Estando dichos jefes en su junta, vino desde Egina el ateniense Arístides, hijo de Lisimaco, a quien con su ostracismo había el pueblo desterrado de la patria, hombre, según oigo hablar de su porte y conducta, el mejor y el más justo de cuantos hubo jamás en Atenas. Este, pues, llegándose al congreso, llamó a Temístocles, quien, lejos de ser amigo suyo, se le había profesado siempre su mayor enemigo. Pero en aquel estado fatal de Cosas, procurando él olvidarse de todo y con la mira de conferenciar sobre ellas, llamále fuera, por cuanto había ya oído decir que la gente del Peloponeso quería a toda prisa irse con sus naves hacia el istmo. Sale llamado Temístocles, y le habla Arístides de esta suerte: —«Sabes muy bien, oh Temístocles, que nuestras contiendas y porfías en toda ocasión, y mayormente en esta del día, crítica y perentoria, deben reducirse a cuál de los dos servirá mejor al bien de la patria. Hágote saber, pues, que tanto servirá a los peloponesios el altercar, mucho como no altercar acerca de retirar sus naves de este puesto; pues yo te aseguro, como testigo de vista de lo que digo, que por más que lo quieran los corintios, y aun diré más, por más que lo ordene el mismo Euribiades, no podrán apartarse ya, porque nos hallamos cerrados por las escuadras enemigas. Entra, pues, tú y dales esta noticia.»