- IV -

-Yo, señora -dijo Tilín- no tengo vocación para la Iglesia ni para estar metido entre monjas. Desde muy niño, y cuando andaba solo por los montes de Cadí saltando de peña en peña y descolgándome por los precipicios y trepando a los picachos y metiéndome en las cuevas donde se esconden las bestias feroces y vadeando torrentes y rompiendo jaras y malezas como el jabalí que se abre paso con los dientes; desde entonces, señora madre, yo no tenía más que un pensamiento... ¿cuál? pues meter ruido en el mundo. Me parecía que yo estaba destinado a hacer trastornos, a luchar... y vencer se entiende; todas mis trapisondas habían de concluir con vencer, poniendo bajo mis pies a los pillos que no habían querido reconocer mi grandeza.

La monja sonreía.

-Ya sé que la señora se reirá de mí. Es natural; ¡cosas de chiquillos! Dicen que todos los chiquillos sueñan como yo soñaba, aunque cada cual según sus gustos: aquel sueña con verse obispo echando bendiciones, el otro con verse en un teatro representando comedias. A mí nunca me dio por tales simplezas, sino por arremeter espada en mano contra mucha gente y destrozarla y poner mi ley sobre todas las leyes... Después he ido conociendo el mundo, y a veces me he reído un poquillo, como la señora se está riendo ahora... Pero ¡qué triste es reírse uno mismo de sus propias cosas, de todo aquello que ha soñado y visto en la niñez!... Muchas cosas que eran grandes se han vuelto chicas delante de mis ojos... Yo he crecido, yo he llegado a hombre y todavía sueño. No, no nací yo para estar metido entre monjas. Yo vivo con dos vidas, la del sacristán y la del guerrero; con la primera enciendo velas, ayudo a misa, fregoteo plata, toco la campana; con la segunda mando ejércitos, conquisto plazas, allano ciudades, destruyo pueblos, aplasto tronos, conduzco a los hombres como rebaños de carneros, quito y pongo fronteras, todo esto sin dejar de ser el mismo Tilín de siempre, sin enfatuarme en mi persona, ni gastar lujo, ni probar más alimento que el de los campos de batalla, un pedazo de carne y un vaso de vino, durmiendo sobre el suelo con una cureña por almohada, escribiendo mis órdenes sobre un tambor; siempre valiente, señora, y siempre sencillo, que es la manera de ser siempre grande.

Sor Teodora de Aransis miró a Pepet de un modo que revelaba tanta curiosidad como admiración. Después, expresándose maquinalmente como el corista que repite una fórmula litúrgica, dijo:

-Vanidad de vanidades.

-A veces he creído que estas vidas, señora, venían la una de Dios nuestro padre y, la otra del Demonio malo que inventa tantas picardías para perdernos. Pero no; Satanás no tiene nada que ver en esto. Dios es el que ha puesto este fuego dentro de mí. Hay cosas que no pueden venir más que de Dios: eso se conoce, sí, lo conozco en que cuando pienso en las guerras, todo mi afán de revolver y de alborotar en el mundo lleva el objeto de hacer justicia y castigar a los bribones, y poner sobre todas las cosas la religión, y sobre todos los hombres al mismo Dios.

La madre se quedó meditabunda con la mejilla sostenida en la palma de la mano y balanceando el cuerpo hacia adelante. Ya no decía «vanidad de vanidades» sino:

-Vaya con Tilín... vaya con Tilín.

-Dios -añadió este- fue quien me llevó a la biblioteca del señor capellán, donde los libros de historia acabaron de enloquecerme, presentándome escrito lo que yo había supuesto, y ofreciéndome vivo lo que yo había visto soñado. De tanto gozar, yo padecía leyendo, señora. Figurábame que era yo mismo el autor de tantas proezas y que las había realizado en otra época remota y olvidada. Yo decía: «Lo que fue podrá volver a ser, y tan hombre soy yo como César». Pero al decir esto miraba mi sotana y caía como un pájaro a quien una bala parte el corazón cuando va volando por el cielo... ¡Mi sotana! Aquí tiene usted el Demonio, señora; el verdadero Demonio mío es mi sotana.

Tilín dio un puñetazo en el banco de piedra, con tanta fuerza cual si sus manos tuvieran la culpa de su desgracia.

