DE OTRAS LEYES DE NATURALEZA
La tercera ley de naturaleza, justicia. De esta ley de naturaleza, según la cual estamos obligados a transferir a otros aquellos derechos que, retenidos, perturban la paz de la humanidad, se deduce una tercera ley, a saber: Que los hombres cumplan los pactos que han celebrado. Sin ello, los pactos son vanos, y no contienen sino palabras vacías, y subsistiendo el derecho de todos los hombres a todas las cosas, seguimos hallándonos en situación de guerra.
Qué es justicia, e injusticia. En esta ley de naturaleza consiste la fuente y origen de la JUSTICIA. En efecto, donde no ha existido un pacto, no se ha transferido ningún derecho, y todos los hombres tienen derecho a todas las cosas: por tanto, ninguna acción puede ser injusta. Pero cuando se ha hecho un pacto, romperlo es injusto. La definición de INJUSTICIA no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto. En consecuencia, lo que no es injusto es justo.
La justicia y la propiedad comienzan con la constitución del Estado. Ahora bien, como los pactos de mutua confianza, cuando existe el temor de un incumplimiento por una cualquiera de las partes (como hemos dicho en el capítulo anterior), son nulos, aunque el origen de la justicia sea la estipulación de pactos, no puede haber actualmente injusticia hasta que se elimine la causa de tal temor, cosa que no puede hacerse mientras los hombres se encuentran en la condición natural de guerra. Por tanto, antes de que puedan tener un adecuado lugar las denominaciones de justo e injusto, debe existir un poder coercitivo que compela a los hombres, igualmente, al cumplimiento de sus pactos, por el temor de algún castigo más grande que el beneficio que esperan del quebrantamiento de su compromiso, y de otra parte para robustecer esa propiedad que adquieren los hombres por mutuo contrato, en recompensa del derecho universal que abandonan: tal poder no existe antes de erigirse el Estado. Eso mismo puede deducirse, también, de la definición que de la justicia hacen los escolásticos cuando dicen que la justicia es la voluntad constante de dar a cada uno lo suyo. Por tanto, donde no hay suyo, es decir, donde no hay propiedad, no hay injusticia; y donde no se ha erigido un poder coercitivo, es decir, donde no existe un Estado, no hay propiedad. Todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, y por tanto donde no hay Estado, nada es injusto. Así, que la naturaleza de la justicia consiste en la observancia de pactos válidos: ahora bien, la validez de los pactos no comienza sino con la constitución de un poder civil suficiente para compeler a los hombres a observarlos. Es entonces, también, cuando comienza la propiedad.
La justicia no es contraria a la razón. Los necios tienen la convicción íntima de que no existe esa cosa que se llama justicia, y, a veces, lo expresan también paladinamente, alegando con toda seriedad que estando encomendada la conservación y el bienestar de todos los hombres a su propio cuidado, no puede existir razón alguna en virtud de la cual un hombre cualquiera deje de hacer aquello que él imagina conducente a tal fin. En consecuencia, hacer o no hacer, observar o no observar los pactos, no implica proceder contra la razón, cuando conduce al beneficio propio. No se niega con ello que existan pactos, que a veces se quebranten y a veces se observen; y que tal quebranto de los mismos se denomine injusticia; y justicia a la observancia de ellos. Solamente se discute si la injusticia, dejando aparte el temor de Dios (ya que los necios íntimamente creen que Dios no existe) no puede cohonestarse, a veces, con la razón que dicta a cada uno su propio bien, y particularmente cuando conduce a un beneficio tal, que sitúe al hombre en condición de despreciar no solamente el ultraje y los reproches, sino también el poder de otros hombres. El reino de Dios puede ganarse por la violencia: pero ¿qué ocurriría si se pudiera lograr por la violencia injusta? ¿Irla contra la razón obtenerlo así, cuando es imposible que de ello resulte algún daño para sí propio? Y si no va contra la razón, no va contra la justicia: de otro modo la justicia no puede ser aprobada como cosa buena. A base de razonamientos como estos, la perversidad triunfante ha logrado el nombre de virtud, y algunos que en todas las demás cosas desaprobaron la violación de la fe, la han considerado tolerable cuando se trata de ganar un reino. Los paganos creían que Saturno habla sido depuesto por su hijo Júpiter; pero creían, también, que el mismo Júpiter era el vengador de la injusticia. Algo análogo se encuentra en un escrito jurídico, en los comentarios de Coke, sobre Litleton, cuando afirma lo siguiente: aunque el legítimo heredero de la corona esté convicto de traición, la corona debe corresponderle, sin embargo; pero en instante la deposición tiene que ser formulada. De estos ejemplos, cualquiera podría inferir con razón que si el heredero aparente de un reino da muerte al rey actual, aunque sea su padre, podrá denominarse a este acto injusticia, o dársele cualquier otro nombre, pero nunca podrá decirse que va contra la razón, si se advierte que todas las acciones voluntarias del hombre tienden al beneficio del mismo, y que se consideran como más razonables aquellas acciones que más fácilmente conducen a sus fines. No obstante, bien Clara es la falsedad de este especioso razonamiento.
