- XVI -

Poco duró el síncope a la ilustre dama, y al reponerse, su primer cuidado fue correr a observar qué camino tomaba el dragón. Pero ni por la puerta de la celda, ni por la reja abierta al Sur sobre el emparrado y frente al palomar divisó forma humana. Teodora al dar por terminadas inútilmente sus observaciones, supuso que Tilín había entrado por la sacristía.

-Ese bribón -pensó- se ha quedado esta tarde dentro de la iglesia, o en algún rincón de la sacristía. Al avanzar la noche salió de su agujero, como los ratones que van a hacer sus correrías y ahora se ha metido en él otra vez... Pero yo he de descubrir el escondite y he de armar una ratonera para enseñar a ese desalmado a jugar con el honor de respetables mujeres consagradas a Dios.

Como la puerta no tenía cerrojo puso tras ella todos los muebles que pudo cargar; mas ni aun con tal barricada quedó la señora tranquila, y rebeldes sus ojos al sueño, no podían apartar de sí la imagen fiera del voluntario realista. Acostose rendida, y no logrando hallar sosiego ni calmar la fiebre que el insomnio le producía, levantose y se puso a leer. Pronto advirtió que su atención se distraía del piadoso asunto del libro, corriendo hacia otros pensamientos, y atormentándose con un descarriado giro alrededor de las pasiones humanas. Para esto conocía Sor Teodora un remedio preciosísimo que guardaba en la gaveta más alta del armario. Al punto abrió la gaveta para sacar su precioso específico. Era un manojo de cuerdas con nudos.

Largo rato duraron los azotes, cuyo término fue cuando la viveza de los dolores anunció a la buena religiosa que un golpe más haría traspasar los límites de la penitencia para entrar en los de la barbarie. Sin embargo, como testigos presenciales, podemos asegurar que los instrumentos de mortificación usados por la madre Teodora de Aransis no eran de los más destructores y que cualquiera podría hacerse santo con ellos sin riesgo de perder la vida temporal.

Abandonadas las disciplinas, pensó la dama que pues las oraciones no tranquilizaban su ánimo ni tampoco el cruento vapuleo, lo mejor sería ponerse al trabajo, y al punto tomó una obra de bordar que empezado había dos semanas antes.

Dábale a la aguja arriba y abajo, y cada vez que sentía algún ruido exterior o bullicio de las hojas de los árboles se estremecía y sobresaltaba. Así pasó la noche hasta la hora en que la campana del convento la llamó a maitines. No solía madrugar para asistir al coro, contribuyendo con su pereza, fundada casi siempre en dolores de cabeza o en cualquier desazón ilusoria, a la relajación de la disciplina; pero aquel día fue diligente y asistió al coro.

En el coro la madre Montserrat le dijo:

-Ya sé que ha estado usted enferma anoche.

-Yo... yo no, señora -repuso con turbación la de Aransis.

-Ha estado usted en vela toda la noche - afirmó la vieja moviendo su apergaminada cabeza como un martillo-. Me pareció que vi luz.

-Entonces también usted ha estado en vela -dijo Teodora.

-También... Pero yo estuve rezando -replicó con malicia la madre Montserrat.

Trazó una grandísima cruz desde su frente a su cintura y de hombro a hombro, y volviendo la vista al altar tomó parte en el rezo general.

Sor Teodora no tenía criada, no ciertamente por alarde de pobreza, sino porque en su sentir las criadas dentro de los conventos no compensaban con sus servicios las molestias que ocasionaban ni los enredos que se traen chismorreando de celda en celda y ocasionando enemistades y sinsabores. Ella misma, pues, se hizo su chocolate y se preparó su comida privada, porque en San Salomó, como en muchos conventos modernos, aunque había refectorio y yantar común cada celda tenía sus festinillos a que asistían dos, tres, cuatro monjas, o más generalmente una sola. Sor Teodora disponía de una pequeña cocina en la tercera de las piezas que componían la Isla y allí, ayudada de una fámula de las que servían indistintamente a todas las monjas, se aderezaba alguna vez platos de su gusto. Aquel día, quizás con motivo del largo insomnio, sintió la buena madre inusitado apetito y antojos de comer golosinas. Felizmente no carecía de elementos. Además de los riquísimos fiambres que se hacían en la gran cocina del monasterio, la hermosa dama recibía de su familia jamones y carnes mechadas que habrían tentado a un cenobita. En la alacena de talla que ocupaba lugar muy principal en su celda había manjares diversos que con un poco de lumbre serían de exquisito gusto.

