CAPÍTULO II

EL MÉTODO DE LA INTERPRETACIÓN ONÍRICA

EJEMPLO DEL ANÁLISIS DE UN SUEÑO

 

EL título dado a la presente obra revela ya a qué concepción de la vida onírica intenta incorporarse. Me he propuesto demostrar que los sueños son susceptibles de interpretación, y mi estudio tenderá, con exclusión de todo otro propósito, hacia este fin, aunque claro está que en el curso de mi labor podrán surgir accesoriamente interesantes aportaciones al esclarecimiento de los problemas oníricos señalados en el capítulo anterior. La hipótesis de que los sueños son interpretables me sitúa ya enfrente de la teoría onírica dominante e incluso de todas las desarrolladas hasta el día, excepción hecha de la de Scherner, pues «interpretar un sueño» quiere decir indicar su «sentido», o sea, sustituirlo por algo que pueda incluirse en la concatenación de nuestros actos psíquicos como un factor de importancia y valor equivalentes a los demás que la integran. Pero, como ya hemos visto, las teorías científicas no dejan lugar alguno al planteamiento de este problema de la interpretación de los sueños, no viendo en ellos un acto anímico, sino un proceso puramente somático, cuyo desarrollo se exterioriza en el aparato psíquico por medio de determinados signos. En cambio, la opinión profana se ha manifestado siempre en un sentido opuesto. Haciendo uso de su perfecto derecho a la inconsecuencia, no puede resolverse a negar a los sueños toda significación, aunque reconoce que son incomprensibles y absurdos, y, guiada por un oscuro presentimiento, se inclina a aceptar que poseen un sentido, si bien oculto, a título de sustitutivos de un diferente proceso mental. De este modo todo quedaría reducido a desentrañar acertadamente la sustitución y penetrar así hasta el significado oculto.

 

En consecuencia, la opinión profana se ha preocupado siempre de «interpretar» los sueños, intentándolo por dos procedimientos esencialmente distintos. El primero toma el contenido de cada sueño en su totalidad y procura sustituirlo por otro contenido, comprensible y análogo en ciertos aspectos. Es ésta la interpretación simbólica de los sueños, que, naturalmente, fracasa en todos aquellos que a más de incomprensibles se muestran embrollados y confusos. La historia bíblica nos da un ejemplo de este procedimiento en la interpretación dada por José al sueño del Faraón. Las siete vacas gordas, sucedidas por otras siete flacas, que devoraban a las primeras, constituye una sustitución simbólica de la predicción de siete años de hambre, que habrían de consumir la abundancia que otros siete de prósperas cosechas produjeran en Egipto. La mayoría de los sueños artificiales creados por los poetas se hallan destinados a una tal interpretación, pues reproducen el pensamiento concebido por el autor bajo un disfraz, correspondiente a los caracteres que de los sueños nos son conocidos por experiencia personal. Un resto de la antigua creencia en la significación profética de los sueños perdura aún en la opinión popular de que se refieren principalmente al porvenir, anticipando su contenido, y de este modo el sentido descubierto por medio de la interpretación simbólica es generalmente transferido a un futuro más o menos lejano.

 

Naturalmente, no es posible indicar norma alguna para llevar a cabo una tal interpretación simbólica. Esta depende tan solo del ingenio y de la inmediata intuición del interpretador; razón por la cual pudo elevarse la interpretación por medio de símbolos a la categoría de arte, para el que se precisaba una especial aptitud. En cambio, el segundo de los métodos populares, a que antes aludimos, se mantiene muy lejos de semejantes aspiraciones. Pudiéramos calificarlo de método descifrador, pues considera el sueño como una especie de escritura secreta, en la que cada signo puede ser sustituido, mediante una clave prefijada, por otro de significación conocida. Si, por ejemplo, hemos soñado con una «carta» y luego con un «entierro», y consultamos una de las popularísimas «claves de los sueños», hallaremos que debemos sustituir «carta» por «disgusto» y «entierro» por «esponsales». A nuestro arbitrio queda después construir con las réplicas halladas un todo coherente, que habremos también de transferir al futuro. En el libro de Artemidoro de Dalcis, sobre la interpretación de los sueños, hallamos una curiosa variante de este «método descifrador» que corrige en cierto modo su carácter de mera traducción mecánica. Consiste tal variante en atender no sólo el contenido del sueño, sino a la personalidad y circunstancias del sujeto; de manera que el mismo elemento onírico tendrá para el rico, el casado o el orador diferente significación que para el pobre, el soltero, o por ejemplo, el comerciante. Lo esencial de este procedimiento es que la labor de interpretación no recae sobre la totalidad del sueño, sino separadamente sobre cada uno de los componentes de su contenido, como si el sueño fuese un conglomerado, en el que cada fragmento exigiera una especial determinación. Los sueños incoherentes y confusos son con seguridad los que han incitado a la creación del método descifrador.

