Este es el prólogo

Dejaría en este libro

toda mi alma.

Este libro que ha visto

conmigo los paisajes

y vivido horas santas.

¡Qué pena de los libros

que nos llenan las manos

de rosas y de estrellas

y lentamente pasan!

¡Qué tristeza tan honda

es mirar los retablos

de dolores y penas

que un corazón levanta!

Ver pasar los espectros

de vidas que se borran,

ver al hombre desnudo

en Pegaso sin alas,

ver la vida y la muerte,

la síntesis del mundo,

que en espacios profundos

se miran y se abrazan.

Un libro de poesías

es el otoño muerto:

los versos son las hojas

negras en tierras blancas,

y la voz que los lee

es el soplo del viento

que les hunde en los pechos,

—entrañables distancias—.

El poeta es un árbol

con frutos de tristeza

y con hojas marchitas

de llorar lo que ama.

El poeta es el médium

de la Naturaleza

que explica su grandeza

por medio de palabras.

El poeta comprende

todo lo incomprensible,

y a cosas que se odian,

él, amigas las llama.

Sabe que los senderos

son todos imposibles,

y por eso de noche

va por ellos en calma.

En los libros de versos,

entre rosas de sangre,

van pasando las tristes

y eternas caravanas

que hicieron al poeta

cuando llora en las tardes,

rodeado y ceñido

por sus propios fantasmas.

Poesía es amargura,

miel celeste que mana

de un panal invisible

que fabrican las almas.

Poesía es lo imposible

hecho posible. Arpa

que tiene en vez de cuerdas

corazones y llamas.

Poesía es la vida

que cruzamos con ansia

esperando al que lleva

sin rumbo nuestra barca.

Libros dulces de versos

son los astros que pasan

por el silencio mudo

al reino de la Nada,

escribiendo en el cielo

sus estrofas de plata.

¡Oh, qué penas tan hondas

y nunca remediadas,

las voces dolorosas

que los poetas cantan!

Dejaría en el libro

este toda mi alma…



7 de agosto de 1918.