- XXVI -

Al anochecer del día que siguió a la catástrofe de San Salomó, un cochecillo de dos ruedas corría por el detestable camino que desde Solsona se dirige a la Conca de Tremp. Era uno de esos vehículos puramente españoles que parecen hechos para realizar el ideal de la incomodidad, y cuyo nombre respondería perfectamente a su cruel instituto si en vez de tartana fuera quebranta-huesos. El que ocupa hoy nuestra atención era cerrado, formando una especie de cajón alto con portezuela en la parte posterior y en la delantera una ventanucha pequeña sin vidrio destinada a dar aire a la víctima, para que no la asfixiara el calor antes de tener los huesos bien rotos y las carnes bien molidas. Tiraba de él un brioso caballo que parecía más hecho al noble oficio de la silla que al del arrastre, a juzgar por el desorden de su marcha y los brincos con que amenazaba volcar el vehículo. Guiábalo un joven sentado en media cuarta de tabla adherida a la limonera de la derecha. Parecía tener el cochero un delirante anhelo de llegar pronto a su destino, según aporreaba al animal con la vara. El interior lo ocupaba sin duda persona a quien el de fuera estimaba en mucho porque entre golpe y golpe descargado sobre la bestia, volvía su rostro, y mirando al interior del quebranta-huesos por la ventanilla delantera decía algunas palabras enderezadas a dulcificar la molestia de transporte tan inquisitorial. El camino, que más era de herradura que de ruedas, estaba alfombrado de guijarros que en algunos sitios eran verdaderos peñones, ofreciendo en otros hoyos profundos. Caballo y camino jugaban con el coche como un titiritero con las bolas haciéndole dar graciosas piruetas. Viendo aquello, tendría corazón de bronce quien no compadeciera a la persona que iba dentro. Si tal persona además de ir allí, iba contra su voluntad, entonces era tan digna de lástima como quien va al patíbulo en la fatal carreta.

La noche era oscura y serena; pero el horizonte se inflamaba a ratos con vivos relámpagos, indicio de tormenta próxima, y algunas ráfagas de aire fresco venían del lado de la montaña, levantando polvo y haciendo murmurar el ramaje de los árboles.

Ni un alma se hallaba en tal hora por aquel camino solitario y agreste, y las pocas casas que se veían al paso estaban cerradas y silenciosas. Creeríase que la superstición había alejado a todos los habitantes de aquella tierra y que sólo quedaban los duendes para obligar a huir también a los que después viniesen.

Pero el quebranta-huesos pasó al fin a regular distancia de una casa, en cuya ventana brillaba una luz. Entonces del lóbrego cajón inquisitorial salió una voz angustiosa que dijo:

-¡Socorro!

El que guiaba castigó fieramente a la cabalgadura para que acelerase el paso, y cuando quedó a distancia mayor la casa iluminada, el hombre volviose hacia dentro y dijo:

-No... no vale pedir socorro, señora. Nadie oye, nadie ve.

-¡Socorro! ¡Socorro! -repitió la voz interior ya enronquecida y furiosa.

Después varió de tono y acompañada al parecer de lágrimas, dijo suplicante y dolorida:

-Por la salvación de tu alma, Pepet, por la memoria de tu madre; déjame, suéltame, déjame en medio del camino y vete solo con tu endiablado coche... Te lo agradeceré, te lo agradeceré con toda mi alma... no te guardaré rencor, Tilín... no te tendré miedo; me acordaré de ti en mis oraciones; pediré a Dios por ti... Sé bueno conmigo, ten piedad de mí... suéltame, déjame y así podrás librarte del castigo que te espera por tu maldad... Piensa un instante siquiera en Dios.

El hombre no pensaba en Dios. Pálido y hosco, cejijunto, balbuciente como el asesino en el momento de clavar el puñal en la víctima dormida, marchaba derecho a su bárbaro objeto; no reparaba en consideración alguna, no se acordaba de Dios, no era cristiano; era incapaz de toda idea piadosa; no veía tampoco obstáculos, no veía más que la fiebre ardiente que le devoraba y aquel objeto criminal que le atraía fascinando su alma irritada, objeto que, fijo en su cerebro, le enloquecía con el deleite del triunfo y le quemaba con el fuego de la impaciencia.