-Sí, señora -añadió- yo llamo el Demonio a este perro destino mío que me ha puesto en situación de no poder ser nunca nada. ¡Un sacristán de monjas! No; en todo lo que he leído no he visto que ninguno de los grandes guerreros fuera en su juventud lo que yo soy. O nacieron en el trono o entre la nobleza, y los que nacieron en el pueblo fueron soldados desde su niñez y jamás conocieron otro oficio. Algunos han dado saltos muy grandes pasando de una posición a otra; pero ninguno vio delante de sí distancias como las que yo veo... ¡Sacristán de monjas!... No, no se concibe que se empiece la vida en una sacristía y se continúe en el Capitolio, o en el campo de Mantinea o en el de Cerinola, o en Narwa, donde Carlos XII de Suecia con ocho mil suecos derrotó a ochenta mil rusos. Todos esos hombres han demostrado desde su primera edad el destino que Dios les había dado, y hasta sus nombres parece que son los más propios para la inmortalidad. Epaminondas, Hernán Cortés, el gran Federico no habrían sido nada si hubieran estado donde yo estoy y se hubieran llamado como yo me llamo. ¡Ay! este nombre mío es mi muerte, mi esclavitud. Paréceme que tener este nombre es lo mismo que estar encerrado dentro de un arca de hierro o debajo de una losa enorme. Dígame usted, señora madre, con toda franqueza si no es así. ¡Ay! ¿cree usted que Hernán Cortés habría conquistado a Méjico si en vez de llamarse Hernán Cortés se hubiese llamado Tilín?... No, yo no concibo un libro de historia que se titule: «De la conquista de tal o cual reino por Tilín I», o «Relación de la batalla que ganó Tilín al emperador Fulano».

Las quejas amargas del pobre Pepet revelaban juntamente con la energía de una vocación entusiasta, el candor más extraordinario. Aquel cachorro de león que mostraba la garra, tenía aún la boca teñida con la leche de la leona madre. La monja le miraba atentamente y mirándole revolvía en su cabeza atrevidos y desusados pensamientos que rara vez, como no sea en España, ocupan el amodorrado cerebro de una religiosa. No decía nada por temor de decir demasiado con una sola palabra.

-Y yo -continuó Tilín con acento de desesperación- no sólo veo en mí grandes estorbos para el cumplimiento de mi destino, sino que los veo también fuera. Ya en el mundo no hay guerras. Todo está quieto. España quiere paz y más paz. Después que echamos a los franceses y quitamos a los liberales, no queda nada que hacer. Ni siquiera tenemos un rey intruso a quien combatir: no tenemos más que el legítimo, el verdadero, aquel en quien no se puede poner la mano. Nada, señora, paz y más paz es lo que se ve a derecha e izquierda.

-¿Paz? -preguntó Sor Teodora de Aransis, con graciosa ironía.

-Sí, señora, paz.

-Pues yo no la veo.

La monja irguió su hermoso cuello, moviendo la cabeza y arqueando las cejas con expresión enteramente mundana.

-Yo no veo sino guerra -dijo después de una pausa, durante la cual miraba delante de sí, como se mira a un espejo.

-¿En dónde está esa guerra?

-En España.

-¿En España? No hay guerra por ahora.

-Pero la habrá -afirmó Sor Teodora con aplomo.

-¿Por qué motivo? ¿No tenemos rey? ¿Acaso podrán levantarse otra vez los liberales?

-No se levantarán. Pero los masones tienen minado el trono.

-¡El trono! -exclamó Pepet lleno de confusión-. Es el más seguro del mundo.

-Tal vez no.

-¿No tenemos gobierno absoluto?

-A medias; gobierno con puntas de masónico, que no se decide a poner la religión por encima de todo... Veo que no entiendes una palabra, Tilín. Nosotras que jamás salimos de esta casa, conocemos lo que pasa en el mundo mejor que tú. En la biblioteca del padre capellán no aprenderás sino cosas muertas y pasadas para siempre. Voy a explicarte lo que ignoras, fiando en tu discreción y en el respeto que me tienes. Has de guardarme el secreto, porque esto no lo saben aún sino pocas personas.

Tilín prometió a la señora ser más reservado que un sepulcro, y con tal declaración, ella cobró ánimos para hablar de este modo:

-Te equivocas grandemente al suponer que tendremos paz. No, hijo mío; guerra, y guerra muy empeñada y tremenda nos aguarda. Todo está por hacer: con la derrota de los liberales no se ha conseguido casi nada; todo está, pues, del mismo modo: la Religión por los suelos, la Inquisición sin restablecer, los conventos sin rentas, los prelados sin autoridad. Ya no tenemos aquellos gloriosísimos días en que los confesores de los reyes gobernaban a las naciones; se publican libros que no son de Religión, o le son contrarios; en pocas materias se consulta al clero, y muchas, muchísimas cosas se hacen sin contar con él para nada. ¡Qué vergüenza! Es verdad que no hay Cortes; pero hay Consejos y ministros que son todos seglares y carecen de la divina luz de Espíritu Santo. No gobiernan los liberales, es verdad, pero ello es que, sin saber cómo, gobierna algo de su espíritu, y las sectas, las infames sectas masónicas no han sido destruidas. El ejército, que se compone absolutamente de masones, no ha sido disuelto y desbaratado, y en cambio están sin organizar los voluntarios realistas. Mil novedades execrables han subsistido después de aquella horrorosa tormenta, y en cambio no funcionan ya las comisiones de purificación que habían empezado a limpiar el reino. ¡Cuánta ignominia! Es verdad que se han concedido mercedes al clero; pero los primeros puestos los han atrapado los jansenistas, y están en la oscuridad hombres que pelearon con la lengua y con la espada, en el púlpito y en los campos de batalla. Andan sueltos muchos, muchísimos que fueron milicianos nacionales y asesinos de frailes y monjas, y la masonería se extiende hasta el mismo trono, hasta el mismo trono, Tilín.

