ACTO PRIMERO

Habitación con salida a un invernadero.

TÍO.—¿Y mis semillas?

AMA.—Ahí estaban.

TÍO.—Pues no están.

TÍA.—Eléboro, fucsias y los crisantemos, Luis Passy violáceo y altair blanco plata con puntas heliotropo.

TÍO.—Es necesario que cuidéis las flores.

AMA.—Si lo dice por mí…

TÍA.—Calla. No repliques.

TÍO.—Lo digo por todos. Ayer me encontré las semillas de dalias pisoteadas por el suelo. (Entra en el invernadero.) No os dais cuenta de mi invernadero; desde el ochocientos siete, en que la condesa de Wandes obtuvo la rosa muscosa, no la ha conseguido nadie en Granada más que yo, ni el botánico de la Universidad. Es preciso que tengáis más respeto por mis plantas.

AMA.—Pero ¿no las respeto?

TÍA.—¡Chist! Sois a cuál peor.

AMA.—Sí, señora. Pero yo no digo que de tanto regar las flores y tanta agua por todas partes van a salir sapos en el sofá.

TÍA.—Luego bien te gusta olerlas.

AMA.—No, señora. A mí las flores me huelen a niño muerto, o a profesión de monja, o a altar de iglesia. A cosas tristes. Donde esté una naranja o un buen membrillo, que se quiten las rosas del mundo. Pero aquí… rosas por la derecha, albahaca por la izquierda, anémonas, salvias, petunias y esas flores de ahora, de moda, los crisantemos, despeinados como unas cabezas de gitanillas. ¡Qué ganas tengo de ver plantados en este jardín un peral, un cerezo, un caqui!

TÍA.—¡Para comértelos!

AMA.—Como quien tiene boca… Como decían en mi pueblo:

La boca sirve para comer,

las piernas sirven para la danza,

y hay una cosa de la mujer…

(Se detiene y se acerca a la TÍA y lo dice bajo.)

TÍA.—¡Jesús! (Signando.)

AMA.—Son indecencias de los pueblos. (Signando.)

ROSITA.—(Entra rápida. Viene vestida de rosa con un traje del novecientos, mangas de jamón y adornos de cintas.) ¿Y mi sombrero? ¿Dónde está mi sombrero? ¡Ya han dado las treinta campanadas en San Luis!

AMA.—Yo lo dejé en la mesa.

ROSITA.—Pues no está. (Buscan.) (El AMA sale.)

TÍA.—¿Has mirado en el armario? (Sale la TÍA.)

AMA.—(Entra.) No lo encuentro.

ROSITA.—¿Será posible que no sepa dónde está mi sombrero?

AMA.—Ponte el azul con margaritas.

ROSITA.—Estás loca.

AMA.—Más loca estás tú.

TÍA.—(Vuelve a entrar.)

¡Vamos, aquí está! (ROSITA lo coge y sale corriendo.)

AMA.—Es que todo lo quiere volando. Hoy ya quisiera que fuese pasado mañana. Se echa a volar y se nos pierde de las manos. Cuando chiquita tenía que contarle todos los días el cuento de cuando ella fuera vieja: «Mi Rosita ya tiene ochenta años»…, y siempre así. ¿Cuándo la ha visto usted sentada a hacer encaje de lanzadera o frivolité, o puntas de festón o sacar hilos para adornarse una chapona?

TÍA.—Nunca.

AMA.—Siempre del coro al caño y del caño al coro; del coro al caño y del caño al coro.

TÍA.—¡A ver si te equivocas!

AMA.—Si me equivocara no oiría usted ninguna palabra nueva.

TÍA.—Claro es que nunca me ha gustado contradecirla, porque ¿quién apena a una criatura que no tiene padres?

AMA.—Ni padre, ni madre, ni perrito que le ladre, pero tiene un tío y una tía que valen un tesoro. (La abraza.)

TÍO.—(Dentro.) ¡Esto ya es demasiado!

TÍA.—¡María Santísima!

TÍO.—Bien está que se pisen las semillas, pero no es tolerable que esté con las hojitas tronchadas la planta de rosal que más quiero. Mucho más que la muscosa y la híspida y la pomponiana y la damascena y que la eglantina de la reina Isabel. (A la TÍA.) Entra, entra y verás.

TÍA.—¿Se ha roto?

TÍO.—No, no le ha pasado gran cosa, pero pudo haberle pasado.

AMA.—¡Acabáramos!

TÍO.—Yo me pregunto: ¿quién volcó la maceta?

AMA.—A mí no me mire usted.