No podrían existir, pues, promesas mutuas, cuando no existe seguridad de cumplimiento por ninguna de las dos partes, como ocurre en el caso de que no exista un poder civil erigido sobre quienes prometen; semejantes promesas no pueden considerarse como pactos. Ahora bien, cuando una de las partes ha cumplido ya su promesa, o cuando existe un poder que le obligue al cumplimiento, la cuestión se reduce, entonces, a determinar si es o no contra la razón; es decir, contra el beneficio que la otra parte obtiene de cumplir y dejar de cumplir. Y yo digo que no es contra razón. Para probar este aserto, tenemos que considerar: primero, que si un hombre hace una cosa que, en cuanto puede preverse o calcularse, tiende a su propia destrucción, aunque un accidente cualquiera, inesperado para él, pueda cambiarlo, al acaecer, en un acto para él beneficioso, tales acontecimientos no hacen razonable o juicioso su acto. En segundo lugar, que en situación de guerra, cuando cada hombre es un enemigo para los demás, por la falta de un poder común que los mantenga a todos a raya, nadie puede contar con que su propia fuerza o destreza le proteja suficientemente contra la destrucción, sin recurrir a alianzas, de las cuales cada uno espera la misma defensa que los demás. Por consiguiente, quien considere razonable engañar a los que le ayudan, no puede razonablemente esperar otros medios de salvación que los que pueda lograr con su propia fuerza. En consecuencia, quien quebranta su pacto y declara, a la vez, que puede hacer tal cosa con razón, no puede ser tolerado en ninguna sociedad que una a los hombres para la paz y la defensa, a no ser por el error de quienes lo admiten; ni, habiendo sido admitido, puede continuarse admitiéndole, cuando se advierte el peligro del error. Estos errores no pueden ser computados razonablemente entre los medios de seguridad: el resultado es que, si se deja fuera o es expulsado de la sociedad, el hombre perece, y si vive en sociedad es por el error de los demás hombres, error que él no puede prever, ni hacer cálculos a base del mismo. Van, en consecuencia, esos errores contra la razón de su conservación; y así, todas aquellas personas que no contribuyen a su destrucción, sólo perdonan por ignorancia de lo que a ellos mismos les conviene.
Por lo que respecta a ganar, por cualquier medio, la segura y perpetua felicidad del cielo, dicha pretensión es frívola: no hay sino un camino imaginable para ello, y éste no consiste en quebrantar, sino en cumplir lo pactado.
Es contrario a la razón alcanzar la soberanía por la rebelión: porque a pesar de que se alcanzara, es manifiesto que, conforme a la razón, no puede esperarse que sea así, sino antes al contrario; y porque al ganarla en esa forma, se enseña a otros a hacer lo propio. Por consiguiente, la justicia, es decir, la observancia del pacto, es una regla de razón en virtud de la cual se nos prohíbe hacer cualquiera cosa susceptible de destruir nuestra vida: es, por lo tanto, una ley de naturaleza.
