EN LA VERTIENTE DE LA COLINA

¿Dónde y cómo piensan ustedes que volvemos a encontrar a los niños? No ya en invierno, sino en el alegre mes de Mayo. No ya en el cuarto de juegos de Tanglewood, ni junto a la lumbre, sino a media vertiente de una monstruosa colina o más bien montaña, porque acaso montaña nos podamos atrever a llamarla. Habían subido de casa con el valeroso propósito de subir esta alta colina hasta la misma pelada cumbre. Claro que no era tan alta como el Chimborazo o el Mont-Blanc. Pero, de todos modos, era más alta que miles de collados o que millones de toperas. Y medida en relación de los pasos cortos de los niños pequeños, se la podía considerar como montaña verdaderamente respetable.

¿Iba con ellos el primo Eustaquio? De eso pueden ustedes estar seguros; porque, a no ser así, ¿cómo iba el libro a adelantar un solo paso? Estaba ahora en sus vacaciones de primavera, tenía próximante el mismo aspecto que cuando le vimos hace cuatro o cinco meses, excepto que si se le miraba muy de cerca, se podía advertir sobre el labio superior un asomo de bigote sumamente cómico. Dejando aparte esta señal de madura virilidad, pueden ustedes seguir considerando a Eustaquio tan chiquillo como cuando le conocieron por vez primera. Seguía tan alegre, tan divertido, tan de buen humor, tan ligero de pies y de ingenio, y continuaba siendo el favorito de los pequeñuelos, como lo había sido siempre. Esta expedición a la montaña era por completo idea suya. Y durante todo el camino cuesta arriba, había ido animando a los mayores con su alegre voz; y cuando los pequeños se cansaban, los llevaba a cuestas por turno. De este modo habían pasado ya los huertos y los pastos de la parte baja de la colina, y habían llegado al bosque que trepa hacia la cumbre pelada.

El mes de Mayo se había portado esta vez mejor que de costumbre, y era el día más agradable que pudiera desear un corazón de hombre o de niño. Monte arriba, la gente menuda iba encontrando infinidad de violetas, azules, y blancas, y algunas tan doradas como si las hubiese tocado el mismo Midas. Las margaritas blancas cubrían las praderas. En el linde del bosque había columbinas rojo pálido, tan modestas que a toda costa querían esconderse del sol, y geranios silvestres, y las mil flores blancas del fresal silvestre...

Pero no malgastemos nuestras valiosas páginas en hablar tontamente de la primavera y de sus flores. Hay algo, me parece, más interesante de que tratar. Si miráis al grupo de niños, veréis que están todos reunidos en torno de Eustaquio, el cual, sentado en el tronco de un árbol caído, parece estar a punto de empezar un cuento. El caso es que los más jóvenes de la tropa han encontrado que hacen falta demasiados pasos para medir la altura de la colina, y por lo tanto, el primo Eustaquio ha decidido dejarles en este mismo sitio, a mitad de camino, esperando a que el grupo de mayores termine la ascensión y vuelva a buscarles. Y como se quejan un poco, porque no les gusta que les dejen atrás, les reparte unas cuantas manzanas que saca del bolsillo, y les propone contarles un cuento muy bonito. Con lo cual vuelven a alegrarse, y cambian sus miradas ofendidas en la más radiante de las sonrisas.

En cuanto al cuento, yo, que estaba escondido detrás de unas matas, le pude oir, y os le contaré en las páginas siguientes.

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