DE LA DIFERENCIA DE MANERAS
Qué se entiende aquí por maneras. Bajo la denominación de MANERAS no significo, aquí, la decencia de conducta: por ejemplo, cómo debe uno saludar a otro, o cómo debe lavarse la boca, o hurgarse los dientes delante de la gente, y otros consejos de pequeña moral, sino más bien aquellas cualidades del género humano que permiten vivir en común una vida pacífica y armoniosa. A este fin recordemos que la felicidad en esta vida no consiste en la serenidad de una mente satisfecha; porque no existe el finis ultimus (propósitos finales) ni el summum bonum (bien supremo), de que hablan los libros de los viejos filósofos moralistas. Para un hambre, cuando su deseo ha alcanzado el fin, resulta la vida tan imposible como para otro cuyas sensaciones y fantasías estén paralizadas. La felicidad es un continuo progreso de los deseos, de un objeto a otro, ya que la consecución del primero no es otra casa sino un camino para realizar otro ulterior. La causa de ello es que el objeto de los deseos humanos no es gozar una vez solamente, y por un instante, sino asegurar para siempre la vía del deseo futuro. Por consiguiente, las acciones voluntarias e inclinaciones de todos los hombres tienden no solamente a procurar, sino, también, a asegurar una vida feliz; difieren tan sólo en el modo como parcialmente surgen de la diversidad de las pasiones en hombres diversos; en parte, también, de la diferencia de costumbres o de la opinión que cada uno tiene de las causas que producen el efecto deseado.
Un incesante afán de poder en todos los hombres. De este modo señalo, en primer lugar, como inclinación general de la humanidad entera, un perpetuo e incesante afán de poder, que cesa solamente con la muerte. Y la causa de esto no siempre es que un hombre espere un placer más intenso del que ha alcanzado; o que no llegue a satisfacerse con un moderado poder, sino que no pueda asegurar su poderío y los fundamentos de su voluntad actual, sino adquiriendo otros nuevos. De aquí se sigue que los reyes cuyo poder es más grande, traten de asegurarlo en su país por medio de leyes, y en el exterior mediante guerras; logrado esto, sobreviene un nuevo deseo: unas veces se anhela la fama derivada de una nueva conquista; otras, se desean placeres fáciles y sensuales, otras, la admiración o el deseo de ser adulado por la excelencia en algún arte o en otra habilidad de la mente.
El afán de lucha se origina en la competencia. La pugna de riquezas, placeres, honores u otras formas de poder, inclina a la lucha, a la enemistad y a la guerra. Porque el medio que un competidor utiliza para la consecución de sus deseos es matar y sojuzgar, suplantar o repeler a otro. Particularmente la competencia en los elogios induce a reverenciar la Antigüedad; porque los hombres contienden con los vivos, no con los muertos, y adscriben a éstos más de lo debido, para que puedan obscurecer la gloria de aquéllos.
La obediencia civil se origina en el afán de tranquilidad. El afán de tranquilidad y de placeres sensuales dispone a los hombres a obedecer a un poder común, porque tales deseos les hacen renunciar a la protección que cabe esperar de su propio esfuerzo o afán. El temor a la muerte y a las heridas dispone a lo mismo, y por idéntica razón. Por el contrario, los hombres necesitados y menesterosos no están contentos con su presente condición; así también, los hombres ambiciosos de mando militar propenden a continuar las guerras y a promover situaciones belicosas: porque no hay otro honor militar sino el de la guerra, ni ninguna otra posibilidad de eludir un mal juego que comenzando otro nuevo.
Y en el amor a las artes. El afán de saber, y las artes de la paz inclinan a los hombres a obedecer un poder común, porque tal deseo lleva consigo un deseo de ocio, y, por consiguiente, de tener la protección de algún otro poder distinto del propio.