Oyó que su víctima lloraba dentro del coche. Entonces se volvió adentro y dijo:

-Es verdad que soy un malvado, que me condenaré, que arderé en el Infierno... ¿pero de quién es la culpa?

-Tuya, infame ladrón, incendiario, tuya, monstruo emparentado con todos los demonios del Infierno -exclamó la voz del coche, volviendo a ser colérica-. Mucho más humano serías conmigo si me mataras... ¡Ay! te lo agradecería con toda mi alma. Viva o muerta, infame bandido, no arderé como tú en los infiernos... estarás solo, y padecerás eternamente, siempre, quemándote en tus sacrílegas pasiones, sin satisfacer en toda la eternidad la sed rabiosa de tu alma.

Tilín hizo crujir sus dientes, tan fuertemente los apretaba, y hablando consigo mismo, dijo:

-¡El Infierno!... pues poco que me gusta a mí el Infierno... Ya sé que he de ir a él... ya lo sé... Si de todos modos he de ir a él, que sea...

Y azotaba al caballo, porque aunque este corría mucho, a él siempre le parecía que andaba poco; tan anheloso estaba de ganar terreno. Habría deseado las alas negras que había visto pintadas en el ángel de las tinieblas, para cruzar con ellas el cielo tempestuoso hasta llegar con su presa a las cavernas donde se traman en juntas diabólicas las tentaciones que luego se esparcen por la tierra. Era firme creyente y creía en las potestades del Báratro tal como las pinta la doctrina cristiana. Hacía el mal conociendo lo que hacía y las consecuencias de él. No era malo por carencia de sentido moral, como los adocenados criminales que pueblan diariamente los presidios y dan trabajo al verdugo, sino por un extravío que arrancaba de la exacerbación de sus violentas pasiones. Su corazón precipitado en aquel rumbo perverso, podía torcerse de improviso tomando otro camino. Esto lo conocía Sor Teodora de Aransis. Dando a ratos tregua a su violenta ira, no creía fácil conseguir nada por la violencia y trataba de someter a su terrible enemigo, tocándole hábilmente al corazón. Por eso intentaba dar suavidad a su voz y mágico encanto a sus palabras. Sofocando su cólera, dejaba que hablase la conmovedora piedad. Diríase de ella que intentaba enternecer y cristianizar al Demonio con las súplicas que se dirigen a los santos. Sus manos aparecieron cruzadas en el ventanillo.

-Tilín, Tilín -le dijo-. Yo te juro por Dios que es mi padre y por nuestro glorioso patriarca Santo Domingo, que si me dejas y te vas, no te guardaré rencor, no tendré de ti malos recuerdos... al contrario los tendré buenos, muy buenos... A nadie diré que pegaste fuego a San Salomó; a nadie diré que en la confusión del primer momento y cuando bajé huyendo de las llamas, me cogiste, me amordazaste y me sacaste por la puerta del locutorio, cuando el fuego y el humo permitían aún pasar por allí. A nadie diré que me ocultaste después en una casucha que hay fuera de la puerta del Travesat, donde tú y otros bandidos como tú, digo mal, bandidos no, sino alucinados, me tenían preparado el suplicio de este coche. A nadie diré que luego me has traído a este viaje horrible que no sé dónde terminará; no diré nada... tendré buenos recuerdos de ti, me acordaré de tu amistad, de tus buenos servicios; todos los días, todos, cuando me arrodille delante del Señor Sacramentado para pedirle por los pecadores, pediré a Dios que te quite esos malos pensamientos y te de otros buenos y cristianos que lleven tu alma al cielo, donde me volverás a ver... sí me volverás a ver.

Esta idea debió parecer eficaz a la dominica, porque la repitió después de una pausa, añadiendo:

-Me volverás a ver, me estarás viendo por toda una eternidad.

Tilín no dijo nada. De pronto detuvo el coche. El corazón de Sor Teodora, al sentir aquella pausa en su tormento físico, palpitó de emoción y esperanza.

Pero Tilín se había detenido para prestar atención a un rumor lejano que a su espalda había creído sentir, y quiso cerciorarse de él.

-Sí -pensó después de un minuto de atención-. Viene gente a caballo, y no debe de ser poca según el ruido que hace.