 

De la imposibilidad de utilizar cualquiera de los dos métodos populares reseñados en un estudio científico de la interpretación de los sueños, no cabe dudar un solo instante. El método simbólico es de aplicación limitada y nada susceptible de una exposición general. En el «descifrador» dependería todo de que pudiésemos dar crédito a la «clave» o «libro de los sueños», cosa para la que carecemos de toda garantía. Así, pues, parece que deberemos inclinarnos a dar la razón a los filósofos y psiquiatras y a prescindir con ellos del problema de la interpretación onírica, considerándolo como puramente imaginario y ficticio.

 

Mas por mi parte he llegado a un mejor conocimiento. Me he visto obligado a reconocer que se trata nuevamente de uno de aquellos casos nada raros en los que una antiquísima creencia popular, hondamente arraigada, parece hallarse más próxima a la verdad objetiva que los juicios de la ciencia moderna. Debo, pues, afirmar que los sueños poseen realmente un significado, y que existe un procedimiento científico de interpretación onírica, a cuyo descubrimiento me ha conducido el proceso que sigue:

Desde hace muchos años me vengo ocupando, guiado por intenciones terapéuticas, de la solución de ciertos productos psicopatológicos, tales como las fobias histéricas, las representaciones obsesivas, etc. A esta labor hubo de incitarme la importante comunicación de J. Breuer de que la solución de estos productos, sentidos como síntomas patológicos, equivale a su supresión. En el momento en que conseguimos referir una de las tales representaciones patológicas a los elementos que provocaron su emergencia en la vida anímica del enfermo logramos hacerla desaparecer, quedando el sujeto libre de ella. Dada la impotencia de nuestros restantes esfuerzos terapéuticos, y ante el enigma de estos estados, me pareció atractivo continuar el camino iniciado por Breuer hasta llegar a un completo esclarecimiento, no obstante, las grandes dificultades que a ello se oponían. En otro lugar expondré detalladamente cómo la técnica del procedimiento fue perfeccionándose hasta su forma actual, y cuáles han sido los resultados de mi labor. La interpretación de los sueños surgió en el curso de estos trabajos psicoanalíticos. Mis pacientes, a los que comprometía a referirme todo lo que con respecto a un tema dado se les ocurriera, me relataban también sus sueños, y hube de comprobar que un sueño puede hallarse incluido en la concatenación psíquica, que puede perseguirse retrocediendo en la memoria del sujeto a partir de la idea patológica. De aquí a considerar los sueños como síntomas patológicos y aplicarles el método de interpretación para ellos establecido no había más que un paso.

 

La realización de esta labor exige cierta preparación psíquica del enfermo. Dos cosas perseguimos en él: una intensificación de su atención sobre sus percepciones psíquicas y una exclusión de la crítica, con la que acostumbra seleccionar las ideas que en él emergen. Para facilitarle concentrar toda su atención en la labor de autoobservación es conveniente hacerle cerrar los ojos y adoptar una postura descansada. El renunciamiento a la crítica de los productos mentales percibidos habremos de imponérselo expresamente. Le diremos, por tanto, que el éxito del psicoanálisis depende de que respete y comunique todo lo que atraviese su pensamiento y no se deje llevar a retener unas ocurrencias por creerlas insignificantes o faltas de conexión con el tema dado, y otras, por parecerle absurdas o desatinadas. Habrá de mantenerse en una perfecta imparcialidad con respecto a sus ocurrencias, pues la crítica que sobre las mismas se halla habituado a ejercer es precisamente lo que le ha impedido hasta el momento hallar la buscada solución del sueño, de la idea obsesiva, etc.