Algunos van más lejos todavía, y no quieren que la ley de naturaleza implique aquellas reglas que conducen a la conservación de la vida humana sobre la tierra, sino para alcanzar una felicidad eterna después de la muerte. Piensan que el quebrantamiento del pacto puede conducir a ello, y en consecuencia son justos y razonables (son así quienes piensan que es un acto meritorio matar o deponer, o rebelarse contra el poder soberano constituido sobre ellos, por su propio consentimiento). Ahora bien, como no existe conocimiento natural del Estado del hombre después de la muerte, y mucho menos de la recompensa que entonces se dará a quienes quebranten la fe, sino solamente una creencia fundada en lo que dicen otros hombres que están en posesión de conocimientos sobrenaturales por medio directo o indirecto, quebrantar la fe no puede denominarse un precepto de la razón o de la Naturaleza.
No se libera un compromiso por vicio de la persona con quien se ha pactado. Otros, estando de acuerdo en que es una ley de naturaleza la observancia de la fe, hacen, sin embargo, excepción de ciertas personas, por ejemplo, de los herejes y otros que no acostumbran a cumplir sus pactos. También esto va contra la razón, porque si cualquiera falta de un hombre fuera suficiente para liberarle del, pacto que con él hemos hecho, la misma causa debería, razonablemente, haberle impedido hacerlo.
Qué es justicia de los hombres, y justicia de las acciones. Los nombres de justo e injusto, cuando se atribuyen a los hombres, significan una cosa, y otra distinta cuando se atribuyen a las acciones. Cuando se atribuyen a los hombres implican conformidad o disconformidad de conducta, con respecto a la razón. En cambio, cuando se atribuyen a las acciones, significan la conformidad o disconformidad con respecto a la razón, no ya de la conducta o género de vida, sino de los actos particulares. En consecuencia, un hombre justo es aquel que se preocupa cuanto puede de que todas sus acciones sean justas, un hombre injusto es el que no pone ese cuidado. Semejantes hombres suelen designarse en nuestro lenguaje como hombres rectos y hombres que no lo son, si bien ello significa la misma cosa que justo e injusto. Un hombre justo no perderá ese título porque realice una o unas pocas acciones injustas que procedan de pasiones repentinas, o de errores respecto a las cosas y personas; tampoco un hombre injusto perderá su condición de tal por las acciones que haga u omita por temor, ya que su voluntad no se sustenta en la justicia, sino en el beneficio aparente de lo que hace. Lo que presta a las acciones humanas el sabor de la justicia es una cierta nobleza o galanura (raras veces hallada) en virtud de la cual resulta despreciable atribuir el bienestar de la vida al fraude o al quebrantamiento de una promesa. Esta justicia de la conducta es lo que se significa cuando la justicia se llama virtud, y la injusticia vicio.
Ahora bien, la justicia de las acciones hace que a los hombres no se les denomine justos, sino inocentes; y la injusticia de las mismas (lo que se llama injuria) hace que les sea asignada la calificación de culpables.
Justicia de la conducta, e injusticia de las acciones. A su vez, la injusticia de la conducta es la disposición o aptitud para hacer injurias; es injusticia antes de que se proceda a la acción, y sin esperar a que un individuo cualquiera, sea injuriado. Ahora bien, la injusticia de una acción (es decir, la injuria) supone una persona individual injuriada; en concreto, aquella con la cual se hizo el pacto. Por tanto, en muchos casos, la injuria es recibida por un hombre y el daño da de rechazo sobre otro. Tal es el caso que ocurre cuando el dueño ordena a su criado que entregue dinero a un extraño. Si esta orden no se realiza, la injuria se hace al dueño a quien se había obligado a obedecer, pero el daño redunda en perjuicio del extraño, respecto al cual el criado no tenía obligación y a quien, por consiguiente, no podía injuriar. Así en los Estados los particulares pueden perdonarse unos a otros sus deudas, pero no los robos u otras violencias que les perjudiquen: en efecto, la falta de pago de una deuda constituye una injuria para los interesados, pero el robo y la violencia son injurias hechas a la personalidad de un Estado.
