CXXXII

Juntas ya en Egina las naves todas, llegaron a dicha armada griega unos mensajeros de la Jonia, los mismos que poco antes, dos a Esparta, habían suplicado a los lacedemonios que pusiesen a los jonios en libertad: entre estos embajadores venía uno llamado Herodoto, que era hijo de Basileides. Eran estas unos hombres que, conjurados en número de siete contra Estratis, señor de Quío, lo habían antes maquinado la muerte; pero como uno de los siete cómplices hubiese dado parte al tirano de sus intentos, los seis, ya descubiertos, escapándose secretamente de Quío, habían pasado en derechura a Esparta y de allí a Egina, con la mira de pedir a los griegos que con sus naves desembarcasen en la Jonia, bien que con mucha dificultad pudieron lograr de ellos que avanzasen hasta Delos. En efecto, de Delos adelante todo se les hacía un caos de dificultades, así por no ser los griegos prácticos en aquellos parajes, como por parecerles que hervían todos ellos en gentes de armas, y lo que es más, por estar en la inteligencia de que tan lejos se hallaban de Samos como de las columnas de Hércules: de suerte que concurrían en ello dos Obstáculos; el uno de parte de los bárbaros; quienes por el horror que a los griegos habían cobrado no se atrevían a navegar hacia Poniente; el otro de parte de los griegos, que ni a instancias de los de Quío osaban de miedo bajar de Delos hacia Levante. Así que puesto de por medio el mutuo temor, a entrambos servía de pertrecho.

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