 

En mis trabajos psicoanalíticos he observado que la disposición de ánimo del hombre que reflexiona es totalmente distinta de la del que observa sus procesos psíquicos. En la reflexión entra más intensamente en juego una acción psíquica que en la más atenta autoobservación; diferencia que se revela en la tensión expresa la fisonomía del hombre que reflexiona, contrastando con la serenidad mímica del autoobservador. En muchos casos tiene que existir una concentración de la atención; pero el sujeto sumido en la reflexión ejercita, además, una crítica, a consecuencia de la cual rechaza una parte de las ocurrencias emergentes después de percibirlas, interrumpe otras en el acto, negándose a seguir los caminos que abren a su pensamiento, y reprime otras antes que hayan llegado a la percepción, no dejándolas devenir conscientes. En cambio, el autoobservador no tiene que realizar más esfuerzo que el de reprimir la crítica, y si lo consigue acudirá a su consciencia una infinidad de ocurrencias, que de otro modo hubieran permanecido inaprehensibles. Con ayuda de estos nuevos materiales, conseguidos por su autopercepción, se nos hace posible llevar a cabo la interpretación de las ideas patológicas y de los productos oníricos. Como vemos, se trata de provocar un estado que tiene de común con el de adormecimiento anterior al reposo -y seguramente también con el hipnótico- una cierta analogía en la distribución de la energía psíquica (de la atención móvil). En el estado de adormecimiento surgen las «representaciones involuntarias» por el relajamiento de una cierta acción voluntaria -y seguramente también crítica- que dejamos actuar sobre el curso de nuestras representaciones; relajamiento que solemos atribuir a la «fatiga». Estas representaciones involuntarias emergentes se transforman en imágenes visuales y acústicas. (Cf. las observaciones de Schleiermacher y otros autores, incluidas en el capítulo anterior.). En el estado que provocamos para llevar a cabo el análisis de los sueños y de las ideas patológicas renuncia el sujeto, intencionada y voluntariamente, a aquella actividad crítica y emplea la energía psíquica ahorrada o parte de ella en la atenta persecución de los pensamientos emergentes, los cuales conservan ahora su carácter de representaciones. De este modo se convierte a las representaciones «involuntarias» en «voluntarias».

 

Para muchas personas no parece ser fácil adoptar esta disposición a las ocurrencias, «libremente emergentes» en apariencia, y renunciar a la crítica que sobre ellas ejercen en todo otro caso. Los «pensamientos involuntarios» acostumbran desencadenar una violentísima resistencia, que trata de impedirles emerger. Si hemos de dar crédito a F. Schiller, nuestro gran filósofo poeta, es también una tal disposición condición de la producción poética. En una de sus cartas a Körner, cuidadosamente estudiadas por Otto Rank, escribe Schiller, contestando a las quejas de su amigo sobre su falta de productividad: «El motivo de tus quejas reside, a mi juicio, en la coerción que tu razón ejerce sobre tus facultades imaginativas. Expresaré mi pensamiento por medio de una comparación plástica. No parece ser provechoso para la obra creadora del alma el que la razón examine demasiado penetrantemente, y en el mismo momento en que llegan ante la puerta las ideas que van acudiendo. Aisladamente considerada, puede una idea ser harto insignificante o aventurada, pero es posible que otra posterior le haga adquirir importancia, o que uniéndose a otras, tan insulsas como ella, forme un conjunto nada despreciable. = La razón no podrá juzgar nada de esto si no retiene las ideas hasta poder contemplarlas unidas a las posteriormente surgidas. En los cerebros creadores sospecho que la razón ha retirado su vigilancia de las puertas de entrada; deja que las ideas se precipiten pêle-mêle al interior, y entonces es cuando advierte y examina el considerable montón que han formado. = Vosotros, los señores críticos, o como queráis llamaros, os avergonzáis o asustáis del desvarío propio de todo creador original, cuya mayor o menor duración distingue al artista pensador del soñador. De aquí la esterilidad de que os quejáis. Rechazáis demasiado pronto las ideas y las seleccionáis con excesiva severidad.» (Carta del 1 de diciembre de 1788.)