El amor a la virtud, en el amor a los elogios. El afán de alabanza dispone a realizar determinadas acciones laudables que agradan a aquel cuyo juicio se estima; nada nos importan, en cambio, los elogios de quienes despreciamos. El afán de fama después de la muerte lleva al mismo fin. Y aunque después de la muerte no se sienten ya las alabanzas que nos hacen en la tierra, porque esas alegrías o bien se desvanecen ante los inefables goces del cielo o se extinguen en los extremados tormentos del infierno, sin embargo, semejante fama no es vana, porque los hombres encuentran un deleite presente en la previsión de ella, y en el beneficio que asegurarán para su posteridad; y así, aunque ahora no lo vean se lo imaginan; y toda cosa que es placer en las sensaciones, lo es también en la imaginación.
Odio derivado de la dificultad de corresponder a grandes beneficios. Haber recibido de uno, a quien consideramos igual a nosotros, beneficio más grande de lo que esperábamos, dispone a fingirle amor; pero realmente engendra un íntimo aborrecimiento, y pone a un hombre en la situación del deudor desesperado que al vencer la letra de su acreedor, tácitamente desea hallarse en un sitio donde nunca más lo viera. Porque los beneficios obligan, y la obligación es servidumbre; y la obligación que no puede corresponderse, servidumbre perpetua; y esta situación, en definitiva, se resuelve en odio. Por el contrario, haber recibido beneficios de uno a quien reconocemos como superior, inclina a amarle, porque la obligación no engendra una degradación, en este caso; y la aceptación lisonjera (lo que los hombres llaman gratitud) es para quien otorga el beneficio un honor que generalmente se considera como retribución, Así, recibir beneficios aunque de uno igual o inferior, mientras se tiene esperanza de devolverlos, dispone a amar, porque en la intención de quien recibe, la obligación es de ayuda y servicio mutuo; de ello procede una emulación para excederse en el beneficio. Esta es la pugna más noble y provechosa posible, porque el vencedor se complace en su victoria, y el otro encuentra su venganza en confesarla.
Y de la conciencia de merecer ser odiado. Haber hecho a alguien un daño mayor del que puede o desea expiar, inclina al agente a odiar a quien sufrió daño, porque es de esperar la revancha o el perdón, cosas odiosas ambas.
La prontitud en el daño deriva del miedo. El temor a la opresión dispone a prevenirla o a buscar ayuda en la sociedad; no hay, en efecto, otro camino por medio del cual un hombre pueda asegurar su libertad y su vida.
Y de la desconfianza en el propio ingenio. Quienes desconfían de su propia sutileza se hallan, en el tumulto y en la sedición, mejor dispuestos para la victoria que quienes se suponen a sí mismos juiciosos o sagaces. Porque a éstos les gusta consultar, y a los otros, temerosos de ser circunvenidos, luchar primero. Y en la sedición, como las gentes están siempre dispuestas a la batalla, defenderse unos a otros, usando todas las ventajas de la fuerza, es una mejor estratagema que ninguna otra que pueda proceder de la sutileza del ingenio.
Las empresas vanas, de la vanagloria. Quienes sienten la vanagloria sin tener conciencia de una gran capacidad, se complacen en suponerse valientes y propenden solamente a la ostentación, pero no a la empresa, porque, cuando aparecen el peligro o la dificultad, no piensan en otra cosa sino en ver descubierta su insuficiencia.
Quienes sienten la vanagloria y estiman su capacidad por la adulación de otros hombres, o por la fortuna de alguna acción precedente, sin un seguro motivo de esperanza basado en el verdadero conocimiento de sí mismos, son propensos a lanzarse sin meditación a las empresas, y al aproximarse el peligro o la dificultad, a retirarse si pueden. En efecto, no viendo el camino de la salvación, más bien arriesgarán su honor, que puede ser salvado con una excusa, en lugar de comprometer sus vidas, para las cuales ninguna salvación es suficiente.
Los hombres que tienen una firme opinión de su propia sabiduría, en materia de gobierno, son propensos a la ambición, porque el honor de la sabiduría se pierde si no existe empleo público en el consejo o en la magistratura. Por esta causa los oradores elocuentes son propensos a la ambición, porque la elocuencia aparece como sabiduría a quienes la tienen y a los demás.
