Capítulo III. Que trata de los hechos de Aristóbulo, Antígano, Judas, Eseo, Alejandro, Teodoro y Demetrio.

La envidia de las hazañas y sucesos prósperos de Juan y de sus hijos movió a los gentiles a discordia y sedición, y juntán­dose muchos contra ellos no reposaron hasta que todos fueron vencidos en guerra pública. Viviendo, pues, todo el otro tiempo Juan muy prósperamente y habiendo administrado y regiao muy bien todo el gobierno de las cosas por espacio de treinta y tres años, dejando cinco hijos, murió. Varón ciertamente bienaventurado, el cual no había dado ocasión alguna por la cual alguno se pudiese quejar de la fortuna. Tenía tres cosas principalmente él solo, porque era príncipe de los judíos, pontífice, y además de esto profeta, con quien Dios hablaba de tal manera, que nunca ignoraba algo de lo que había de acontecer.

También supo y profetizó cómo sus dos hijos mayores no habían de quedar señores de sus cosas, los cuales qué fin hayan tenido en la vida, pienso que no será cosa indigna de contarlo ni de oírlo, y cuán lejos hayan estado de la prosperidad y dicha de su padre. Porque Aristóbulo, que era el hijo mayor, luego que su padre fue muerto, transfiriendo su señorío en reino, fue el primero que se puso corona de rey cuatrocientos ochenta y un años y tres meses después que el pueblo de los judíos había venido en la posesión de aquellas tierras libradas de la servi­dumbre y cautividad de Babilonia.

Honraba a su hermano Antígono, que era en la sucesión segundo, porque mostraba amarlo con igual honra, pero puso a los otros hermanos en cárcel muy atados y con guardas; encarceló también a su madre por haberle resistido en algo en el señorío, porque Juan la había dejado por señora de todo el gobierno, y fue tan cruel con ella, que teniéndola atada y en cárcel, la dejó morir de hambre. Pagó todos estos hechos y maldades con la muerte de su hermano Antígono, a quien él amaba mucho y a quien había hecho partícipe en su remo, porque también lo mató con acusaciones falsas que le fingieron los revolvedores del reino. Al principio Aristóbulo no creía lo que le decían, porque tenía en mucho a su hermano, y también porque pensaba ser lo más de lo que le decían falso y fingido por la envidia que le tenían. Pero siendo Antígono vuelto de la guerra con muy buen nombre en los días de las fiestas que ellos, según costumbre de la patria, celebraban a Dios puestos los tabernáculos, sucedió en el mismo tiempo que Aristóbulo cayó enfermo, y Antígono, al fin de las fiestas y solemnidades, acompañado de hombres armados vino con gran deseo a hacer oración al templo, y subió más honrado de lo que subiera por honra de su hermano; y entonces, viniendo acusadores llenos de toda maldad delante del rey, alegaban y reprendían la pompa de las armas, y la arrogancia y la sober­bia de Antígono, como mayor de lo que convenía, diciendo haber venido allí con multitud de gente de armas para ma­tarlo: porque pudiendo él ser rey, claro estaba que no se había de contentar con la honra que su hermano procuraba que el reino le hiciese.

Creyó poco a poco estas cosas Aristóbulo, aunque forzado, y por no demostrar sospecha de alguna cosa, queriendo guar­darse de lo que le era incierto, y proveerse mirándolo todo, mandó pasar la gente de su guarda a un lugar obscuro y corno sótano; y él que estaba enfermo en el castillo llamado antes Baro, el cual después fue llamado Antoma, mandóles que si viniese desarmado, no le hiciesen algo, y si Antigono viniese con armas, lo matasen. Además de esto, envió gente que avi­sasen a Antígono y le mandase venir sin armas.

Para todas estas cosas la reina tomó consejo astuto con los que estaban en asechanza y en celada: porque persuadió a los que el rey enviaba, que callasen lo que el rey les habla man­dado, y que dijesen a Antígono que su hermano había oído cómo se habla hecho muy lindas armas y lindo aparejo de guerra en Galilea, las cuales no había podido ver particular­mente a su voluntad, impedido con su enfermedad, y que ahora lo querría con toda voluntad ver armado, principalmente sa­biendo que habla de partir e irse a otra parte.