 

Sin embargo, una adopción del estado de autoobservación exenta de crítica o, como describe Schiller la «supresión de la vigilancia a las puertas de la consciencia», no es nada difícil. La mayoría de los pacientes la consiguen a la primera indicación, y yo mismo la logro perfectamente cuando en el análisis de fenómenos propios voy redactando por escrito mis ocurrencias. El montante de energía, en el que de este modo se disminuye la actividad psíquica, y con el que se puede elevar la intensidad de la autoobservación, oscila considerablemente según el tema sobre el que la atención debe recaer.

 

Los primeros ensayos de aplicación de este procedimiento nos enseñan que el objeto sobre el que hemos de concentrar nuestra atención no es el sueño en su totalidad, sino separadamente cada uno de los elementos de su contenido. Si a un paciente aún inexperimentado le preguntamos qué es le ocurre con respecto a un sueño, no sabrá aprehender nada en su campo de visión espiritual. Tendremos, pues, que presentarle el sueño fragmentariamente, y entonces producirá, con relación a cada elemento, una serie de ocurrencias que podremos calificar de «segundas intenciones» de aquella parte del sueño. En esta primera condición, importantísima, se aparta ya, como vemos, nuestro procedimiento de interpretación onírica del método popular histórica y fabulosamente famoso, de la interpretación por medio del simbolismo, y se acerca, en cambio, al otro de los métodos populares, o sea, al de la «clave». Como este último constituye una interpretación en détail y no en masse, y ve en los sueños, desde un principio, algo complejo, un conglomerado de productos psíquicos.

 

En el curso de mis psicoanálisis de individuos neuróticos he llegado a interpretar muchos millares de sueños: pero es éste un material que no quisiera utilizar aquí para la introducción a la técnica y a la teoría de la interpretación onírica. Aparte de la probable objeción de que se trataba de sueños de neurópatas, que no autorizaban deducción alguna sobre los del hombre normal, existe otra razón que me aconseja prescindir de dicho material. El tema sobre el que tales sueños recae es siempre, naturalmente, la enfermedad del sujeto, y de este modo habríamos de anteponer a cada análisis una extensa información preliminar y un esclarecimiento de la esencia y condiciones etiológicas de las psiconeurosis, cuestiones tan nuevas y singulares que desviarían nuestra atención de los problemas oníricos. Mi propósito es, por el contrario, crear, con la solución de los sueños, una labor preliminar para la de los más intrincados problemas de la psicología de la neurosis. Mas si renuncio a los sueños de los neuróticos, que constituyen la parte principal del material por mí reunido, no podré ya aplicar a la parte restante un severo criterio de selección. Sólo me quedan aquellos sueños que me han sido ocasionalmente relatados por personas de mi amistad, y los que a título de paradigmas aparecen incluidos en la literatura de la vida onírica. Pero ninguno de tales sueños ha sido sometido al análisis, sin lo cual no me es posible hallar su sentido.

 

Mi procedimiento no es tan cómodo como el del popular método «descifrador», que traduce todo contenido onírico dado conforme a una clave fija. Por lo contrario, sé que un mismo sueño puede presentar diferentes sentidos, según quien lo sueñe o el estado individual al que se relacione. De este modo se me imponen mis propios sueños como el material de que mejor puedo hacer uso en esta exposición, pues reúne las condiciones de ser suficientemente amplio, proceder de una persona aproximadamente normal y referirse a las más diversas circunstancias de la vida diurna. Seguramente se me objetará que tales «autoanálisis» carecen de una firme garantía y que en ellos queda abierto el campo a la arbitrariedad. A mi juicio, carece esta objeción de fundamento pues se desarrolla la autoobservación en circunstancias más favorables que las que presiden a la observación de una persona ajena; pero aunque así no fuese, siempre sería lícito tratar de averiguar hasta qué punto podemos avanzar en la interpretación de los sueños por medio del autoanálisis. Muy otras son las dificultades que se oponen a tal empresa. Habréis, en efecto, de dominar enérgicas resistencias interiores: la comprensible aversión a comunicar intimidades de mi vida anímica y el temor a que los extraños las interpreten equivocadamente. Pero es preciso sobreponerse a todo esto. Tout psychologiste -escribe Delboeuf- est obligé de faire l'aveu même de ses faiblesses s'il croit para là jeter le jour sur quelque problème obscur. Asimismo debo esperar que el lector habrá de sustituir la curiosidad inicial que le inspiren las indiscreciones que me veo obligado a cometer por un interés exclusivamente orientado hacia la comprensión de los problemas psicológicos, que de este modo quedarán esclarecidos.