Ninguna cosa que se hace a un hombre, con consentimiento suyo, puede ser injuria. Cualquiera cosa que se haga a un hombre, de acuerdo con su propia voluntad, significada a quien realiza el acto, no es una injuria para aquél. En efecto, si quien la hace no ha renunciado, por medio de un pacto anterior, su derecho originario a hacer lo que le agrade, no hay quebrantamiento del pacto y, en consecuencia, no se le hace injuria. Y si, por lo contrario, ese pacto anterior existe, el hecho de que el ofendido haya expresado su voluntad respecto a la acción, libera de ese pacto, y, por consiguiente, no constituye injuria.
Justicia conmutativa y distributiva. Los escritores dividen la justicia de las acciones en conmutativa y distributiva: la primera, dicen, consiste en una proporción aritmética, la última, en una proporción geométrica. Por tal causa sitúan la justicia conmutativa en la igualdad de valor de las cosas contratadas, y la distributiva en la distribución de iguales beneficios a hombres de igual mérito. Según eso sería injusticia vender más caro que compramos, o dar a un hombre más de lo que merece. El valor de todas las cosas contratadas se mide por la apetencia de los contratantes, y, por consiguiente, el justo valor es el que convienen en dar. El mérito (aparte de lo que es según el pacto, en el que el cumplimiento de una parte hace acreedor al cumplimiento por la otra, y cae bajo la justicia conmutativa, y no distributiva) no es debido por justicia, sino que constituye solamente una recompensa de la gracia. Por tal razón no es exacta esta distinción en el sentido en que suele ser expuesta. Hablando con propiedad, la justicia conmutativa es la justicia de un contratante, es decir, el cumplimiento de un pacto en materia de compra o venta; o el arrendamiento y la aceptación de él; el prestar y el pedir prestado; el cambio y el trueque, y otros actos contractuales.
Justicia distributiva es la justicia de un árbitro, esto es, el acto de definir lo que es justo. Mereciendo la confianza de quienes lo han erigido en árbitro, si responde a esa confianza, se dice que distribuye a cada uno lo que le es propio: ésta es, en efecto, distribución justa, y puede denominarse (aunque impropiamente) justicia distributiva, y, con propiedad mayor, equidad, la cual es una ley de naturaleza, como mostraremos en lugar adecuado.
La cuarta ley de naturaleza, gratitud. Del mismo modo que la justicia depende de un pacto antecedente, depende la GRATITUD de una gracia antecedente, es decir, de una liberalidad anterior. Esta es la cuarta ley de naturaleza, que puede expresarse en esta forma: que quien reciba un beneficio de otro por mera gracia, se esfuerce en lograr que quien lo hizo no tenga motivo razonable para arrepentirse voluntariamente de ello. En efecto, nadie da sino con intención de hacerse bien a sí mismo, porque la donación es voluntaria, y el objeto de todos los actos voluntarios es, para cualquier hombre, su propio bien. Si los hombres advierten que su propósito ha de quedar frustrado, no habrá comienzo de benevolencia o confianza ni, por consiguiente, de mutua ayuda, ni de reconciliación de un hombre con otro. Y así continuará permaneciendo todavía en situación de guerra, lo cual es contrario a la ley primera y fundamental de naturaleza que ordena a los hombres buscar la paz. El quebrantamiento de esta ley se llama ingratitud, y tiene la misma relación con la gracia que la injusticia tiene con la obligación derivada del pacto.
