Capítulo XV. Cómo Jope fué tomada otra vez y destruida.

Estando en este estado las cosas, juntóse mucha gente de los que habían huído de las ciudades destruídas, y de los que habían también huído de los romanos, por discordias y sedi­ciones; renovaron a Jope, destruída antes por Cestio, y pusie­ron allí dentro de su asiento. Por estar apretados en aquella tie­rra que había sido antes tan destruida, determinaron entrar por la mar; y haciendo naos y galeras de corsarios, pasaban a Siria, Fenicia y a Egipto, y hacían allí grandes latrocinios; de tal manera iba esto, que no había ya quien osase salir contra ellos, ni aun navegar por la mar de aquellas partes.

Pero sabiendo Vespasiano lo que habían éstos determi­nado hacer, envió gente de a caballo y de a pie, y entraron de noche en la ciudad, la cual estaba sin guarda alguna.

Sintiendo esto los que dentro vivían, espantados con temor grande, recogiéronse huyendo a las naos, por no hacer fuerza a los romanos; y estuviéronse dentro de ellas toda la noche mar adentro un tiro de saeta. Mas como de su natural no tu­viese puerto Jope, porque viene a dar en una áspera orilla, corvada algún tanto por ambas partes, y extendiéndose a lo ancho, se mueve gran tempestad en este mar, adonde también se muestran aún las señales de las cadenas de Andrómeda, por fe de la fábula antigua, y el viento Aquilonal llamado Nordes­te da en aquella marina y levanta las ondas, dando en las peñas que allí hay muy altas, y la soledad es causa de que el lugar sea menos seguro.

Estando los jopenos ondeando en aquel mar, a la mañana algo más fuertemente, por sobrevenir a estas horas un viento que llaman los que por allá navegan Melamborea, dieron las unas con las otras, y otras en aquellos peñascos que por allí había; y entrándose otras por fuerza, contra el viento, mar adentro, porque temían la orilla, que estaba llena de peñas y piedras, y temían también a los enemigos que allí estaban; levantadas en alta mar se hundían y no tenían lugar para huir, ni esperanza de salud si quedaban, siendo echados de una parte por violencia de los vientos, y de la ciudad por la fuerza de los romanos.

Oíanse muchos gemidos de los que estaban dentro las naos, que se encontraban unas con otras; y oíase también el ruido que quebrándose hacían. Muerta, pues, parte de ellos en las ondas del mar de Jope, y otros ocupados en salvarse, morían; algunos se mataban con sus espadas adelantándose en darse la muerte, teniendo por mejor aquélla que no morir ahogados; y muchos, levantados con la braveza de las ondas, daban en aquellos peñascos; iba esto de tal manera, que la mar estaba llena de sangre, y todas las orillas de la mar estaban también llenas de cuerpos muertos; porque los romanos ayudaban en ello y quitaban la vida a cuantos llegaban a las orillas; ha­lláronse echados cuatro mil doscientos cuerpos muertos.

Tomando, pues, sin guerra y sin resistencia alguna los romanos aquella ciudad, la derribaron toda, y de esta manera en breve tiempo fué presa y destruida dos veces la ciudad de Jope por los romanos.

Dejó allí Vespasiano, por que no viniesen otra vez ladro­nes y corsarios a recogerse, gente de a caballo con alguna de a pie en un fuerte, para que la gente de a pie estuviese allí sin moverse y defendiese el fuerte; y los de a caballo buscasen todas aquellas tierras de Jope, y quemasen todos los lugares y aldeas que por allí hallasen. Obedecióle la caballería, y co­rriendo, todos los días talaban y destruían todas aquellas tierras.

Cuando los de Jerusalén supieron el caso adverso que había acontecido a los de Jotapata, al principio ninguno lo creía, por ser la desdicha tan grande como habían oído; y también por no ver alguno que se hubiese hallado en ella, ni hubiese visto lo que entonces se decía, porque no había que­dado alguno que pudiese ser embajador de lo que había su­cedido; pero la fama sola divulgaba la gran destrucción que había sido hecha, la cual suele ser mensajera diligente de las cosas tristes y adversas. Mostrábase ya la verdad entre todos los lugares allí vecinos y en todas las ciudades cercanas, y era. ya entre todos más cierto que dudoso.

Añadíanse a lo hecho y sucedido muchas cosas, ni hechas jamás, ni sucedidas; y decíase que Josefo había sido muerto en la destrucción de la ciudad, por lo cual hubo grandes llan­tos dentro de Jerusalén. Cada casa lloraba su pérdida; pero el llanto por el capitán era común a todos: unos lloraban a sus huéspedes, otros a sus deudos, otros a sus amigos, algunos otros a sus hermanos, y todos en general a Josefo; en tanta manera, que duraron los llantos treinta días continuamente, uno tras otro, y para cantar sus lamentaciones pagaban gran dinero a los tañedores.

Pero sabiéndose la verdad con el tiempo, y sabiendo cómo pasaba en verdad lo de Jotapata, y que lo divulgado de la muerte de Josefo era mentira, hallándose claramente que vivía y estaba con los romanos, y cómo éstos le hacían mayor honra de la que a un cautivo debían, tomaron tanta ira contra él, cuanta era la voluntad y benevolencia que le tuvieron antes, pensando que era muerto. Unos lo llamaban cobarde, y otros lo llamaban traidor; la ciudad toda estaba muy indignada contra él, y decíanle muchas injurias. Con estas adversidades se movían voluntariamente, y eran más encendidos con ver tan grandes llagas, y la ofensa que suele dar ocasión a los pru­dentes de guardarse, por no sufrir otro tanto, los movía y era como aguijón para mayor ruina y destrucción, comenzando nuevos males al terminar otros. Por tanto, era mayor la saña que contra los romanos tomaban, como que juntamente se hubiesen de vengar de ellos, y principalmente de Josefo; éstas, pues, eran las revueltas que había en Jerusalén.

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