El sacristán diablo pareció un momento turbado; pero al punto halló en su grande ánimo la iniciativa y la prontitud de ejecución que le distinguía en los lances de difíciles.

-Tilín -añadió la señora- ¿no oyes lo que te he dicho? Ten compasión de mí, acuérdate de aquellos días en que asistiéndote en tu enfermedad, te salvé esa vida que ahora vuelves contra mí. Tú eras entonces un niño, yo una joven. Ahora soy una vieja. ¿Qué quieres de mí? Por Dios y por tu madre, hijo mío, ¿a dónde me llevas? ¿Qué horrible viaje es este?

-En la Cerdaña -dijo Tilín con nerviosa agitación- en lo más alto, en lo más enriscado, en lo más solitario, en lo más montuoso, allí donde están libres los osos, y donde nacen los torrentes, tengo yo una casa...

-¡Y allá me quieres llevar, bandido! -exclamó la dama con desesperación, no pudiendo reprimir la cólera-. No, yo gritaré y alguien me oirá... Esto no puede seguir. ¿No hay almas caritativas aquí? ¿Se ha acabado el mundo? ¿Es posible que no me favorezca Dios? ¡Dios, Dios mío!... ¿Tantos son mis pecados que merezca este horrible infierno en vida?

Tilín, muy temeroso por aquel ruido de tropa que había sentido, volvió a azotar al caballo, y desviándose del camino por una colina pelada que a la derecha había, dijo para sí:

-Me ocultaré en el monte hasta que pase esa tropa. Por aquí está si no me engaño, el convento arruinado de Regina Coeli donde sólo viven dos clérigos pobres que piden limosna. No sería malo intentar congraciarme con ellos... Necesito un sitio seguro donde pasar el día de mañana. ¿Qué hora es? próximamente las doce. Este maldito coche es el estorbo de los estorbos. Si pudiera llevarla a caballo... Necesito cuatro jornadas que es preciso hacer de noche y tres descansos por el día, uno aquí o en Vilaplana, otro en Nargo, otro en Querforadat, para de allí subir a mi casa. ¡Maldito coche!... Alas, alas es lo que yo quisiera. Sólo mi fuerza de voluntad que jamás se acobarda es capaz de intentar este viaje con tales obstáculos... Si triunfo, Lucifer tendrá que darme tratamiento de Excelentísimo Señor.

El coche avanzaba lentamente, porque el camino era casi impracticable en la oscuridad de la noche. De pronto oyose un estallido metálico, seco, y el coche se hundió cayendo sobre un costado. Sor Teodora dio un grito, y Tilín lanzó un apóstrofe que habría hecho estremecer de espanto a cielo y tierra, si la tierra y el cielo se afectaran por las vanas palabras del hombre. El eje del coche se había roto.

-¿Lo ves, lo ves? -dijo Sor Teodora esforzándose en reprimir su alegría-. ¿Qué quiere decir esto, Tilín? ¿No ves claros y patentes los designios de Dios? ¿No ves la mano que te ataja en tu infame camino? Tú tienes buen corazón, tú tienes conciencia, aunque ahora está muy perturbada. Considera, hijo; reflexiona...

Al mismo tiempo que esto decía dulcificando su voz, temblaba interiormente de miedo, pensando que aquella contrariedad exasperaría al malvado inspirándole quizás alguna violencia horrible. También ella oyó entonces el ruido de hombres a caballo y puso atención invocando mentalmente a Dios para que en tan apretada ocasión la amparase. Tilín que oía también con toda su alma, rugió así:

-¡Por las uñas y rabo del Otro! Es la partida de Garrote que salió esta tarde de Solsona.

Después miró su coche que yacía en tierra como un buque recién naufragado. Abriendo la portezuela, ayudó a salir a Sor Teodora, cuyos molidos huesos apenas le permitían moverse. La dama dio algunos pasos para probar si funcionaban después del atroz suplicio del coche los tendones y músculos de sus piernas. Tilín dijo sombríamente:

-Esto puede remediarse. A una legua escasa de aquí está el herrero Gasparó Cort que tiene ejes de coche. Si tiene ejes, iré, traeré uno antes del día, y seguiremos nuestro camino.

