DE LAS VIRTUDES COMÚNMENTE LLAMADAS INTELECTUALES Y DE SUS DEFECTOS OPUESTOS
Definición de las virtudes intelectuales. Generalmente la virtud, en toda clase de asuntos, es algo que se estima por su eminencia. Consiste en la comparación, porque si todas las cosas fueran iguales en todos los hombres, nada sería estimado. Y por virtudes INTELECTUALES se entiende, siempre, aquellas aptitudes de la mente que los hombres aprecian, valoran y desearían poseer en sí mismos: comúnmente se comprenden bajo la denominación de un buen talento, aunque la misma palabra talento se use también para distinguir una cierta aptitud del resto de ellas.
Talento natural o adquirido. Talento natural. Estas virtudes son de dos clases: naturales y adquiridas. Con la denominación de naturales no significo lo que un hombre tiene desde su nacimiento, porque entonces no posee sino sensaciones; en ello difieren los hombres tan poco unos de otros, y de los animales, que no puede incluirse esa cualidad entre las virtudes. Me refiero más bien a ese talento que se adquiere solamente por el uso y la experiencia, sin método, cultura e instrucción. Ese TALENTO NATURAL consiste principalmente en dos cosas: celeridad de la imaginación (es decir, con respecto a otro), y sucesión rápida de un pensamiento, dirección certera hacia algún fin propuesto. Por lo contrario, una imaginación lenta constituye el defecto o falta de inteligencia que comúnmente se denomina PESADEZ, estupidez, y a veces con otros nombres que significan lentitud de movimiento o dificultad de ser movido.
Buen talento o imaginación. Esta diferencia de celeridad proviene de la diferencia de las pasiones humanas; unos hombres aman y aborrecen unas cosas, otros otras; como consecuencia, ciertos pensamientos humanos siguen un camino, y otros otro, y retienen y observan de modo diferente las cosas que pasan a través de su imaginación. Y como en esta sucesión de los pensamientos humanos no hay nada que observar en las cosas sobre las cuales se piensa, sino es aquello en que una se asemeja o se diferencia de otra, o para qué sirven, o cómo sirven para determinado propósito, quienes observan su semejanza, en los casos en que esta cualidad difícilmente es observada por otros, se dice que tienen un buen talento, con lo cual, en esta ocasión, se significa una buena imaginación.
Buen juicio. Quienes observan esa diferencia y desemejanza, actividad que se denomina distinguir, observar y juzgar entre cosa y cosa, cuando este discernimiento no es fácil, se dice que tiene un buen juicio, particularmente en materia de conversación y negocios.
Discreción. Cuando han de discernirse tiempos, lugares y personas, esta virtud se denomina DISCRECIÓN. LO primero, es decir, la fantasía, sin ayuda del juicio, no puede considerarse como virtud; pero lo último, es decir, el juicio y la discreción reunidos se recomiendan por sí mismos aun sin auxilio de la fantasía. Junto a la discreción sobre tiempos, lugares y personas, que es indispensable para una buena imaginación, se requiere, también, una aplicación frecuente de los pensamientos con respecto a su fin; es decir, con respecto al uso que ha de hacerse de ellos. Hecho esto, quienes poseen esta virtud, fácilmente encuentran similitudes que no solamente resultan agradables para la ilustración de su discurso y para exornarlo con nuevas y adecuadas metáforas, sino también por la rareza de su invención. En cambio, sin ese sentido certero o dirección hacia el fin, una gran imaginación no es sino una especie de locura; tal ocurre con quienes iniciando un discurso se apartan de su propósito por alguna cuestión que les viene a la mente, cayendo en tan abundantes y diversas digresiones y paréntesis, que se extravían lamentablemente. No conozco ningún nombre especial para este género de locura, pero su causa es, a veces, la falta de experiencia, que hace parecer a un hombre nueva y rara una cosa que no lo es para los otros; a veces la pusilanimidad, cuando lo que parece grande a uno, otros hombres lo estiman baladí; y como todo lo que es nuevo y grande resulta, por consiguiente, digno de expresión, aparta a un hombre gradualmente de la vía señalada a sus discursos.
En un buen poema, ya sea épico o dramático, como también en sonetos, epigramas y otras piezas, se requieren ambas cosas, juicio e imaginación. Pero la imaginación debe ser preeminente; porque tales obras deben agradar por su extravagancia, pero no desagradar por su indiscreción.