La quinta, mutuo acomodo o complacencia. Una quinta ley de naturaleza es la COMPLACENCIA, es decir, que cada uno se esfuerzo por acomodarse a los demás. Para comprender esta ley podemos considerar que existe en los hombres aptitud para la sociedad, una diversidad de la naturaleza que surge de su diversidad de afectos; algo similar a lo que advertimos en las piedras que se juntan para construir un edificio. En efecto, del mismo modo que cuando una piedra con su aspereza e irregularidad de forma, quita a las otras más espacio del que ella misma ocupa, y por su dureza resulta difícil hacerla plana, lo cual impide utilizarla en la construcción, es eliminada por los constructores como inaprovechable y perturbadora: así también un hombre que, por su aspereza natural, pretendiera retener aquellas cosas que para sí mismo son superfluas y para otros necesarias, y que en la ceguera de sus pasiones no pudiera ser corregido, debe ser abandonado o expulsado de la sociedad como hostil a ella. Si advertimos que cada hombre, no sólo por derecho sino por necesidad natural, se considera apto para proponerse y obtener cuanto es necesario para su conservación, quien se oponga a ello por superfluos motivos, es culpable de la lucha que sobrevenga, y, por consiguiente, hace algo que es contrario a la ley fundamental de naturaleza que ordena buscar la paz. Quienes observan esta ley pueden ser llamados SOCIABLES (los latinos los llamaban commodi): lo contrario de sociable es rígido, insociable, intratable.
La sexta, facilidad para perdonar. Una sexta ley de naturaleza es la siguiente: que, dando garantía del tiempo futuro, deben ser perdonadas las ofensas pasadas de quienes, arrepintiéndose, deseen ser perdonados. En efecto, el perdón no es otra cosa sino garantía de paz, la cual cuando se garantiza a quien persevera en su hostilidad, no es paz, sino miedo; no garantizada a aquel que da garantía del tiempo futuro, es signo de aversión a la paz y, por consiguiente, contraria a la ley de naturaleza.
La séptima, que en las venganzas los hombres consideren solamente el bien venidero. Una séptima ley es que en las venganzas (es decir, en la devolución del mal por mal) los hombres no consideren la magnitud del mal pasado, sino la grandeza del bien venidero. En virtud de ella nos es prohibido infligir castigos con cualquier otro designio que el de corregir al ofensor o servir de guía a los demás. Así, esta ley es consiguiente a la anterior a ella, que ordena el perdón a base de la seguridad del tiempo futuro. En cambio, la venganza sin respeto al ejemplo y al provecho venidero es un triunfo o glorificación a base del daño que se hace a otro, y no tiende a ningún fin, porque el fin es siempre algo venidero, y una glorificación que no se propone ningún fin es pura vanagloria y contraria a la razón; y hacer daño sin razón tiende a engendrar la guerra, lo cual va contra la ley de naturaleza y, por lo común, se distingue con el nombre de crueldad.
La octava, contra la contumelia. Como todos los signos de odio o de disputa provocan a la lucha, hasta el punto de que muchos hombres prefieren más bien aventurar su vida que renunciar a la venganza, en octavo lagar podemos establecer como ley de naturaleza el precepto de que ningún hombre, por medio de actos, palabras, continente o gesto manifieste odio o desprecio a otro. El quebrantamiento de esta ley se denomina comúnmente contumelia.
La novena, contra el orgullo. La cuestión relativa a cuál es el mejor hombre, no tiene lugar en la condición de mera naturaleza, ya que en ella, como anteriormente hemos manifestado, todos los hombres son iguales. La desigualdad que ahora exista ha sido introducida por las leyes civiles. Yo sé que Aristóteles, en el primer libro de su Política, para fundamentar su doctrina, considera que los hombres son, por naturaleza, unos más aptos para mandar, a saber, los más sabios (entre los cuales se considera él mismo por su filosofía); otros, para servir (refiriéndose a aquellos que tienen cuerpos robustos, pero que no son filósofos como él); como si la condición de dueño y de criado no fueran establecidas por consentimiento entre los hombres, sino por diferencias de talento, lo cual no va solamente contra la razón, sino también contra la experiencia. En efecto, pocos son tan insensatos que no estimen preferible gobernar ellos mismos que ser gobernados por otros; ni los que a juicio suyo son sabios y luchan, por la fuerza, con quienes desconfían de su propia sabiduría, alcanzan siempre, o con frecuencia, o en la mayoría de los casos, la victoria. Si la Naturaleza ha hecho iguales a los hombres, esta igualdad debe ser reconocida, y del mismo modo debe ser admitida dicha igualdad si la Naturaleza ha hecho a los hombres desiguales, puesto que los hombres que se consideran a sí mismos iguales no entran en condiciones de paz sino cuando se les trata como tales. Y en consecuencia, como novena ley de naturaleza sitúo ésta: que cada uno reconozca a los demás como iguales suyos por naturaleza. El quebrantamiento de este precepto es el orgullo.