-¡Y yo, insigne mentecato -gritó Sor Teodora viendo que su situación mejoraba extraordinariamente- te esperaré aquí tan tranquila como si estuviera en la celda de mi convento! A fe que eres simple. Esto ha concluido. Déjame en paz.

Tilín comprendió lo descabellado de su plan en lo relativo a buscar un nuevo eje, como no lo forjara con un hueso de su cuerpo en la fragua de su corazón. No había más remedio que dar por concluido el viaje, pensando cristianamente en la intervención de la Providencia para salvar a la digna señora del riesgo en que estaba. Pero Tilín, enérgicamente apasionado y delirante, antes que en Dios pensaba en los demonios que guiaban sus pasos y silbaban en sus oídos palabras enloquecedoras y le ponían delante de los ojos fantasmas y espectáculos de gran atractivo para él.

-No, no, señora -exclamó de súbito, asiendo la mano de su víctima con extraño vigor-. Esto no ha concluido. Un hombre como yo no se deja vencer por un eje roto.

Sor Teodora al sentir la mano de hierro que la sujetaba como las tenazas de Satanás sujetarían al precito sobre la caldera hirviente, encomendó su alma al Señor. La oscuridad y silencio del bosque cercano diéronle grandísimo pavor; pero evocando las fuerzas todas de su alma, decidió hacer frente a los mayores peligros, desplegando los recursos de su voluntad, de su astucia y aun de su vigor físico, que no era despreciable a pesar de ser mujer y monja.

-Tilín -dijo con grave acento-. Por malvado y pervertido que seas, no podrás desconocer que la voz de Dios acaba de hablarte, que su mano te ha detenido en tu criminal carrera.

El criminal no decía nada; pero apretaba más la mano preciosa, como el avaro oprime su tesoro temiendo que se le escape. Fijaba sus ojos con terrible expresión de duda en el suelo.

-¡Tilín, Tilín! -añadió la monja, que había comenzado a comprender la posibilidad de ablandar aquel bronce-. ¿No me oyes? ¿Piensas en Dios, en tu crimen, estás mirando a tu horrible conciencia? Por Dios y su Santa Madre, déjame y sálvate, sálvate, hijo mío, de la condenación eterna.

Cuando esto decía oyose el tañido de un esquilón que sonaba muy cerca, en el bosque.

-¿Qué campana es esta?

-La de Regina Coeli, la de Regina Coeli -gritó Tilín hiriendo el suelo furiosamente con el pie.

-¡Es un convento, un asilo! -dijo ella-. ¡Dios mío, has venido en mi ayuda!

Y la monja empezó a rezar. Pero Tilín le apretaba aún la mano.

Oyose entonces a muy poca distancia el ruido de gente a caballo que poco antes obligara a Pepet a apartarse del camino.

-¡Gente de armas! -balbució Sor Teodora de Aransis inundada de gozo-. ¡Me he salvado!

-El Demonio, sí, el Demonio es quien me ha jugado esta mala partida.

-Suéltame, ladrón -dijo la dominica recobrando su entereza y dueña ya de la situación-, suéltame.

Sacudió la mano gritando: -¡Socorro!

-Basta, basta -gruñó Pepet soltando la mano.

La monja dio algunos pasos hacia donde sonaba el esquilón, y Tilín corrió hacia ella.

-Es usted libre -le dijo-. Pida usted hospitalidad a los frailes de Regina Coeli... Me confieso vencido. El Demonio se ha reído de mí.

-No me sigas, malvado, no me sigas.

-¿Qué pensarán de una religiosa que se presenta sola, a estas horas, pidiendo asilo en un convento de frailes?

La monja se detuvo.

-¿Qué importa? -dijo-. Todo antes de estar en tu poder, monstruo. No me sigas.

-Yo también quiero pedir hospedaje en Regina Coeli, yo también: estoy cansado.

Pero Teodora había adelantado y no le oía. Corriendo entre los árboles, perdiose por un momento; pero al fin pudo salir a donde se veía la oscura mole de Regina Coeli. El esquilón seguía tocando. La dama vio una puerta y en la puerta luz, y esta luz iluminaba una figura, un hombre, un fraile, cualquier cosa... Sin vacilar corrió hacia él.

Share on Twitter Share on Facebook