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Huyen los egipcios de los usos y costumbres de los griegos, y en una palabra, de cuantas naciones viven sobre la faz de la tierra; pero este principio, común en todos ellos, padece alguna excepción en la gran ciudad de Quemis del distrito de Tebas, vecina a la de Neápolis. Perseo, el hijo de Dano, tiene en ella un templo cuadrado, circuido en torno de una arboleda de palmas. El propileo del templo está formado de grandes piedras de mármol, y en él se ven en pié dos grandes estatuas, de mármol asimismo: dentro del sagrado recinto hay una capilla, y en ella la estatua de Perseo. Los buenos quemitas cuentan que muchas veces se les aparece en la comarca, otras no pocas en su templo; y aun a veces se encuentra una sandalia de las que calza el semidios, no como quiera, sino tamaña de dos codos, cuya aparición, a lo que dicen es siempre agüero de bienes, y promesa de un año de abundancia para todo Egipto. En honor de Perséo celebran juegos gímnicos según la costumbre griega, en los que entra todo género de certamen, y se proponen por premio animales, pieles y mantos de abrigo. Quise investigar de ellos la razón por qué Perséo los distinguía entre los demás egipcios con sus apariciones, y por qué se singularizaban en honrarle con sus juegos gímnicos; a lo que me respondieron que el semidios era hijo de la ciudad, y me contaban que dos de sus compatriotas, llamado el uno Danao, y Linceo el otro, habían pasado por mar a la Hélada, y de la descendencia de entrambos que me deslindaron, nació Perséo, el cual, pasando por Egipto en el viaje que hizo a la Libia con el mismo objeto que refieren los griegos de traer la cabeza de Gorgona, visitó la ciudad de Chemmis, cuyo nombre sabía por su madre, y que allí reconoció a todos sus parientes, y que por su mandato se celebraban los juegos gímnicos desde entonces.

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