Bastante tiempo empleó la señora en disponer algunas chucherías para su propio regalo pero cuando llegó la hora de comer apenas probó un poco de cada cosa. Su apetito, que la había incitado a trabajar con tanto celo en la cocina, había desaparecido. Guardó todo para dedicarse a su labor de aguja. Mientras trabajaba sintió deseos vivísimos de pasearse por la huerta y bajó; pero el aburrimiento obligola a subir de nuevo, y después de pasearse en su celda discurriendo lo que podría hacer para matar el tiempo consideró que lo mejor sería escribir a su familia. Casualmente no había contestado a la última carta de su hermano.

Después de escribir por espacio de un cuarto de hora tomó de nuevo el trabajo para bordar un ala de mariposa. Dedicose luego a deshacer un ramo de flores naturales que en un búcaro tenía y hacerlo de nuevo, operación en que tardó media hora. Corría lentamente la tarde pesada, calorosa y larga, y Sor Teodora pensó que era conveniente para su alma rezar un poco. Bajó al coro, estuvo rezando largo rato, subió después a la cocina, descendió a la huerta cuando ya había aflojado el calor, y se paseó bajo el emparrado mirando alternativamente al suelo y al cielo.

Para que el lector comprenda bien a Sor Teodora de Aransis le diremos que aquel desasosiego, aquel constante mudar de ocupación, aquella caprichosa inconstancia en los empleos que había de dar a su fantasía y a sus manos eran fenómenos que se repetían invariablemente todos los días desde algún tiempo.

No nos es difícil inquirir la causa de este desasosiego ni nos importa nada decirla, porque no es depresiva para la noble señora. Ya hemos dicho a su tiempo que Teodora de Aransis consideró como un pecado digno de los más acerbos castigos poner toda su atención y sus pensamientos y sus afectos todos en las cosas de la guerra y de la intriga apostólica. Así desde que consideró pecaminoso aquel desvarío bélico y político, la buena madre hubo de intentar arrojarlo de sí y limpiar su espíritu de tan infame maleza. En efecto, no volvió a informarse de ninguna particularidad relativa a la guerra, ni leyó las cartas de Doña Josefina Comerford, y siempre que venían a su pensamiento ideas de batallas ganadas o por ganar, de reyes caídos, de príncipes elevados o de trapisondas por la Fe, echaba prontamente sobre ello otras ideas e imaginaciones, como se echa tierra sobre el cadáver recién enterrado en el hoyo. El efecto de este sistema fue, como es fácil suponer, un estado de atolondramiento y vaguedad constante en el espíritu de la ilustre religiosa, que al hallarse apartado de su ocupación predilecta, pugnaba por tomar a ella, rechazando todas las distracciones que se le ofrecían para apartarle de su tema. En suma, Sor Teodora de Aransis se aburría lindamente en San Salomó, aunque ella misma no lo conocía y daba otro nombre a aquel su estado de constante zozobra, diciendo: -¡Ay, Dios mío, qué maniática me he vuelto!

Ya sabemos de ella que su religiosidad no era extraordinaria. La más preciada joya de su corona de monja era su conformidad con aquella vida y con la irremediable reclusión en que estaba sin saber fijamente por qué. Y no es fuera de propósito decir algo acerca de las causas del monjío de Sor Teodora de Aransis. Sus padres que ricos y nobles murieron tempranamente, dejándola en la orfandad con otras dos hermanas de menos edad que ella, y un hermano mayor. Por desvío de su madre, fue criada por unos tíos que la fiaron a las Ursulinas de Lérida para su educación, la cual fue desempeñada tan cumplidamente en el orden religioso que a los diez y ocho años de su edad, Teodora, catequizada por las madres y por un capellán anciano que era un águila para el confesonario, no pensó más que en ser monja. Ninguna persona de su familia trató de contrariar esta vocación juvenil que por lo precoz debió haber sido sujeta a observación; antes bien los nobles tíos de Teodora y su madre, que en Francia residía, encendieron más y más en su alma el celo religioso, y avivaron la llama de su devoción, convenciéndola de que era una felicidad para ella abandonar el mundo y sus picardías. ¡Y qué poco le alabaron de palabra y por cartas su afición, y qué mal le pintaron las vanidades del mundo y la dificultad de salvarse fuera de los claustros!... La pobre joven, cuya acalorada imaginación necesitaba poco para tomar vuelo, abrazó la vida mística con deleite y entusiasmo, mientras allá en el perverso mundo sus hermanas menores se casaban con sus primos, y su hermano mayor derrochaba la fortuna paterna y metía ruido y escandalizaba y emigraba y se hacía jacobino.