 

Escogeré, pues, uno de mis sueños y explicaré en él, prácticamente, mi procedimiento de interpretación. Cada uno de estos sueños precisa de una información preliminar. Habré de rogar al lector haga suyos, durante algún tiempo, mis intereses y penetre atentamente conmigo en los más pequeños detalles de mi vida, pues el descubrimiento del oculto sentido de los sueños exige imperiosamente una tal transferencia.

 

INFORMACIÓN PRELIMINAR. -A principios del verano de 1895 sometí al tratamiento psicoanalítico a una señora joven, a la que tanto yo como todos los míos profesábamos una cariñosa amistad. La mezcla de esta relación amistosa con la profesional constituye siempre para el médico -y mucho más para el psicoterapeuta- un inagotable venero de inquietudes. Su interés personal aumenta y, en cambio, disminuye su autoridad. Un fracaso puede enfriar la antigua amistad que le une a los familiares del enfermo. En este caso terminó la cura con un éxito parcial: la paciente quedó libre de su angustia histérica, pero no de todos sus síntomas somáticos. No me hallaba yo por aquel entonces completamente seguro del criterio que debía seguirse para dar un fin definitivo al tratamiento de una histeria, y propuse a la paciente una solución que le pareció inaceptable. Llegaba la época del veraneo, hubimos de interrumpir el tratamiento en tal desacuerdo. Así las cosas, recibí la visita de un joven colega y buen amigo mío que había visto a Irma -mi paciente- y a su familia en su residencia veraniega. Al preguntarle yo cómo había encontrado a la enferma, me respondió: «Está mejor, pero no del todo.» Sé que estas palabras de mi amigo Otto, o quizá el tono en que fueron pronunciadas, me irritaron. Creí ver en ellas el reproche de haber prometido demasiado a la paciente, y atribuí -con razón o sin ella- la supuesta actitud de Otto en contra mía a la influencia de los familiares de la enferma, de los que sospechaba no ver con buenos ojos el tratamiento. De todos modos, la penosa sensación que las palabras de Otto despertaron en mí no se me hizo muy clara ni precisa, y me abstuve de exteriorizarla. Aquella misma tarde redacté por escrito el historial clínico de Irma con el propósito de enviarlo -como para justificarme- al doctor M., entonces la personalidad que solía dar el tono en nuestro círculo. En la noche inmediata, más bien a la mañana, tuve el siguiente sueño, que senté por escrito al despertar y que es el primero que sometí a una minuciosa interpretación.

 

SUEÑO DEL 23-24 DE JULIO DE 1895. -En un amplio hall. Muchos invitados, a los que recibimos. Entre ellos, Irma, a la que me acerco en seguida para contestar, sin pérdida de momento, a su carta y reprocharle no haber aceptado aún la «solución». Le digo: «Si todavía tienes dolores es exclusivamente por tu culpa.» Ella me responde: «¡Si supieras qué dolores siento ahora en la garganta, el vientre y el estómago!… ¡Siento una opresión!…» Asustado, la contemplo atentamente. Está pálida y abotagada. Pienso que quizá me haya pasado inadvertido algo orgánico. La conduzco junto a una ventana y me dispongo a reconocerle la garganta. Al principio se resiste un poco, como acostumbran hacerlo en estos casos las mujeres que llevan dentadura postiza. Pienso que no la necesita. Por fin, abre bien la boca, y veo a la derecha una gran mancha blanca, y en otras partes, singulares escaras grisáceas, cuya forma recuerda al de los cornetes de la nariz. Apresuradamente llamo al doctor M., que repite y confirma el reconocimiento… El doctor M. presenta un aspecto muy diferente al acostumbrado: está pálido, cojea y se ha afeitado la barba… Mi amigo Otto se halla ahora a su lado, y mi amigo Leopoldo percute a Irma por encima de la blusa y dice: «Tiene una zona de macidez abajo, a la izquierda, y una parte de la piel infiltrada, en el hombro izquierdo» (cosa que yo siento como él a pesar del vestido). M. dice: «No cabe duda, es una infección. Pero no hay cuidado; sobrevendrá una disentería y se eliminará el veneno…» Sabemos también inmediatamente de qué procede la infección. Nuestro amigo Otto ha puesto recientemente a Irma, una vez que se sintió mal, una inyección con un preparado a base de propil, propilena…, ácido propiónico…, trimetilamina (cuya fórmula veo impresa en gruesos caracteres). No se ponen inyecciones de este género tan ligeramente… Probablemente estaría además sucia la jeringuilla.