En una buena historia la cualidad eminente debe ser el juicio, porque la bondad consiste en el método, en la verdad y en la selección de las acciones más dignas de ser conocidas. La imaginación no tiene ahí adecuado lugar si no es para adornar el estilo.
En las oraciones laudatorias y en las invectivas la, imaginación predomina, porque el fin propuesto no es la verdad, sino el ensalzamiento o la denigración, lo cual se logra mediante comparaciones nobles o viles. El juicio sugerirá qué circunstancias hacen un acto laudable o reprobable.
En las exhortaciones e informes, como la verdad o la simulación sirven mejor al designio propuesto, unas veces interesa más el juicio y otras la fantasía.
En la demostración, en el consejo y en toda busca rigurosa de la verdad, el juicio lo es todo, salvo en aquellas ocasiones en que la comprensión necesita facilitarse por una semblanza adecuada, caso en el cual precisa recurrir a la imaginación. En cuanto a las metáforas, deben ser decididamente excluidas en este caso porque revelan una simulación, y admitirlas en un consejo o razonamiento seria insensatez manifiesta.
En un discurso cualquiera, si el defecto de discreción es evidente, por extraordinaria que sea la imaginación, el discurso entero será considerado como un signo de falta de talento; nunca ocurre esto cuando la discreción es manifiesta, aunque la imaginación resulte pobre.
Los pensamientos secretos de un hombre giran en torno a todas las cosas, santas y profanas, limpias, obscenas, graves y ligeras, sin vergüenza ni desdoro; no ocurre lo mismo con el discurso verbal, ya que el juicio debe tener en cuenta el lugar, el tiempo y las personas. Un anatómico o un médico pueden expresar o escribir su opinión sobre cosas sucias, porque su objeto no es agradar sino ser útil; pero que otro hombre escriba sus fantasías extravagantes y ligeras sobre esas mismas cosas, es como si alguien sé presentara en una reunión después de haberse revolcado en el fango. La diferencia consiste en la falta de discreción. En los casos de deliberada disipación de la mente y en el círculo familiar, un hombre puede juzgar con los sonidos y con las significaciones equívocas de las palabras, cosa que en ocasiones es signo de extraordinaria fantasía. Pero en un sermón, o en público, o ante personas desconocidas, o delante de aquellas a quienes reverenciamos, tales juegos de palabras no pueden ser considerados sino como necedad manifiesta; y la diferencia consiste una vez más en la falta de discreción. Así que donde falta el ingenio, no es la imaginación lo que estorba, sino la falta de discreción. Por consiguiente, el juicio sin imaginación es talento, pero la fantasía sin juicio no lo es.
Prudencia. Cuando los pensamientos de un hombre que se propone algo, giran en torno a una multitud de cosas, y observa cómo pueden conducirle a tal designio, o qué designios pueden conducirle a ello, si sus observaciones son de tal linaje que no pueden considerarse fáciles o usuales, este talento de la persona en cuestión se denomina PRUDENCIA, y depende en gran parte de la experiencia y memoria de cosas análogas anteriores y de sus consecuencias. En esto no existe tanta diferencia entre los hombres como la hay en sus fantasías y en sus juicios; en efecto, la experiencia de los hombres de una misma edad no difiere grandemente en orden a la cantidad, pero varía según las diferentes ocasiones, ya que cada uno tiene sus particulares designios. Gobernar bien una familia y un reino no son grados diferentes de prudencia, sino diferentes especies de negocios; del mismo modo que diseñar un cuadro en pequeño o en grande, o en tamaño mayor que el natural no implica sino grados diferentes de arte. Un esposo sencillo es más prudente en los negocios de su propia casa que un consejero privado en los asuntos de otro hombre.
Astucia. Si a la prudencia se añade el uso de medios injustos o deshonestos, tales como los que usualmente arbitra el hombre cuando siente temor o necesidad, nos encontramos con esa especie de sabiduría tortuosa que se denomina ASTUCIA, y es un signo de pusilanimidad. En efecto, la magnanimidad implica el desprecio de ayudas injustas o deshonestas. Y lo que los latinos llaman versutia (traducido al inglés shifting), que consiste en aceptar el peligro presente para evitar otro mayor, como ocurre cuando alguien roba a uno para pagar a otro, es una astucia de corto radio, lo que se llama versutia, derivado de versura, que significa tomar dinero a usura para hacer frente al pago actual del interés.