En los primeros años ¡Ave María Purísima! la religiosidad y unción de Teodora fueron el asombro de San Salomó. Parecía que iba a eclipsar con su celo y piedad a las Teresas, Claras, Ritas y Rosas. No había culto que ella no practicase, ni mortificación que no se impusiese, ni sutileza mística que no discurriera para más elevar su alma. El amor divino la puso delicada y enferma, juntamente con las increíbles penitencias que se imponía en castigo de pecados que no había cometido, y para aplacar tentaciones que no había tenido. Pero así como se desvanece poco a poco la ilusión de un amor primero, tanto menos sólido cuanto mayor es su aparente vehemencia, así se fue disipando la seráfica exaltación de Teodora de Aransis a la manera que van apagándose las memorias y oscureciéndose la imagen del novio ausente. Así como las evoluciones de la vida física parece que sustituyen un ser con otro al verificarse el paso más importante de la edad, así el alma de la señorita de Aransis, mudó de aficiones y de ideas. Su vocación había sido, dicho sea sin irreverencia, como esos amoríos juveniles tan parecidos a los fuegos artificiales que se desvanecen después de haber sonreído y estallado en la oscuridad, y no dejan tras sí más que ceniza, humo, sombras.

Creeríase que Sor Teodora había estado hasta poco antes en la edad de los juguetes, y que entraba en la edad de las personas, en aquella edad en que los muñecos son arrinconados y entran a desempeñar su papel los hombres. A la seriedad afectada que tan mal le sentaba, sucedió una seriedad verdadera. Adquirió entonces un desarrollo físico que la hacía parecer más linda, y su interesante hermosura mostrose con todo el esplendor de una risueña primavera. En el recinto triste y sombrío de San Salomó, aquella belleza de un carácter gracioso, seductor, mundano y ligeramente maligno parecía, según la expresión de Mosén Crispí de Tortellá, la imagen del sol de Mediodía reflejada en el fondo de un pozo.

Sor Teodora debió conocer que era hermosa, extraordinariamente hermosa, porque el convento, a pesar de la disciplina y de todas las reglas estaba lleno de pícaros espejos. Ignoramos lo que pensó la ilustre dama acerca de su impremeditado casorio con Jesucristo; pero la idea del honor y del deber estaba muy profundamente arraigada en su alma, y tenía por sí tanta fuerza que sustituyó a la vocación. No pudo ser esto sin tormento interior; pues no hay, no puede haber sacrificio placentero, y al considerarse sepultada en vida y al conformarse a ello, Teodora ponía sobre sus sienes una corona quizás de más precio que aquella de imaginarias espinas, con que soñaba en la época de místico delirio.

La devoción externa amenguó tanto en ella, que hubo de causar algo de escándalo. Esto la obligó a hacer esfuerzos para no parecer menos monja que sus compañeras. Pero al mismo tiempo la hermosa dama necesitaba apacentar con algo su espíritu, y diose a la lectura. Por algún tiempo leyó obras diversas tanto sagradas como profanas, aunque estas últimas eran autorizadas por la Iglesia. Más tarde se dedicó a criar pájaros. Después abandonó los pájaros regalándolos juntamente con los libros al padre capellán, y su alto espíritu y esclarecida inteligencia se apacentaron, se cebaron mejor dicho en aquel negocio delirante de las guerras. Nada hay más que decir, sino que al desechar de sí toda aquella maleza pecaminosa, se quedó tal cual tuvimos el honor de pintarla al comienzo de este capítulo, inquieta, desasosegada, caprichosa. Era una niña de treinta y dos años que no podía estarse quieta.

