DE LA RAZÓN Y DE LA CIENCIA
Qué es la razón. Cuando un hombre razona, no hace otra cosa sino concebir una suma total, por adición de partes; o concebir un residuo, por sustracción de una suma respecto a otra: lo cual (cuando se hace por medio de palabras) consiste en concebir a base de la conjunción de los nombres de todas las cosas, el nombre del conjunto: o de los nombres de conjunto, de una parte, el nombre de la otra parte. Y aunque en algunos casos (como en los números), además de sumar y restar, los hombres practican las operaciones de multiplicar y dividir, no son sino las mismas, porque la multiplicación no es sino la suma de cosas iguales, y la división la sustracción de una cosa tantas veces como sea posible. Estas operaciones no ocurren solamente con los números sino con todas las cosas que pueden sumarse unas a otras o sustraerse unas de otras. Del mismo modo que los aritméticos enseñan a sumar y a restar en números, los geómetras enseñan lo mismo con respecto a las líneas, figuras (sólidas y superficiales), ángulos, proporciones, tiempos, grados de celeridad, fuerza, poder, y otros términos semejantes: por su parte, los lógicos enseñan lo mismo en cuanto a las consecuencias de las palabras: suman dos nombres, uno con otro, para componer una afirmación; dos afirmaciones, para hacer un silogismo, y varios silogismos, para hacer una demostración; y de la suma o conclusión de un silogismo, sustraen una proposición para encontrar la otra. Los escritores de política suman pactos, uno con otro, para establecer deberes humanos; y los juristas leyes y hechos, para determinar lo que es justo e injusto en las acciones de los individuos. En cualquiera materia en que exista lugar para la adición y la sustracción existe también lugar para la razón: y dondequiera que aquélla no tenga lugar, la razón no tiene nada que hacer.
La razón definida. A base de todo ello podemos definir (es decir, determinar) lo que es y lo que significa la palabra razón, cuando la incluimos entre las facultades mentales. Porque RAZÓN. en este sentido, no es sino cómputo (es decir, suma y sustracción) de las consecuencias de los nombres generales convenidos para la caracterización y significación de nuestros pensamientos; empleo el término caracterización cuando el cómputo se refiere a nosotros mismos, y significación cuando demostramos o aprobamos nuestros cómputos con respecto a otros hombres.
Dónde está la verdadera razón. Del mismo modo que en Aritmética los hombres que no son prácticos yerran forzosamente, y los profesores mismos pueden errar con frecuencia, y hacer cómputos falsos, así en otros sectores del razonamiento, los hombres más capaces, más atentos y más prácticos pueden engañarse a sí mismos e inferir falsas conclusiones. Porque la razón es, por sí misma, siempre una razón exacta, como la Aritmética es un arte cierto e infalible. Sin embargo, ni la razón de un hombre ni la razón de un número cualquiera de hombres constituye la certeza; ni un cómputo puede decirse que es correcto porque gran número de hombres lo haya aprobado unánimemente. Por tanto, así como desde el momento que hay una controversia respecto a un cómputo, las partes, por común acuerdo, y para establecer la verdadera razón, deben fijar como módulo la razón de un árbitro o juez, en cuya sentencia puedan ambas apoyarse (a falta de lo cual su controversia o bien degeneraría en disputa o permanecería indecisa por falta de una razón innata), así ocurre también en todos los debates, de cualquier género que sean. Cuando los hombres que se juzgan a sí mismos más sabios que todos los demás, reclaman e invocan a la verdadera razón como juez, pretenden que se determinen las cosas, no por la razón de otros hombres, sino por la suya propia; pero ello es tan intolerable en la sociedad de los hombres, como lo es en el juego, una vez señalado el triunfo, usar como tal, en cualquiera ocasión, la serie de la cual se tienen más cartas en la mano. No hacen, entonces, otra cosa tales hombres sino tomar como razón verdadera en sus propias controversias las pasiones que les dominan, revelando su carencia de verdadera razón con la demanda que hacen de ella.