 

Este sueño presenta, con respecto a otros muchos una ventaja; revela en seguida claramente a qué sucesos del último día se halla enlazado y cuál es el tema de que se trata.

 

Las noticias que Otto me dio sobre el estado de Irma y el historial clínico, en cuya redacción trabajé hasta muy entrada la noche, han seguido ocupando mi actividad anímica durante el reposo. Sin embargo, por la información preliminar que antecede y por el contenido del sueño, nadie podría sospechar lo que el mismo significa. Yo mismo no lo sé todavía. Me asombran los síntomas patológicos de que Irma se queja en el sueño, pues no son los mismos por los que hube de someterla a tratamiento. La desatinada idea de administrar a un enfermo una inyección de ácido propiónico, y las palabras consoladoras del doctor M. me mueven a risa. El sueño se muestra hacia su fin más oscuro y comprimido que en su principio. Para averiguar su significado habré de someterlo a un penetrante y minucioso análisis.

 

ANÁLISIS: Un amplio «hall»; muchos invitados, a los que recibimos. Durante este verano vivíamos en una villa, denominada «Bellevue», y situada sobre una de las colinas próximas a Kahlenberg. Esta villa había sido destinada anteriormente a casino, y tenía, por tanto, habitaciones de amplitud superior a la corriente. Mi sueño se desarrolló hallándome en «Bellevue», y pocos días antes del cumpleaños de mi mujer. En la tarde que le precedió había expresado mi mujer la esperanza de que para su cumpleaños vinieran a comer con nosotros algunos amigos, Irma entre ellos. Así, pues, mi sueño anticipa esta situación. Es el día del cumpleaños de mi mujer, y recibimos en el gran hall de «Bellevue» a nuestros numerosos invitados, entre los cuales se halla Irma.

 

Reprocho a Irma no haber aceptado aún la «solución». Le digo: «Si todavía tienes dolores, es exclusivamente por tu culpa.» Esto mismo hubiera podido decírselo o se lo he dicho realmente en la vida despierta. Por aquel entonces tenía yo la opinión (que luego hube de reconocer equivocada) de que mi labor terapéutica quedaba terminada con la revelación al enfermo del oculto sentido de sus síntomas. Que el paciente aceptara luego o no esta solución -de lo cual depende el éxito o el fracaso del tratamiento- era cosa por la que no podía exigírseme responsabilidad alguna. A este error, felizmente rectificado después, le estoy, sin embargo, agradecido, pues me simplificó la existencia en una época en la que, a pesar de mi inevitable ignorancia, debía obtener resultados curativos. Pero en la frase que a Irma dirijo en mi sueño advierto que ante todo no quiero ser responsable de los dolores que aún la aquejan. Si Irma tiene exclusivamente la culpa de padecerlos todavía, no puede hacérseme responsable de ellos. ¿Habremos de buscar en esta dirección el propósito del sueño?

 

Irma se queja de dolores en la garganta, el vientre y el estómago, y de una gran opresión. Los dolores de estómago pertenecían al complejo de síntomas de mi paciente, pero no fueron nunca muy intensos. Más bien se quejaba de sensaciones de malestar y repugnancia. La opresión o el dolor de garganta y los dolores de vientre apenas si desempeñaban papel alguno en su enfermedad. Me asombra, pues, la elección de síntomas realizada en mi sueño y no me es posible hallar por el momento razón alguna determinante.