Irresolución, de una valoración excesiva de cuestiones baladres. La pusilanimidad dispone a los hombres a la irresolución y, como consecuencia, a perder las ocasiones y oportunidades más adecuadas para actuar. Cuando se ha permanecido deliberando hasta el momento en que la acción se aproxima, si aún entonces no es manifiesta la conducta mejor, esto es un signo de que la diferencia de motivos, la elección entre los dos caminos, no es clara. Por ello, no resolver, entonces, es perder la ocasión, por conceder importancia a cuestiones baladíes, lo cual es pusilanimidad.
La frugalidad, aunque en los pobres sea una virtud, hace inepto al hombre para llevar a cabo aquellas acciones que requieren, de una vez, la fuerza de varios hombres; porque debilita sus fuerzas, que deben ser nutridas y vigorizadas por la recompensa.
Confianza en otros, de la ignorancia de los signos de sabiduría y de la bondad. La elocuencia, unida a la adulación, dispone los hombres a confiar en quien la tiene, porque la primera simula sabiduría, y la segunda bondad. Si a ello se añade la reputación militar, dispone los hombres a la adhesión y a someterse a quienes la poseen. Las dos primeras previenen contra el peligro que pudiera proceder de él, mientras que la última protege contra el peligro que proceda de otros.
Y de la ignorancia de las causas naturales. La falta de ciencia, es decir, la ignorancia de las causas, dispone o, más bien, constriñe a un hombre, a fiarse de la opinión y autoridad de otros. En efecto, todos los hombres a quienes interesa la verdad, cuando no confían en sí propios, deben apoyarse en la opinión de algún otro a quien juzgan más sabio que a sí mismos, y en quien no ven motivo alguno para ser defraudados.
Y de la falta de comprensión. La ignorancia de la significación de las palabras, es decir, la falta de comprensión, dispone los hombres no sólo a aceptar, confiados, la verdad que no conocen, sino también los errores y, lo que es más, las insensateces de aquellos en quienes se confía; porque ni el error ni la insensatez pueden ser descubiertos sin una perfecta comprensión de las palabras.
De esa misma ignorancia se deduce que los hombres dan nombres distintos a una misma cosa, según la diferencia de sus propias pasiones. Así, quienes aprueban una opinión privada, la llaman opinión; quienes están inconformes con ella, herejía; y aun herejía no significa otra cosa sino opinión particular, sino que con un mayor tinte de cólera.
También deriva de ello que sin estudio y sin una gran inteligencia no es posible distinguir entre una acción de varios hombres y varias acciones de una multitud: por ejemplo, entre la acción singular de todos los senadores de Roma, dando muerte a Catilina, y las diversas acciones de un número de senadores matando a César. En consecuencia propenden a considerar como acción del pueblo lo que es una multitud de acciones realizadas por una multitud de hombres, guiados, acaso, por la persuasión de uno solo.
Adhesión a la costumbre, de la ignorancia de la naturaleza de lo justo y de lo injusto. La ignorancia de las causas y la constitución original del derecho, de la equidad, de la ley, de la justicia, disponen al hombre a convertir la costumbre y el ejemplo en norma de sus acciones, de tal modo que se considera injusto lo que por costumbre se ha visto castigar, y justo aquello de cuya impunidad y aprobación se puede dar algún ejemplo, o precedente, como dicen, de una manera bárbara los juristas, que usan solamente esta falsa medida de justicia. Son como los niños pequeños, que no tienen otra norma de las buenas y de las malas maneras, sino los correctivos que les imponen sus padres y maestros, con la diferencia de que los niños son fieles a su norma, mientras que los hombres no lo son, porque a medida que se hacen fuertes y tercos, apelan de la costumbre a la razón, y de la razón a la costumbre, según lo requiere su interés, apartándose de la costumbre cuando su interés lo exige, y situándose contra la razón tantas veces como la razón está contra ellos. Esta es la causa de que la doctrina de lo justo y de lo injusto sea objeto de perpetua disputa, por parte de la pluma y de la espada, mientras que la teoría de las líneas y de las figuras no lo es, porque en tal caso los hombres no consideran la verdad como algo que interfiera con las ambiciones, el provecho o las apetencias de nadie.