Uso de la razón. El uso y fin de la razón no es el hallazgo de la suma y verdad de una o de pocas consecuencias, remotas de las primeras definiciones y significaciones establecidas para los nombres, sino en comenzar en éstas y en avanzar de una consecuencia a otra. No puede existir certidumbre respecto a la última conclusión sin una certidumbre acerca de todas aquellas afirmaciones y negaciones sobre las cuales se fundó e infirió la última. Si un jefe de familia, al establecer una cuenta, asentara los totales de las facturas pagadas, en una suma, sin tomar en consideración cómo cada una está sumada por quienes las comunicaron ni lo que pagó por ellas, no adelantaría él mismo más que si aceptara la cuenta globalmente, confiando en la destreza y honradez de los acreedores: así, también, al inferir de todas las demás cosas establecidas, conclusiones por la confianza que le merecen, los autores, si no las comprueba desde los primeros elementos de cada cómputo (es decir, respecto a los significados de los nombres, establecidos por las definiciones) pierde su tiempo: y no sabe nada de las cosas, sino simplemente cree en ellas.
Del error y del absurdo. Cuando un hombre calcula sin hacer uso de las palabras, lo cual puede hacerse en determinados casos (por ejemplo, cuando a la vista de una cosa conjeturamos lo que debe precederla o lo que ha de seguirla), si lo que pensamos que iba a suceder no sucede, o lo que imaginamos que precedería no ha precedido, llamamos a esto ERROR; a él están sujetos incluso la mayoría de los hombres prudentes. Pero cuando razonamos con palabras de significación general, y llegamos a una decepción al presumir que algo ha pasado o va a ocurrir, comúnmente, se le denomina error, es, en realidad, un ABSURDO o expresión sin sentido. En efecto, el error no es sino una decepción al presumir que algo ha pasado o va a ocurrir; algo que aunque no hubiera pasado o no sobreviniera no entraña una imposibilidad efectiva. Pero cuando hacemos una afirmación general, a menos que sea una afirmación verdadera, la posibilidad de ella es inconcebible. Las palabras de las cuales no percibimos más que el sonido son las que llamamos absurdas, insignificantes e insensatas. Por tanto, si un hombre me habla de un rectángulo redondo; o de accidentes del pan en el queso; o de substancias inmateriales; o de un sujeto libre, de una voluntad libre o de cualquiera cosa libre, pero libre de ser obstaculizada por algo opuesto, yo no diré que está en un error, sino que sus palabras carecen de significación; esto es, que son absurdas.
He dicho antes (en el capítulo II) que el hombre supera a todos los demás animales en la facultad de que, cuando concibe una cosa cualquiera, es apto para inquirir las consecuencias de ella y los efectos que pueda producir. Añado ahora otro grado de la misma excelencia, el de que, mediante las palabras, puede reducir las consecuencias advertidas a reglas generales, llamadas teoremas o aforismos; es decir, que él puede razonar o calcular no solamente en números, sino en todas las demás cosas que pueden ser sumadas o restadas de otras.
Pero este privilegio va asociado a otro; nos referimos al privilegio del absurdo al cual ninguna criatura viva está sujeta, salvo el hombre. Y entre los hombres, más sujetos están a ella los que profesan la filosofía. Porque es una gran verdad lo que Cicerón decía de alguien: que no puede haber nada tan absurdo que sea imposible encontrarlo en los libros de los filósofos. Y la razón es manifiesta: ninguno de ellos comienza su raciocinio por las definiciones o explicaciones de los nombres que van a usarse, método solamente usado en Geometría, razón por la cual las conclusiones de esta ciencia se han hecho indiscutibles.
Causas de absurdo. 1. La primera causa de las conclusiones absurdas la adscribo a la falta de método, desde el momento en que no se comienza el raciocinio con las definiciones, es decir, estableciendo el significado de las palabras: es como si se quisiera contar sin conocer el valor de los términos numéricos: 1, 2 y 3.
