Dos son las ciudades, la de Heliópolis y la de Butona, en cuyas fiestas los concurrentes se limitan a sus sacrificios. No así en la de Papremis, donde además de las víctimas que como en aquellas se ofrecen, se celebra una función muy singular. Porque al ponerse el sol, algunos de los sacerdotes se afanan en adornar el ídolo que allí tienen; mientras otros, en número mucho mayor, apercibidos con sendas trancas, se colocan de fijo en la entrada misma del templo, y otros hombres, hasta el número de mil, cada cual así mismo con su palo, juntos en otra parte del templo, están haciendo sus deprecaciones. De notar es que desde el día anterior de la función colocan su ídolo sobre una peana de madera dorada, hecha a modo de nicho, y lo transportan a otra pieza sagrada. Entonces, pues, los pocos sacerdotes que quedaron alrededor del ídolo vienen arrastrando un carro de cuatro ruedas, dentro del cual va un nicho, y dentro del nicho la estatua de su dios. Desde luego los sacerdotes, apostados en la entrada del templo impiden el paso a su mismo dios; pero se presenta la otra partida de devotos al socorro de su dios injuriado, y cierran a golpes con los sitiadores de la entrada. Armase, pues, uña brava paliza, en la que muchos, abriéndose las cabezas, mueren después de las heridas, a lo que creo, por más que pretendan los egipcios que nadie muere de las resultas.