Capítulo XXI. Del águila de oro y de la muerte de Antipatro y Herodes.

Acrecentábasele la enfermedad cada día, fatigándole mucho su vejez y tristeza que tenía siendo ya de setenta años; tenía su ánimo tan afligido por la muerte de sus hijos, que cuando estaba sano no podía recibir placer alguno. Pero ver en vida a Antipatro, le doblaba su enfermedad, a quien quería dar la muerte muy de pensado en recobrando la salud.

Además de todas estas desdichas, no faltó tampoco cierto ruido que se levantó entre el pueblo. Había dos sofistas en la ciudad que fingían ser sabios, a los cuales parecía que ellos sabían todas las leyes, muy perfectamente, de la patria, por lo cual eran de todos muy alabados y muy honrados. El uno era judas, hijo de Seforeo, y el otro era Matías, hijo de Margalo. Seguíalos la mayor parte de la juventud mientras declaraban las leyes, y poco a poco cada día juntaban ejército de los más mozos; habiendo éstos oído que el rey estaba muy al cabo, parte por su tristeza y parte por su enfermedad, ha­blaban con sus amigos y conocidos, diciendo que ya era venido el tiempo para que Dios fuese vengado, y las obras que se habían hecho contra las leyes de la patria, fuesen destruidas; porque no era lícito, antes era cosa muy abominable, tener en el templo imágenes ni figuras de animales, cualesquiera que fuesen.

Decían esto, por que encima de la puerta mayor del templo había puesta un águila de oro. Y aquellos sofistas amonestaban entonces a todos que la quitasen, diciendo que sería cosa muy gentil que, aunque se pudiese de allí seguir algún peligro, mos­ trasen su esfuerzo en querer morir por las leyes de su patria; porque los que por esto perdían la vida, llevaban su ánima inmortal, y la fama quedaba siempre, si por buenas cosas era ganada; pero que los que no tenían esta fortaleza en su ánimo, amaban su alma neciamente, y preciaban más de morir por dolencia que usar de virtud.

Estando ellos en estas cosas, hubo fama entre todos que el rey se moría; Con esta nueva tomaron mayor ánimo todos los mozos, y pusieron en efecto su empresa más osadamente; y luego, después de mediodía, estando multitud de gente en el templo, deslizándose por unas maromas, cortaron con hachas el águila de oro que estaba en aquel techo. Sabido esto por el capitán del rey, vino aprisa, acompañado de mucha gente; prendió casi cuarenta mancebos, y presentóselos al rey, los cuales, siendo interrogados primero si ellos habían sido los destructores del águila, confesaron que si; preguntáronles más, que quién se lo había mandado. Dijeron que las leyes de su patria. Preguntados después por qué causa estaban tan con­tentos estando tan cercanos de la muerte, respondieron que porque después de ella tenían esperanza de que habían de gozar de muchos bienes.

Movido el rey con estas cosas, pudo más su ira que su enfermedad, por lo cual salió a hablarles; y después de haberles dicho muchas cosas como sacrilegos, y que con excusa de guardar la ley de la patria habían tentado de hacer otras cosas, Juzgólos por dignos de muerte como hombres impíos. El pueblo, cuando vió esto, temiendo que se derramase aquella pena entre muchos más, suplicaba que tomase castigo en los que hablan persuadido tal mal, y en los que habían preso en la obra, y que mandase perdonar a todos los demás; alcanzando al fin esto del rey, mandó que los sofistas y los que habían sido hallados en la obra, fuesen quemados vivos, y los otros que fueron presos también con aquellos, fueron dados a los verdugos, para que ejecutasen en ellos sentencia y los hiciesen cuartos.

. Estaba Herodes atormentado con muchos dolores, tenía calentura muy grande, y una comezón muy importuna por todo su cuerpo, y muy intolerable. Atormentábanle dolores del cuello muy continuos; los pies se le hincharon como entre cuero y carne; hinchósele también el vientre, y pudríase su miembro viril con muchos gusanos; tenía gran pena con un aliento tras otro; fatigábanle mucho tantos suspiros y un en­cogimiento de todos sus miembros; y los que consideraban esto según Dios, decían que era venganza de los sofistas; y aunque él se veía trabajado con tantos tormentos y enfermedades como tenía, todavía deseaba aún la vida y pensaba cobrar salud pensando remedios; quiso pasarse de la otra parte del Jordán y que le bañasen en las aguas calientes, las cuales entran en aquel lago fértil de betún, llamado Asfalte, dulces para beber. Echado allí su cuerpo, el cual querían los médicos que fuese consolado y untado con aceite, se paró de tal manera, que torcía sus ojos como si muerto estuviera; y perturbados los que tenían cargo de curarle allí, pareció que con los clamores que movían, él los miró.