Y, como todos los cuerpos pueden considerarse desde distintos aspectos (a ello me he referido en el precedente capítulo), siendo estas consideraciones denominadas de diverso modo, origínanse distintas posibilidades de absurdo por la confusión y conexión inadecuada de sus nombres en las afirmaciones. Como consecuencia:
2. La segunda causa de las aserciones absurdas, la adscribo a la asignación de nombres de cuerpos a accidentes; o de accidentes a cuerpos. En ellas incurren quienes dicen que la fe es inspirada o infusa, cuando nada puede ser insuflado o introducido en una cosa sino un cuerpo; o bien que la extensión es un cuerpo; que los fantasmas son espíritus, etc.
3. La tercera la adscribo a la asignación de nombres de accidentes de los cuerpos situados fuera de nosotros a los accidentes de nuestros propios cuerpos; en ella incurren los que dicen que el calor está en el cuerpo; el sonido en el oído, etc.
4. La cuarta, a la asignación de nombres de cuerpos a expresiones; como cuando se afirma que existen cosas universales, que una criatura viva es un género, o una cosa general, etc.
5. La quinta, a la asignación de nombres de accidentes a nombres y expresiones; como cuando se dice que la naturaleza de una cosa es su definición; que el mandato de un hombre es su voluntad, y así sucesivamente.
6. La sexta al uso de metáforas, tropos y otras figuras retóricas, en lugar de las palabras correctas. Por ejemplo, aunque sea legítimo decir, en la conversación común, que el camino va o conduce a tal o cual parte, o que el proverbio dice esto o aquello (cuando ni los caminos pueden conducir, ni hablar los proverbios), en la determinación e investigación de la verdad no pueden admitirse tales expresiones.
7. La séptima a nombres que no significan nada, sino que se toman y aprenden rutinariamente en las Escuelas, como hipostático, transubstanciación, consubstanciación, eternoactual y otras cantinelas semejantes de los escolásticos.
Quien puede evitar estas cosas no es fácil que caiga en el absurdo, como no sea por la longitud de su raciocinio, caso en el cual puede olvidar lo que antes ocurrió. En efecto: todos los hombres, por naturaleza, razonan del mismo modo, y lo hacen bien, cuando tienen buenos principios. Porque, ¿quién sería tan estúpido para equivocarse en Geometría, y persistir en ello, si otros le señalan su error?
Ciencia. De este modo se revela que la razón no es, como el sentido y la memoria, innata en nosotros, ni adquirida por la experiencia solamente, como la prudencia, sino alcanzada por el esfuerzo: en primer término, por la adecuada imposición de nombres, y, en segundo lugar, aplicando un método correcto y razonable, al progresar desde los elementos, que son los nombres, a las aserciones hechas mediante la conexión de uno de ellos con otro; y luego hasta los silogismos, que son las conexiones de una aserción a otra, hasta que llegamos a un conocimiento de todas las consecuencia de los nombres relativos al tema considerado; es esto lo que los hombres denominan CIENCIA. Y mientras que la sensación y la memoria no son sino conocimiento de hecho, que es una cosa pasada e irrevocable, la Ciencia es el conocimiento de las consecuencias y dependencias de un hecho respecto a otro: a base de esto, partiendo de lo que en la actualidad podemos hacer, sabemos cómo realizar alguna otra cosa si queremos hacerla ahora, u otra semejante en otro tiempo. Porque cuando vemos cómo una cosa adviene, por qué causas y de qué manera, cuando las mismas causas caen bajo nuestro dominio, procuramos que produzcan los mismos efectos.