TÍO.—¿He sido yo?

AMA.—¿Y no hay gatos y no hay perros, y no hay un golpe de aire que entra por la ventana?

TÍA.—Anda, barre el invernadero.

AMA.—Está visto que en esta casa no la dejan hablar a una.

TÍO.—(Entra.) Es una rosa que nunca has visto; una sorpresa que te tengo preparada. Porque es increíble la "rosa declinata" de capullos caídos y la inermis que no tiene espinas; ¡qué maravilla!, ¿eh?, ¡ni una espina!; y la mirtifolia que viene de Bélgica y la sulfurata que brilla en la oscuridad. Pero ésta las aventaja a todas en rareza. Los botánicos la llaman "rosa mutabile", que quiere decir mudable, que cambia… En este libro está su descripción y su pintura, ¡mira! (Abre el libro.) Es roja por la mañana, a la tarde se pone blanca y se deshoja por la noche.

Cuando se abre en la mañana.

roja como sangre está.

El rocío no la toca

porque se teme quemar.

Abierta en el mediodía

es dura como el coral.

El sol se asoma a los vidrios

para verla relumbrar.

Cuando en las ramas empiezan

los pájaros a cantar

y se desmaya la tarde

en las violetas del mar,

se pone blanca, con blanco

de una mejilla de sal.

Y cuando toca la noche

blando cuerno de metal

y las estrellas avanzan

mientras los aires se van,

en la raya de lo oscuro,

se comienza a deshojar.

TÍA.—¿Y tiene ya flor?

TÍO.—Una que se está abriendo.

TÍA.—¿Dura un día tan solo?

TÍO.—Uno. Pero yo ese día lo pienso pasar al lado para ver cómo se pone blanca.

ROSITA.—(Entrando.) Mi sombrilla.

TÍO.—Su sombrilla.

TÍA.—(A voces.) ¡La sombrilla!.

AMA.—(Apareciendo.) ¡Aquí está la sombrilla! (ROSITA coge la sombrilla y besa a sus tíos.)

ROSITA.—¿Qué tal?

TÍO.—Un primor.

TÍA.—No hay otra.

ROSITA.—(Abriendo la sombrilla.) ¿Y ahora?

AMA.—¡Por Dios, cierra la sombrilla, no se puede abrir bajo techado! ¡Llega la mala suerte!

Por la rueda de San Bartolomé

y la varita de San José

y la santa rama de laurel,

enemigo, retírate

por las cuatro esquinas de Jerusalén.

(Ríen todos. El TÍO sale.)

ROSITA.—(Cerrando.) ¡Ya está!

AMA.—No lo hagas más… ¡ca…ramba!

ROSITA.—¡Huy!

TÍA.—¿Qué ibas a decir?

AMA.—¡Pero no lo he dicho!

ROSITA.—(Saliendo con risas.) ¡Hasta luego!

TÍA.—¿Quién te acompaña?

ROSITA.—(Asomando la cabeza.) Voy con las manolas.

AMA.—Y con el novio.

TÍA.—El novio creo que tenía que hacer.

AMA.—No sé quién me gusta más, si el novio o ella. (La TÍA se sienta a hacer encaje de bolillos.) Un par de primos para ponerlos en un vasar de azúcar, y si se murieran, ¡Dios los libre!, embalsamarlos y meterlos en un nicho de cristales y de nieve. ¿A cuál quiere usted más? (Se pone a limpiar.)

TÍA.—A los dos los quiero como sobrinos.

AMA.—Uno por la manta de arriba y otro por la manta de abajo, pero…

TÍA.—Rosita se crió conmigo.

AMA.—Claro. Como que yo no creo en la sangre. Para mí esto es ley. La sangre corre por debajo de las venas, pero no se ve. Más se quiere a un primo segundo que se ve todos los días, que a un hermano que está lejos. Por qué, vamos a ver.

TÍA.—Mujer, sigue limpiando.

AMA.—Ya voy. Aquí no la dejan a una ni abrir los labios. Críe usted una niña hermosa para esto. Déjese usted a sus propios hijos en una chocita temblando de hambre.

TÍA.—Será de frío.

AMA.—Temblando de todo, para que le digan a una: "¡Cállate!"; y como soy criada, no puedo hacer más que callarme, que es lo que hago, y no puedo replicar y decir…

TÍA.—Y decir ¿qué…?

AMA.—Que deje usted esos bolillos con ese tiquití, que me va a estallar la cabeza de tiquitís.

TÍA.—(Riendo.) Mira a ver quién entra.

