Habiendo acometido Vespasiano la ciudad de los gadarenses, al primer asalto la tomó, porque estaba vacía de toda la gente de guerra.
Pasando luego de aquí más adentro, mató a todos, y aun hasta a los muchachos, sin que tuviesen los romanos compasión ni misericordia de alguno, acordándose de las muertes que habían sido cometidas contra Cestio, y también por el odio y aborrecimiento grande que contra los judíos tenían; y dió fuego no sólo a la ciudad, pero también quemó todos los lugares que alrededor había, y los lugarejos que estaban casi desolados, tomando toda la gente que en ellos hallaba.
Josefo llenó de miedo la ciudad que había deseado para defenderse; porque los tiberienses no creían que había de huir jamás, sino perdidas todas las esperanzas de poder salvarse, y en esto no les engañaba la opinión de lo que Josefo quisiera. Veía éste en qué habían de parar las cosas de los judíos, y que sólo tenían un camino para salvarse y alcanzar salud, el cual era mudar su propósito y voluntad; él, por su parte, aunque confiase en que los romanos no lo habían de matar, todavía quisiera muchas veces más morir que vivir y tener prosperidad entre aquéllos, con afrenta del cargo que le había sido encomendado, y haciendo traición a su propia patria, contra los cuales había sido antes enviado.
Por tanto, determinó escribir a los principales de Jerusalén, y hacerles saber fielmente en qué estado estuviesen las cosas, porque levantando demasiado las fuerzas de los enemigos, no lo tuviesen por temeroso, o disminuyéndolas algo más de lo que a la verdad eran, no los moviese a soberbia y ferocidad, sin darles lugar de arrepentirse de lo hecho hasta allí, y que si les placía el concierto, luego se lo hiciesen saber, y si determinaban que prosiguiese la guerra, le enviasen ejército bastante para resistir a los romanos. Escritas estas cartas, enviólas con diligencia a Jerusalén.