Esta es la causa de que los niños no estén dotados de razón, en absoluto, hasta que han alcanzado el uso de la palabra; pero son llamadas criaturas razonables por la aparente posibilidad de tener uso de razón en tiempo venidero. La mayor parte de los hombres, aunque tienen el uso de razón en ciertos casos como, por ejemplo, para la numeración hasta cierto grado, les sirve de muy poco en la vida común; gobiérnense ellos mismos, unos mejor, otros peor, de acuerdo con su grado diverso de experiencia, destreza de memoria e inclinaciones, hacia fines distintos; pero especialmente de acuerdo con su buena o mala fortuna y con los errores de uno respecto a otro. Por lo que a la Ciencia se refiere, o a la existencia de ciertas reglas en sus acciones, están tan lejos de ella que no saben lo que es. De la Geometría piensan que es un mágico conjuro. Pero de las demás ciencias, quienes no han sido instruidos en sus principios o han hecho algunos progresos en ellas, en forma tal que pueden ver cómo se adquieren y engendran, son, en este aspecto, como los niños, que no tienen idea de la generación, y les hacen creer las mujeres que sus hermanos y hermanas no han nacido, sino que han sido hallados en un jardín.
Eso sí: quienes carecen de ciencia se encuentran, con su prudencia natural, en mejor y más noble condición que los hombres que, por falsos razonamientos o por confiar en quienes razonan equivocadamente, formulan reglas generales que son falsas y absurdas. Por ignorancia de las causas y de las normas los hombres no se alejan tanto de su camino como por observar normas falsas o por tomar como causas de aquello a que aspiran cosas que no lo son, sino que, más bien, son causas de lo contrario.
En conclusión: la luz de la mente humana la constituyen las palabras claras o perspicuas, pero libres y depuradas de la ambigüedad mediante definiciones exactas; la razón es el paso; el Incremento de ciencia, el camino; y el beneficio del género humano, el fin. Por el contrario las metáforas y palabras sin sentido, o ambiguas, son como los ignes fatui; razonar a base de ellas equivale a deambular entre absurdos innumerables; y su fin es el litigio y la sedición, o el desdén.
Prudencia y sapiencia, y sus diferencias. Del mismo modo que mucha experiencia es prudencia, así mucha ciencia es sapiencia. Porque aunque usualmente tenemos el nombre de sabiduría para las dos cosas, los latinos distinguían siempre entre prudencia y sapiencia, adscribiendo el primer término a la experiencia, el segundo a la ciencia. Para que su diferencia nos aparezca más claramente, supongamos un hombre dotado con una excelente habilidad natural y destreza en el manejo de las armas, y otro que a esta destreza ha añadido una ciencia adquirida respecto a cómo puede herir o ser herido por su adversario, en cada postura posible o guardia. La habilidad del primero sería con respecto a la habilidad del segundo como la prudencia respecto a la sapiencia: ambas cosas son útiles, pero la última es infalible. Quienes confiando solamente en la autoridad de los libros, siguen al ciego ciegamente, son como aquellos que confiando en las falsas reglas de un maestro de esgrima, se aventuran presuntuosamente ante un adversario, del cual reciben muerte o desgracia.
Signos de la Ciencia. De los signos de la ciencia unos son ciertos e infalibles; otros, inciertos. Ciertos, cuando quien pretende la ciencia de una cosa puede enseñarla, es decir, demostrar la verdad de la misma, de modo evidente, a otro. Inciertos cuando sólo algunos acontecimientos particulares responden a su pretensión, y en ciertas ocasiones prueban lo que habían de probar. Todos los signos de prudencia son inciertos, porque observar experiencia y recordar todas las circunstancias que pueden alterar el suceso, es imposible. En cualquier negocio en que un hombre no cuente con una ciencia infalible en que apoyarse, renunciar al propio juicio natural y dejarse guiar por las sentencias generales que se leyeron en los autores y están sujetas a excepciones diversas, es un signo de locura, generalmente tildado con el nombre de pedantería. Entre aquellos hombres que en los Consejos de gobierno gustan ostentar sus lecturas en política e historia, muy pocos lo hacen en los negocios domésticos que atañen a su interés particular; tienen prudencia bastante para sus asuntos privados, pero en los públicos aprecian más la reputación de su propio ingenio que el éxito de los negocios de otros.