(Hay un silencio en la escena, donde se oye el golpear de los bolillos.)

VOZ.—¡Manzanillaaaaa finaaa de la sierraa!

TÍA.—(Hablando sola.) Es preciso comprar otra vez manzanilla. En algunas ocasiones hace falta… Otro día que pase…, treinta y siete, treinta y ocho.

VOZ DEL PREGONERO.—(Muy lejos.) ¡Manzanillaa finaa de la sierraa!

TÍA.—(Poniendo un alfiler.) Y cuarenta.

SOBRINO.—(Entrando.) Tía.

TÍA.—(Sin mirarlo.) Hola, siéntate si quieres. Rosita ya se ha marchado.

SOBRINO.—¿Con quién salió?

TÍA.—Con las manolas. (Pausa. Mirando al SOBRINO.) Algo te pasa.

SOBRINO.—Sí.

TÍA.—(Inquieta.) Casi me lo figuro. Ojalá me equivoque.

SOBRINO.—No. Lea usted.

TÍA.—(Lee.) Claro, si es natural. Por eso me opuse a tus relaciones con Rosita. Yo sabía que más tarde o más temprano te tendrías que marchar con tus padres. ¡Y que es ahí al lado! Cuarenta días de viaje hacen falta para llegar a Tucumán. Si fuera hombre y joven, te cruzaría la cara.

SOBRINO.—Yo no tengo culpa de querer a mi prima. ¿Se imagina usted que me voy con gusto? Precisamente quiero quedarme aquí, y a eso vengo.

TÍA.—¡Quedarte! ¡Quedarte! Tu deber es irte. Son muchas leguas de hacienda y tu padre está viejo. Soy yo la que te tiene que obligar a que tomes el vapor. Pero a mí me dejas la vida amargada. De tu prima no quiero acordarme. Vas a clavar una flecha con cintas moradas sobre su corazón. Ahora se enterará de que las telas no sólo sirven para hacer flores, sino para empapar lágrimas.

SOBRINO.—¿Qué me aconseja usted?

TÍA.—Que te vayas. Piensa que tu padre es hermano mío. Aquí no eres más que un paseante de los jardinillos, y allí serás un labrador.

SOBRINO.—Pero es que yo quisiera…

TÍA.—¿Casarte? ¿Estás loco? Cuando tengas tu porvenir hecho. Y llevarte a Rosita, ¿no? Tendrías que saltar por encima de mí y de tu tío.

SOBRINO.—Todo es hablar. Demasiado sé que no puedo. Pero yo quiero que Rosita me espere. Porque volveré pronto.

TÍA.—Si antes no pegas la hebra con una tucumana. La lengua se me debió pegar en el cielo de la boca antes de consentir tu noviazgo; porque mi niña se queda sola en estas cuatro paredes, y tú te vas libre por el mar, por aquellos ríos, por aquellos bosques de toronjas, y mi niña, aquí, un día igual a otro, y tú, allí; el caballo y la escopeta para tirar al faisán.

SOBRINO.—No hay motivo para que me hable usted de esa manera. Yo di mi palabra y la cumpliré. Por cumplir su palabra está mi padre en América, y usted sabe…

TÍA.—(Suave.) Calla.

SOBRINO.—Callo. Pero no confunda usted el respeto con la falta de vergüenza.

TÍA.—(Con ironía andaluza.) ¡Perdona, perdona! Se me había olvidado que ya eras un hombre.

AMA.—(Entra llorando.) Si fuera un hombre, no se iría.

TÍA.—(Llorando.) ¡Silencio!

(El AMA llora con grandes sollozos.)

SOBRINO.—Volveré dentro de unos instantes. Dígaselo usted.

TÍA.—Descuida. Los viejos son los que tienen que llevar los malos ratos.

(Sale el SOBRINO.)

AMA.—¡Ay, qué lástima de mi niña! ¡Ay, qué lástima! ¡Ay, qué lástima! ¡Estos son los hombres de ahora! Pidiendo ochavitos por las calles me quedo yo al lado de esta prenda. Otra vez vienen los llantos a esta casa. ¡Ay, señora! (Reaccionando.) ¡Ojalá se lo coma la serpiente del mar!

TÍA.—¡Dios dirá!

AMA.—

Por el ajonjolí,

por las tres santas preguntas

y la flor de la canela,

tenga malas noches

y malas sementeras.

Por el pozo de San Nicolás

se le vuelva veneno la sal.

(Coge un jarro de agua y hace una cruz en el suelo.)