Oídas estas cosas, Antígono, no pudiendo pensar mal, por el amor y afición que le tenía su hermano, venía aprisa ar­mado con todas sus armas por mostrarse. Pero cuando llegó a un paso obscuro, que se llamaba la torre de Estratón, fue muerto por los de la guarda: y dio cierto y manifiesto docu­mento, que toda benevolencia y derecho de naturaleza es ven­cido con las acriminaciones y envidias calumniosas; y que ninguna buena afición vale tanto que pueda perpetuamente resistir y refrenar la envidia.

En esto también, ¿quién no se maravillará de Judas? Era Eseo de linaje, el cual nunca erró en profetizar ni jamás mintió. Pasando Antígono por el templo, luego que lo vió Judas, dijo en voz alta a los conocidos que allí estaban, porque tenía muchos discípulos y hombres que venían a pedirle consejo: "Ahora me es a mí bueno morir, pues la verdad murió, que­dando yo en vida, y se ha hallado alguna cosa falsa en lo que yo tenía profetizado, pues vive este Antígono, el cual debía ser hoy muerto. Tenía ya, por suerte, señalado lugar para su muerte en la torre de Estratón, que está a seiscientos estadios lejos de aquí: son ya cuatro horas del día, y el tiempo pasa, y con él mi adivinanza." Cuando el viejo hubo hablado esto, púsose a pensar entre sí muchas cosas con mucho cuidado y con la cara muy triste. Luego, poco después, vino nueva como Antígono había sido muerto en un sótano, llamado por el mismo nombre que solía ser la marítima Cesárea, la torre de Estratón, y esto fue lo que engañó al profeta.

En la misma hora, con el pesar de tan gran maldad, se le aumentó la enfermedad a Aristóbulo, y estando siempre con el pensamiento de aquel hecho muy solícito, con el ánimo per­turbado se corrompía, hasta tanto que por la amargura del dolor, rotas en partes sus entrañas, echaba toda la sangre por la boca. La cual tomó uno de los que le servían, y por pro­videncia y voluntad de Dios, sin que el criado tal supiese, echó la sangre del matador sobre las manchas que había dejado con la suya Antígono en aquel lugar donde fue muerto. Pero levantándose un gran llanto y aullido de los que habían visto esto, como que el muchacho hubiese adrede echado la sangre en aquel lugar, vino a noticia del rey el clamor, y requirió que le contasen la causa; y como no hubiese alguno que la osase contar, más se encendía él en deseo de saberla. Al fin, haciendo él fuerza y amenazándoles, contáronle la verdad de todo lo que pasaba; y él, hinchiendo sus ojos de lágrimas, y gimiendo en su corazón tanto cuanto le era posible, dijo esto: "No era, por cierto, cosa para esperar que hubiese Dios de ignorar mis maldades muy grandes, siéndole todo manifiesto pues luego me persigue la justicia en venganza de la muerte de mi hermano. ¡Oh malvado cuerpo! ¿Hasta cuándo deten­drás el ánima condenada por la muerte de mi madre y de mi hermano? ¿Cuánto tiempo les sacrificaré mi propia sangre? Tómenlo todo junto y no se burle ni escarnezca la fortuna lo bajo de mis entrañas.` Dicho esto, luego murió, habiendo reinado sólo un año.

Su mujer entonces sacó de la cárcel al hermano Alejandro, e hízolo rey, el cual era mayor en la edad, y aun parecía tam­bién ser más modesto. Pero alcanzando éste el reino, y vién­dose poderoso, mató a su otro hermano, por verlo ambicioso de reinar, y tenía consigo al otro privadamente, habiéndole quitado todas sus cosas.

Hizo guerra con Ptolomeo Látiro, el cual le había tomado a Asoco, y mató muchos de sus enemigos; pero Ptolomeo fue el vencedor. Después que él fue echado por su madre Cleopatra, vínose a Egipto, y Alejandro tomó por fuerza a Gadara y el castillo de Amatón, que es el mayor de todos los que hay de la otra parte del Jordán, adonde estaban, según se tenla por cierto, los bienes y joyas de Teodoro, hijo de Zenón. Mas sobreviniendo presto Teodoro, cobra lo que era suyo: llévase el carruaje del rey, y mata casi diez mil judíos.

Alejandro, cobrando después de esta matanza fuerzas, entró por las partes cercanas de la mar, las cuales llamaremos mari­timas: tomó a Rafia, a Gaza y a Antedón, la cual después fue llamada por el rey Herodes Agripia.