En efecto, no dudo de que si hubiera sido una cosa contraria al derecho de dominio de alguien, o al interés de los hombres que tienen este dominio, el principio según el cual los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos ángulos de un cuadrado, esta doctrina hubiera sido si no disputada, por lo menos suprimida, quemándose todos los libros de Geometría, en cuanto ello hubiera sido posible al interesado.
Adhesión a los particulares, de la ignorancia de las causas de la paz. La ignorancia de las causas remotas dispone a atribuir todos los acontecimientos a causas inmediatas e instrumentales, porque éstas son las únicas que se perciben. Y aun ocurre que en todos los sitios en que los hombres se ven gravados con tributas fiscales, descargan su cólera sobre los publícanos, es decir, los granjeros, recaudadores y otros funcionarios del fisco, y se asocian a todos aquellos que censuran al gobierno, y arrastrados más allá de los límites de toda posible justificación, llegan a atacar a la autoridad suprema, por temor del castigo o por vergüenza de recibir perdón.
Credulidad, de la ignorancia de la naturaleza. La ignorancia de las causas naturales dispone a la credulidad, hasta hacer creer a menudo en cosas imposibles. Nada se sabe en contrario de que puedan ser verdaderas, cuando se es incapaz de advertir la imposibilidad. Y como se complacen en escuchar en compañía, la credulidad dispone a los hombres a mentir. Así la ignorancia sin malicia es susceptible de hacer que un hombre crea en los embustes y los diga, e incluso en ocasiones los invente.
Curiosidad de saber, de la preocupación por el futuro. La ansiedad del tiempo futuro dispone a los hombres a inquirir las causas de las cosas, porque el conocimiento de ellas hace a los hombres mucho más capaces para disponer el presente en su mejor ventaja.
Religión natural, de lo mismo. La curiosidad o afición al conocimiento de las causas nos lleva de la consideración del efecto a la investigación de la causa, y a su vez a la causa de la causa, hasta que necesariamente se llega, en definitiva, a pensar que hay alguna causa de la que no puede existir otra causa anterior si no es eterna: lo que los hombres llaman Dios. Así, es imposible hacer una investigación profunda en las leyes naturales, sin propender a la creencia de que existe un Dios Eterno, aun cuando en la mente humana no puede haber ninguna idea de Él, que responda a su naturaleza. En efecto, del mismo modo, que un ciego de nacimiento que oye a los demás hablar de calentarse al fuego, conducido ante éste, puede fácilmente concebir y asegurarse de que existe algo que los hombres llaman fuego, y que es la causa del calor que siente, pero no puede imaginar qué cosa sea, ni tener de ello en su mente una idea análoga a los que lo ven, así por las cosas visibles de este mundo, y por su orden admirable, puede concebirse que existe una causa de ello, lo que los hombres llaman Dios, y, sin embargo, no tener idea o imagen de él en la mente.
Y quienes se preocupan poco o nada de las causas naturales de las cosas, temerosos por lo menos de su ignorancia misma, acerca de lo que tiene poder para hacerles mucho bien o mucho mal, propenden a suponer e imaginar por sí mismos diversas clases de poderes invisibles, y están pendientes de sus propias ficciones, invocando a esos poderes en tiempos de desgracia, y mostrándoles su gratitud cuando existe perspectiva de éxito: así hacen dioses de las creaciones de su propia fantasía. Por esto tenía que ocurrir que de la innumerable variedad de fantasías, los hombres crearan en el mundo innumerables especies de dioses. Y este temor de las cosas invisibles es la semilla natural de que cada uno en sí mismo llama religión, y en quienes adoran o temen poderes diferentes de los propios, superstición.
Y habiéndose observado por muchos esta simiente de religión, algunos de quienes la observan propendieron a alimentarla, revestirla y conformarla a leyes, y añadir a ello, de su propia invención, alguna idea de las causas de los acontecimientos futuros, mediante las cuales podían hacerse más capaces para gobernar a los otros, haciendo, entre los mismos, el máximo uso de su poder.