TÍA.—No maldigas. Vete a tu hacienda.

(Sale el AMA. Se oyen risas. La TÍA se va.)

MANOLA 1ª.—(Entrando y cerrando la sombrilla.) ¡Ay!

MANOLA 2ª.—(Igual.) ¡Ay, qué fresquito!

MANOLA 3ª.—(Igual.) ¡Ay!

ROSITA.—(Igual.)

¿Para quién son los suspiros

de mis tres lindas manolas?

MANOLA 1ª.—Para nadie.

MANOLA 2ª.—Para el viento.

MANOLA 3ª.—Para un galán que me ronda.

ROSITA.—

¿Qué manos recogerán

los ayes de vuestra boca?

MANOLA 1ª.—La pared.

MANOLA 2ª.—Cierto retrato.

MANOLA 3ª.—Los encajes de mi colcha.

ROSITA.—

También quiero suspirar.

¡Ay, amigas! ¡Ay, manolas!

MANOLA 1ª.—¿Quién los recoge?

ROSITA.—

Dos ojos

que ponen blanca la sombra,

cuyas pestañas son parras,

donde se duerme la aurora.

Y, a pesar de negros, son

dos tardes con amapolas.

MANOLA 1ª.—¡Ponle una cinta al suspiro!

MANOLA 2ª.—¡Ay!

MANOLA 3ª.—Dichosa tú.

MANOLA 1ª.—¡Dichosa!

ROSITA.—

No me engañéis, que yo sé

cierto rumor de vosotras.

MANOLA 1ª.—Rumores son jaramagos.

MANOLA 2ª.—Y estribillos de las ollas.

ROSITA.—Lo voy a decir…

MANOLA 1ª.—Empieza.

MANOLA 3ª.—Los rumores son coronas.

ROSITA.—

Granada, calle de Elvira,

donde viven las manolas,

las que se van a la Alhambra,

las tres y las cuatro solas.

Una vestida de verde,

otra de malva, y la otra,

un corselete escocés

con cintas hasta la cola.

Las que van delante, garzas;

la que va detrás, paloma;

abren por las alamedas

muselinas misteriosas.

¡Ay, qué oscura está la Alhambra!

¿Adónde irán las manolas

mientras sufren en la umbría

el surtidor y la rosa?

¿Qué galanes las esperan?

¿Bajo qué mirto reposan?

¿Qué manos roban perfumes

a sus dos flores redondas?

Nadie va con ellas, nadie;

dos garzas y una paloma.

Pero en el mundo hay galanes

que se tapan con las hojas.

La catedral ha dejado

bronces que la brisa toma.

El Genil duerme a sus bueyes

y el Dauro a sus mariposas.

La noche viene cargada

con sus colinas de sombra;

una enseña los zapatos

entre volantes de blonda;

la mayor abre sus ojos

y la menor los entorna.

¿Quién serán aquellas tres

de alto pecho y larga cola?

¿Por qué agitan los pañuelos?

¿Adónde irán a estas horas?

Granada, calle de Elvira,

donde viven las manolas,

las que se van a la Alhambra,

las tres y las cuatro solas.

MANOLA 1ª.—

Deja que el rumor

extienda sobre Granada sus olas.

MANOLA 2ª.—¿Tenemos novio?

ROSITA.—Ninguna.

MANOLA 2ª.—¿Digo la verdad?

ROSITA.—Sí, toda.

MANOLA 3ª.—

Encajes de escarcha tienen

nuestras camisas de novia.

ROSITA.—Pero…

MANOLA 1ª.—La noche nos gusta.

ROSITA.—Pero…

MANOLA 2ª.—Por calles en sombra.

MANOLA 1ª.—

Nos subimos a la Alhambra

las tres y las cuatro solas.

MANOLA 3ª.—¡Ay!

MANOLA 2ª.—Calla.

MANOLA 3ª.—¿Por qué?

MANOLA 2ª.—¡Ay!

MANOLA 1ª.—¡Ay, sin que nadie lo oiga!

ROSITA.—

Alhambra, jazmín de pena

donde la luna reposa.

AMA.—Niña, tu tía te llama. (Muy triste.)

ROSITA.—¿Has llorado?

AMA.—(Conteniéndose.) No… es que tengo así, una cosa que…

ROSITA.—No me asustes. ¿Qué pasa? (Entra rápida, mirando hacia el AMA. Cuando entra ROSITA, el AMA rompe a llorar en silencio.)

MANOLA 1ª.—(En voz alta.) ¿Qué ocurre?

MANOLA 2ª.—Dinos.