Absorto, anonadado estaba el sacristán oyendo aquellas graves razones que la monja decía con firmeza y devoción, añadiendo a su elocuencia para hacerla más seductora las gracias de su persona. No desplegaba sus labios Pepet y oía la voz de la dama cual si esta fuera un ángel de Dios que había bajado del cielo con un recado para los hombres.

-Ese trono que tanto ha costado -prosiguió la madre con brioso entusiasmo-, que fue preciso defender primero de los franceses y después de los liberales, no satisface las aspiraciones de nuestro católico reino. La Religión no ha triunfado todavía, y es preciso que la Religión triunfe. Santiago, nuestro glorioso patrón, no ha de permitir que sus escuadrones estén mano sobre mano. Lo que se puede hacer, ¿por qué no se hace? Contra la masonería, que es el gobierno de Satanás, se levantará la Religión, que es el gobierno de Dios. Todo lo que se opone, o si no se opone estorba al triunfo de la Fe caerá, y si lo que estorba es un trono, caerá también. Veo que te asombras, Tilín; veo que te espantas.

-No, señora, no; Tilín no se asusta de nada que sea caída de cosas altas y enormes, hundimientos y choque de unas gentes con otras, sorpresas terribles, cataclismos y erupciones de la rabia humana... Pero yo no creía, no sospechaba que los derechos de nuestro Rey, tan deseado y querido, pudieran ser puestos en duda.

-Culpa será de quien no ha sabido seguir el camino que le trazó la divina Providencia -replicó vivísimamente la exaltada monja-. ¿Tú no sabes que hay un príncipe insigne, ferviente católico, amante de su pueblo, fiel cumplidor de los preceptos de la Iglesia, y que hasta en sus menores actos demuestra que vive para la Fe y por la Fe? Ese príncipe santo se rodea de los varones más sabios, de los prelados más virtuosos, de clérigos previsores y de seglares devotísimos; ama la Religión sobre todas las cosas, y para él la Religión está sobre todo lo humano, y sobre pueblos y reinos y monarquías; ese príncipe confiesa y comulga todas las semanas, dando así una lección a todos los príncipes de la tierra, y no se separa jamás de una imagen de la Inmaculada Concepción, que es su dulcísima patrona y consejera... ¿Quieres saber más?... ¿Necesito decirte más?

-Sí... sí -exclamó Tilín, que ya no tenía curiosidad, sino fiebre.

-La Religión debe triunfar, y para que triunfe es preciso que haya quien la defienda -dijo la monja asemejándose por su acento y su apostura a la Sibila Cumana-. Tú dices que habrá paz, y yo digo que habrá guerra, guerra cruel y reñida... Nada te digo respecto a tu vocación ni a tu destino. Tú sabrás lo que haces. Únicamente he querido probarte que las circunstancias no son tan impropias como creías... que los tiempos son para cosas grandes, ruidosas y heroicas, que la vocación guerrera no tiene hoy nada de trasnochada, y que un hombre puede llamarse Tilín y sin embargo...

Cambiando bruscamente de tono y levantándose, añadió:

-¡Pero si anochece!... ¡qué tarde! Tilín, corre a tocar el Angelus... ¡qué dirá la madre abadesa si me ve aquí charla que charla!... Corre, hombre, corre... Parece que estás lelo.

La monja se alejó apresuradamente. Tilín, inmóvil y con la vista fija en ella la vio desaparecer bajo la arquería del claustro, como una sombra que se difundía en la masa oscura de la noche. Lentamente marchó a la sacristía, y empuñando la soga del esquilón, tocó el Angelus. La campana, difundiendo su gangoso tañido por los aires mucho más allá de Solsona, hasta los montes lejanos, parecía proclamar aquel nombre irrisorio que debía ser el nombre de un héroe, y gritaba con insistencia: Tilín, Tilín.

-¡Jesús, María y José! -exclamaba la madre abadesa-. ¡Vaya un modo de tocar el Angelus! Tilín se ha vuelto loco. Parece que toca a rebato.

Y los vecinos decían: «Las monjas cascabeleras están tocando a fuego».

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