Desconfiando ya de su salud, mandó dar a sus soldados cincuenta dracmas, y mandó repartir mucho dinero entre los regidores y amigos que tenía; y como volviendo hubiese lle­gado a Hiericunta corrompida su sangre, parecía casi ame­nazar él a la muerte. Entonces pensó una cosa muy mala y muy nefanda, porque mandando juntar los nobles de todos los lugares y ciudades de Judea en un lugar llamado Hipódro­mo, mandólos cerrar allí. Después, llamando a su hermana Salomé y al marido de ésta, Alejo, dijo: "Muy bien sé que los judíos han de celebrar fiestas y regocijos por mi muerte, pero podré ser llorado por otra ocasión, y alcanzar gran honra en mi sepultura, si hiciereis lo que yo os mandare; matad todos estos varones que he hecho poner en guarda, en la hora que yo fuere muerto, porque toda Judea y todas las casas me hayan de llorar a pesar y a mal grado de ellas."

Habiendo mandado estas cosas, luego al mismo tiempo se tuvieron cartas de Roma, de los embajadores que había en­viado, los cuales le hacían saber cómo Acmes, criada de Julia, había sido por mandamiento de César degollada, y que An­tipatro venía condenado a muerte. También le permitía César que si quisiese más desterrarlo que darle muerte, lo hiciese muy francamente.

Húbose con esta embajada alegrado y recreado algún poco Herodes; pero vencido otra vez por los grandes dolores que padecía, porque la falta de comer y la tos grande le ator­mentaba en tanta manera que él mismo trabajó de adelantarse a la muerte antes de su tiempo, y pidió una manzana y un cu­chillo también, porque así la acostumbraba de comer; después, mirando bien no hubiese alrededor alguno que le pudiese ser impedimento, alzó la mano como si él mismo se quisiese matar, pero corriéndole al encuentro Archiabo, su sobrino, y habiéndole tenido la mano, levantóse muy gran llanto y gritos de dolor en el palacio, como si el rey fuera muerto.

Oyéndolo Antipatro, tomó confianza, y muy alegre con esto, rogaba a sus guardas que le desatasen y dejasen ir, y pro­metíales mucho dinero, a lo cual no sólo no quiso el principal de ellos consentir, y lo hizo luego saber al rey.

El rey entonces, levantando una voz más alta de lo que con su enfermedad podía, envió luego gente para que ma­tasen a Antipatro, y después de muerto lo mandó sepultar en Hircanio.

Corrigió otra vez su testamento y dejó por sucesor suyo a Arquelao, hijo mayor, hermano de Antipa, e hizo a Antipa tetrarca o procurador del reino.

Pasados después cinco días de la muerte del hijo, murió Herodes, habiendo reinado treinta y cuatro años después que mató a Antígono, y treinta y siete después que fué declarado rey por los romanos. En todo lo demás le fué fortuna muy próspera, tanto como a cualquier otro; porque un reino que había alcanzado por su diligencia, siendo antes un hombre bajo y habiéndolo conservado tanto tiempo, lo dejó después a sus hijos.

Pero fué muy desdichado en las cosas de su casa y muy infeliz. Salomé, juntamente con su marido, antes que supiese el ejército la muerte del rey, había salido para dar libertad a los presos que Herodes mandó matar, diciendo que él había mudado de parecer y mandado que cada uno se fuese a su casa. Después que éstos fueron ya libres y se hubieron partido, fuéles descubierta la muerte de Herodes a todos los soldados.

Mandados después juntar en el Anfiteatro en Hiericunta, Ptolomeo, guarda del sello del rey, con el cual solía sellar las cosas del reino, comenzó a loar al rey y consolar a toda aquella muchedumbre de gente. Leyóles públicamente la carta que Herodes le había dejado, en la cual rogaba a todos ahincada­mente que recibiesen con buen ánimo a su sucesor; y después de haberles leído sus cartas, mostróles claramente su testa­mento, en el cual habla dejado por heredero de Trachón y de aquellas regiones de allí cercanas, procurador a Antipa, y por rey a Arquelao; y le había mandado llevar su sello a César, y una información de todo lo que había administrado en el remo, porque quiso que César confirmase todo cuanto él había ordenado, como señor de todo; pero que lo demás fuese cumplido y guardado según voluntad de sutestamento.

Leído el testamento, levantaron todos grandes voces, dando el parabién a Arquelao, y ellos y el pueblo todo, discurriendo por todas partes, rogaban a Dios que les diese paz, y ellos de su parte también la prometían. De aquí partieron a poner diligencia en la sepultura del rey; celebróla Arquelao tan hon­radamente como le fué posible; mostró toda su pompa en honrar el enterramiento, y toda su riqueza; porque habíanlo puesto en una cama de oro toda labrada con perlas y piedras preciosas; el estrado guarnecido de púrpura; el cuerpo venía también vestido de púrpura o grana; traía una corona en la cabeza, un cetro real en la mano derecha; alrededor de la cama estaban los hijos y los parientes; después todos los de su guarda; un escuadrón de gente de Tracia, de alemanes y francos, todos armados y en orden de guerra, iban delante; todos los otros soldados seguían a sus capitanes después muy conve­nientemente. Quinientos esclavos y libertos traían olores; y así fué llevado el cuerpo camino de doscientos estadios al castillo llamado Herodión, y allí fué sepultado, según él mismo había mandado. Este fué el fin de la vida y hechos del rey Herodes.

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