Talento adquirido. En cuanto al talento adquirido (me refiero al logrado por el método y la instrucción) no es otra cosa que la razón; está fundado en el uso correcto del lenguaje, y produce las ciencias. Pero de razón y de ciencia he hablado ya en los capítulos V y VI.
Las causas de esta diferencia de talento se encuentran en las pasiones; y la diferencia de pasiones procede, en parte, de la diferente constitución del cuerpo, y en parte de la distinta educación. Porque si la diferencia procediese del temple del cerebro y de los órganos de los sentidos tanto externos como internos, no habría menos diferencia entre los hombres en cuanto a la vista, al oído y otros sentidos, que en cuanto a su imaginación y a su discernimiento. La diferencia de talento procede, por consiguiente, de las pasiones, que no solamente difieren por la diversa complexión humana, sino, también, por sus diferencias en punto a costumbres y educación.
Disipación. Locura. Las pasiones que más que nada causan las diferencias de talento son, principalmente, un mayor o menor deseo de poder, de riquezas, de conocimientos y de honores, todo lo cual puede ser reducido a lo primero, es decir: al afán de poder. Porque las riquezas, el conocimiento y el honor no son sino diferentes especies de poder. Por tal razón, un hombre que no tiene gran pasión por ninguna de estas cosas es lo que suele llamarse un indiferente, aunque, por lo demás, puede ser un hombre tan cabal que sea incapaz de ofender a nadie, pero sin gran imaginación ni adecuado juicio. Porque los pensamientos son, con respecto a los deseos, como escuchas o espías, que precisa situar para que avizoren el camino hacia las cosas deseadas. Toda la firmeza en los actos de la inteligencia y toda la rapidez de la misma proceden de aquí. En efecto, no tener deseos es estar muerto; tener pasiones débiles es pereza; apasionarse indiferentemente por todas las cosas, DISIPACIÓN y distracción; y tener por alguna cosa pasiones más fuertes y más vehementes de lo que es ordinario en los demás, es lo que los hombres llaman LOCURA.
Existen clases tan diversas de locura como de pasiones mismas. A veces la pasión, extraordinaria y extravagante, procede de la defectuosa constitución de los órganos del cuerpo, o de un daño que se le ha inferido; a veces el daño e indisposición de los órganos lo causan la vehemencia o prolongada continuidad de la pasión. Pero en ambos casos la locura es de una sola y la misma naturaleza.
La pasión, cuya violencia o continuidad producen la locura, es, o bien una gran vanagloria, lo que comúnmente se llama orgullo y alta estimación de si mismo, o un gran desaliento o desánimo.
Rabia. El orgullo lanza al hombre a la violencia, y su exceso es la locura, RABIA vehemente o FUROR. Y así ocurre que un excesivo anhelo de venganza, cuando se hace habitual, perturba los órganos y se convierte en rabia. El amor excesivo, con celos, se transforma en rabia también. La exagerada opinión que un hombre tiene de sí mismo, cuando siente la inspiración divina, por su sabiduría, por su enseñanza, sus maneras, etc., se convierte en distracción y disipación. La misma cosa, asociada con la envidia, se convierte en rabia; la opinión vehemente de la verdad de todas las cosas, contradicha por los otros, engendra rabia también.
Melancolía. El abatimiento provoca en el hombre temores inmotivados; es llamado comúnmente MELANCOLÍA y tiene también manifestaciones diversas; por ejemplo, la frecuentación de cementerios y lugares solitarios, los actos de superstición, el temor a alguien o a alguna cosa en concreto.
En suma, todas las pasiones que producen una conducta extraña y desusada reciben, por lo general, el nombre de locura. Pero de las diversas clases de ella quien quisiera tomarse la pena podrá contar una legión, y si los excesos son locura, no hay duda de que las pasiones mismas, cuando tienden al mal, son grados de ella.
