Voy a referir lo que sucedió en aquel país, según dicen otros pueblos y los naturales asimismo confirman, sin dejar de mezclar en la narración algo de lo que por mí mismo he observado. Viéndose libres e independientes los egipcios después del reinado del mencionado sacerdote de Vulcano, y hallándose sin rey, como si fueran hombres nacidos para servir siempre a algún soberano, dividieron el Egipto en doce partes, nombrando doce reyes a la vez. Enlazados mutuamente desde luego con el vínculo de los casamientos, reinaban éstos, atenidos a ciertos pactos de que no se quitarían el mando unos a otros, que ninguno de ellos pretendería lograr más autoridad y poder que los demás, y que todos conservarían entre sí la mejor amistad y más perfecta armonía. Movióles a convenir en esta mutua igualdad y alianza común, y a procurarla consolidar con toda seguridad y firmeza, un oráculo que les anunció, apenas apoderados del mando, que vendría a ser señor de todo el Egipto aquel de entre ellos que en el templo de Vulcano libase a los dioses en una taza de bronce; aludiendo el oráculo a la costumbre que observaban de sacrificar juntos en todos los templos.