 

Está pálida y abotagada. Mi paciente presenta siempre, por el contrario, una rosada coloración. Sospecho que se ha superpuesto aquí a ella una tercera persona.

 

Pienso, con temor, que quizá me haya pasado inadvertida una afección orgánica. Como fácilmente puede comprenderse, es éste un temor constante del especialista que apenas ve enfermos distintos de los neuróticos y se halla habituado a atribuir a la histeria un gran número de fenómenos que otros médicos tratan como de origen orgánico. Por otro lado, se me insinúan -no sé por qué- ciertas dudas sobre la sinceridad de mi alarma. Si los dolores de Irma son de origen orgánico, no me hallo obligado a curarlos. Mi tratamiento no suprime sino los dolores histéricos. Parece realmente como si desease hubiera existido un error en el diagnóstico, pues entonces no se me podría reprochar fracaso alguno.

 

La conduzco junto a una ventana y me dispongo a reconocerle la garganta. Al principio se resiste un poco, como acostumbran hacerlo en estos casos las mujeres que llevan dentadura postiza. Pienso que no lo necesita. No he tenido nunca ocasión de reconocer la cavidad bucal de Irma. El suceso del sueño me recuerda el reciente reconocimiento de una institutriz, que me había hecho al principio una impresión de juvenil belleza, y que luego, al abrir la boca, intentó ocultar que llevaba dentadura postiza. A este caso se enlazan otros recuerdos de reconocimientos profesionales y de pequeños secretos, descubiertos durante ellos para confusión de médico y enfermo. Mi pensamiento de que Irma no necesita dentadura postiza es, en primer lugar, una galantería para con nuestra amiga, pero sospecho que encierra aún otro significado distinto. En un atento análisis nos damos siempre cuenta de si hemos agotado o no los pensamientos ocultos buscados. La actitud de Irma junto a la ventana me recuerda de repente otro suceso. Irma tiene una íntima amiga, a la que estimo altamente. Una tarde que fui a visitarla, la encontré al lado de la ventana en la actitud que mi sueño reproduce, y su médico, el mismo doctor M., me comunicó que al reconocerle la garganta había descubierto una placa de carácter diftérico. La persona del doctor M. y la placa diftérica retornan en la continuación del sueño. Recuerdo ahora que en los últimos meses he tenido razones suficientes para sospechar que también esta señora padece de histeria. Irma misma me lo ha revelado. Pero ¿qué es lo que de sus síntomas conozco? Precisamente que sufre de opresión histérica de la garganta, como la Irma de mi sueño. Así, pues, he sustituido en éste a mi paciente por su amiga. Ahora recuerdo que he acariciado varias veces la esperanza de que también esta señora se confiase a mis cuidados profesionales; pero siempre he acabado por considerarlo improbable, pues es persona de carácter muy retraído. Se resiste a la intervención médica, como Irma en mi sueño. Otra explicación sería la de que no lo necesita, pues hasta ahora se ha mostrado suficientemente enérgica para dominar sin auxilio ajeno sus trastornos. Quedan ya tan sólo algunos rasgos que no me es posible adjudicar a Irma ni a su amiga: la palidez, el abotagamiento y la dentadura postiza. Esta última despertó en mí el recuerdo de la institutriz antes citada. A continuación se me muestra otra persona, a la que los rasgos restantes podrían aludir. No la cuento tampoco entre mis pacientes, ni deseo que jamás lo sea, pues se avergüenza ante mí, y no la creo una enferma dócil. Generalmente, se halla pálida, y en temporada que gozó de excelente salud engordó hasta parecer abotagada. Por tanto, he comparado a Irma con otras dos personas que se resistirán igualmente al tratamiento. ¿Qué sentido puede tener el haberla sustituido por su amiga en mi sueño? Quizá el de que deseo realmente una tal sustitución, por serme esta señora más simpática o porque tengo una más alta idea de su inteligencia. Resulta, en efecto, que Irma me parece ahora ininteligente por no haber aceptado mi solución. La otra, más lista, cedería antes. Por fin abre bien la boca; la amiga de Irma me relataría sus pensamientos con más sinceridad y menor

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