La décima, contra la arrogancia. De esta ley depende otra: que al iniciarse condiciones de paz, nadie exija reservarse algún derecho que él mismo no se avendría a ver reservado por cualquier otro. Del mismo modo que es necesario para todos los hombres que buscan la paz renunciar a ciertos derechos de naturaleza, es decir, no tener libertad para hacer todo aquello que les plazca, es necesario también, por otra parte, para la vida del hombre, retener alguno de esos derechos, como el de gobernar sus propios cuerpos, el de disfrutar del aire, del agua, del movimiento, de las vías para trasladarse de un lugar a otro, y todas aquellas otras cosas sin las cuales un hombre no puede vivir o por lo menos no puede vivir bien. Si en este caso, al establecerse la paz, exigen los hombres para si mismos aquello que no hubieran reconocido a los demás, contrarían la ley precedente, la cual ordena el reconocimiento de la igualdad natural, y, en consecuencia, también, contra la ley de naturaleza. Quienes observan esta ley, los denominamos modestos, y quienes la infringen, arrogantes. Los griegos llamaban plenexiva a la violación de esta ley: ese término implica un deseo de tener una porción superior a la que corresponde.
La undécima, equidad. Por otra parte, si a un hombre se le encomienda juzgar entre otros dos, es un precepto de la ley de naturaleza que proceda con equidad entre ellos. Sin esto, sólo la guerra puede determinar las controversias de los hombres, Por tanto, quien es parcial en sus juicios, hace cuanto está a su alcance para que los hombres aborrezcan el recurso a jueces y árbitros y, por consiguiente (contra la ley fundamental de naturaleza), esto es causa de guerra.
La observancia de esta ley que ordena una distribución igual, a cada hombre, de lo que por razón le pertenece, se denomina EQUIDAD y, como antes he dicho, justicia distributiva: su violación, acepción de personas, proswpolmyiva.
La duodécima, uso igual de cosas comunes. De ello se sigue otra ley: que aquellas cosas que no pueden ser divididas se disfruten en común, si pueden serlo; y si la cantidad de la cosa lo permite, sin límite; en otro caso, proporcionalmente al número de quienes tienen derecho a ello. De otro modo la distribución es desigual y contraria a la equidad.
La decimotercia, de la suerte. Ahora bien, existen ciertas cosas que no pueden dividirse ni disfrutarse en común. Entonces, la ley de naturaleza que prescribe equidad, requiere que el derecho absoluto, o bien (siendo el uso alterno) la primera posesión, sea determinada por la suerte. Esa distribución igual es ley de naturaleza y no pueden imaginarse otros medios de equitativa distribución.
La decimocuarta, de la primogenitura y del primer establecimiento. Existen dos clases de suerte: arbitral y natural. Es arbitral la que se estipula entre los competidores: la natural es o bien primogenitura (lo que los griegos llaman klhronomiva, lo cual significa dado por suerte) o primer establecimiento. En consecuencia, aquellas cosas que no pueden ser disfrutadas en común ni divididas, deben adjudicarse al primer poseedor, y en algunos casos al primogénito como adquiridas por suerte.
