El desgraciado Psamético, cuyo padre, Neco, había sido muerto por orden del etíope Sabacon, se había ya visto anteriormente precisado a refugiarse en Siria, huyendo de las manos del etíope, hasta que, habiéndose retirado éste amedrentado por su sueño, fue llamado otra vez a Egipto por sus paisanos del distrito de Sais. Y ahora, siendo ya rey, por la inadvertencia de haber convertido en copa su casco, sucedióle la segunda desventura de que sus once colegas en el reino le confinasen en los pantanos del Egipto. Viéndose, pues, inocente, calumniado y oprimido por la violencia de sus compañeros, pensó seriamente en vengarse de sus perseguidores; y para lograr su intento envió a consultar el oráculo de Latona en la ciudad de Butona, al que miran los egipcios como el más verídico. Diósele por contestación que el socorro y venganza deseada le vendrían por el mar, cuando a las costas llegasen unos hombres de bronce; respuesta que le llenó de desconfianza y abatió las alas de su corazón por lo ridículo e imposible de los auxiliares que se le prometían. No pasó mucho tiempo, sin embargo, que ciertos jonios y carios que iban en corso aportasen al Egipto, obligados de la necesidad. Saltaron a tierra armados con su arnés de bronce, y un egipcio que jamás había visto tales armaduras, corre hacia los pantanos, y avisando a Psamético de lo que pasaba, dícele que acababan de venir por mar unos hombres de bronce, que saltando en tierra la robaban y saqueaban. Conociendo Psamético desde luego que iba cumpliéndose la predicción del oráculo, recibió con grandes muestras de amistad a los piratas de Jonia y de caria, y no paró hasta que a fuerza de promesas y del ventajoso partido que les proponía, logró de ellos que se quedasen a su servicio, con cuyo socorro y con el de los egipcios de su bando, salió al cabo vencedor de los once reyes, acabando con todo su poder.