Por ejemplo, aunque el efecto de la locura en quienes creen hallarse inspirados, no siempre es visible en una persona por una acción extravagante que proceda de tales pasiones, cuando varias personas obedecen a una de esas inspiraciones, la rabia de la multitud entera es bastante visible, Porque ¿qué mayor prueba de locura que increpar, herir y lapidar vuestros mejores amigos?: y esto es lo menos que semejante multitud puede hacer. Esa multitud increpará, combatirá y aniquilará a aquellos que en tiempos pasados de su vida les aseguraron contra el mal. Y si esto es locura en la multitud, lo mismo ocurre con et hombre particular. Porque, como en medio del mar, aunque un hombre no perciba el rumor del agua que le rodea, está bien seguro de que esta porción contribuye al rumor de las olas, tanto como cualquiera otra parte del mar entero, así, aunque no percibamos una gran inquietud en uno o en dos hombres, podemos estar seguros que sus pasiones singulares son parte de la agitación que anima a una nación turbulenta. Y si no existiera nada que manifestara su locura, por lo menos la pretensión misma de asignarse tal inspiración, es prueba suficiente de ello. Si un habitante de Bedlam os entretuviera en términos pretenciosos, y al despediros quisierais saber quién es, para corresponder más tarde a su atención, y os dijera que es Dios Padre, pienso que no necesitaríais esperar ninguna otra acción extravagante para tener una prueba de su locura.
Este sentido de la inspiración, llamado comúnmente espíritu particular, se inicia con mucha frecuencia en el hallazgo o percepción de un error en que generalmente incurren los demás; y no sabiendo o no recordando por qué conducto de razón llegan a una verdad tan singular (como ellos lo piensan, aunque lo que descubren sea, en muchos casos, una sinrazón), actualmente se admiran a sí mismos, suponiendo que se encuentran en posesión de la gracia del Todopoderoso que les ha revelado esa verdad, de modo sobrenatural, por su Espíritu.
Que a su vez esta locura no es otra cosa sino la muestra de una excesiva pasión, se advierte por los efectos del vino, muy semejantes a los de la mala disposición de los órganos. Porque la manera de conducirse los hombres que han bebido demasiado es la misma que la de los locos: algunos de ellos rabian, otros aman, otros ríen, todos de modo extravagante, pero de acuerdo con sus distintas pasiones dominantes. Porque el vino produce el efecto de disipar todo disimulo, dejando que se manifieste la deformidad de las pasiones. Ni los hombres más sobrios, cuando caminan solos, dando rienda suelta a su imaginación, tolerarían que la extravagancia de sus pensamientos fuera públicamente advertida: lo cual es una confesión de que las pasiones sin guía son, en la mayor parte de los casos, mera locura.
Lo mismo en tiempos pasados que en otros más cercanos, las opiniones del mundo concernientes a la causa de la locura han sido dos. Algunos la hacen derivar de las pasiones; otros, de los demonios o espíritus, tanto buenos como malos, pensando que esos entes son susceptibles de agitar sus órganos en tan extraña e Inconsiderada manera como suele ocurrir a los locos. Los primeros llaman a tales hombres locos; pero los últimos les denominan demoníacos (es decir, poseídos por los espíritus); a veces energúmenos (es decir, agitados o movidos por los espíritus); y ahora en Italia se les llama no solamente pazzi o locos, sino también spiritati, o posesos.