La decimoquinta, de los mediadores. Es también una ley de naturaleza que a todos los hombres que sirven de mediadores en la paz se les otorgue salvoconducto. Porque la ley que ordena la paz como fin, ordena la intercesión, como medio, y para la intercesión, el medio es el salvoconducto.
La decimosexta, sumisión al arbitraje. Aunque los hombres propendan a observar estas leyes voluntariamente, siempre surgirán cuestiones concernientes a una acción humana: primero, de si se hizo o no se hizo; segundo, de si, una vez realizada, fue o no contra la ley. La primera de estas dos cuestiones se denomina cuestión de hecho; la segunda, cuestión de derecho. En consecuencia, mientras las partes en disputa no se avengan mutuamente a la sentencia de otro, no podrá haber paz entre ellas. Este otro, a cuya sentencia se someten, se llama ÁRBITRO. Y por ello es ley de naturaleza que quienes están en controversia, sometan su derecho al juicio de su árbitro.
La decimoséptima, que nadie es juez de sí propio. Considerando que se presume que cualquier hombre hará todas las cosas de acuerdo con su propio beneficio, nadie es árbitro idóneo en su propia causa; y como la igualdad permite a cada parte igual beneficio, a falta de árbitro adecuado, si uno es admitido como juez, también debe admitirse el otro; y así subsiste la controversia, es decir, la causa de guerra, contra la ley de naturaleza.
La decimoctava, que nadie sea juez, cuando tiene una causa natural de parcialidad. Por la misma razón, en una causa cualquiera nadie puede ser admitido como árbitro si para él resulta aparentemente un mayor provecho, honor o placer, de la victoria de una parte que de la otra; porque entonces recibe una liberalidad (y una liberalidad inconfesable); y nadie puede ser obligado a confiar en él. Y ello es causa también de que se perpetúe la controversia y la situación de guerra, contrariamente a la ley de naturaleza.
La decimonovena, de los testigos. En una controversia de hecho, como el juez no puede creer más a uno que a otro (si no hay otros argumentos) deberá conceder crédito a un tercero; o a un tercero y a un cuarto; o más. Porque, de lo contrario, la cuestión queda indecisa y abandonada a la fuerza, contrariamente a la ley de naturaleza
Estas son las leyes de naturaleza que imponen la paz como medio de conservación de las multitudes humanas, y que sólo conciernen a la doctrina de la sociedad civil. Existen otras cosas que tienden a la destrucción de los hombres individualmente, como la embriaguez y otras manifestaciones de la intemperancia, las cuales pueden ser incluidas, por consiguiente, entre las cosas prohibidas por la ley de naturaleza; ahora bien, no es necesario mencionarlas, ni son muy pertinentes en este lugar.
Regla mediante la cual pueden ser fácilmente examinadas las leyes de naturaleza. Acaso pueda parecer lo que sigue una deducción excesivamente sutil de las leyes de naturaleza, para que todos se percaten de ella; pero como la mayor parte de los hombres están demasiado ocupados en buscar el sustento, y el resto son demasiado negligentes para comprender, precisa hacer inexcusable e inteligible a todos los hombres, incluso a los menos capaces, que son factores de una misma suma; lo cual puede expresarse diciendo: no hagas a otro lo que no querrías que te hicieran a ti. Esto significa que al aprender las leyes de naturaleza y cuando se confrontan las acciones de otros hombres con la de uno mismo, y parecen ser aquéllas de mucho peso, lo que procede es colocar las acciones ajenas en el otro platillo de la balanza, y las propias en lugar de ellas, con objeto de que nuestras pasiones y el egoísmo no puedan añadir nada a la ponderación; entonces, ninguna de estas leyes de naturaleza dejará de parecer muy razonable.
