la satisfacción sexual directa, como bajo su transformación en un cariño coartado en su fin. En ambas variantes perpetúa su función de unir entre sí a un número creciente de seres con intensidad mayor que la lograda por el interés de la comunidad de trabajo. La imprecisión con que el lenguaje emplea el término «amor» está, pues, genéticamente justificada.

Suélese llamar así a la relación entre el hombre y la mujer que han fundado una familia sobre la base de sus necesidades genitales; pero también se denomina «amor» a los sentimientos positivos entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, a pesar de que estos vínculos deben ser considerados como amor de fin inhibido, como cariño. Sucede simplemente que el amor coartado en su fin fue en su origen un amor plenamente sexual, y sigue siéndolo en el inconsciente humano. Ambas tendencias amorosas, la sensual y la de fin inhibido, trascienden los límites de la familia y establecen nuevos vínculos con seres hasta ahora extraños. El amor genital lleva a la formación de nuevas familias; el fin inhibido, a las «amistades», que tienen valor en la cultura, pues escapan a muchas restricciones del amor genital, como, por ejemplo a su carácter exclusivo. Sin embargo, la relación entre el amor y la cultura deja de ser unívoca en el curso de la evolución: por un lado, el primero se opone a los intereses de la segunda, que a su vez lo amenaza con sensibles restricciones.

Tal divorcio entre amor y cultura parece, pues, inevitable; pero no es fácil distinguir al punto su motivo. Comienza por manifestarse como un conflicto entre la familia y la comunidad social más amplia a la cual pertenece el individuo. Ya hemos entrevisto que una de las principales finalidades de la cultura persigue la aglutinación de los hombres en grandes unidades; pero la familia no está dispuesta a renunciar al individuo. Cuanto más íntimos sean los vínculos entre los miembros de la familia, tanto mayor será muchas veces su inclinación a aislarse de los demás, tanto más difícil les resultará ingresar en las esferas sociales más vastas. El modo de vida en común filogenéticamente más antiguo, el único que existe en la infancia, se resiste a ser sustituido por el cultural, de origen más reciente. El desprendimiento de la familia llega a ser para todo adolescente una tarea cuya solución muchas veces le es facilitada por la sociedad mediante los ritos de pubertad y de iniciación. Obtiénese así la impresión de que aquí actúan obstáculos inherentes a todo desarrollo psíquico y en el fondo también a toda evolución orgánica.

La siguiente discordia es causada por las mujeres, que no tardan en oponerse a la corriente cultural, ejerciendo su influencia

dilatoria y conservadora. Sin embargo, son estas mismas mujeres las que originalmente establecieron el fundamento de la cultura con las exigencias de su amor. Las mujeres representan los intereses de la familia y de la vida sexual; la obra cultural, en cambio, se convierte cada vez más en tarea masculina, imponiendo a los hombres dificultades crecientes y obligándoles a sublimar sus instintos, sublimación para la que las mujeres están escasamente dotadas. Dado que el hombre no dispone de energía psíquica en cantidades ilimitadas, se ve obligado a cumplir sus tareas mediante una adecuada distribución de la libido. La parte que consume para fines culturales la sustrae, sobre todo, a la mujer y a la vida sexual; la constante convivencia con otros hombres y su dependencia de las relaciones con éstos, aun llegan a sustraerlo a sus deberes de esposo y padre. La mujer, viéndose así relegada a segundo término por las exigencias de la cultura, adopta frente a ésta una actitud hostil.

En cuanto a la cultura, su tendencia a restringir la vida sexual no es menos evidente que la otra, dirigida a ampliar el círculo de su acción. Ya la primera fase cultural, la del totemismo, trae consigo la prohibición de elegir un objeto incestuoso, quizá la más cruenta mutilación que haya sufrido la vida amorosa del hombre en el curso de los tiempos. El tabú, la ley y las costumbres han de establecer nuevas limitaciones que afectarán tanto al hombre como a la mujer. Pero no todas las culturas avanzan a igual distancia por este camino, y, además, la estructura material de la sociedad también ejerce su influencia sobre la medida de la libertad sexual restante. Ya sabemos que la cultura obedece al imperio de la necesidad psíquica económica, pues se ve obligada a sustraer a la sexualidad gran parte de la energía psíquica que necesita para su propio consumo. Al hacerlo adopta frente a la sexualidad una conducta idéntica a la de un pueblo o una clase social que haya logrado someter a otra a su explotación. El temor a la rebelión de los oprimidos induce a adoptar medidas de precaución más rigurosas. Nuestra cultura europea occidental corresponde a un punto culminante de este desarrollo. Al comenzar por proscribir severamente las manifestaciones de la vida sexual infantil actúa con plena justificación psicológica, pues la contención de los deseos sexuales del adulto no ofrecería perspectiva alguna de éxito si no fuera facilitada por una labor preparatoria en la infancia. En cambio, carece de toda justificación el que la sociedad civilizada aun haya llegado al punto de negar la existencia de estos fenómenos, fácilmente demostrables y hasta llamativos. La elección de objeto queda restringida en el individuo sexualmente maduro al sexo contrario, y la mayor parte de las satisfacciones extragenitales son prohibidas como perversiones. La imposición de una vida sexual idéntica para todos, implícita en estas prohibiciones, pasa por alto las discrepancias que presenta la constitución sexual innata o adquirida de los hombres, privando a muchos de ellos de todo goce sexual y convirtiéndose así en fuente de una grave injusticia. El efecto de estas medidas restrictivas podría consistir en que los individuos normales, es decir, constitucionalmente aptos para ello, volcasen todo su interés sexual, sin merma alguna, en los canales que se le han dejado abiertos. Pero aun el amor genital heterosexual, único que ha escapado a la proscripción, todavía es menoscabado por las restricciones de la legitimidad y de la monogamia. La cultura actual nos da claramente a entender que sólo está dispuesta a tolerar las relaciones sexuales basadas en la unión única e indisoluble entre un hombre y una mujer, sin admitir la sexualidad como fuente de placer en sí, aceptándola tan sólo como instrumento de reproducción humana que hasta ahora no ha podido ser sustituido.

Desde luego, esta situación corresponde a un caso extremo, pues todos sabemos que en la práctica no puede ser realizada ni siquiera durante breve tiempo. Sólo los seres débiles se sometieron a tan amplia restricción de su libertad sexual, mientras que las naturalezas más fuertes únicamente la aceptaron con una condición compensadora, de la que se tratará más adelante. La sociedad civilizada se ha visto en la obligación de cerrar los ojos ante muchas transgresiones que, de acuerdo con sus propios estatutos, debería haber perseguido. Sin embargo, también es preciso evitar el error opuesto, creyendo que semejante actitud cultural sería completamente inofensiva, ya que no alcanza todos sus propósitos, pues no se puede dudar de que la vida sexual del hombre civilizado ha sufrido un grave perjuicio y en ocasiones llega a parecernos una función que se halla en pleno proceso involutivo al igual que, como ejemplos orgánicos, nuestra dentadura y nuestra cabellera. Quizá tengamos derecho a aceptar que ha experimentado un sensible menoscabo en tanto que fuente de felicidad, es decir, como recurso para realizar nuestra finalidad vital. A veces creemos advertir que la presión de la cultura no es el único factor responsable, sino que habría algo inherente a la propia esencia de la función sexual que nos priva de satisfacción completa, impulsándonos a seguir otros caminos. Puede ser que estemos errados; pero es difícil decirlo.

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