Hubo una vez una gran afluencia de gente en Abdera, ciudad de los griegos, durante la representación de la tragedia de Andrómeda, en un día extraordinariamente caluroso; como consecuencia de ello una gran parte de los espectadores contrajo fiebres, accidente causado por el calor y por la tragedia juntamente, y no hacían otra cosa sino pronunciar yámbicos con los nombres de Perseo y Andrómeda; esto, juntamente con la fiebre, quedó curado con el advenimiento del invierno. Decíase que esta locura procedía de la pasión suscitada por la tragedia. Del mismo modo cayó sobre dicha ciudad griega una racha de locura que afectaba solamente a las jóvenes doncellas e inducía a muchas de ellas a ahorcarse. Supúsose por muchos que esta locura era acto del demonio. Pero hubo quien sospechó que el hastío de la vida sentido por las jóvenes podía proceder de cierta pasión de la mente, y suponiendo que estimaban en más su honor, aconsejó a los magistrados que desnudaran a las interesadas y las dejasen colgar desnudas. De este modo dice la historia que curaron su locura. Pero por otro lado los mismos griegos atribuían frecuentemente la locura unas veces a la actuación de las Euménides o Furias; otras, a Ceres, a Febo y a otros dioses. Muchas cosas atribuían entonces los hombres a los fantasmas, suponiéndoles cuerpos aéreos vivientes, y en general los llamaban espíritus. Los romanos, en esto, tenían la misma opinión que los griegos, y así ocurrió también con los judíos. Llamaban éstos a los profetas locos o demoníacos, según los considerasen inspirados por espíritus buenos o malos; y algunos de ellos llamaban a ambos, profetas y demoníacos, hombres locos; y otros llaman al mismo hombre las dos cosas, demoníaco y loco. En cuanto a los gentiles no puede esto causar extrañeza, porque las enfermedades y la salud, los vicios y las virtudes y muchos accidentes naturales eran denominados y conjurados por ellos como demonios; así que cualquiera comprendía bajo la denominación de demonio lo mismo una fiebre que un diablo. Pero que los judíos tengan tal opinión es algo extraño, porque ni Moisés ni Abraham pretendían profetizar por la posesión de un espíritu, sino por la voz de Dios o por la visión o ensueño. Ni existe, tampoco, cosa alguna en su ley moral o ceremonial, por la cual pueda pretenderse que existiera tal entusiasmo o posesión. Cuando se dice que Dios (Num. 11, 25) tomó el espíritu que había en Moisés y lo dio a los setenta más ancianos, el espíritu de Dios (considerándolo como la sustancia de Dios) no queda por ello dividido. Las Escrituras, al decir espíritu de Dios en el hombre, significan un espíritu humano propenso a lo divino. Y donde se dice (Ex. 28, 3) a aquel a quien he henchido con el espíritu de la sabiduría para que haga vestidos a Aarón, no quiere decirse que se haya imbuido en él un espíritu que pueda hacer vestidos sino la sabiduría de sus propios espíritus en este género de trabajo. En el mismo sentido cuando el espíritu del hombre produce acciones impuras, se llama ordinariamente espíritu impuro; y así se habla también de otros espíritus, por lo menos cuando la verdad y el vicio son de tal naturaleza que resultan extraordinarios y eminentes. Tampoco los otros profetas del Antiguo Testamento pretendieron estar inspirados o que Dios hablara por ellos, sino que se les manifestara mediante la voz, visión o ensueño. Y el peso del Señor, no era posesión sino orden o mando. ¿Cómo pudieron los judíos caer en esta idea de la posesión? Yo no me imagino razón alguna sino la que es común a todos los hombres, especialmente el anhelo de curiosidad por buscar las causas naturales, y su empeño de situar la felicidad en la adquisición de los grandes placeres de los sentidos, y en las cosas que más inmediatamente conducen a ellos. En efecto, quienes ven ciertas excelencias, desastres y defectos en una mente humana, a menos que no se den cuenta de la causa que pudo probablemente originarlos, difícilmente pensarán que sea cosa natural, y si no es natural, habrá de ser sobrenatural; y entonces ¿qué puede haber sino Dios o el demonio en ellos? De aquí que cuando nuestro Salvador (Mr. 3, 21) se hallaba rodeado por la multitud, sus familiares sospechaban que estuviera loco y salieron de casa para detenerle. Pero los escribas decían (Jn 10, 20) que tenía a Belzebú, y que gracias a él expulsaba a los demonios, como si el loco más grande empujara a los más pequeños. Así en el Antiguo Testamento aquel que vino a ungir a Jehú (2 R., 9, 11), era un profeta; pero alguno de los circunstantes preguntó: Jehú ¿qué viene a hacer ese loco? Así que, en suma, es manifiesto que todo aquel que se comporta de un modo extraordinario, era considerado por los judíos como poseído bien por un dios, bien por un espíritu maligno; exceptuábanse los saduceos, quienes, por otra parte, erraban tanto que no creían en absoluto en la existencia de los espíritus (lo cual no dista mucho de inducir al ateísmo); y a causa de esto, acaso, los demás, propendían a denominar a tales hombres demoníacos, más bien que locos.