Las leyes de naturaleza obligan en conciencia siempre, pero en la realidad sólo cuando existe seguridad bastante, Las leyes de naturaleza obligan in foro interno, es decir, van ligadas a un deseo de verlas realizadas; en cambio, no siempre obligan in foro externo, es decir, en cuanto a su aplicación. En efecto, quien sea correcto y tratable, y cumpla cuanto promete, en el lugar y tiempo en que ningún otro lo haría, se sacrifica a los demás y procura su ruina cierta, contrariamente al fundamento de todas las leyes de naturaleza que tienden a la conservación de ésta. En cambio, quien teniendo garantía suficiente de que los demás observarán respecto a él las mismas leyes, no las observa, a su vez, no busca la paz sino la guerra, y, por consiguiente, la destrucción de su naturaleza por la violencia.
Todas aquellas leyes que obligan in foro interno, pueden ser quebrantadas no sólo por un hecho contrario a la ley, sino también por un hecho de acuerdo con ella, si alguien lo imagina contrario. Porque aunque su acción, en este caso, esté de acuerdo con la ley, su propósito era contrario a ella; lo cual constituye una infracción cuando la obligación es in foro interno.
Las leyes de naturaleza son eternas. Las leyes de naturaleza, son inmutables y eternas, porque la injusticia, la ingratitud, la arrogancia, el orgullo, la iniquidad y la desigualdad o acepción de personas, y todo lo restante, nunca pueden ser cosa legítima. Porque nunca podrá ocurrir que la guerra conserve la vida, y la paz la destruya.
Y aun fáciles. Las mismas leyes, como solamente obligan a un deseo y esfuerzo, a juicio mío un esfuerzo genuino y constante, resultan fáciles de ser observadas. No requieren sino esfuerzo; quien se propone su cumplimiento, las realiza, y quien realiza la ley es justo.
La ciencia de estas leyes es la verdadera Filosofía moral. La ciencia que de ellas se ocupa es la verdadera y auténtica Filosofía moral. Porque la Filosofía moral no es otra cosa sino la ciencia de lo que es bueno y malo en la conversación y en la sociedad humana. Bueno y malo son nombres que significan nuestros apetitos y aversiones, que son diferentes según los distintos temperamentos, usos y doctrinas de los hombres. Diversos hombres difieren no solamente en su juicio respecto a la sensación de lo que es agradable y desagradable, al gusto, al olfato, al oído, al tacto y a la vista, sino también respecto a lo que, en las acciones de la vida corriente, está de acuerdo o en desacuerdo con la razón. Incluso el mismo hombre, en tiempos diversos, difiere de sí mismo, y una vez ensalza, es decir, llama bueno, a lo que otra vez desprecia y llama malo; de donde surgen disputas, controversias y, en último término, guerras. Por consiguiente un hombre se halla en la condición de mera naturaleza (que es condición de guerra), mientras el apetito personal es la medida de lo bueno y de lo malo. Por ello, también, todos los hombres convienen en que la paz es buena, y que lo son igualmente las vías o medios de alcanzarla, que (como he mostrado anteriormente) son la justicia, la gratitud, la modestia, la equidad, la misericordia, etc., y el resto de las leyes de naturaleza, es decir, las virtudes morales; son malos, en cambio, sus contrarios, los vicios. Ahora bien, la Ciencia de la virtud y del vicio es la Filosofía moral, y, por tanto, la verdadera doctrina de las leyes de naturaleza es la verdadera Filosofía moral. Aunque los escritores de Filosofía moral reconocen las mismas virtudes y vicios, como no advierten en qué consiste su bondad ni por qué son elogiadas como medios de una vida pacífica, sociable y regalada, la hacen consistir en una mediocridad de las pasiones: como si no fuera la causa, sino el grado de la intrepidez, lo que constituyera la fortaleza; o no fuese el motivo sino la cantidad de una dádiva, lo que constituyera la liberalidad.
Estos dictados de la razón suelen ser denominados leyes por los hombres; pero impropiamente, porque no son sino conclusiones o teoremas relativos a lo que conduce a la conservación y defensa de los seres humanos, mientras que la ley, propiamente, es la palabra de quien por derecho tiene mando sobre los demás. Si, además, consideramos los mismos teoremas como expresados en la palabra de Dios, que por derecho manda sobre todas las cosas, entonces son propiamente llamadas leyes.