CXLII

El mando de Samos estaba a la sazón en manos de aquel Menandrio, hijo de Menandrio, a quien Polícrates al partirse de la isla había dejado por regente de ella. Este, dándose por el hombre más virtuoso y justificado de todos, no tuvo la suerte ni la proporción de mostrarse tal; porque lo primero que hizo, sabida la muerte de Polícrates, fue levantar un ara a Júpiter Libertador, dedicando alrededor de ella un recinto religioso, que se ve al presente en los arrabales de la ciudad. Erigido ya el sagrado monumento, llamó a la asamblea a todos los vecinos de Samos y hablóles así: —«Bien veis, ciudadanos, que teniendo en mis manos el cetro que antes solía tener Polícrates en las suyas, si quiero puedo ser vuestro soberano. Mas yo no apruebo en mi persona lo que repruebo en la de otro, pues puedo aseguraros que nunca me pareció bien que quisiera ser Polícrates señor de hombres tan nobles como él, ni semejante tiranía podrá jamás consentirla en hombre alguno nacido o por nacer. Pagó ya Polícrates su merecido y cumplió su destino fatal. Resuelto yo a depositar la suprema autoridad en manos del pueblo, y deseoso de que todos seamos libres y de una misma condición y derecho público, solo os pido dos gracias en recompensa: una, que del tesoro de Polícrates se me reserven aparte seis talentos; otra, que el sacerdocio de Júpiter Libertador, investido desde luego en mi persona, pase a ser en los míos hereditario; privilegios que con razón pretendo, así por haber erigido esas aras, como por la resolución en que estoy de restituiros la independencia.» Esta era la propuesta que bajo tales condiciones hacía Menandrio a los samios: oída la cual, levantóse uno de ellos y le dijo: —«No mereces tú, según eres de vil y despreciable, de malvado y ruin, ser nuestro soberano. ¡Perdiérannos los dioses si tal sucediera! De ti pretendemos ahora que nos des cuenta del dinero público que has manejado.» El que así se expresaba era uno de los ciudadanos más principales, llamado Telesarco.

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