Domados y sujetos todos éstos, un día de fiesta el pueblo de los judíos se levantó contra él. Porque muchas veces se revuel­ven los pueblos por los convites y comidas; y no le parecía que podía apaciguar y deshacer aquellas asechanzas, si los Pisi­das y Cilicos, pagándolos él, no le ayudaban: no hacía caso de tener los sirios a sueldo por la discordia que tienen natural­mente con los judíos. Y habiendo muerto más de ocho mil de la multitud que se había rebelado, hizo guerra contra Arabia. Vencidos allí los galaaditas y moabitas, los hizo tributarios, y volvióse para Amatón.

Y estando Teodoro amedrentado por ver que tan próspe­ramente le sucedían las cosas, derribó de raíz un castillo que halló sin gente; y peleando después con Oboda, rey de Arabia, el cual había ocupado un lugar oportuno y cómodo para el en año en la región de Galaad, preso con las asechanzas que le habían hecho, perdió todo su ejército, forzado a recogerse a un valle muy alto, y fue desmenuzado por la multitud de los camellos.

Librándose él de aquí y viniendo a Jerusalén, inflamó la gente, que antiguamente le era muy enemiga, a mover nove­dades con la gran matanza que le había sido hecha. Con esto también se alzó a mayores, y mató en muchas batallas no me­nos de cincuenta mil judíos dentro de seis años; pero no se hol­gaba con estas victorias, porque se gastaban y consumían en ellas todas las fuerzas de su reino. Por lo cual, dejando las armas y la guerra, trabajaba con buenas palabras en volver en amistad con aquellos que tenía sujetos.

Tenían ellos tan aborrecida la inconstancia y variedad que éste tenía en sus costumbres, que preguntando él qué manera tendría para apaciguarlos, respondieron que con su muerte; porque aun no sabían si muerto le perdonarían, por tantas maldades como había cometido junto con esto tomaron el socorro de Demetrio, llamado Acero, el cual, con esperanza de ganar y de haber mayor premio, fácilmente les obedeció y consintió, y viniendo con ejército, juntóse para ayudar a los judíos cerca de Sichima. Pero recibiólos Alejandro con mil de a caballo y con seis mil soldados de sueldo, teniendo también consigo cerca de diez mil judíos que le eran todos muy ami­gos: siendo los de la parte contraria tres mil de a caballo y cuarenta mil de a pie.

Antes que se juntasen ambos ejércitos, por medio de los mensajeros y trompetas los reyes trabajaban cada uno por si en retirar la gente el uno del otro. Demetrio pensaba que la gente de sueldo de Alejandro le faltaría; y Alejandro esperaba que los judíos que seguían a Demetrio se le habían de rebelar y seguirlo a él. Pero como los judíos tuviesen muy firme su juramento, y los griegos su fe y promesa, comenzaron a acer­carse y pelear todos.

Venció en esta batalla Demetrio, aunque la gente de Alejan­dro hubiese hecho muchas cosas fuerte y animosamente. El suceso de ella dió parte a entrambos sin que juntamente en­trambos lo esperasen. Porque los que habían llamado a Demetrio no quisieron seguirlo, aunque vencedor; antes, seis mil de los judíos se pasaron a Alejandro, que había huido hacia los montes, por tener misericordia de él, viendo que se le había mudado tanto la fortuna. No pudo sufrir falta tan 'impor­tante Demetrio; antes, pensando que Alejandro, recogidas y juntadas ya sus fuerzas, sería bastante para esperar la batalla, porque toda la gente se le pasaba, retiróse luego de allí; pero la demás gente, por habérseles ido y apartado aquella parte del socorro y ejército, no perdió su ira y enemistad; antes peleaba en continuas guerras con Alejandro, hasta tanto que, muerta gran parte de ellos, los hizo recoger en la ciudad de Bemeselis; y habiéndola después tomado, llevóse los cautivos a Jerusalén.

La ira inmoderada de éste, por ser desenfrenada, hizo que su crueldad llegase a términos de toda impiedad; porque en medio de la ciudad ahorcó ochocientos de los cautivos, y mató las mujeres de ellos e hijos, delante de sus propias madres, y él lo estaba mirando bebiendo y holgando junto con sus con­cubinas y mancebas. Tomó todo el pueblo tan gran temor de ver esto, que aun los que a entrambas partes estaban afi­cionados, luego la siguiente noche salieron huyendo, corno des­terrados, de toda Judea, cuyo destierro tuvo fin con la muerte de Alejandro. Habiendo, pues, buscado el reposo del reino con tales hechos, cesaron sus armas.

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