Pero ¿por qué nuestro Salvador procedió en la curación de ellos como si estos hombres fueran posesos, y no como si fuesen locos? A ello no puedo dar otro género de respuesta sino el que se da a quienes tratan de utilizar análogamente la Escritura contra la opinión del movimiento de la tierra. La Escritura fue escrita para mostrar a los hombres el reino de Dios, y para preparar sus espíritus para ser sus súbditos obedientes, abandonando el mundo, y la filosofía a él referente, a la disputa de los hombres, para ejercicios de su razón natural. Que las tierras o los soles en su movimiento creen el día y la noche; que las acciones exorbitantes de los hombres procedan de la pasión o del demonio (con tal de que no le rindamos culto) es lo mismo, por lo que se refiere a nuestra obediencia y sumisión a la Omnipotencia divina, objeto para el cual fue escrita la Escritura. En cuanto a que nuestro Salvador hablase a la enfermedad como a una persona, es la frase usual de todos aquellos que curan solamente por la palabra, como lo hizo Cristo (y como pretenden hacerlo los encantadores, ya invoquen al diablo o no). Porque ¿no se dice que Cristo increpó también (Mt. 8, 26) a los vientos? ¿no se le atribuye igualmente (Lc. 4, 39) haber recriminado a la fiebre? Sin embargo, esto no permite argüir que una fiebre sea un demonio. Y cuando se dice que muchos de estos demonios confesaron a Cristo, el pasaje en cuestión no debe interpretarse necesariamente de otro modo sino en el sentido de que aquellos locos lo confesaron. Y cuando nuestro Salvador (Mt., 12, 43) habla de un espíritu impuro, que habiendo salido de un hombre va errando por el desierto, en busca de descanso y sin hallarlo, y vuelve al mismo hombre, en compañía de otros siete espíritus peores que él mismo, esto es evidentemente una parábola, refiriéndose a un hombre que después de haberse esforzado tenuemente por despojarse de sus deseos, fue vencido por la potencia de ellos y se hizo siete veces peor de lo que era. Así que yo no veo absolutamente nada en la Escritura que obligue a creer que los demoníacos eran otra cosa que locos.
Palabras sin sentido. Y todavía existe otro defecto en los discursos de algunas personas, que puede ser enumerado entre las especies de locura: nos referimos al abuso de palabras de que anteriormente he hablado, en el capítulo V, bajo la denominación de absurdas. Tal ocurre cuando los hombres expresan palabras que reunidas unas con otras carecen de significación, no obstante lo cual las gentes, sin comprender sus términos, las repiten de modo rutinario, y son usadas por otros con la intención de engañar mediante la oscuridad que hay en ellas. Ocurre esto solamente a aquellos que conversan sobre temas incomprensibles, como los escolásticos, o sobre cuestiones de abstrusa filosofía. El común de las gentes raramente dice palabras sin sentido, y esta es la razón de que esas otras egregias personas las tengan por idiotas. Pero para asegurarnos de que sus palabras carecen de contenido correspondiente en su espíritu, habríamos de citar algunos ejemplos; si alguien lo requiere, que tome por su cuenta un escolástico y vea si puede traducir cualquier capítulo concerniente a un punto difícil como la Trinidad, la Deidad, la naturaleza de Cristo, la transubstanciación, el libre albedrío, etc., a alguna de las lenguas modernas, para hacerlo inteligible, o en un latín tolerable como el que nos dieron a conocer quienes vivieron cuando el latín era una lengua común. ¿Qué significan estas palabras: La causa primera, en razón de la subordinación esencial de las causas segundas, no necesita introducir algo en éstas, por medio de lo cual pueda ayudarlas a obrar? Tal es la traducción del título del capítulo sexto de Suárez, libro primero, Del Concurso del movimiento y de la ayuda de Dios. Cuando los hombres escriben volúmenes enteros acerca de tales necedades ¿no están locos o tratan de volver locos a los demás? Particularmente en el problema de la transubstanciación. Cuando, después de haber pronunciado determinadas palabras como blancura, redondez, magnitud, cualidad, corruptibilidad, se dice que todo esto que es incorpóreo pasa de la Hostia al Cuerpo de nuestro bendito Salvador ¿no prueban con todas aquellas terminaciones abstractas que hay otros tantos espíritus que poseen su cuerpo? Por espíritus entienden estas gentes, en efecto, cosas que siendo incorpóreas se mueven, no obstante, de un lugar a otro. De modo que este género de absurdos puede correctamente ser incluido entre las diversas especies de locura; y todo el tiempo en que, guiados por pensamientos claros de sus pasiones mundanas, se abstienen de discutir o de escribir así, no son sino intervalos de lucidez. Y así ocurre con muchas de las virtudes y defectos intelectuales.