AMA.—Callad.

MANOLA 3ª.—(En voz baja.) ¿Malas noticias?

(El AMA las lleva a la puerta y mira por donde salió ROSITA.)

AMA.—¡Ahora se lo está diciendo!

(Pausa, en que todas oyen.)

MANOLA 1ª.—Rosita está llorando; vamos a entrar.

AMA.—Venid y os contaré. ¡Dejadla ahora! Podéis salir por el postigo. (Salen.)

(Queda la escena sola. Un piano lejísimo toca un estudio de Cerny. Pausa. Entra el PRIMO, y al llegar al centro de la habitación se detiene porque entra ROSITA. Quedan los dos mirándose frente a frente. El PRIMO avanza. La enlaza por el talle. Ella inclina la cabeza sobre su hombro.)

ROSITA.—

¿Por qué tus ojos traidores

con los míos se fundieron?

¿Por qué tus manos tejieron,

sobre mi cabeza, flores?

¡Que luto de ruiseñores

dejas a mi juventud,

pues, siendo norte y salud

tu figura y tu presencia,

rompes con tu cruel ausencia

las cuerdas de mi laúd!

PRIMO.—(La lleva a un «vis-a-vis» y se sientan.)

¡Ay, prima, tesoro mío!,

ruiseñor en la nevada,

deja tu boca cerrada

al imaginario frío;

no es de hielo mi desvío,

que, aunque atraviesa la mar,

el agua me ha de prestar

nardos de espuma y sosiego

para contener mi fuego

cuando me vaya a quemar.

ROSITA.—

Una noche, adormilada

en mi balcón de jazmines,

vi bajar dos querubines

a una rosa enamorada;

ella se puso encarnada

siendo blanco su color;

pero, como tierna flor,

sus pétalos encendidos

se fueron cayendo heridos

por el beso del amor.

Así yo, primo inocente,

en mi jardín de arrayanes

daba al aire mis afanes

y mi blancura a la fuente.

Tierna gacela imprudente

alcé los ojos, te vi

y en mi corazón sentí

agujas estremecidas

que me están abriendo heridas

rojas como el alhelí

PRIMO.—

He de volver, prima mía,

para llevarte a mi lado

en barco de oro cuajado

con las velas de alegría;

luz y sombra, noche y día,

sólo pensaré en quererte.

ROSITA.—

Pero el veneno que vierte

amor, sobre el alma sola,

tejerá con tierra y ola

el vestido de mi muerte.

PRIMO.—

Cuando mi caballo lento

coma tallos con rocío,

cuando la niebla del río

empañe el muro del viento,

cuando el verano violento

ponga el llano carmesí

y la escarcha deje en mí

alfileres de lucero,

te digo, porque te quiero,

que me moriré por ti.

ROSITA.—

Yo ansío verte llegar

una tarde por Granada

con toda la luz salada

por la nostalgia del mar;

amarillo limonar,

jazminero desangrado,

por las piedras enredado

impedirán tu camino,

y nardos en remolino

pondrán loco mi tejado,

¿Volverás?

PRIMO.—Sí. ¡Volveré!

ROSITA.—

¿Qué paloma iluminada

me anunciará tu llegada?

PRIMO.—El palomo de mi fe.

ROSITA.—

Mira que yo bordaré

sábanas para los dos.

PRIMO.—

Por los diamantes de Dios

y el clavel de su costado,

juro que vendré a tu lado.

ROSITA.—¡Adiós, primo!

PRIMO.—¡Prima, adiós!

(Se abrazan en el «vis-à-vis». Lejos se oye el piano. El PRIMO sale. ROSITA queda llorando. Aparece el TÍO, que cruza la escena hacia el invernadero. Al ver a su TÍO, ROSITA coge el libro de las rosas que está al alcance de su mano.)

TÍO.—¿Qué hacías?

ROSITA.—Nada.

TÍO.—¿Estabas leyendo?

ROSITA.—Sí. (Sale el TÍO. Leyendo.)

Cuando se abre en la mañana

roja como sangre está;

el rocío no la toca

porque se teme quemar.

Abierta en el mediodía

es dura como el coral,

el sol se asoma a los vidrios

para verla relumbrar.

Cuando en las ramas empiezan

los pájaros a cantar

y se desmaya la tarde

en las violetas del mar,

se pone blanca, con blanco

de una mejilla de sal;

y cuando toca la noche

blando cuerno de metal

y las estrellas avanzan

mientras los aires se van,

en la raya de lo oscuro

se comienza a deshojar.

Telón

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