Y como en un convento, por más que se discurra, no se pueden inventar ocupaciones variadas y que interesen profundamente; como el continuo rezar no podía satisfacer aquellas constantes ansias de actividad, Sor Teodora había caído en el más grande tedio. Nada de lo que hacía era en ella más que una fórmula. Rezaba por fórmula, y se azotaba por hacer algo. Cocinaba por capricho y trabajaba por mecanismo. El trabajo material no podía satisfacer sino parcialmente a su entendimiento superior. ¡Oh! si no hubiera tenido el contrapeso de un gran sentimiento del deber, aquel espíritu preclaro, de cuya exaltación fanática hemos visto alguna muestra en las expresiones y discursos de marras, habría hecho perder a Nuestro Señor una de sus esposas más guapas, aunque no es la hermosura la cualidad que más estima él.

Aquel día (y entiéndase que después de esta explicación retrospectiva, volvemos a aquel día, es decir, al que siguió a la nocturna diabólica aparición de Tilín) Sor Teodora tenía en qué pensar. Su terror era tan fuerte y de tal modo le repugnaban la pasión y más que la pasión la persona del desgraciado Armengol, que no cesaba en discurrir medios para impedir que volviese a poner los pies en el convento.

Pensó referir todo a la madre abadesa; pero luego desistió de este pensamiento por no dar motivo de escándalo en la comunidad y de grandísimo regocijo a la madre Montserrat, su terrible alguacil y enemiga. ¡Ah! ¡infame vieja! Ella fue la que por primera vez dijo que Sor Teodora de Aransis ¡horrible calumnia! se acicalaba a escondidas en su celda, adobándose el rostro, perfumándose el cabello y refinando su hermosura con afeites y profanidades del mundo. ¡Ella la que constantemente le clavaba las aceradas uñas de su aleve ironía; ella la que desde su celda, situada en el extremo del ala oriental del convento, atisbaba noche y día la de Sor Teodora, situada en la Isla, observando con vigilante saña a qué horas de la noche apagaba la luz, a qué horas del día bajaba a la huerta!

No, no, lo mejor era callar aquel horrible secreto, tomando precauciones para que no se repitiera el suceso en las noches siguientes. En caso de reincidencia, revelaría todo, aunque el convento se hundiese, y con él la reputación intachable de casa tan noble, tan santa y venerable.

Firme en su idea de que Tilín se había ocultado en la sacristía, examinó aquella tarde la puerta de esta y viola clavada, como estaba desde que el voluntario realista saliera para Manresa. Grande fue entonces la confusión de la dama, y sin dar cuenta a nadie de su sobresalto, observó la reja del locutorio y la puerta interior de este; mas nada pudo hallar que indicase fractura reciente. Al anochecer retirose a su celda, muy descontenta de sus observaciones, y estuvo más de una hora pasando mental revista a todos los escondrijos y agujeros de San Salomó, representándose en su imaginación la informe y heterogénea masa del edificio con sus muros hendidos, sus techos abollados, sus altas tapias absolutamente inaccesibles desde fuera.

No tenía sueño ni esperaba tenerlo en toda la noche. La temperatura era buena, aunque ya avanzaba Octubre. Sor Teodora salió a la galería, y apoyando sus brazos en el barandal, estuvo largo rato aspirando la frescura de la huerta y recreándose con un ligero vientecillo que a ratos venía del Norte y que le besaba el rostro. La noche era oscurísima y en el cielo brillaban algunas estrellas con tan vivo fulgor, que parecían haber descendido, según la observación de Sor Teodora, a contemplar desde cerca la tierra. Cansada de fresco y de astronomía, entró en su celda y entornó las maderas de la ventana enrejada. Después encendió la luz. El reló de la catedral dio las diez.

La idea del desamparo en que estaba y de la escasa seguridad de su celda volvió a mortificarla. Una barricada de muebles podía no ser obstáculo bastante para el monstruo. ¡Oh! ¡cuánto sintió en aquella hora no haber referido el inaudito caso a la madre abadesa!... ¿Qué debía hacer? Lo mejor era quedarse en vela toda la noche, sin perjuicio de arrastrar todos los muebles hacinándolos junto a la puerta. Sobrecogida y espantada, miró a la puerta, creyendo sentir ruido fuera.

Sor Teodora dio algunos pasos para reforzar el picaporte con algún objeto que le sujetara, y antes de llegar quedose yerta y muda de terror. Su corazón dio un vuelco terrible cual si se rompiera en pedazos. Helose su sangre.

En la puerta que ligeramente se abría, apareció un bulto, un hombre... ¡el dragón!

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